17.
Los días en que el glamur de
Los Ángeles quedó hecho cenizas, con los habitantes corriendo por las calles
como alma que lleva el diablo, desencajados al huir de los hogares arrugados
por el monstruo de las llamas devorando cuanto encontraba a su paso, Ernesto
Acosta, impactado por las imágenes que le recordaban a aquellas otras del
fatídico 11-S, preparaba el equipaje con artículos de primera necesidad para
los suyos y un bloc para escribir música, con ilustraciones hechas a mano, para
la nieta de Rodrigo Núñez, incluyendo también la bolsa estanca con sus cosas.
Todavía faltaban quince horas para aterrizar en el Aeropuerto Internacional
José Martí, de La Habana, sin embargo, no dejaba de pensar en las consecuencias
que le acarrearía el solo hecho de pisar suelo cubano y ser detenido, tirando
por tierra el esfuerzo y sacrificio de Andrew y Tracy, además del propio
naufragio de sus padres y hermanos quizá para que él prosperase. Pero, dentro
de su corazón tenía deudas por saldar desde hacía mucho, tal vez el arrepentimiento
de no haberse quedado flotando en aquellas aguas, cogido de la mano de Argelina
o de su papá, no obstante, el destino quiso que se quedase para contarlo.
Mientras que las televisiones emitían sin interrupción la tragedia ocurrida en
una de las ciudades más avanzadas de Estados Unidos, lejos de allí, Gilberto se
apartó de un grupo de jóvenes que bailaban salsa frente al Malecón. Entonces,
miró en dirección a Cayo Hueso, respiró profundo, echó la vista atrás, a su
infancia, a los juegos inocentes y callejeros, al adoctrinamiento respetuoso
hacia aquel individuo vestido de militar con potestad para elegir a quien darle
un poquitico de leche. Encendió el celular de prepago comprado en Miami,
y marco el único número que había grabado en agenda. Tras varios tonos de
llamadas y el amago de cortarse un par de veces, pudo comunicar.
–¿Me
oyes? –preguntó el cubano en voz alta al descolgar.
–¡Apenas
te escucho! –respondió el otro–, hay muchas interferencias.
–Mijito,
¿tú me recibes bien? –insistió. De repente, un pitido ensordecedor casi les
deja sordos.
–¡Ahora
sí! ¡Por fin! –exclamó el morenito.
–¿Qué
tal vas? –temió una respuesta negativa.
–Muy
nervioso, no lo voy a poder hacer, es horroroso volver a pasar por el mismo
punto donde naufragaron mis papas y hermanitos. ¡No voy a poder!
–Ya
verás como sí. Dentro de poco iré a recogerte, he pensado que vayamos a ver al
tío Rodrigo, está muy viejito y no nos reconocerá, pero a lo mejor tiene un
momento de lucidez y se alegra de vernos.
–De
acuerdo. ¿Dónde está?
–En
el Hogar de Ancianos de Santovenia, en el municipio habanero de El Cerro.
–No
sé –dijo indiferente–. Necesito que me pongas en contacto con su nieta mayor,
tengo una propuesta para ella.
–Sólo
tienes cuatro días –recalcó Gilberto.
–Suficientes
–aseguró el morenito.
–Hablaré
con la niña.
–¿Cómo
se llama?
–Carmela
Benet.
Antes
de emprender la aventura, sacó el contenido del sobre que Gilberto le entregó,
dentro había, además del pasaje, una visa de turista, un seguro de viaje con
cobertura médica y las instrucciones para completar un formulario digital, lo adjuntó
todo al pasaporte americano y lo puso en la repisa del aparador, entre las
fotos de Andrew y Tracy. En la puerta de entrada del Aeropuerto Internacional
de Miami, se apeó del taxi con la hora justa. Para Ernesto Acosta era
completamente nuevo coger un avión y salir de Chokoloskee hacia lo desconocido.
