18.
Y regresaron las pesadillas…
Ernesto
Acosta gritaba en mitad de la oscuridad: ¡Argelina! ¡Papi! ¡Argelina! ¡Jorge!
¡Mami! ¿Dónde está la niña? ¡Argelina, cógeme de la cintura! ¡Jorge, cuidado
con las olas! ¡No te veo! ¡Mami, mami, tengo miedo! ¡Mami…! En su imaginación o
tal vez fuera producto del subconsciente, sintió las burbujas que salen a la
superficie cuando un cuerpo se sumerge hacia el fondo, cejas y pestañas
congeladas por el agua a temperatura bajo cero, la piel gris azulada, ya sin
vida y la respiración de los tiburones cada vez más cerca. Aunque apenas
llegaba a Cuba información sobre el extranjero, consiguió enterarse de que toda
la parte sudoeste de Florida sufría un apagón de más de setenta y dos horas,
así que, intuyó que en el vecindario los generadores sonarían al unísono, así
como los crujidos de madera en el muelle de la Bahía. Eran las 2:27 p.m., a la
caída del sol partiría con el hombre desconocido, hasta que llegase ese momento
decidió pasear por la ciudad. Llegó caminando al Gran Teatro de La Habana
Alicia Alonso y, un poco más allá, a un café cercano donde pidió la
especialidad de la casa: un expreso muy endulzado, además, también preguntó si
tenían algo de prensa internacional, el camarero hizo oídos sordos.
–¿Le
limpio los zapatos? –dijo un crío de unos nueve o diez años aproximadamente.
–No,
gracias. Así están bien –contestó sonriente.
–Por
dos dólares se los dejo como nuevos –insistió con vehemencia.
–De
verdad que no. ¿Tendrías que estar en la escuela? –trató de ser convincente
sacando la billetera con amago de darle una propina.
–Tengo
algo que puede interesarle, pero vale tres dólares –le enseñó el pico del
periódico que guardaba dentro de la camisa.
–¿Tú
crees? –preguntó desconfiado.
–Oí
cómo se lo pedías al camarero –aseguró con gesto pícaro.
–Es
de mala educación escuchar las conversaciones de los mayores –la cara del
pequeño se tornó triste y Ernesto comprendió enseguida que todo era válido para
conseguir plata con la que comprar en el mercado negro. Pagó al chaval y éste
escapó a correr tan contento.
Cómo
llegó hasta el niño el diario español EL PAÍS, en su edición mexicana, era un
misterio que nadie estaba dispuesto a desvelar, pero a Ernesto Acosta eso le
traía sin cuidado, ya que solo le interesaba cómo contaban las cosas fuera de
Estados Unidos y, fundamentalmente, la versión que daban respecto a la figura y
a las políticas de Donald Trump. Se celebraba el festival de Coachella (Indio,
California), con conciertos de música clásica, pop y rap de la Filarmónica de
Los Ángeles cuando apareció en el escenario el senador de izquierdas Bernie
Sanders, representando al Estado de Vermont, muy crítico con la actual
Administración respecto a las medidas aprobadas a golpe de decretos, al despido
masivo de empleados federales y la privación de libertades. Junto a Alexandria
Ocasio-Cortez, miembro de la Cámara de Representantes, por el 14º distrito
congresional de Nueva York, proclaman el lema “todos deberíamos poder votar en
las elecciones Presidenciales”. El morenito recordó a Koa y Amy Dayton
quizá preguntando en alguna de aquellas convocatorias masivas que hacían por
todo el territorio: ¿Estará en peligro la democracia en Estados Unidos? Casi
supo el discurso que darían y, tal vez, la respuesta. Sin embargo, le llamó la
atención un cuadradito en la esquina inferior derecha de la página con la
historia de Daniela Patricia Ferrer Reyes, una niña cubana de tan solo siete
años, hija del líder opositor más importante del oriente cubano José Daniel
Ferrer, y de la activista política de la Unión Patriótica de Cuba Liettys
Rachel Reyes, pues bien, la pequeña era víctima del proceso legal, largo y
desgarrador para conseguir asilo y quedarse con su mamá en la ciudad de
Amarillo, al norte del Estado de Texas, donde ha mejorado muchísimo su calidad
de vida, pero lo más indignante era que tenían hasta noviembre para encontrar
representación legal, de lo contrario sería deportada a Cuba donde asistiría a
la encarcelación continua de su papá y allanamiento de su casa. Ernesto Acosta,
presenciando in situ el declive de la patria que le vio nacer, y el
futuro tan gris que tendría allí Daniela Patricia, lamentó no conocer a ningún
abogado para ayudarla. Cuando se quiso dar cuenta tenía el tiempo justo para coger
su bolsa estanca y llegar a la playa de donde partirían. Con las coordenadas
que le dio la nieta mayor de Rodrigo Núñez anotadas en un papel arrugado
guardado en el bolsillo del pantalón y la vieja brújula de Andrew en el otro,
dejó atrás la breve estancia en el cogollo de sus orígenes.
