domingo, 25 de mayo de 2025

La otra Florida

18.

Y regresaron las pesadillas…
          Ernesto Acosta gritaba en mitad de la oscuridad: ¡Argelina! ¡Papi! ¡Argelina! ¡Jorge! ¡Mami! ¿Dónde está la niña? ¡Argelina, cógeme de la cintura! ¡Jorge, cuidado con las olas! ¡No te veo! ¡Mami, mami, tengo miedo! ¡Mami…! En su imaginación o tal vez fuera producto del subconsciente, sintió las burbujas que salen a la superficie cuando un cuerpo se sumerge hacia el fondo, cejas y pestañas congeladas por el agua a temperatura bajo cero, la piel gris azulada, ya sin vida y la respiración de los tiburones cada vez más cerca. Aunque apenas llegaba a Cuba información sobre el extranjero, consiguió enterarse de que toda la parte sudoeste de Florida sufría un apagón de más de setenta y dos horas, así que, intuyó que en el vecindario los generadores sonarían al unísono, así como los crujidos de madera en el muelle de la Bahía. Eran las 2:27 p.m., a la caída del sol partiría con el hombre desconocido, hasta que llegase ese momento decidió pasear por la ciudad. Llegó caminando al Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso y, un poco más allá, a un café cercano donde pidió la especialidad de la casa: un expreso muy endulzado, además, también preguntó si tenían algo de prensa internacional, el camarero hizo oídos sordos.
          –¿Le limpio los zapatos? –dijo un crío de unos nueve o diez años aproximadamente.
          –No, gracias. Así están bien –contestó sonriente.
          –Por dos dólares se los dejo como nuevos –insistió con vehemencia.
          –De verdad que no. ¿Tendrías que estar en la escuela? –trató de ser convincente sacando la billetera con amago de darle una propina.
          –Tengo algo que puede interesarle, pero vale tres dólares –le enseñó el pico del periódico que guardaba dentro de la camisa.
          –¿Tú crees? –preguntó desconfiado.
          –Oí cómo se lo pedías al camarero –aseguró con gesto pícaro.
          –Es de mala educación escuchar las conversaciones de los mayores –la cara del pequeño se tornó triste y Ernesto comprendió enseguida que todo era válido para conseguir plata con la que comprar en el mercado negro. Pagó al chaval y éste escapó a correr tan contento.
          Cómo llegó hasta el niño el diario español EL PAÍS, en su edición mexicana, era un misterio que nadie estaba dispuesto a desvelar, pero a Ernesto Acosta eso le traía sin cuidado, ya que solo le interesaba cómo contaban las cosas fuera de Estados Unidos y, fundamentalmente, la versión que daban respecto a la figura y a las políticas de Donald Trump. Se celebraba el festival de Coachella (Indio, California), con conciertos de música clásica, pop y rap de la Filarmónica de Los Ángeles cuando apareció en el escenario el senador de izquierdas Bernie Sanders, representando al Estado de Vermont, muy crítico con la actual Administración respecto a las medidas aprobadas a golpe de decretos, al despido masivo de empleados federales y la privación de libertades. Junto a Alexandria Ocasio-Cortez, miembro de la Cámara de Representantes, por el 14º distrito congresional de Nueva York, proclaman el lema “todos deberíamos poder votar en las elecciones Presidenciales”. El morenito recordó a Koa y Amy Dayton quizá preguntando en alguna de aquellas convocatorias masivas que hacían por todo el territorio: ¿Estará en peligro la democracia en Estados Unidos? Casi supo el discurso que darían y, tal vez, la respuesta. Sin embargo, le llamó la atención un cuadradito en la esquina inferior derecha de la página con la historia de Daniela Patricia Ferrer Reyes, una niña cubana de tan solo siete años, hija del líder opositor más importante del oriente cubano José Daniel Ferrer, y de la activista política de la Unión Patriótica de Cuba Liettys Rachel Reyes, pues bien, la pequeña era víctima del proceso legal, largo y desgarrador para conseguir asilo y quedarse con su mamá en la ciudad de Amarillo, al norte del Estado de Texas, donde ha mejorado muchísimo su calidad de vida, pero lo más indignante era que tenían hasta noviembre para encontrar representación legal, de lo contrario sería deportada a Cuba donde asistiría a la encarcelación continua de su papá y allanamiento de su casa. Ernesto Acosta, presenciando in situ el declive de la patria que le vio nacer, y el futuro tan gris que tendría allí Daniela Patricia, lamentó no conocer a ningún abogado para ayudarla. Cuando se quiso dar cuenta tenía el tiempo justo para coger su bolsa estanca y llegar a la playa de donde partirían. Con las coordenadas que le dio la nieta mayor de Rodrigo Núñez anotadas en un papel arrugado guardado en el bolsillo del pantalón y la vieja brújula de Andrew en el otro, dejó atrás la breve estancia en el cogollo de sus orígenes.
