domingo, 26 de mayo de 2024

Cerca de las Smoky Mountains

16.
Aquella mañana de mayo Tayen McDaniel, el indio que vive en Carolina del Norte, dentro del territorio encerrado en el límite Qualla, en la Reserva Cherokee –no confundir con el pueblo–, pescaba truchas en el río Oconaluftee, cuando un Águila enorme se posó sobre la superficie rocosa de la orilla. Trueno Veloz la observó fijamente y ella, quieta cuan estatua, le devolvió la atención respetuosa hasta que desplegó las alas con un giro espectacular alzando el vuelo y perdiéndose entre las nubes mullidas iguales a cojines de algodón. Desenganchó la presa del anzuelo e intuyó que algo especial iba a suceder. Recogió la caña, la cesta de sauce, hecha por él como le enseñaron los ancianos de la tribu, y se adentró en la apretada vegetación que desembocaba en un área más despejada a los pies de su cabaña. Sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, luciendo dos largas trenzas de pelo canoso y la hoguera semiapagada, aguardó una señal mientras oraba inmerso en la paz que le rodeaba. Sin embargo, podía sentir la respiración de los wapitís, ciervos canadienses de grandes dimensiones y difícil avistamiento, habituales en la zona, también el rugido furioso de la Madre Tierra maltratada por el hombre, así como el lenguaje de los árboles comunicándose en código secreto al soplar el viento agitando las hojas en lo más alto. Reavivó el fuego, colocó los peces ensartados en el bastón para dorarse poco a poco y los acompañó con otros alimentos crecidos en su huerta, pero de pronto recordó a sus antepasados y el sufrimiento al ser expulsados de los lugares de origen y a cuanto renunciaron, sacrificándose para que los descendientes, en los que se incluía, echasen raíces sin rencor. Abrió los ojos y se sintió agradecido, privilegiado y en paz consigo mismo, pero el crujido de pisadas, avanzando por el bosque, le puso en alerta. Con la lanza en posición de ataque, preguntó:
          –¿Quién anda ahí…?
          Antes de llegar al Parque Nacional de las Grandes Montañas Humeantes, por la US-441 que une Tennessee con Carolina del Norte, Opal Nelson hizo noche en un camping. Cenó, en el restaurante del recinto, una hamburguesa gigante y jarra de cerveza bien fría. Por televisión daban uno de esos programas sin fundamento que ponen para que la gente no piense. Dos taburetes más allá una mujer relativamente joven, lloraba desconsolada mientras pasaba la yema del dedo por el borde de una taza de café. El camarero, al otro lado de la barra, con muy poca educación le dijo que si no pagaba llamaría a la policía. Sin saber los motivos de tal afirmación, Opal Nelson que por un momento dejó de escucharse a sí misma, prestando atención al relato de la nicaragüense, no necesitó muchos argumentos para posicionarse del lado de ella, sugiriéndole al barman mayor sensibilidad, el hombre, con desaire, se fue refunfuñando hacia la cocina. La mujer, apenada por haber dejado en Nicaragua a tres criaturas de corta edad al cuidado de familiares, emigró a Estados Unidos para una vez establecida traérselos y darles un futuro mejor, pero las cosas nunca son como creemos o nos cuentan, lo cierto es que narró infinitas dificultades –aún hoy las padece– hasta llegar aquí: hambre, sed, maltratos, abusos, inclemencias del tiempo… Sin embargo, no perdió la esperanza de volver a estar juntos algún día, aunque para ello tuviese que dormir en la calle y así enviarles casi todo lo que ganaba limpiando casas.
          –¡Si no paga llamaré a la policía! –advirtió de nuevo llevando a otros clientes un plato con huevos revueltos, tocino crujiente y alubias rojas.
          –No se ponga así. ¿Cuánto debe? –intervino Opal.
          –Diez dólares –vocalizó.
          –Pues ahí van –los puso sobre el mostrador– y, ahora, con total amabilidad y delicadeza, sírvale media libra de carne de buey a la brasa con patatas –dijo sacando un billete de cincuenta del bolsillo, mientras que en la antigua gramola seleccionaron un disco de Lionel Richie, a su más puro estilo funk/soul.
