Había bajado a comprar tabaco, bocadillos y unas cervezas. Necesitaba desentumecer el cuerpo y despejarme en la medida de lo posible, aunque fuera a través del viento caluroso anclado al asfalto, consecuencia del temprano verano, aparecido a finales de mayo. La tarde se me antojaba larga, ya que últimamente no puedo decir que el trabajo me agobie, sino todo lo contrario. Mi socio padecía de cólicos nefríticos y llevaba días sin aparecer por la agencia, lo que aumentaba aún más, si cabe, mi aburrimiento. Salí del ascensor –raro que funcionara– secándome el sudor de la frente con un pañuelo de papel, y, a decir verdad, al principio no reparé en la menuda mujer que, recostada en la pared del descansillo, con la parte de arriba del uniforme de una empresa de limpieza, que todavía no se había quitado, aguardaba nuestra llegada. Sin embargo, antes de sacar la llave de la cerradura, vi por el rabillo del ojo que alguien se movía. La invité a pasar y tomar asiento, mientras formulaba la pregunta de rigor: ¿En qué puedo ayudarla?… Nunca imaginé que aquella historia desgarrada cambiara tanto mi vida. Soy investigador privado y de aquella visita hace más de quince años.
En mil novecientos ochenta
Inés era una campesina más en su pueblo natal, junto a sus hermanos y su
novio de siempre. Pertenecía a una de las familias más humildes, pero a la vez queridas
de la comarca; él, a una de las más acomodadas,
y, aunque nunca le importó el lujo ni el dinero, se veía obligado a
relacionarse con la clase alta, para tener así contentos a los suyos. Pero
pronto se convirtió en la oveja negra, en el hijo díscolo que contrariaba a sus
padres. En primer lugar, por no cortar con Inés, y,
en segundo, por ese empeño suyo de ser labrador; él,
que podía tenerlo todo sin ningún esfuerzo. En el entorno de ella tampoco
aprobaban el noviazgo, dada la diferencia social, que levantaba tantas críticas
que le harían tanto daño. Pero los chicos se querían por encima de todo. Aquel
año fue malo para el campo, como también lo habían sido los dos anteriores. Por
eso decidieron trasladarse a la capital y probar fortuna, contraviniendo de
esta manera a los suyos, que nada pudieron hacer al respecto para evitarlo..
Todos los comienzos son complicados y éste no podía ser menos. Hacerse a una ciudad grande y desconocida, con horarios diferentes, costumbres y personas distintas, hicieron del día a día, una tierra difícil de labrar. A pesar de todo en pocos meses consiguieron salir adelante. Él se empleó de acomodador en un cine de barrio, de aquellos de sesión continua. Oportunidad que aprovecharía para colarse, de cuando en cuando, por las cortinas, y ver a las estrellas de Hollywood que tanto admiraba: Rita Hayworth, Paul Newman, Audrey Hepburn…; y a los actores de aquí que tanto respetaba: José Bódalo, Berta Riaza, Juan Diego, Paco Rabal, Ana Belén… Ella limpiaba oficinas en la glorieta de Quevedo, y por la tarde asistía a clases de corte y confección. Las cosas les iban bien, para disgusto de quienes no daban un duro por ellos.
Una noche ella se indispuso con náuseas y vómitos. No pudo pegar ojo y, para no despertarle a él, se quedó sentada en la cocina. Llegó al trabajo con flojedad de piernas y mala cara. Le dijeron que se fuera a casa, pero Inés, para no preocupar a su novio, no lo hizo. El malestar no remitió en los días siguientes, por lo que, al final, él acabó por notarlo. Acudieron al médico, quien, tras una analítica, diagnosticó que estaba embarazada. ¡Vaya si lo estaba! Apenas tuvo tiempo de digerir la noticia, cuando el chico que lo dejó todo por ella, el mismo que se enfrentó a su familia defendiendo aquel amor, se comportó como un auténtico cabrón, que nada más preñarla la abandonó. Pero Inés no contempló la posibilidad de volver al pueblo. ¡Menudos eran allí! ¡Verla aparecer con bombo y sin marido!... ¡No, qué va! Se quedaría en Madrid. Decidido.