          Un escalofrío recorrió la espalda de Gilberto al ver cómo se alejaban en el horizonte convertidos en una diminuta mota hasta desaparecer. La balsa, construida con los peores materiales encontrados en la isla, era inestable, lo cual no impidió que partieran en la fecha y hora prevista, a pesar de que el Centro Nacional de Huracanes avisara de la llegada inminente de uno bastante potente, con categoría 7, cuya esperanza era que disminuyera al tocar tierra. Aunque Ernesto Acosta trató por todos los medios de posponer la salida, el tipo que contrató la locura de aquella aventura se negó. El morenito iba con los ojos bien abiertos, comprobando continuamente que el chaleco salvavidas –se negó a no llevarlo– estuviese bien ajustado, así como no perder de vista la posición de la Luna, tal y como aprendió en su primera lección de navegación. Muy a lo lejos, enfocando con los prismáticos, creyó visualizar a la Guardia Costera, sin embargo, tan solo era una camada de aves migratorias que con su vuelo rozaban incluso el trópico de cáncer. De repente, nubes bien formadas cubrieron el cielo por completo. Tenía un mal presentimiento manifestado a través de la sequedad de boca, notó un bulto en el bolsillo del pantalón, metió la mano dentro y palpó una bengala de humo, algo le dijo, quizá el instinto, que la conservase, así como proteger dentro del chubasquero la bolsa estanca. Todo guardaba suspense, incertidumbre, sorpresa, hasta que el hombre inició conversación.
          –El 7 de agosto de 1976 una enfermedad respiratoria me salvó la vida –hizo una pausa–. Era muy pequeño cuando más de cuarenta balseros, entre ellos mi mamá, embarazada de ocho meses, se lanzaron a cruzar el estrecho de la Florida. Recuerdo tal enfado que no la despedí, fui un estúpido, lo reconozco, ahora me arrepiento –miró al infinito, tomó aire y…, Ernesto le cortó.
          –Asegúrate bien, en breve entraremos en zona muy peligrosa –continuó sin hacerle caso.
          –Pasada la fiebre, y aún muy débil, asimilé las palabras de consuelo de la abuela para que aceptase la realidad, es decir, mami no volvería más. Pero yo contaba los días postrado en cama a la espera de recibir noticias suyas –entornó los párpados y se rascó la cabeza–, alimentando la esperanza de reunirnos en una preciosa casa de Mississippi, adonde siempre quisimos ir. Después, durante años, alimenté la esperanza de que mi mamá y hermanito viviesen en alguna isla desierta del Planeta, y que soltasen una bengala, igual a la que guardas tú –debió de vérsela antes de embarcar–, y que al estallar el humo contra el Universo formase mi nombre, pero la mayoría de los sueños no se hacen realidad y crecí entre los tentáculos del rencor donde fui preparando la venganza –el morenito estaba desconcertado hallando la manera de recuperar los mandos de la situación y reconducirla hacia lo importante: salvar el pellejo.
          –Cuidado, rema más fuerte por babor o nos desplazaremos varias millas –temblaba el cuerpo de Ernesto, bien por frío, bien por pánico.
          –Pero el tiempo pasaba, me hice adulto e indagué sobre aquel naufragio que delante de mí nadie comentaba, mantenido como tabú, a pesar de los rumores, cada vez más fundamentados, de que hubo un solo superviviente –el oleaje comenzaba a ponerse violento, llenando de agua espumosa el suelo de la balsa.
          –Has de ir más atento, yo no puedo hacerlo todo y en cualquier momento alguna corriente nos puede arrastrar hacia el Golfo de México –ni por esas.
          –Más tarde me enteré de que fue hallado el cadáver de una mujer y su feto. Gracias a la documentación que llevaba plastificada y cosida al dobladillo del vestido, nos localizaron en Puerto Escondido, el abuelo y otros familiares fueron a reconocerla.
          –En este momento tan delicado no entiendo por qué me cuentas todo eso, cuando en realidad lo único importante es mantenernos a flote.
          –¿Serías capaz de repetir la historia arrojándome por la borda con tal de salvarte?
          –No digas estupideces –temía muy mucho lo que vendría a continuación.
          –¿Te suena la historia? –claro que le sonaba, pero no se podía permitir el lujo de bajar la guardia.