Un
escalofrío recorrió la espalda de Gilberto al ver cómo se alejaban en el
horizonte convertidos en una diminuta mota hasta desaparecer. La balsa,
construida con los peores materiales encontrados en la isla, era inestable, lo
cual no impidió que partieran en la fecha y hora prevista, a pesar de que el
Centro Nacional de Huracanes avisara de la llegada inminente de uno bastante
potente, con categoría 7, cuya esperanza era que disminuyera al tocar tierra.
Aunque Ernesto Acosta trató por todos los medios de posponer la salida, el tipo
que contrató la locura de aquella aventura se negó. El morenito iba con
los ojos bien abiertos, comprobando continuamente que el chaleco salvavidas –se negó a no llevarlo– estuviese bien ajustado, así como no perder de vista la
posición de la Luna, tal y como aprendió en su primera lección de navegación.
Muy a lo lejos, enfocando con los prismáticos, creyó visualizar a la Guardia
Costera, sin embargo, tan solo era una camada de aves migratorias que con su
vuelo rozaban incluso el trópico de cáncer. De repente, nubes bien formadas
cubrieron el cielo por completo. Tenía un mal presentimiento manifestado a
través de la sequedad de boca, notó un bulto en el bolsillo del pantalón, metió
la mano dentro y palpó una bengala de humo, algo le dijo, quizá el instinto,
que la conservase, así como proteger dentro del chubasquero la bolsa estanca.
Todo guardaba suspense, incertidumbre, sorpresa, hasta que el hombre inició
conversación.
–El
7 de agosto de 1976 una enfermedad respiratoria me salvó la vida –hizo una
pausa–. Era muy pequeño cuando más de cuarenta balseros, entre ellos mi mamá,
embarazada de ocho meses, se lanzaron a cruzar el estrecho de la Florida.
Recuerdo tal enfado que no la despedí, fui un estúpido, lo reconozco, ahora me
arrepiento –miró al infinito, tomó aire y…, Ernesto le cortó.
–Asegúrate
bien, en breve entraremos en zona muy peligrosa –continuó sin hacerle caso.
–Pasada
la fiebre, y aún muy débil, asimilé las palabras de consuelo de la abuela para
que aceptase la realidad, es decir, mami no volvería más. Pero yo contaba los
días postrado en cama a la espera de recibir noticias suyas –entornó los
párpados y se rascó la cabeza–, alimentando la esperanza de reunirnos en una
preciosa casa de Mississippi, adonde siempre quisimos ir. Después, durante
años, alimenté la esperanza de que mi mamá y hermanito viviesen en alguna isla
desierta del Planeta, y que soltasen una bengala, igual a la que guardas tú –debió
de vérsela antes de embarcar–, y que al estallar el humo contra el Universo
formase mi nombre, pero la mayoría de los sueños no se hacen realidad y crecí
entre los tentáculos del rencor donde fui preparando la venganza –el morenito
estaba desconcertado hallando la manera de recuperar los mandos de la situación
y reconducirla hacia lo importante: salvar el pellejo.
–Cuidado,
rema más fuerte por babor o nos desplazaremos varias millas –temblaba el cuerpo
de Ernesto, bien por frío, bien por pánico.
–Pero
el tiempo pasaba, me hice adulto e indagué sobre aquel naufragio que delante de
mí nadie comentaba, mantenido como tabú, a pesar de los rumores, cada vez más
fundamentados, de que hubo un solo superviviente –el oleaje comenzaba a ponerse
violento, llenando de agua espumosa el suelo de la balsa.
–Has
de ir más atento, yo no puedo hacerlo todo y en cualquier momento alguna
corriente nos puede arrastrar hacia el Golfo de México –ni por esas.
–Más
tarde me enteré de que fue hallado el cadáver de una mujer y su feto. Gracias a
la documentación que llevaba plastificada y cosida al dobladillo del vestido,
nos localizaron en Puerto Escondido, el abuelo y otros familiares fueron a
reconocerla.
–En
este momento tan delicado no entiendo por qué me cuentas todo eso, cuando en
realidad lo único importante es mantenernos a flote.
–¿Serías
capaz de repetir la historia arrojándome por la borda con tal de salvarte?
–No
digas estupideces –temía muy mucho lo que vendría a continuación.
–¿Te
suena la historia? –claro que le sonaba, pero no se podía permitir el lujo de
bajar la guardia.
–Si
los cálculos no fallan estamos a menos de la mitad de camino, ve atento a
cuanto te parezca extraño –Ernesto sintió pánico de aquel individuo tan
misterioso y de la negrura de la noche que saca a pasear de los escondites a
los fantasmas.
