Cuando no se sabe lo que va a ocurrir, cómo van a
terminar las cosas,
la suerte que esconde el destino, es mejor empezar a
vivir dentro de una novela.
Luis García Montero.
A Carol. Una de mis mejores amigas.
A
veces se da la circunstancia de que las expectativas de vida nos traicionan y
empujan a pensar que ésta no merece la pena, que carece de interés, o que, en el peor de los casos, hagamos lo posible para que
nuestro ciclo vital concluya más pronto que tarde. Es frecuente también, o
quizá más propio sería decir casual, que cuando nos da por sentarnos en el
cuarto de estar de las reflexiones, e invitamos a café a determinadas preguntas
difíciles de contestar, coincida precisamente con el mismo día en que, recién
abierta la tintorería, fuimos a recoger los agobios de temporada.
A Manuel Gijón, un tipo educado, de buenos modales,
natural de Casillas de Coria, municipio principalmente agricultor de la
provincia de Cáceres, y emigrado a Madrid desde
la infancia, su vida se le antojaba de lo más vulgar. Le gustaban las películas
del Oeste y las novelas policíacas, el chorizo de bellota y las zapatillas de
paño, los días con niebla y el Athletic Club de Bilbao. En la parte norte de la
ciudad, en una de las urbanizaciones de más postín, realizaba labores de
jardinería. Todos los residentes eran gente adinerada, personas estiradas en
cuanto al trato con los semejantes y preocupadas por engordar el número de
participaciones en sus carteras de acciones. En definitiva, gente que se cree
superior a uno y miran por encima del hombro. Manuel cumplía con su obligación,
se concentraba en el trasplante de esquejes, en la calidad de las semillas, en
la puntualidad del regadío. Se movía con precisión de un lado a otro, enguantado
en la experiencia de quien sabe hacer bien las cosas, para que nadie tenga que
llamarle la atención en lo suyo, y sin entrar en rivalidades entre compañeros,
ni mostrar preferencia por ningún vecino, ni interés en los líos de cama, ¡que
allí todo se sabía!
Seguramente las seis de la tarde era
la mejor hora de todo el día. David, amigo y pareja de mus en la partida de los
domingos, le esperaba en la Cervecería Santa Bárbara, la de la calle Alcalá
esquina a Goya. Ambos eran puntuales, fieles a una amistad que, desde los
tiempos de instituto, conservaba el plano corto de la conversación íntima.
Hablaban de política, de cultura, de cine, de lo mal que pintan las cosas para
muchos. Pero, sobre todo, lo hacían de sus respectivos
sentimientos. La primera de las cervezas dentro del marco de cómo les
había ido la jornada, la tomaban rápida, quedando en el balcón de los labios,
entreabiertos, restos de espuma que al final desaparecían, como lo hace quien
ya no te necesita. Las siguientes venían sin prisa, dejándose llevar por la
pasión, y por la admiración que sentían el uno por el otro, ante la capacidad
analítica que tenían.
David, en cambio, era un bohemio, un
soñador que se reinventaba a sí mismo cada día. Comenzó a estudiar Económicas,
pero abandonó la carrera para convertirse en cantante callejero, el gran sueño
de toda su vida. El noventa por ciento de su repertorio
eran temas de Silvio Rodríguez. Cantaba en las plazas del centro, y lo
hacía por placer, por el mero gusto de sentirse libre, de financiar sus necesidades
básicas sin la manipulación ni explotación de nadie, y porque su piel
necesitaba de la música, como el final del verano reclama la manga larga.
Estaba empezando a llover. Manuel echó a correr hasta
el lugar de encuentro. Faltaban dos minutos para
las seis. Había paros parciales con servicios mínimos en
el metro, y supuso que desde Sol vendrían los vagones a reventar. Así que no le
extrañó que David pudiera retrasarse. Mientras esperaba, quisieron venderle de
todo: pañuelos de papel, paraguas estampados, capas de plástico transparente…
Hora y media después se acercó en taxi hasta la pensión donde se hospedaba
David. Aunque había bastante gente arremolinada en la acera, se abrió paso como
pudo, con el corazón contraído y las luces de alarma parpadeando. Entonces, el
objetivo de esa cámara que todos llevamos dentro cuando no queremos ver las
cosas abrió, a su pesar, la imagen delante de él: una guitarra rota yacía,
junto con las partituras, al lado del hombre que acababa de recibir una
monumental paliza. Manuel se arrodilló junto a él, suplicándole que aguantara,
que pronto llegaría la ambulancia que lo trasladaría al hospital, pero David
tenía grandes dificultades para respirar y se introducía en la profundidad de
un largo sueño. Mientras los testigos que presenciaron la agresión narraban a
la policía lo que habían visto, Manuel dejó que el ritmo sencillo de su mano
sobre el hombro del amigo herido le proporcionara a éste el cariño y la tranquilidad que necesitaba en esos momentos.
