Hace más de un mes que ha dejado
de sonar el teléfono en el comedor de casa. Las últimas luces de la tarde
escapan por la línea rojiza del horizonte, y los primeros copos de nieve, que
podrían alfombrar de blanco el centro de la ciudad, caen suavemente para
fundirse con el asfalto. Ha llegado el frío de golpe; se adivina por los
cuerpos veloces que buscan el anonimato de algunas calles. El cristal del
escaparate de la peluquería canina que tengo enfrente congrega la atención de
varios niños, aunque realmente no se sepa muy bien qué despierta más su
interés: eso o un mendigo que orina contra la pared. Pero aquí donde me encuentro, en el interior de la cocina,
estoy a salvo de todo. Sin embargo, por paradójico que resulte, a este lado de
la frontera, de quien no estoy a salvo es de mí misma. El agua para los
espaguetis hace rato que hierve en la cazuela.
Abro una Voll Damm, mi cerveza favorita, y elijo al azar un CD de baladas de Rod Stewart. Al otro
lado del fino tabique las voces del desencuentro preparan la huida del
dormitorio; una noche más, la joven vecina recién llegada dejará reposar la
cabeza sobre la almohada del llanto. Y, aunque en realidad no espero a nadie,
aguardo sentada en la mesa de la cocina a que el ruido de las llaves que abren,
rescaten mis huesos de la desolación.
Nos
conocimos en la cola del teatro María Guerrero, donde Nuria Espert, la grandísima dama de la escena, estrenaba el
20 de abril “La Loba”, de Lillian Hellman, dirigida por Gerardo Vera. A pesar
de llevar la primavera un mes entre nosotros, hacía un frío de justicia. Saqué
un cigarrillo y, sin pedirlo, me ofrecieron fuego. Considero que soy algo torpe
a la hora de iniciar conversaciones con extraños, pero reconozco que esa vez fue
fácil hacerlo. Empiezas por el autor, aportas la emoción de haber visto a Nuria
muchas veces en escena, y, para demostrar buen manejo de las Artes Escénicas,
hablas del director: el mismo de “Segunda piel”, en cine. El tiempo pasa así
más ameno, y, cuando quieres darte cuenta, hace
cuarenta y cinco minutos que dieron las doce y estás a pie de taquilla.
Recogimos las entradas: él cinco, yo una. Dimos
un largo paseo, y de la escena pasamos a la literatura: ¡Que si tal me gusta
más que cual!, ¡que si vaya rollo la última
de…!, ¡pues anda que aquella, sí hombre, la
anterior a la última, de no sé quién…! Y así atravesábamos la ciudad:
contentos, dinámicos, sin dirección, eclipsados. A ratos cogidos de la mano, a
ratos por la cintura, a ratos sabiéndonos desconocidos, a ratos con pudor, y
también los hubo desinhibidos. ¿Te
apetecen unas cañas? –dijo. Acepté encantada, ¡y tanto!, porque para
entonces me había enamorado de él hasta las entrañas. La tarde llegó cargada de
cafés con dulces. No quería que aquello se acabara, tenía miedo a dejar de
respirar si se iba, pero él, tras un giro brusco de muñeca para consultar el
reloj, puso el punto y seguido. Nos despedimos con un beso en los labios, en la
boca de metro cercana a mi casa. Me fui, guardando en el puño cerrado la
servilleta de la confitería donde anoté su número de teléfono, y en el corazón,
la certeza de haber tocado la felicidad, el mismo tiempo que tarda en cambiar
la luna.
Días
después, no puedo precisarlos, me llamó y acudí al lugar de la cita, su casa.