–Fíjate,
qué casualidad, y resulta que esa persona eres tú –la tormenta eléctrica
asomaba entre el confín de la realidad y la ficción.
–No
te quites el chaleco –lo hizo y lo lanzó lejos llevándoselo el mar.
–¿Por
qué no la llevaste contigo? –no había escapatoria.
–Estaba
muerta y los buitres revoloteaban por encima de nosotros –el morenito
sollozaba ocultando la cara con las manos.
–Eres
un asqueroso asesino, un ingrato, un traidor –se abalanzó contra él cogiéndole
desprevenido.
–¡Pero
qué haces!, ¿te has vuelto loco? –Ernesto Acosta sacó fuerzas y se separó–. ¡No
pares el motor! ¡Arranca! ¡Arranca!
–¡Llegó
tu hora! –reía histérico.
–Nos vamos a matar –el morenito entró en pánico
–Soy
el elegido, has de pagarlo –Ernesto pensó que no podía estarle pasando eso.
–¡Coge
el remo! ¡Rema! ¡Rema! ¡Cuidado! ¡Rema! ¡Nos vamos a matar! ¡REMA! ¡No te
muevas! –lucharon contra un oleaje infernal, agresivo, que los llevaba hacia el
Golfo de México como si descendieran por un tobogán. Ernesto se bloqueó en el
fondo de un agujero cuyas paredes de agua le impedían trepar, hasta que imaginó
que Andrew y Tracy le empujaban del culo.
–¡No
puedo, no encuentro el remo, no puedo!
–¡Gira!
¡Gira! ¡Gira…! –Ernesto Acosta consiguió dominar los nervios.
–¡No
quiero morir! ¡No quiero morir! –dijo suplicante.
–Tenemos
que virar a babor para salir de este remolino, Cayo Hueso está en aquella
dirección –concretó el morenito, cuando consiguieron enderezar la embarcación
quedaron exhaustos, con los ojos cerrados, tumbados en el suelo empapado todo
lo largo que eran y a punto de desmoronarse. Pasados tres cuartos de hora,
encima de ellos, se abrió un cielo absolutamente raso. Iban a la deriva, sin
motor ni remos, solo con la voluntad de cada uno, la destreza de sus manos y la
suerte de cara.
–¿Qué
se siente habiendo estado al borde de la muerte? ¿Te haces idea de cuánto pudo
sufrir mi mamá? ¿Por qué lo hiciste, por qué? –Tras la calma a veces vuelve la
guerra.
–Como
te dije, ya estaba muerta –le temblaba el labio inferior al morenito.
–¡Mientes!
–reinició la venganza.
–Lo
juro, nada pude hacer por ella, ni por los míos, ni por nadie. ¡Nada!
–¿Y
por ti, sí? –el comentario estaba cargado de furia.
–A
menudo sufro de pesadillas, tengo el brazo muy largo, cada vez más, pero cuando
estoy llegando a donde están los náufragos para rescatarlos, se alejan y ya no
logro alcanzarlos.
–Pero
vives y tuviste futuro, lo que ellos no –Ernesto lloró de nuevo.
–No
sabes cuánto deseé haberme ahogado aquel día, mi sufrimiento ha sido muy
intenso.
–¿Intenso?
¡No fastidies!, te salvaron dos tontos de remate que te lo dieron todo.
–¿Cómo
lo sabes y que fui el único que se salvó? –preguntó tras limpiarse la nariz.
–Ahora
viene la segunda parte –resonaron sus carcajadas hasta el infinito.
–¿A
qué te refieres? –otra sorpresa más, no, suplicaba para sus adentros.
–Hay
mil maneras de sobornar a las personas, todos lo somos y a ti mijito te
han traicionado –se le nubló la mente y prefirió no pensar.
–En
fin, concentrémonos en llegar a tierra firme –de repente, una manga de agua
apareció por estribor cogiéndoles por sorpresa–. ¡Cuidado, agáchate!
–Si
yo caigo, tú caes –el hombre misterioso, de pronto, con un movimiento relámpago
sacó un mosquetón de alpinista enganchando el cuerpo de Ernesto a la cuerda que
rodeaba la balsa, éste se agarró con todas sus fuerzas mientras que el otro
intentaba volcarla columpiándose de izquierda a derecha con ambas piernas, sin
embargo, entre blasfemias, carcajadas, amenazas e insultos, perdió el
equilibrio y cayó por la borda, quedando solo en la superficie la cabeza.
–¡Dame
la mano! ¡Dame la mano! –exclamaba el morenito.
–¡Ayúdame!
¿Dónde estás? ¡Ayúdame! –suplicaba el náufrago.
–No
alcanzo, aguanta un poco –Ernesto peleaba para soltarse y poderle lanzar la
cuerda, pero resultó imposible–. ¡Aguanta, por el amor de Dios, aguanta!