          –¡Enseguida! –expresó contento.
          –No se moleste, por favor –dijo la mujer con los párpados humedecidos–, bastante ha hecho saldando mi deuda.
          –Disfrute de la cena y la deseo mucha suerte de todo corazón, sus pequeños estarán muy orgullosos de usted –giró sobre los talones y casi abriendo la puerta escuchó:
          –¡Oiga, espere, que se deja las vueltas! –sonrió y se fue sin más. Afuera, a través del cristal, la vio concentrada saboreando el manjar sin desperdiciar ni una gota de grasa.
          Faltaban dos horas para amanecer cuando dejó el camping atrás. El silencio era absoluto, interrumpido solamente por los gruñidos de los perros guardianes al posarse algún insecto sobre ellos. Antes de arrancar leyó el mensaje de su amiga Donna Hanks y se puso una alarma en el móvil para llamarla después, desayunó fuerte, abonó el coste de la breve estancia y se puso en marcha. Aminoró la velocidad y contempló el horizonte de colores rojizos, bajó la vista y descubrió a la izquierda que alguien con inspiración artística había cortado la hierba dibujando las tres cruces del calvario de Jesucristo. Se aseguró de llevar en la guantera la bolsita de piel de oso donde Tayen McDaniel metió una pluma de águila y diversas semillas. Aparcó la autocaravana a la entrada del territorio indio y continuó a pie notando cómo el paisaje brotaba por sus venas. Ayudándose de un robusto palo que adelantaba a su cuerpo trepó con cierta dificultad la empinada pendiente hasta localizar la silueta de Trueno Veloz.
          –¿Quién anda ahí?
          –Señor McDaniel, soy yo, Opal Nelson.
          –Sí, ya lo veo, pero ha de tener cuidado, hay que conocer muy bien el entorno, los animales salvajes son muy peligrosos –dijo Tayen McDaniel saliendo de detrás de unos matorrales.
          –Perdone si le he asustado, no pretendía, aunque la que ahora lo está soy yo.
          –¿Ha almorzado?
          –Pues no, llevo algo ligero en la mochila, poca cosa.
          –Perfecto, venga por aquí, tengo dos truchas muy sabrosas asándose.
          –No se preocupe, de verdad. Mire: galletas, saladillos, chocolate, con eso me arreglo –fue sacándolas una a una.
          –Sígame. –El espacio donde se ubicaba su cabaña era estrecho, pero muy bien protegido y de difícil localización.
          –Tienen un sabor muy rico, se nota que están recién pescadas.
          –Esas son las ventajas de vivir así –permanecieron unos minutos callados hasta que volvió a intervenir–. ¿Encontró lo que buscaba?
          –En parte sí, por eso traigo esto –mostró la bolsita que él le regaló–, para abrirlo juntos, como indicó.
          –Bebamos whisky. –Opal Nelson no escatimó en detalles a la hora de contarle todos los descubrimientos: desde el hallazgo de Topanga Sizemore, ciudadana de Stevenson, Alabama, cuyo padrastro de su padre, resultó ser el padre de la abuela Tillie; hasta la confesión de su madre, a modo de arrepentimiento, habiendo ocultado las cartas aquellas que el pobre hombre enviaba a la hija desconocida y que jamás obtuvo respuesta. Confesó sentirse cansada, como si varios siglos de Historia hubiesen pasado por encima de ella, entonces supo que al círculo le quedaba muy poco para cerrarse y, de alguna manera, inexplicablemente, se sintió liberada.
          –De acuerdo –asintió no muy convencida ya que el alcohol no le caía bien en el estómago.
          –Y, ahora, vea usted misma lo que hay dentro –soltó la cinta que lo ataba.
          –No lo entiendo, no queda nada, está vacía, lo debo de haber perdido por el camino –se levantó dispuesta a buscar la pluma de águila y las semillas.
