domingo, 6 de mayo de 2012

De los apegos

Cuando a finales de los años sesenta, Matías Pulido emigró a Catalunya procedente de Andalucía, Reus tenía la peculiaridad de ser una  ciudad tremendamente comercial. Sigue siéndolo. Había negocios familiares que conocían el entorno de los compradores, lo que ayudaba a venderles muy bien, acertando de lleno en sus gustos, necesidades o preferencias. Tal era la importancia mercantil que gente de Tarragona se desplazaba hasta allí a comprar. En muchos de aquellos negocios las que atendían a la clientela eran les tietes –tías solteronas–. Pero con el paso del tiempo y el cambio acelerado de la sociedad, la mayoría de esos locales han ido siendo ocupados por franquicias, como Benneton, Rosa Clarà o Perfumerías Julia, –que son andorranas–. Aún quedan algunos colmados –como Giner o Barò–. Pero muchos de ellos, como ya he dicho, han ido cerrando, instalándose en su lugar las grandes marcas; y en según qué barrios, predominan también las tiendas llevadas por magrebíes.
          Como tantos otros españoles de entonces, Matías quería mejorar la calidad de vida de los suyos. Andalucía no le ofrecía demasiado futuro. Reus, en cambio, la oportunidad de emplearse en algo que él sabía hacer muy bien: ponerse al otro lado del mostrador. De manera que empezó a trabajar en Forn Sistarè –horno propio, panadería y pastelería–. Unos meses después de haberse afincado, llegó la mujer con las tres niñas: Lola, Cecilia y Rocío, quienes, aún sin perder sus raíces, se acoplaron sin dificultad a la cultura catalana. Después, como es natural, cada una crecería como persona por caminos muy diferentes, aunque sin perder nunca el contacto fluido entre ellas.
          Vivieron en el barri Fortuny, –Rocío continúa allí–, un barrio humilde que fue creciendo en los años sesenta por la fuerte llegada de personas de otras regiones españolas. En la actualidad sufre un proceso de remodelación y rehabilitación urbanística, aunque ciertas zonas, con población muy envejecida, continúan tal cual, habitadas por personas que han quedado viudas, familias con pocos recursos y el colectivo de inmigrantes del Magreb. Matías y su esposa lucharon por labrar, no sin grandes sacrificios, un porvenir para sus hijas, aunque solamente Cecilia, aprovechando la oportunidad que le brindaron sus padres, fue a la universidad Estudió Filología Hispánica y, cuando acabó, sacó una plaza de profesora en la Universitat Rovira i Virgili –universidad pública– de Tarragona, adonde se desplaza cada día desde Reus. Lola había heredado de su padre la profesión de comercial. A Rocío, en cambio, la suerte no le sonrió. Casada con un buen hombre, de nobles sentimientos y pasión por su mujer, erraba en un defecto significativo: era vago para el trabajo, por lo que ella, con las armas que tenía a su alcance, tenía que sacar a su familia adelante. Las tres tienen dos hijos respectivamente.
          Cuando Matías enviudó, y su salud empezó, por los achaques típicos de la vejez, a empeorar, las hijas acordaron tenerlo por meses. Sin posibilidad de réplica por su parte, aceptó echar la llave a lo que durante años había sido su hogar.
          Lola, que tiene el privilegio de salir una hora antes del cierre, trabaja en Tous, en el Raval de Santa Anna con carrer de Monterols, a poca distancia de su domicilio, en la avinguda de Sant Jordi treinta y uno. Una  tarde, terminada su jornada, salió, como tantas otras, hambrienta y con tentación de tomarse un bocado en cualquier sitio, pero todavía tenía que recoger a los niños –bueno, ya no tanto– que habían ido a ver a su suegra, preparar la cena y dejarlo todo listo para el día siguiente. Sin embargo, la presencia de sus hermanas, Rocío y Cecilia, aguardándola en la calle, cambiaría y mucho el rumbo de las cosas. Se alegró bastante de verlas, la verdad es que no se presentaban muchas ocasiones para estar así, las tres solas, sin familias; pero, según se le acercaban, comprendió que traían malas noticias. –Papá no ha vuelto a mi casa desde esta mañana –dijo Rocío–. Cecilia y yo llevamos buscándolo por todo Reus y no damos con él. Hemos pensado que quizá estuviera contigo; como a veces viene a verte
          Como dejé entrever antes, Rocío tiene una posición económica inferior a la de sus hermanas. Vive en el carrer de Catalunya, barri Fortuny, en un piso de apenas cincuenta metros cuadrados, donde se meten cinco personas –contando al abuelo cuando está–. Cecilia, Lola y Rocío subieron las escaleras deprisa. La casa de Rocío era un auténtico caos. Llena de trastos y cachivaches arrumbados en cualquier rincón, era complicado el poder desenvolverse por ella. No obstante, registraron la maleta del padre con la esperanza de encontrar algo que pudiera aclarar su paradero. Conforme pasaban los minutos aumentaba la preocupación. Lola, que ante la adversidad prefería mantener siempre la cabeza fría, propuso ir a denunciar la desaparición, no sin antes pasarse por el Hospital Universitari de Sant Joan de Reus, por si algún accidentado coincidía con la descripción del padre. Fueron en el coche de Cecilia a la calle del General Moragues, a la Comisaría de Policía. Las atendió la subinspectora Gramunt, –eso dice su placa–, quien informó que mientras no transcurrieran setenta y dos horas desde la desaparición no podían cursar dicha denuncia. A pesar de la contrariedad, las tres hermanas se resistieron a abandonar tan fácilmente, por lo que, adentrada ya la noche, siguieron buscándole. Unas veces en coche, otras a pie, recorrieron las calles sin éxito alguno. Desesperadas, optaron por marcharse a sus domicilios y reanudar la búsqueda a la mañana siguiente, con la luz clara del día. Quedaron en reunirse en casa de Cecilia, una vivienda unifamiliar en avinguda de la Vall d’Aran.