          –Si los cálculos no fallan estamos a menos de la mitad de camino, ve atento a cuanto te parezca extraño –Ernesto sintió pánico de aquel individuo tan misterioso y de la negrura de la noche que saca a pasear de los escondites a los fantasmas.
          –Fíjate, qué casualidad, y resulta que esa persona eres tú –la tormenta eléctrica asomaba entre el confín de la realidad y la ficción.
          –No te quites el chaleco –lo hizo y lo lanzó lejos llevándoselo el mar.
          –¿Por qué no la llevaste contigo? –no había escapatoria.
          –Estaba muerta y los buitres revoloteaban por encima de nosotros –el morenito sollozaba ocultando la cara con las manos.
          –Eres un asqueroso asesino, un ingrato, un traidor –se abalanzó contra él cogiéndole desprevenido.
          –¡Pero qué haces!, ¿te has vuelto loco? –Ernesto Acosta sacó fuerzas y se separó–. ¡No pares el motor! ¡Arranca! ¡Arranca!
          –¡Llegó tu hora! –reía histérico.
          –Nos vamos a matar –el morenito entró en pánico
          –Soy el elegido, has de pagarlo –Ernesto pensó que no podía estarle pasando eso.
          –¡Coge el remo! ¡Rema! ¡Rema! ¡Cuidado! ¡Rema! ¡Nos vamos a matar! ¡REMA! ¡No te muevas! –lucharon contra un oleaje infernal, agresivo, que los llevaba hacia el Golfo de México como si descendieran por un tobogán. Ernesto se bloqueó en el fondo de un agujero cuyas paredes de agua le impedían trepar, hasta que imaginó que Andrew y Tracy le empujaban del culo.
          –¡No puedo, no encuentro el remo, no puedo!
          –¡Gira! ¡Gira! ¡Gira…! –Ernesto Acosta consiguió dominar los nervios.
          –¡No quiero morir! ¡No quiero morir! –dijo suplicante.
          –Tenemos que virar a babor para salir de este remolino, Cayo Hueso está en aquella dirección –concretó el morenito, cuando consiguieron enderezar la embarcación quedaron exhaustos, con los ojos cerrados, tumbados en el suelo empapado todo lo largo que eran y a punto de desmoronarse. Pasados tres cuartos de hora, encima de ellos, se abrió un cielo absolutamente raso. Iban a la deriva, sin motor ni remos, solo con la voluntad de cada uno, la destreza de sus manos y la suerte de cara.
          –¿Qué se siente habiendo estado al borde de la muerte? ¿Te haces idea de cuánto pudo sufrir mi mamá? ¿Por qué lo hiciste, por qué? –Tras la calma a veces vuelve la guerra.
          –Como te dije, ya estaba muerta –le temblaba el labio inferior al morenito.
          –¡Mientes! –reinició la venganza.
          –Lo juro, nada pude hacer por ella, ni por los míos, ni por nadie. ¡Nada!
          –¿Y por ti, sí? –el comentario estaba cargado de furia.
          –A menudo sufro de pesadillas, tengo el brazo muy largo, cada vez más, pero cuando estoy llegando a donde están los náufragos para rescatarlos, se alejan y ya no logro alcanzarlos.
          –Pero vives y tuviste futuro, lo que ellos no –Ernesto lloró de nuevo.
          –No sabes cuánto deseé haberme ahogado aquel día, mi sufrimiento ha sido muy intenso.
          –¿Intenso? ¡No fastidies!, te salvaron dos tontos de remate que te lo dieron todo.
          –¿Cómo lo sabes y que fui el único que se salvó? –preguntó tras limpiarse la nariz.
          –Ahora viene la segunda parte –resonaron sus carcajadas hasta el infinito.
          –¿A qué te refieres? –otra sorpresa más, no, suplicaba para sus adentros.
          –Hay mil maneras de sobornar a las personas, todos lo somos y a ti mijito te han traicionado –se le nubló la mente y prefirió no pensar.
          –En fin, concentrémonos en llegar a tierra firme –de repente, una manga de agua apareció por estribor cogiéndoles por sorpresa–. ¡Cuidado, agáchate!
          –Si yo caigo, tú caes –el hombre misterioso, de pronto, con un movimiento relámpago sacó un mosquetón de alpinista enganchando el cuerpo de Ernesto a la cuerda que rodeaba la balsa, éste se agarró con todas sus fuerzas mientras que el otro intentaba volcarla columpiándose de izquierda a derecha con ambas piernas, sin embargo, entre blasfemias, carcajadas, amenazas e insultos, perdió el equilibrio y cayó por la borda, quedando solo en la superficie la cabeza.
          –¡Dame la mano! ¡Dame la mano! –exclamaba el morenito.
          –¡Ayúdame! ¿Dónde estás? ¡Ayúdame! –suplicaba el náufrago.
          –No alcanzo, aguanta un poco –Ernesto peleaba para soltarse y poderle lanzar la cuerda, pero resultó imposible–. ¡Aguanta, por el amor de Dios, aguanta!