          –No ha perdido nada, el Gran Espíritu lo ha llevado arriba de las montañas, ahora está todo en poder de sus antepasados, al fin se han reencontrado. –Tayen McDaniel y Opal Nelson, con el viejo plano que ella trajo por primera vez, repitieron el camino hacia la colina, donde buscaron la roca de tipo arenisca en color gris con sombras violeta, hasta visualizar a los guardianes de la roca: robles castaños salpicados con álamos amarillos. Vieron pronto la gruta donde, cumpliendo los deseos de la abuela Tillie, depositó la falda de piel de alce, el hueso del mismo animal sirviendo de aguja para coserla, dos cajas pequeñas de madera, una fotografía muy antigua, casi irreconocible, el saquito conteniendo plantas medicinales y ahora la bolsa de piel de oso que Trueno Veloz le dio. Repitieron también parte del mismo ritual: plegaria, meditación, respeto y, al caer la noche, cada uno regresó a su realidad…
          Después de haber salido apresurada de Knoxville y tras realizar un vuelo muy aparatoso, Donna Hanks aterrizó en el Aeropuerto Internacional General Mitchell, en Wilmot, ciudad de Wisconsin, donde la esperaba su hijo mayor, pastor de la Iglesia Evangélica Luterana, para conducirla dieciocho millas más allá a Aurora Medical Center Mount Pleasant, donde su nieta, de tan sólo 24 años, se debatía entre la vida y la muerte. El olor a tierra mojada se coló por la ventanilla del coche cuyo conductor, de rasgos latinos, tarareaba la melodía de la canción que sonaba estruendosa por los altavoces. En la interestatal 94 que recorre de este a oeste el Estado, el carril de la derecha soportaba una fila de veinte camiones que tocaban la bocina a modo de protesta e iban al mínimo de velocidad permitido. Cogidos de la mano e inmersos en la incertidumbre de qué se encontrarían, aquel trayecto de apenas veintidós minutos se convirtió en el más largo realizado hasta entonces. Una semana antes, en la estación de esquí, donde el hijo tercero de Donna Hanks era monitor, su primogénita, junto al inseparable grupo de amigas y amigos, como tantas otras veces habían hecho, esquiaba por una pista reservada casi en su totalidad para ellos. Descendía con soltura y profesionalidad, tal y como la habían enseñado, pero cometió el error de mirar atrás desafiando a los compañeros y compañeras, cuando se partió el tubo del bastón y cayó al suelo con tan mala pata que se le soltó el casco, alguien resbaló, perdió el control y chocó contra su cuerpo golpeándose en la cabeza con la espátula, parte delantera del patín. Quedó gravemente herida con diversas lesiones: traumatismo craneal y torácico, rotura de hombro, de pelvis…
          –¿Y tus otros hermanos? –preguntó Donna recién llegada.
          –No sé, mamá. Vendrán cuando puedan –respondió el hijo que en ese momento se abrazó al hermano mayor.
          –¿Cómo está la niña? –le preguntó al oído, aunque se oyó.
          –Eso hijo, dínoslo.
          –Pues que aún es pronto para determinar si le quedarán secuelas.
          –Reza con nosotros –dijo el hermano mayor, pastor de la Iglesia Evangélica Luterana, pero sin terminar la frase llegó la madre de la chica y tuvo unas palabras con su exmarido.
          –¿No habíamos acordado que tú recogías a las niñas de la escuela y yo me quedaba aquí?
          –Sí, perdóname, como ha venido mi familia pensé que mejor intercambiábamos los turnos.
          –Ya, si me parece perfecto, y lo comprendo, pero podías haberme avisado y no la directora diciéndome que estaban solas.
          –¡Ay!, lo lamento muchísimo –dijo el hijo de Donna Hanks, el monitor de esquí–, esta situación nos está superando.
          –¿Hablaste con el cirujano?
          –¿De qué la van a operar? –preguntaron.
          –Luego os cuento –cortó secamente, y respondió a su exesposa–. No, alguien de su equipo pasó antes, pero no se paró a hablar conmigo.
          –Creo que le debes una disculpa a tu hermano y a tu madre.
          –Como siempre, estás en todo.
          –Disculpadme, estoy muy nervioso. Tiene un trozo de metal alojado en el hígado –Donna Hanks se tapó la boca con el pañuelo que tenía en la mano–, suponemos que, a consecuencia del impacto, se desprendió del esquí de la persona que chocó contra ella.