          El marido de Lola la esperaba despierto. Cuando ésta entró en el dormitorio cariacontecida no hizo falta decir nada. Se miraron, y bastó con que ella se tendiera en la cama a su lado, para comprender que no traía noticias, ni buenas ni malas. Lola cerró los ojos, pero su cabeza no paraba de dar vueltas, y de preguntarse cómo y por qué. De pronto cayó en la cuenta: habían buscado en todos los sitios menos en casa de Matías. Descolgó el teléfono, y llamó a sus hermanas. Dos horas más tarde se encontraron en el carrer de Castella, en el barri Fortuny. Aparentemente, desde la calle, no había señales de que allí hubiera alguien; en todo caso, y gracias a que Rocío había cogido sus llaves, pudieron abrir el portal. Subieron y tocaron al timbre de la puerta.
          Insistieron un par de veces más sin obtener respuesta. “Vámonos, que aquí no está” –comentaron–. Pero Cecilia las detuvo, había escuchado pasos en el interior. Una vuelta de llave, otra, y chirrido del cerrojo al descorrerse. De la penumbra, y con ojos soñolientos, apareció el padre en bata y pijama. No se sorprendió, las esperaba. Una vez que acostumbró la vista a la luz del rellano de la escalera, las miró fijamente y, con un gesto de la mano, les indicó que pasaran. El anciano arrastraba los pies, había envejecido de repente unos cuantos años, o quizá pudiera ser que las hijas, últimamente, no se hubieran fijado demasiado en él. En cualquiera de los casos, lo cierto es que la relación entre ellos había fallado, y ahora era el momento de poner las cosas claras entre todos, y aplicar soluciones.
          Cecilia que era la más impulsiva de las tres, empezó a regañarle, pero Matías le arrebató la palabra. “Cuando vuestra madre murió y decidisteis que echara el cierre a estas cuatro paredes, –miró alrededor–, no me opuse aunque en el fondo estaba contrariado. Desde aquel momento, siempre que me ha sido posible, he vuelto aquí. Y lo he hecho sencillamente por mantener vivos mis recuerdos, y para conservar estas cosas, que a fin de cuentas son las nuestras. El lugar de donde venimos. Aquí están los cimientos que me apuntalan, y la vida que he tenido: mis risas y mis llantos, mis alegrías y mis carencias. No me malinterpretéis, nada más lejos de mi intención. Estoy bien con vosotras, me siento querido, cuidado, alimentado. Sois buenas hijas, pero echo en falta un hogar, éste, el mío en concreto. Así como suena. Es que no es lo mismo casa que hogar, ¿sabéis? Y lo que peor llevo, lo más triste de todo, es andar con la maleta de un lado para otro, que cuando te has instalado ya te tienes que marchar. Además, te vas con la sensación del cansancio que dejas, y llegas con la del malestar que vas a ocasionar. Así un mes tras otro, durante años, y ya no puedo más. Estorbas a los nietos, incomodas la intimidad de los yernos, y cargas de más trabajo y preocupación a las hijas. No es fácil entenderlo, supongo. Tampoco lo es explicarlo, no creáis. Añoro a vuestra madre, y añoro mi hogar, mis costumbres, mi privacidad, mis recuerdos… Por eso, he tomado una decisión en firme: no pienso moverme de aquí”.
          Lola caminó con pasos cortos por la salita, y se detuvo ante el retrato de boda de sus padres, enmarcado y colgado en la pared, presidiendo la estancia. Lo contempló por unos segundos. Una fotografía –tantas veces mirada– cuyo tono sepia estaba ya amarillento. Encendió un pitillo y ofreció a sus hermanas; ambas lo rechazaron. Se giró en redondo y, dirigiéndose a su padre, dijo: “Imposible, papá. No podemos hacer eso. Entiéndelo, no estás en condiciones de vivir solo. Sería una locura y mucha preocupación para nosotras”. Las otras asintieron. Matías, impotente, se vistió, y, custodiado por las hijas, abandonó por segunda vez el domicilio, por una inmensa tristeza.
          Un año más tarde, Lola, Cecilia y Rocío alquilaron una pequeña embarcación en el Port de Tarragona y se adentraron en alta mar con las cenizas del padre, cumpliendo el deseo que siempre tuvo: “¡cuando palme –en tono coloquial– quiero que me arrojéis en el Mediterráneo!”. Así lo hicieron. Los últimos meses de vida para Matías transcurrieron apacibles. Tras oponerse en un principio a que viviera solo, un domingo por la tarde se citaron las tres  en la Plaça del Mercadal, en Casa CODER, –cafetería instalada donde antes estuvo una droguería–. Rocío, que había madurado la petición hecha por el padre, dio su opinión: “A lo mejor, resulta que hay una solución para lo que nos dijo papá”. “¿Cuál?”, –preguntó Lola–”. “Pues, ¿y si somos nosotras las que nos trasladamos por meses a su casa?, –siguió Rocío–”. “Uf, ¡qué jaleo!, –continuó Lola–”. Cecilia que hasta entonces se había mantenido callada, dijo, a pesar de ser la más distante emocionalmente: “Pues a mí me parece muy bien. ¡Hagámoslo! ¿Qué nos cuesta? No creo que a papá le quede mucho tiempo de vida. Probamos, y, si vemos que no funciona, con volver a lo anterior, listo. Nuestros hijos son mayores. Podrán sobrevivir sin nosotras por un mes”. Convencieron a Lola, que se mostraba aún  reticente. Y así, cada último de mes, de manera aleatoria, iban y venían con la maleta hasta el carrer de Catalunya, a cuidar a Matías, quien permaneció en su hogar, y en paz consigo mismo, hasta el final de sus días.