          –Lo has vuelto a conseguir –esas fueron sus últimas palabras. En el derrumbe de su interior sonaba el eco devuelto desde alta mar: ¡Argelina! ¡Papi! ¡Mami! ¡Jorge!; y la voz de Tracy diciéndole que espabilase. A tientas logró sacar la navaja multiusos de Andrew y liberarse. A la deriva, sin tener claro hacia dónde iba, visualizó el muelle donde estacionó su barca para dirigirse a la Bahía de Chokoloskee, a su casa, a su cama, con sus guardianes… Tiempo después supo quién le había vendido por dinero, uno de los contactos del tío Rodrigo, al menos así lo recuerda.
          Aunque la iglesia católica tiene poca influencia en Estados Unidos, los estadounidenses siguieron el funeral del Papa Francisco a través del viaje a Roma de Donald Trump junto a Melania, de riguroso luto, destacando como una de las damas más elegantes de las delegaciones que acudieron. El Presidente aprovechó la presencia de la prensa internacional para reunirse con Volomidir Zelenki y que dicha foto apareciera en las portadas de todos los periódicos mundiales. El contenido del encuentro nunca se sabrá en profundidad y de lo poco que transcendió se conoce, tan solo, que hay abiertos canales de diálogo entre ambas administraciones. Sea como fuere, lo más relevante es que ejerciendo Trump de mediador entre Rusia y Ucrania, y con la esperanza puesta en un alto el fuego inmediato, han firmado un acuerdo donde la Administración estadounidense se beneficiará de los recursos minerales ucranianos. Desde el naufragio del hombre misterioso, el primo Gilberto estaba pendiente del morenito, quizá arrepentido por haberlos presentado, de modo que, a pesar de las dificultades existentes en Cuba para comunicarse con el exterior, cada día conversaban haciendo uso de alguno de los canales disponibles. En una de las más recientes, mientras que el morenito veía por televisión la Plaza de San Pedro del Vaticano llena de fieles despidiéndose del Pontífice, cuando le sonó el celular, era una llamada de Carmela, la nieta mayor del tío Rodrigo, desde la escuela de música donde impartía clases.
          –¿Cómo estás, mijito? –se oyó la voz de Gilberto.
          –Preparándome para ir a pescar –respondió eludiendo una explicación más detallada y profunda.
          –Hola Ernesto. ¿Cómo estás? –intervino ella mirando desconfiada por si alguien los descubría en el despacho.
          –Bien, gracias. ¿Qué hay de nuevo por allá? –optó por mostrarse frío.
          –Ahora iremos a una misa en la Catedral de La Habana por el Papa Francisco, los mejores músicos del país han preparado la parte musical y otras personalidades destacadas resaltarán de su papado la magnífica labor realizada a favor de los excluidos, de los marginados, de todos los diferentes, de la paz universal–dijo Carmela.
          –¿Y vosotros no estáis entre ellos? Sois excelentes profesionales –aseguró.
          –Pero no estamos dentro de los importantes –intervino Gilberto.
          –Lo que cuenta es asistir por él, por Francisco –expresó Carmela con absoluta sencillez.
          –En Chokoloskee su mandato pasó desapercibido, pero la prensa, incluida la de aquí, destacan de él su humildad y sencillez y lo alejado que estaba de las riquezas del Vaticano.
          –Y transgresor, abriendo las puertas de la Iglesia a todo ser humano –añadió Gilberto.
          –Sin embargo, no se atrevió a autorizar el ordenamiento de mujeres –lamentó Carmela.
          –¿Qué tal tu abuelo? –quiso saber el morenito, todo quedó en silencio. Minutos después dedujo que se había producido un corte de suministro en la Empresa de Telecomunicaciones de Cuba S.A.
          A partir de ese momento, sin haber asimilado el naufragio del hombre desconocido, Ernesto Acosta se dedicó solo y exclusivamente a vivir cada día de manera tranquila, atendiendo a sus propias necesidades que, a decir verdad, eran pocas.

4 comentarios:

  1. Aunque se veía venir algo malo, no creía que llegara a tanto.
    Ya vendrán tiempos mejores.

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  2. Esa travesía me ha hecho pasar unos momentos verdaderamente angustiosos. Afortunadamente, el morenito puede continuar con su vida tranquila

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  3. Vaya calvario de travesía, y vaya sufrimiento el recordar como su mamá y parte de su familia murió aogada. Capítulo triste pero emocionante.





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  4. Como has narrado este relato, he podido sentir y hacerme a la idea de la angustia que ha sufrido el morenito en esta travesía. Los fantasmas del pasado siempre presentes.

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