          –Bueno, pero eso se lo quitan y ya está, ¿no?
          –Ahora mismo, con su estado tan delicado, sería una locura entrar a quirófano –intervino la madre de la chica.
          –Además, ese cuerpo extraño que su organismo rechaza ha provocado una fuerte infección –continuaron–, han de pasar uno o dos días más, entonces se reunirá el equipo médico y determinaran qué hacer.
          –Mira, ¿no es aquel el médico? –dijo ella.
          –Si –respondió él.
          –Vamos –y fueron; y volvieron con la derrota y el fracaso dibujado en la cara, aunque también, con una tenue luz de esperanza que se negaron a apagar…
          Aretha O’Neal y sus hermanos mayores pasaron por todos los procesos mientras duró el periodo de abstinencia, hasta que un buen día, bajo un sol radiante, salieron al porche a llenar los pulmones de aire limpio. A pesar de su corta edad el gemelo era bastante autónomo e introvertido, pasaba horas y horas cambiando de lugar a los animales en su granja de juguete. Desde la muerte del otro se había convertido en un niño solitario, ausente, desconfiado y muy susceptible, realmente para ninguno nada era lo mismo. Esa mañana con un feroz apetito las risas y las patadas por debajo de la mesa volvieron a impulsar algo de normalidad en la cocina. La señora O’Neal, de vez en cuando, daba clases de refuerzo a estudiantes que lo necesitaban, mientras que el esposo había desistido del empleo de pasante en algún bufete de abogados, nadie le contrataba, así que, aceptó un puesto en la gasolinera, no le hacía feliz, pero al menos llevaba dinero a casa.
          –¿Habéis visto a vuestro padre? –preguntó la mujer.
          –Anoche, antes de que tú vinieses, dijo que hoy se iría muy temprano –contestó el mayor.
          –Es verdad, por un cambio de turno o algo así –añadió Aretha.
          –No sé, es raro, cuando vine ya no estaba en la cama, pensé que estaría en el saloncito como otras veces.
          –¿Y no lo comprobaste? –preguntó el mediano.
          –Pues no, y ahora me arrepiento, era tarde y la caminata larga, llegué agotada.
          –Llámale al trabajo.
          –Claro, que buena idea. Gracias, cariño. –Al tercer tono sonó la voz de un hombre que parecía tremendamente enfadado porque su esposo no había aparecido y que ya no se molestase en hacerlo. Desconcertada, cortó la comunicación, se puso un abrigo por los hombros y le dijo a los chicos y a la chica que no se movieran de allí hasta su regreso…

 

domingo, 12 de mayo de 2024

Cerca de las Smoky Mountains

15.

El tiempo pasaba muy deprisa, igual que día a día se aceleraba el deterioro de Aretha: ojeras negras, clavículas huesudas, mirada perdida, dificultad de concentración, lentitud en el lenguaje, cambios bipolares del estado de ánimo, alteraciones del humor, manos temblorosas, dificultad al caminar erguida y muchas cosas más que la transformaban en un ser de difícil trato. Sus hermanos y ella esconden en los bolsillos un poco de crack, papel de aluminio y un mechero.  La casa, de estilo colonial, en Knoxville, donde el doctor Crumpler atendía a personas al borde del umbral de la pobreza o que, por otras circunstancias, como el color de la piel carecían de cobertura médica, estaba en el centro de un paisaje idílico, rodeada de bosque. Una mujer afroamericana de ojos risueños, dentadura blanco nieve y grandes caderas marcando el territorio por donde pasaba, abrió la puerta dándoles la bienvenida. El uniforme de enfermera impoluto, maquillaje discreto y una perfecta manicura, era la cara visible que reunía confianza a aquellos que llegaban al borde del desahucio humanitario.
          –Somos los O’Neal, tenemos cita a las 10:00 a.m. –dijeron.
          –Sí, les están esperando –afirmó la mujer–, aguarden un instante.
          –¿Puedo ir al lavabo? –preguntó Aretha.