A punto de entrar en su quinto mes, con hinchazón de tobillos, dolor de riñones y tristeza generalizada, se trasladó a un piso más pequeño que vio anunciado en la panadería: “mujer viuda y sin hijos, comparte piso con chica formal. Preguntar por Carmen”. Pronto entablaron amistad. Salían juntas a caminar, se hacían compañía, e hicieron entre las dos la canastilla. Una tarde, sentadas en el parque, al fresco, Carmen sugirió a Inés que diera a luz en la clínica Santa Cristina, ya que había leído un anuncio donde se decía que la monja encargada de la asistencia social, en dicha maternidad, se ofrecía a ayudar a madres solteras. Concertaron una cita, en la que la sor explico, “entre otros detalles” que disponían de guarderías, completamente gratis, donde dejar a los niños todo el día. Inés y Carmen sacaron buena impresión de la monja, con la que se vieron algunas veces más, hasta el momento del parto.
El diecinueve de agosto de mil novecientos ochenta y dos cambió la luna e Inés rompió aguas. Esperaba tener un parto doloroso por la vía natural. Nada hacía presagiar otra cosa. La llevaron al paritorio y no permitieron que entrara Carmen. Al momento llegó la monja y, tras ella, el anestesista, la matrona y el médico titular. Las contracciones eran cada vez más fuertes y seguidas. Sentía que estaba preparada; había dilatado por completo. Pero un pequeño pinchazo en su brazo izquierdo la sumió en un sueño profundo. Cuando despertó, Carmen estaba a su lado. Lo primero que hizo fue preguntar por la niña, pero su amiga no supo darle respuesta. Minutos más tarde apareció la monja, quien, con una frialdad impropia de su vocación, dijo que la criatura venía de nalgas y con doble vuelta del cordón umbilical, además de con diversas lesiones en vías respiratorias y corazón. En resumen, nada pudieron hacer por salvarle la vida. Dio media vuelta y se marchó con la misma indiferencia con que había entrado. El instinto maternal de Inés se resistía a creer aquellas palabras. Se levantó y a pesar de las muchas molestias por la cesárea, con la ayuda de Carmen, llegó hasta el control de enfermeras, donde exigió ver el cuerpo de su hija. Tras cruce de miradas inquietas y cómplices, corroboraron sus temores: no había cuerpo, ni monja, ni niña, ni ingreso por parto, sino ¡intervención de apendicitis! A partir de aquí, la lucha que abrió para dar con el paradero de la cría fue constante. La pena también.
Emprendió un camino dificilísimo y en solitario hasta llegar a mí. Es justo decir que el caso no me atrajo en un principio; lo vi como uno de tantos, pero, pero según iba investigando, se fue convirtiendo en mi causa. Estuve siete años y medio haciendo pesquisas, reconstruyendo los hechos, tratando de encajar cada una de las piezas de un rompecabezas que se me antojaba inconstruible. No obstante, cada vez había más hilos sueltos, más pistas falsas sin que ninguna condujera a la niña. Hasta que Inés no pudo costear por más tiempo los gastos de la investigación, y tuvo que rescindir el contrato con su abogado y nosotros. Aunque yo, sin crearle falsas expectativas, continué investigando por mi cuenta. En dos mil diez contacté con la Asociación SOS de Bebés Robados. Y dejé de llamar a Inés, por la impotencia que sentía al no poderle dar alguna buena noticia.