Una vez dentro, en la sala de embarque, buscó los servicios y, a punto de
reventar, orinó sintiendo escozor en el tubo largo de la uretra. Durante algo
más de noventa minutos de vuelo se mantuvo en tensión, lamentando haber elegido
asiento de ventanilla, hasta que, a través de la inmensidad del mar y su
infinita belleza, comprendió que bajo aquellas aguas azules se desarrollaba el
mayor ecosistema del Planeta. Junto a él, en el asiento contiguo, un joven
investigador estudiaba mapas rarísimos en la pantalla de la computadora. De
reojo observó el morenito que no había limitaciones territoriales entre
países ni ciudades, tan solo trazos irregulares en distintos colores y una bola
deforme aparentando la Tierra. Los propios nervios, y la esperanza de que si se
estrellaban podrían tomarse de la mano, le incitó a hablar más de la cuenta.
–¡Qué
imágenes tan interesantes! –se extrañó de iniciar conversación.
–Sí,
son apasionantes –respondió con desgana en un inglés bastante académico.
–Me
llamo Ernesto y soy pescador –anunció todo orgulloso.
–Encantado
–ladeó la sonrisa y regresó a sus números y sus notas. Sin embargo, lo más
curioso fue cuando dio a reproducir un video de corta duración.
–Perdone
si me meto, ¿pero lo que se ve son pedacitos de plástico sacados del intestino
de esa tortuga?
–Sí,
son los llamados microplásticos. Desgraciadamente la invasión de todo tipo de
basura arrojada a los océanos, a los ríos, a suelos de cultivo, así como el
abandono total de los vertederos contribuyen a destruir la vida animal, vegetal
y, por ende, la nuestra.
–Alguna
vez, limpiando peces, he encontrado en sus tripas, algo similar a un tapón de
botella casi destruido por los jugos del estómago.
–Pues
fíjese, algo tan insignificante como puede ser esta menudencia –sacó de la
cartera un pedacito recortado de una tarjeta de crédito–, se fragmenta y se
convierte en fibras más pequeñas que un pelo humano, entonces se transporta por
el aire y cae en cualquier sitio. Es decir, sobre el pienso que come el ganado,
sobre los huertos que alimentan a las personas, sobre el agua que bebemos,
impregnando el oxígeno que respiramos.
–Y
si está tan claro que los plásticos dañan la salud de todo, ¿por qué no los
retiran de la circulación?
–Es
un gran negocio que mueve millones. Por ejemplo: la ropa que usted y yo
llevamos también desprenden partículas que se nos cuelan al interior por las
fosas nasales, nuestro organismo ya las reconoce y digiere. ¿Se imagina la
inversión a realizar por las empresas importadoras de dichos materiales para
cambiarlo por otros ecológicos y confeccionar así sus prendas? Ni los
gobiernos, ni los grandes empresarios estarían dispuestos a apostar tan alto.
Nosotros, la organización a la que pertenezco, somos un grupo de biólogos,
científicos, antropólogos, luchadores por el medio ambiente, que abogamos por
un mundo menos consumista y más simple.
–Lo
entiendo muy bien, el pueblo de dónde vengo no mana en la abundancia, vivimos
de lo que da el mar y nuestro poder adquisitivo es muy bajo –deseó con todas
sus fuerzas seguir hablando y despejar la mente mientras que no tomase tierra
el aparato de hierro donde iba montado. Sin embargo, el individuo volvió a
despejar equis en los algoritmos que solamente él conocía.