          –Claro, cariño. Ven conmigo –avanzaron por el largo pasillo hasta desaparecer, dentro abrió el grifo, tiró de la cadena y vomitó. Los padres, nerviosos, regañaban constantemente al gemelo que, enredado en las travesuras propias de su edad, tiraba revistas y papeles al suelo. Técnicos de AT&T, una de las mayores empresas de telecomunicaciones de todo el mundo, configuraban los dispositivos mientras comentaban:
          –¿Recuerdas que hace dos meses nos mandaron al Área de la Bahía de San Francisco, a la ciudad de Oakland, porque tenían problemas con la red wifi en los locales de la cadena de hamburguesas In-N-Out Burger?
          –¡Cómo olvidarse de sus Animal Fries (patatas fritas, con cebolla frita y queso fundido)!
          –Pues han cerrado –informa uno de ellos.
          –¡No me digas! –exclamó mientras introducía unos códigos en el sistema–. ¿Qué pasó?
          –Que, tanto clientes como empleados, han sufrido multitud de robos violentos a manos de adictos al fentanilo. Según dicen dicha sustancia en Estados Unidos ha matado ya a más gente que en la guerra de Vietnam y Afganistán juntas.
           –Me impresionó lo que contaban los camareros del hotel donde nos hospedamos –dijo el jefe. 
         –No caigo –contestó el otro.
          –Lo de las “cobayas humanas”.
          –¡Ah sí!, se prestan a experimentos con un tercio puro de fentanilo, mezclado con anestésicos, para comprobar el efecto y así abaratar el coste, sacándole mayor rendimiento a la venta. Muchos mueren en la calle, la mayoría malviven entre ratas y basura, pero eso se silencia, son víctimas de un sistema que hace aguas. 
          –El hermano de mi cuñado –hablaban entre ellos sin dejar de realizar su trabajo–, es consumidor y cuando está colocado pierde la mirada, parece estar flotando y se amansa, pero cuando se le pasa vuelve a ser un peligro callejero. –Los O’Neal escuchaban aquello, seguros de que algo así, a ellos nunca les pasaría, sin embargo, el destino siempre guarda un as bajo la manga. La enfermera les abstrajo de sus pensamientos y la siguieron.
          –Disculpen el desorden. Siéntense, por favor. –el médico adjunto al doctor Crumpler los recibió en su consulta–. Mi colega ha tenido que ausentarse por motivos personales y seré yo quien les atienda con mucho gusto. Veamos –leyó las escuetas anotaciones que tenía y tapó con la mano la palabra “drogadicta” remarcada con un círculo.
          –Nosotros no tenemos dinero, ya se lo dijimos a su compañero, así que, si él no está, será mejor que nos vayamos.
          –Tranquilos, simplemente le sustituyo, las condiciones son las mismas, estoy dispuesto a ayudarles, si quieren. Vamos a hacer una cosa, miro a la joven, estudio el caso, doy un diagnóstico y después deciden si continuamos o no. ¿Les parece? –ambos asintieron. Llamó a un auxiliar y se llevaron a Aretha–. No se alarmen, tan solo quiero hacer una placa y analítica, es cosa de poco. ¿Cuándo empezaron a notar un comportamiento extraño en su hija? –de nuevo narraron la historia.
          –Yo estoy preocupada porque no come, y cuando lo hace, vomita. Le ha cambiado el carácter, siempre fue una niña muy buena –la mujer sonríe–, pero de un tiempo a esta parte…
          –¿Y dice que todo empezó cuando llegaron los forasteros ofreciendo trabajo? ¿A qué se refiere exactamente?
          –Pues que de repente comenzaron a traer dólares –contesta el padre–. Esa gente es extraña, dijeron que montarían un negocio y el solar sigue tal cual, sin embargo, nuestros hijos van a diario y regresan con el carácter cambiado.
          –¿Les han preguntado que de dónde sacan el dinero?
          –¡Uf!, y se ponen como fieras. Nosotros tenemos miedo, todavía son muy inocentes y nos aterra que lo ganen en cosas ilegales… ¡Usted ya me entiende! –El médico se quedó pensativo y consultó las notas de su colega atreviéndose a realizar una pregunta bastante embarazosa.