Han pasado muchos años, tantos que ya he perdido la cuenta. Hace días que los medios de comunicación sacaron a la luz la noticia: “la fiscalía de Madrid imputaba directamente a la misma monja por robo de bebés, gracias a la acusación de una madre que, tras veintinueve años de lucha, consiguió recuperar a su hija”. Entonces la llamé, pensando que aquel éxito serviría como globo de oxígeno para reiniciar la búsqueda. Pero la voz que me atendió al otro lado del teléfono me comunicó que, cuando los sobrinos de Carmen metieron a ésta en una residencia de mayores, Inés recogió sus cosas y no volvieron a saber de ella. Pero no he dejado de admirar la valentía de esa mujer, de pelo cano y rostro apenado, que seguirá buscando rasgos familiares en toda joven de unos treinta años con la que se cruce.
¿Qué sería de la literatura sin la existencia de la realidad?
ResponderEliminar¡Cuántas historias! En cada vida hay multitud de ellas. Unas tristes, otras alegres. ¿Qué le habrá pasado o le estará pasando a esa mujer del carrito de la compra con la que nos cruzamos por la calle...? Un beso.
ResponderEliminar¡Qué terrible historia! Y tan, tan real, por desgracia. Esa mujer buscando en cada rostro el rostro de su hija, es muy cinematográfica, una vez más... Estupendo relato, Mayte, que también daría para una novela. Como sabes, Clara Sánchez trata el tema en su último libro, que ahora estoy leyendo y que recomiendo vivamente.
ResponderEliminarTengo los pelos como escarpias, esta frase tán útilizada es la realidad de mi estado al terminar de leer esta historia.
ResponderEliminarNo sé si real o similar a la realidad de tanta gente que pasó por las manos de esta mujer despiadada que despues de tantos años y tanto dolor causado, espero se de cuenta que en su religión la lleva directa al infierno, jamas le deseo mal a nadie, aunque esta es la escepción que confirma la regla.
Pilar Pérez Matín
Me ha gustado mucho el relato, además de que he visto algunos de los programas en TV. con estas historias.Sin ir más lejos, dá la casualidad de que hoy me he encontrado en un centro comercial con un chico de unos 35-40 años hijo adoptivo de unos amigos de mis padres, el cúal, yo siempre he oído decir que era hijo de una prostituta, y cada vez que oigo algo de estos temas me acuerdo de él, si no se lo habrán arrebatado a su madre con alguna farsa y se lo vendieron a ellos que no podían tener hijos.
ResponderEliminarUn beso fuerte y sigue con tus preciosas historias.
Una vez más he disfrutado con tu relato. Nacido de adentro por tanto sin artificios. Gracias. Victoria González
ResponderEliminarTema inquietante, real e increible.Difícil de entender esa forma de tratar la maternidad por parte de l@s que justamente dicen "no" al aborto. Así es la condición humana, tan perversa e incongruente a veces.
ResponderEliminarUn abrazo, Mayte,
Lourdes
Yo también nací allí, pero antes de que ocurrieran todas esas las atrocidades, solo de pensarlo se me abren las carnes.
ResponderEliminarPara muchos es tarde ya, pero para otros, aún se puede seguir descubriendo qué pasó con su vida. Y como decía una de esas criaturas mas de treinta años después de encontrarse con su madre, le basta con que se diga en público quienes fueron los desgraciados que las separaron.
De nuevo nos haces encontrarnos literariamente con una realidad. Me planteo ¿Cómo pueden vivir con el engaño todas esas personas? ¿No les sacude la conciencia o es que no la tienen?
ResponderEliminarMuy bien Mayte, seguimos esperando tus entregas.
Cuando escribiste este artículo me sensibilicé con el tema, entonces escuché la noticia en los medios de comunicación , la comenté con la familia. Parece mentira que esas cosas pasaran en los ños 80, años de mi adolescencia.
ResponderEliminarSiempre al filo de la actualidad, Mayte.
Besos.
Esperanza
De madrugada, en RNE oí de principio a fin el relato de la experiencia de las madres solteras en la maternidad de Peña Grande, en Madrid. Quedé deshecha, como ahora.
ResponderEliminar¡Es tan doloroso que ésa sea también nuestra realidad y no seamos capaces de poner a cada cual en su lugar!
¡¡¡Cuánto dolor con el hábito puesto!!!