De
repente regresó el silencio con sus gusanos arañando la barriga y el sudor frío
empedrando la frente, ya no había marcha atrás, ni escapatoria, una vez más le
ahogaba en la garganta el sentimiento de orfandad, la sensación de que todo
saltaría en mil pedazos: la vida, el mundo, ese avión… Entonces, entornó los
parpados y se dejó llevar con la imaginación hasta el Parque Nacional de los
Everglades, afanado en alguna competición a ver quien capturaba el pez más
grande de la comarca y haciéndolo con sumo cuidado para no encallar por lo bajos
que resultaban los canales. Despertó a causa del grito de alguien manifestando
desmayo y la carrera de la azafata llevándole una bolsa de papel donde
respirar. Separados por el pasillo, en la otra fila, vio a una mujer rezando el
rosario y reflejada en la cara el estado de paz. En ese momento él, que no era
creyente, querría haberlo sido, haberse agarrado a un clavo ardiendo para
eludir el peligro que le esperaba a saber dónde. Cuando la voz enlatada dijo:
señores pasajeros, estamos a punto de aterrizar, abróchense los cinturones, el morenito
ya lo había hecho. Entre empujones y golpes en las espinillas con los bordes de
las maletas, salió a la explanada y visualizó a Gilberto.
–¿Qué
tal ha ido el vuelo? –preguntó alarmado por el aspecto demacrado que traía.
–Salgamos
de aquí cuanto antes –manifestó el morenito mirando a todas partes y apretando
las mandíbulas por si visualizaba algún uniforme militar, manifestó el
morenito.
–Gracias
a Carmela, la hija mayor de la prima Elsa, me han prestado un carro en la
escuela de música. A la noche iremos a cenar a su casa y así habláis, aunque
tenemos que llevar nosotros alguna cosa, he conseguido una libra de arroz y
frijoles, ya sabes que aquí todo está racionado y se coge con libreta. Sube y
disfruta de tus raíces –apenas prestó atención a las palabras del otro,
concentrado en memorizar las coordenadas que trazó mentalmente para no ser
arrastrados por las corrientes del Golfo de México.
–Entonces,
vayamos a comprar –Gilberto no paraba de reír.
–Mijito,
esto no son los Estados Unidos, acá si compras en el mercado negro o en las pymes,
te sangran. Ya hice acopio de alimentos, no te apures, eres mi invitado y yo
respondo.
–¡Uf!
¡Cuánta gente hay! –dijo agachándose en el asiento del copiloto.
–¡Ay,
chico, relájate, que nadie te va a meter preso y menos con tus papeles en
regla! Devolvamos este amasijo de hojalata y disfrutemos del paseo a pie.
Recorrieron
el paseo del Prado que, de norte a sur, comprende desde la Fuente de la India y
la plaza de la Fraternidad, hasta el Malecón; a su vez, esta alameda enmarca el
límite de los municipios de la Habana Vieja y Centro Habana. Según avanzaban
por la ciudad se sorprendió a sí mismo sonriendo, marcando con los pies el
ritmo de las canciones que surgían de cualquier esquina, de cualquier ventana.
Un aluvión de recuerdos le llenaron de nostalgia. Debía tener unos diez años,
aproximadamente, se celebraba una especie de romería, el abuelo estaba muy
achispado y bromeaba divertido, saludando efusivo a todo aquel que, conociese o
no. Pero la abuela, que se le subía un sofoco sobre otro, no quería que hiciese
el ridículo, así que, entre la mamá del morenito y ella, le obligaron
sujetándole por los brazos a abandonar la fiesta. El resto de los familiares se
quedaron, incluidos los más pequeños. Una niña forastera algo mayor que él y
muy guapa, le enseñó a bailar merengue y a besarse en los labios con la emoción
de la primera vez. Había olvidado ese episodio, como tantos otros en diferentes
escenarios que naufragaron también de los suyos. De repente se le ocurrió una
idea brillante, un retorno a los orígenes, una investigación a fondo sobre su
verdadera identidad.
–¿Podemos
ir a Puerto Escondido, por favor? –cogió por sorpresa a Gilberto.
–¡Haberlo
dicho antes de dejar el carro, a ver ahora dónde consigo otro! –manifestó
molesto.
–No
es problema, alquilemos uno –Ernesto estaba emocionado.
–Aguarda
un instante, deja que piense, cerca de aquí vive un amigo mío, nos prestará el
suyo –así lo hicieron.