          –¿Han oído la palabra fentanilo?
          –No –respondieron casi a la vez–. ¿Qué es?
          –Una droga de diseño que ahora está muy de moda.
          –No entiendo –Mr. O’Neal, revolviéndose en la silla, exteriorizó los nervios– ¿eso qué tiene que ver con nuestra familia?
          –Bueno, esperemos a ver los resultados, pero les adelanto que la chica presenta un cuadro clínico muy próximo al mundo de las drogas. –La analítica realizada a Aretha y, ya de paso, a los dos mayores, vino a confirmar las sospechas del sanitario: hallaron sustancias en su organismo y para eso lo único posible era pasar el síndrome de abstinencia. Por el periodo de un mes largo no salieron de casa, situación que se convirtió en un auténtico infierno, pero cuando creían tener controlada la situación y los padres cedieron un poco, todo se fue a la mierda…
          Era domingo, y Donna Hanks fue a la Iglesia Batista del vecindario, se sentó en los últimos bancos, saludó con una inclinación de cabeza a las personas más próximas, colocó la Biblia sobre las piernas, acarició la desgastada encuadernación en piel y la abrió por el Evangelio de Marcos, uno de sus favoritos. Buscó el capítulo 13 donde hablan de grandes construcciones que serán destruidas, de terremotos, de pasar hambre, de guerras…, y pensó en el cuarto de sus hijos, el pequeño, capataz de cuadrilla en Texas, una de las ciudades que más ha sufrido los huracanes en los últimos días, así que, reflexionó sobre los distintos avatares de la vida cotidiana, y pidió oraciones para todos aquellos que sufren en ese momento. El sermón del reverendo, un tipo eufórico y dinámico, donde los haya, levantó los aleluyas de los asistentes que ya entonaban bellísimas canciones acompañando al coro.
          –¡Parece que hoy lloverá! –comentaban a la salida.
          –¡Disculpe! –exclama Donna Hanks.
          –Dime.
          –¿Sabe algo de los O’Neal?
          –¿De quién? –se comentaba que el reverendo tenía problemas de memoria.
          –Aquel matrimonio de color que uno de los gemelos tuvo un accidente.
          –No, no sé quiénes son. ¿Y ya está bien? –inútil decir que había muerto.
          –¿Para qué quiere saberlo? –preguntó alguien cercano a Jordan Brady, el viejo simpatizante del Klan y primo de los muchachos que estaban en Orlinda intimidando a Aretha y sus hermanos.
          –Por nada en especial, simple curiosidad. ¿Usted los conoce?
          –No, que va, simple curiosidad, algo había oído decir respecto del atropello –Donna Hanks y otras feligresas se quedaron pensativas porque en ningún momento habían dicho la palabra “atropello”. Ahí quedó la cosa. Una vez en casa, escuchando su disco favorito de Dolly Parton, las piernas subidas en alto y tapada con una manta de viaje, cogió el plato combinado de la mesa que llevaba alubias canela, una cebolleta entera, rodajas de pepino, huevo revuelto, patata cortada en dados y pedazo de bizcocho, aunque justo con el primer bocado sonó el teléfono, era el mayor de sus hijos, el pastor de la Iglesia Evangélica Luterana que residía en Chicago. De pronto, una nube de agua salada inundó sus ojos, al recibir la noticia de que una de las nietas que vive en Wisconsin, donde su tercer hijo es monitor en una estación de esquí, estaba muy grave…
          Al llegar la madrugada y habiendo transcurrido buena parte de la noche evitando hacer comentarios hirientes, la madre de Opal Nelson reanudó la conversación consciente de que el tramo final de la misma supondría un punto y aparte entre ellas, aun así, avanzó en su relato. En la chimenea apenas quedaban brasas amontonadas protegiendo el calor bajo un caparazón de cenizas, pero bastaron para calentar el café que compartieron junto a medio panecillo para cada una. La chica comprobó cuánta batería quedaba en su celular, consultó el estado de las carreteras y vio también que, de los muchos mensajes sin abrir, había uno de Donna Hanks invitándola al Museo y Salón de la Música Country, en Nashville, donde acababan de estrenar una exposición de Dolly Parton y otra de Ray Charles, muy interesantes. Antes de responderla miró las noticias en los periódicos, se alarmó de tantas catástrofes repartidas por el mundo, de los genocidios que no cesaban, de la deshumanización de la especie, de tanto sufrimiento, del descrédito al que nos someten algunos políticos y del hambre infantil que muy pocos reparan. Las protestas estudiantiles en los campus universitarios de las principales ciudades de Estados Unidos, por Palestina, la recordó otro movimiento social, el de mayo del 68, cuando muchos activistas, clandestinos o no, defendieron los derechos sociales y su oposición a la Guerra de Vietnam. 1960 fue una década histórica, en todas se encuentran hechos significativos, pero esta, quedó marcada por los asesinatos de John F. Kennedy, Martin Luther King y el Che Guevara; por el movimiento hippie, el sexo libre, la independencia de Kenia o la llegada del hombre a la Luna. Sin embargo, no era momento de despistarse y sí, de instar a la madre para que continuase y poderse marchar.