–Lo
has vuelto a conseguir –esas fueron sus últimas palabras. En el derrumbe de su
interior sonaba el eco devuelto desde alta mar: ¡Argelina! ¡Papi! ¡Mami!
¡Jorge!; y la voz de Tracy diciéndole que espabilase. A tientas logró sacar la
navaja multiusos de Andrew y liberarse. A la deriva, sin tener claro hacia
dónde iba, visualizó el muelle donde estacionó su barca para dirigirse a la
Bahía de Chokoloskee, a su casa, a su cama, con sus guardianes… Tiempo después
supo quién le había vendido por dinero, uno de los contactos del tío Rodrigo,
al menos así lo recuerda.
Aunque
la iglesia católica tiene poca influencia en Estados Unidos, los
estadounidenses siguieron el funeral del Papa Francisco a través del viaje a
Roma de Donald Trump junto a Melania, de riguroso luto, destacando como una de
las damas más elegantes de las delegaciones que acudieron. El Presidente
aprovechó la presencia de la prensa internacional para reunirse con Volomidir
Zelenki y que dicha foto apareciera en las portadas de todos los periódicos
mundiales. El contenido del encuentro nunca se sabrá en profundidad y de lo
poco que transcendió se conoce, tan solo, que hay abiertos canales de diálogo
entre ambas administraciones. Sea como fuere, lo más relevante es que
ejerciendo Trump de mediador entre Rusia y Ucrania, y con la esperanza puesta
en un alto el fuego inmediato, han firmado un acuerdo donde la Administración
estadounidense se beneficiará de los recursos minerales ucranianos. Desde el
naufragio del hombre misterioso, el primo Gilberto estaba pendiente del morenito,
quizá arrepentido por haberlos presentado, de modo que, a pesar de las
dificultades existentes en Cuba para comunicarse con el exterior, cada día
conversaban haciendo uso de alguno de los canales disponibles. En una de las
más recientes, mientras que el morenito veía por televisión la Plaza de
San Pedro del Vaticano llena de fieles despidiéndose del Pontífice, cuando le
sonó el celular, era una llamada de Carmela, la nieta mayor del tío Rodrigo,
desde la escuela de música donde impartía clases.
–¿Cómo
estás, mijito? –se oyó la voz de Gilberto.
–Preparándome
para ir a pescar –respondió eludiendo una explicación más detallada y profunda.
–Hola
Ernesto. ¿Cómo estás? –intervino ella mirando desconfiada por si alguien los
descubría en el despacho.
–Bien,
gracias. ¿Qué hay de nuevo por allá? –optó por mostrarse frío.
–Ahora
iremos a una misa en la Catedral de La Habana por el Papa Francisco, los
mejores músicos del país han preparado la parte musical y otras personalidades
destacadas resaltarán de su papado la magnífica labor realizada a favor de los
excluidos, de los marginados, de todos los diferentes, de la paz universal–dijo
Carmela.
–¿Y
vosotros no estáis entre ellos? Sois excelentes profesionales –aseguró.
–Pero
no estamos dentro de los importantes –intervino Gilberto.
–Lo
que cuenta es asistir por él, por Francisco –expresó Carmela con absoluta
sencillez.
–En
Chokoloskee su mandato pasó desapercibido, pero la prensa, incluida la de aquí,
destacan de él su humildad y sencillez y lo alejado que estaba de las riquezas
del Vaticano.
–Y
transgresor, abriendo las puertas de la Iglesia a todo ser humano –añadió
Gilberto.
–Sin
embargo, no se atrevió a autorizar el ordenamiento de mujeres –lamentó Carmela.
–¿Qué
tal tu abuelo? –quiso saber el morenito, todo quedó en silencio. Minutos
después dedujo que se había producido un corte de suministro en la Empresa de
Telecomunicaciones de Cuba S.A.
A
partir de ese momento, sin haber asimilado el naufragio del hombre desconocido,
Ernesto Acosta se dedicó solo y exclusivamente a vivir cada día de manera
tranquila, atendiendo a sus propias necesidades que, a decir verdad, eran
pocas.
Aunque se veía venir algo malo, no creía que llegara a tanto.
ResponderEliminarYa vendrán tiempos mejores.
Esa travesía me ha hecho pasar unos momentos verdaderamente angustiosos. Afortunadamente, el morenito puede continuar con su vida tranquila
ResponderEliminarVaya calvario de travesía, y vaya sufrimiento el recordar como su mamá y parte de su familia murió aogada. Capítulo triste pero emocionante.
ResponderEliminarComo has narrado este relato, he podido sentir y hacerme a la idea de la angustia que ha sufrido el morenito en esta travesía. Los fantasmas del pasado siempre presentes.
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