Durante
el trayecto de hora y cuarto aproximada, por un pavimento en muy malas
condiciones, fueron callados, dejándose acariciar por el sol y el viento que
entraba a través de las ventanillas, reparando así las arrugas que rotula la
tristeza. Gilberto no se atrevía a expresar preocupación, tampoco el
inquietante presentimiento que de vez en cuando acudía a violentarlo,
haciéndole sentir responsable del destino incierto e inseguro que aguardaría al
morenito, en el yin y el yang de aquellas aguas turbulentas que iba a
navegar. No obstante, apartó los malos pensamientos y disfrutó del momento
único e irrepetible. De la casa donde vivió Ernesto quedaba un solar con medio
muro en pie, igual que todo lo de alrededor, víctima del abandono.
–Debajo
de aquel árbol mami daba de mamar a Argelina, mientras que Jorge y yo, con
papi, jugábamos a fútbol –dijo esbozando una sonrisa–. Una vez nos visitó un
pariente lejano del abuelo, venía desde España, adonde emigró con sus padres y
otros pacientes, sin embargo, alcanzada la mayoría de edad comenzó a funcionar
por su cuenta y a ganar plata. Cuando reunió lo suficiente para que su familia
no pasase calamidades regresó aquí. Recuerdo haberle preguntado lo mismo a
papi, tanto es así que, ese día, me fui a la cama convencido de que todos
regresaríamos millonarios y podridos de lujo, pero no pudo ser.
–¡Qué
tremendo! Cuánto dolor, ¿verdad? –manifestó Gilberto compadeciéndose del primo.
–Lo
había olvidado por completo, pero ha sido llegar aquí y caerme un aluvión de
pasajes encima, aunque puede que tal vez sean producto de la imaginación.
De
vuelta a La Habana fueron directos a la cita con el hombre desconocido que
aguardaba en El Floridita, tomando un daiquiri. Al morenito le
encantó el sitio, sobre todo, enterarse de que allí Ernest Hemingway se reunía
con amigos para hablar de literatura y de los secretos de la navegación. Las
condiciones aparecieron sin rodeos: no llevarían víveres, chalecos salvavidas
ni bengalas, solos ellos dos, enfrentados a la fuerza del mar y a los remordimientos.
Acordaron salir dentro de dos amaneceres, concretaron el punto de encuentro,
anotó en una servilleta de papel las coordenadas, se las dio a Ernesto y
desapareció sin decir palabra. El morenito se quedó blanco porque
aquella ruta era literalmente peligrosa, con corrientes traicioneras y
remolinos capaces de tragarse toda una embarcación entera. Pensativo, cayó en
la cuenta, esa misma travesía la realizó de niño con su familia y cuarenta
personas más. Caminó en shock pegado a Gilberto hasta la casa de la hija
mayor de Elsa, quien los recibió con el pelo mojado recién salida de la ducha.
–Os
puedo ofrecer tan solo agua fría, he cambiado cosas de la cartilla de
racionamiento por una medicina que necesitaba.
–Hemos
traído comida suficiente para que sobre –aseguró Gilberto mientras lo extendía
todo sobre la mesa.
–Sentaos
–ofreció ella sin quitarle ojo al saquito de arroz y a la media libra de azúcar
blanca que complementaría con el paquetico de café suyo y leche para los
desayunos.
–¿Cómo
está el ambiente en la escuela? –a la chica se le entristeció el rostro.
–Apenas
tenemos alumnos, la gente joven ha emigrado y los pequeños también lo han hecho
con sus familias, de modo que nuestras aulas están semi vacías.
–¿Pero
no preparabais espectáculo para estrenar en dos meses? –Gilberto se percató del
silencio de Ernesto y quiso hacerle participar–. Carmela es una magnífica
concertista que aquí desperdicia su talento.
–Sí,
pero la mitad de los participantes han abandonado el proyecto, con lo cual
hemos suspendido hasta más adelante. Y no creas todo lo que dice Gilberto –dirigiéndose
al morenito–, solamente soy una pianista.