6 comentarios:

  1. Con esto rindes homenaje a tu querida Catalunya. Bien escrito.
    Besos

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  2. Miguel Texeira Andújarmayo 06, 2012

    Me ha parecido un testimonio de una calidad inigualable, impresionante y majestuoso testimonio, Esta Carta Desde El "Más Allá" Por alguien que llegó a hacer renacer unas letras en el océano de la literatura ...
    Una lección de Amor y de odio escondido, que debe fortalecer a las familias y hacer Reflexionar a muchos…..felicitaciones una vez más grande, abrazos.............

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  3. Una historia muy bien narrada, Mayte.

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  4. Miguel Ángelmayo 06, 2012

    Una situación que se da en una mayoría de familias, y que no todas resuelven satisfactoriamente, al menos para todas las partes. En este caso, parece que sí llegaron a una solución.
    Esta vez te has atrevido con una localización más desconocida para ti, y en otro idioma. Muy valiente. Y, ya sé que me repito, un relato muy visual; es como un guión para llevar directamente a la pantalla. Un abrazo.

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  5. Y es que los recuerdos y las historias nos configuran, nos dan forma. Si ellas nos quedamos sin nada, vacíos. Por eso desposeer a un viejecito de su entorno y sus cosas queridas, en esa etapa de la vida donde uno ya no tiene capacidad para crear y que tiene que vivir de lo creado es como obligarlo a morir en vida. A veces no queda mas remedio, pero si se puedne evitar las residencias: mejor.
    Abrazos desde Reus (en el ave camino a Madrid)

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  6. Alicante B.B.mayo 07, 2012

    En estos momentos de mi vida, la historia me ha tocado el corazón.Hoy en día, nos son tan prescindibles tantas cosas, que no lo vemos tan fácil el hacer lo que han hecho en tu historia las tres hermanas; desde luego, son dignas de admiración estas personas, pero creo que la cruda realidad es otra muy distinta a la que narras, (por desgracia).Ha sido una historia muy instructiva, pero difícil de llevar a la práctica.Besos.

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