La existencia de David ya no fue la
misma. Se instaló en el cuarto oscuro del
miedo, y, a pesar de recibir todo tipo de ayuda, física y psicológica, arrojó
la toalla. Nunca superó la agresión, no pudo salir del pozo. Dejó de
comunicarse, de formar parte de la realidad, hasta que llegó el día en que los
Servicios Sociales se hicieron cargo de él, trasladándolo a una residencia
pública.
Manuel iba a visitarlo todas las
tardes. Salían al jardín, se sentaban debajo de un almendro, le cambiaba el mp3 por otro con distinto repertorio de
Silvio. Le hablaba de las cosas que pasaban al otro lado de aquellos muros, y
todo lo hacía porque le quería y porque no soportaba la idea de que se sintiera como la tierra que se abre y se seca, cuando dejan
de echarnos de menos. Sin embargo, David no mostraba ningún gesto de
aproximación, de mejoría, ningún sonido; solamente
aquella ausencia, aquella distancia que lo separaba de la vida. Seguramente
para Manuel era cada vez más doloroso tener que
asumir que su pareja de mus ya no volvería, como tampoco lo harían las palabras
que vistieron de confidencias antiguos e-mails.
Pero no importaba, en eso consiste la amistad: en la prudencia de estar juntos,
porque de nada sirve lo que no se demuestra. “Siempre que se hace una historia/se habla de un viejo, de un niño o de
sí,/pero mi historia es difícil…/Es una historia enterrada./Es sobre un ser de
la nada”. La dureza de noviembre que precede al invierno, con su tiempo de
nieve y de frío, convertía las tardes de David y Manuel
en un manojo de horas que pasaban frente al ventanal de la galería: uno
leyéndole Lorca al otro, que, a saber, puede que, atrapado en el impacto del
último golpe, luchara por encontrar la salida para abrazarse a Manuel.
(Nota: Los versos pertenecen a la canción de Silvio
Rodríguez, Canción del elegido).
Dios mío !! Qué historia y qué mensaje! Muchas gracias Mayte.
ResponderEliminarUn domingo más me sorprendes, te superas, llegas al corazón de la gente y dices: esto es lo que pienso. Ahí, humilde, poco a poco, para que no se note mucho que estás. Eres generosa en tus escritos y repartiendo cariño. Y, al igual que le ocurre a Manuel con David, procuras sacar un momento al día para los amigos. Un beso, Mayte. ¡No dejes de escribir!
ResponderEliminarcomo un golpe seco en medio del estómago!! una dura y bella historia...gracias Mayte
ResponderEliminarComo siempre,tocas las fibras más delicadas del corazón.Un dia me vas a dejar "frito".
ResponderEliminarUn Beso.
Muy bien escrito y con muy bellas metáforas (invitar a café a distintas preguntas difíciles de contestar; el balcón de los labios entreabiertos con la espuma de cerveza...por ejemplo)
ResponderEliminarEl primer párrafo de tú texto encierra una paliza semejante a la que recibió el cantante; no física, pero esas ganas de que la vida concluya y carezca de sentido es la parábola de lo que le pasa luego a David de un modo físico; él y su guitarra han sido destrozados....
A mí me ha hecho reflexionar sobre las dificultades de poder ser libre y soberano (que putada que con esta bella palabra bautizaran una marca de brandy y que con él se ahoguen en tantas ocasiones esta fustración de la que hablo)....
Un cordial saludo Mayte, te sigo leyendo.
Luis.
Hoy nos has emocionado con un gran ejemplo de amistad. Aunque triste, muy bonito, Mayte.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho esta historia, bella y dura a la vez, de amistad, que se va visualizando, como siempre en tus relatos, según se va leyendo. Impactante el final. Un abrazo fuerte, Mayte.
ResponderEliminarGracias Mayte por tu bello relato, como en otros escritos sabes ensalzar la amistad como algo hermoso que nos alienta a continuar en medio de tanta injusticia, egoismos y necedades.
ResponderEliminarUn abrazo
Me ha encantado Mayte, emocionada estoy. Gracias por tus escritos.
ResponderEliminar¡Que contenta se habrá puesto esa tal Carol!
ResponderEliminarEs una bonita prueba de amistad que has transmitido y llegado al corazón de todos los que te seguimos. Un beso
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