–Tu
abuelo ya me habló de ti cuando me visitó en Chokoloskee –al fin Ernesto se
decidió a participar de la velada. Ella se levantó y, de detrás de algunos
cuadernos llenos de notas en el pentagrama, cogió tres vasos, una botella de
ron y brindaron por la libertad–. Te he traído esto –la dio el bloc–, espero
que te guste, ahí podrás escribir tus composiciones.
–Muchas
gracias, es precioso, jamás vi algo parecido –se acercó y le besó en la
mejilla.
–¿Qué
sabes de tus hermanas? –a la chica se le apagó la mirada.
–Nada,
ambas se fueron a México poco antes de morir mamá y perdimos el contacto –hizo
intención de seguir, pero se calló.
–¿Quieres
venir a Estados Unidos? –Ernesto la ofreció la oportunidad de proyectar su
carrera en el extranjero, ciñéndose a lo que dijo Rodrigo: “mijito, esa
niña debería de estar debutando por todo el mundo”.
–Mientras
que un solo niño, en toda La Habana, tenga la ilusión de estudiar música, yo no
puedo fallarle.
–Eres
una gran mujer, si cambias de opinión, en Garber House, siempre tendrás
un lugar adónde ir.
–Gracias,
de nuevo. Mamá dijo que si venías alguna vez te diese esto –le dio un papel
grande doblado por la mitad–, no sé qué significa –era un mapa de navegación
con la ruta más segura nunca vista por el morenito para atravesar el
estrecho de Florida.
–Gracias
–dijo Ernesto como ausente.
–Mañana
iremos a ver a tu abuelo –intervino Gilberto.
–Le
gustará…
Rodrigo
Núñez pasaba el último tramo de la vida en el Hogar de Ancianos de Santovenia,
en el municipio habanero de El Cerro, una institución religiosa en la que, para
entrar, uno ha de entregar su propiedad y asegurar que no tiene nadie que le
cuide. Bajo un sol de justicia Gilberto y Ernesto le visitaron a primera hora
de la tarde con sus guayaberas empapadas en sudor y ese cansancio agotador que
provoca siempre el calor asfixiante. Consumido por el deterioro cognitivo de la
enfermedad y por la avanzada edad apenas quedaba nada del hombre atrevido y
solidario que conoció. El silbido del vapor de la cafetera le trajo a la
realidad, dejó a un lado cuaderno y bolígrafo, deteniéndose a leer un titular
en su computadora: “El dólar en la cuerda floja, la guerra comercial de Trump
también supone una guerra de divisas”. Estiró las piernas debajo de la mesa y
pensó en la importancia que se le daba a la economía y lo desapercibido de los
problemas sociales, de las deportaciones, de las separaciones fronterizas,
arrancando a los hijos, a las hijas de los brazos de sus madres, de los
recortes en servicios básicos, de los políticos que, en lugar de resolver,
aniquilan con su mala gestión al más pobre, considerado inútil y despreciable. Ernesto
había madurado en cuanto a analizar las cosas, ahora se sentía un hombre más
libre, un ciudadano contrario a las armas, a la explotación, a la
discriminación, a la supremacía blanca que ha conducido a los verdaderos
ignorantes hacia el estercolero del odio.
Tener habilidad para manejar el suspense no es tarea fácil, tú lo haces mucha frecuencia y queda muy bien. Enhorabuena.
ResponderEliminarSi cierro los ojos y me dejo llevar, camino las calles de La Habana
ResponderEliminarGracias por dar tantos detalles haciendo más fácil la lectura.
ResponderEliminarGracias por este paseo por La Habana. Parece como si realmente conocieras y hubieras estado alli. Valoro tu esfuerzo por ser fiel a la realidad.
ResponderEliminarHasta la próxima
Mi niña, te estresas y detallas las cosas tan bien que parece que has nacido en La Habana y hayas emigrado a Estados Unido, pues sigue así que me gusta como lo haces
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