Resultó ser un gran cocinero y un magnífico anfitrión. Nos hicimos muy buenos
amigos, y muy buenos amantes, también. Lo único quizá que me descolocaba del todo era lo vacía
que estaba la casa de objetos personales, esas cosas que hacen el hogar de cada
persona y dan calidez. Sin embargo, no le di
mayor importancia, porque lo que me molestaba en realidad tenía más enjundia,
más trasfondo: su negativa a compartir conmigo la vida en público, en la calle,
con amigos. Tampoco sabía de su historia, quién era, de dónde venía, en qué
trabajaba… En el momento que hacía el menor intento de indagar, se salía por la
tangente. Recuerdo cuando le dejé sobre la mesita auxiliar una copia de las
llaves de mi casa, por si le apetecía
venir. Eso fue motivo de desencuentro, porque lo que argumentó no se sostenía:
a ver quién se cree que un tipo no quiera ir a la casa
de su chica, porque la orientación de la finca le transmite mala
energía. Y en estas llegó el verano, y, tonta
de mí, soñé con una playa no muy poblada, con vestir de pasión a la noche, en
la habitación del hotel, con la risa, el cine, el teatro, los libros, el cuerpo
al desnudo, el alma entregada, y todo lo que significaba estar a su lado… Pero
me quedé esperándolo, con la maleta hecha y el coche a punto de arrancar…
Un año después de
aquel abril, guardo la esperanza de verlo aparecer en el umbral de mi puerta:
Amplio de sonrisa, grande de palabra, fuerte de ternura. Si acaso sucediera,
quiéralo el destino, me levantaría de la mesa sin prisa, recogería los platos
rotos, miraría de soslayo a los niños y al mendigo que orina, caminaría hacia
él, muy despacio, alargaría la mano para sacar la llave de la cerradura,
abriría dos cervezas, cambiaría a Rod Stewart por Stevie Wonder, baladas
también, y, sin pedirlo, como aquella primera lumbre cuando saqué el
cigarrillo, al otro lado del tabique se haría el silencio, y dentro de mí
prendería la llama de la realidad, convenciéndome de que la soledad, por muy
cruda que se manifieste, no debe alterar nuestro equilibrio, ni bloquear los
sentimientos.
Ah, la esperanza. Y la soledad. La esperanza siempre por encima de la soledad, pese a todo. Muy bueno, Mayte. El comienzo es maravilloso. Y recordar, a través del título, la novela de Millás, un acierto.
ResponderEliminarOvidio Parades
La soledad tal y como la describes, viene acompañada siempre de una caricia, transformas en positivo aquello que otros vemos poco atractivo. Y me atrevo a decir, porque te conozco muy bien, que esa piel tuya sabe muy de lo que habla. Muy bien escrito
ResponderEliminarOtra historia de personas en soledad, como tantas hoy en día, capaces de vivir el día a día así, pero sin descartar la posibilidad de un encuentro con alguien con quien compartir sentimientos, experiencias y ayuda mutua. Relatado con exquisita sensibilidad. Muchos (quizá más bien muchas)se verán representados en tu texto, Mayte. Un abrazo.
ResponderEliminarMuy bonito relato sobre el amor, la soledad y la esperanza. Esta esperanza que siempre nos hace salir a flote, a pesar del dolor y los sinsabores que aquél nos proporciona. Muy sensible y bien contado Mayte. Un beso
ResponderEliminarLa soledad Mayte es esa compañera que siempre está con nosotros, a veces por decisión propia otras por las circunstancias de la vida y otras aunque estés rodeada de gente.
ResponderEliminarCuantas veces he oído decir a mi madre que mala es la soledad, y es que ella la llevaba en el corazón desde hacía muchos años , aunque también la vivía fisicamente.
Cuanto habría dado por desposeerla de esa soledad por la que tantas lagrimas derramó.
Un beso querida amiga.
Gracias Mayte por acompañar un domingo más con un nuevo relato.
ResponderEliminarComo en otras ocasiones, son los sentimientos humanos, cotidianos los que muchas ocasiones inspiran tus reflexiones y plasmas es tus escritos.
Esta vez nos enfrentas con la soledad, triste quien la siente como enemiga, triste el que la encuentra sin buscarla.
Un beso
Mayte,no se que decir salvo que me has dado de lleno.Hermoso.
ResponderEliminarHace meses que sigo tu evolución al alza, vas creciendo como escritora, recogiendo parte de los consejos que te di, y llevando al lector hacia paisajes donde los sentimientos son protagonistas. Enhorabuena, carajo. (El Argentino)
ResponderEliminarSabes que aunque algunas veces no te comento nada, leo todos tus relatos, una vez más tengo que decirte que me encanta como escribes y como consigues meternos en tus historias. Un beso
ResponderEliminarMuy real, como casi todo lo que escribes, pero la soledad en sí, el fracaso y la derrota me da la sensación que viene muchas veces provocada más por nuestras expectativas, nuestros miedos, nuestros etc, que por la simple realidad que tenemos delante y en ocasiones no queremos ver. La realidad siempre será nuestro punto fuerte aunque que sería de nosotros sin nuestros sueños, deseos y esperanzas. Gracias Besos
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