          –Cuando terminé de leer la carta que encontré aquí mismo, y cuya única intención era conocer a la hija antes de morir, me sentí mal conmigo misma, pero enseguida comprendí que lo mejor era dejar las cosas como estaban.
          –Lo mejor para quién, madre, ¿para ti?
          –No, para todos nosotros, no lo quieres entender, nuestra vida habría sido un calvario.
          –¿Y el sufrimiento de la abuela no cuenta, no importa, no es penoso? Ni te imaginas lo que esa pobre mujer ha padecido. Ahora, eso sí, siempre tuvo claro que era una piel roja. No obstante, quiero pensar que, algún momento, tuviste algo de lucidez para contárselo, ¿verdad?
          –Pues no –mintió. Una vez estuvo a punto de decírselo cuando por el periodo de dos semanas Tillie tuvo unas fiebres altísimas, cuya causa no supo determinar el médico que la visitó. Ella, temiéndose lo peor, se planteó la posibilidad de acudir a uno de los curanderos de la tribu Cherokee más prestigioso de Carolina del Norte, ya que quizá, con sus ungüentos tradicionales habría sanado, sin embargo, de repente, una buena mañana la anciana despertó como si nada. Después descubriría que Opal la llevó, a petición suya, unas hierbas que la nieta coció a escondidas.
          –¡Qué pena!
          –Pensarás de mí que soy una mala persona.
          –Hace mucho que dejé de opinar. ¿Puedo preguntarte algo?
          –Sí –respondió cautelosa.
          –¿Qué sentías por ella? ¿La quisiste? –nada más formular las preguntas cayó en la cuenta de su dureza, en cualquier caso: tarde para rectificar.
          –¡Cómo te atreves!
          –Perdóname.
          –No hay un modelo concreto de afectos, cada persona los expresa a su manera, como sabe o como puede.
          –¿Te has parado a pensar lo felices que habrían sido, padre e hija, si tú les hubieses concedido el placer de conocerse? Mira, la abuela se sinceró tanto conmigo que he cumplido casi todos sus deseos. Recojamos, volvemos a Lenoir City, esta vez conduzco yo. –Años después, en el lecho de muerte, la madre de Opal Nelson reconoció la terrible injusticia que había cometido con la abuela Tillie, murió convulsionando.
          Ya en su autocaravana, llamó a Donna Hanks y se disculpó por no acompañarla al museo de Nashville, paró en el mercado local de Oak Ridge a comprar alimentos y fue en busca de Tayen McDaniel, miró en la guantera y comprobó que llevaba la bolsita de cuero hecha por él y en la que puso una pluma de águila y semillas, con la condición de que, si alcanzaba sus objetivos y hallaba rastros de sus antepasados, la abrirían juntos. Las Smoky Mountains cubrían todo el horizonte a la vista, el parabrisas se llenó de pequeñas e insignificantes gotas que no impedían la visibilidad, en la radio daban el último boletín informativo: miles de estudiantes acampados en los campus de las principales universidades del país habían sido desalojados y detenidos. Mientras tanto, bombardearon un hospital en Gaza…