11.
En la sala de espera los asientos fueron
quedándose poco a poco vacíos, tan sólo la respiración de los O’Neal, rotos de
cansancio, se escuchaba rebotar contra las paredes a falta de pintura. Los
chicos, rendidos de sueño, improvisaron un camastro sobre tres sillas. La luz
intermitente de las ambulancias entrando en el muelle con la velocidad que
apremia la gravedad de cada paciente, les deslumbró trayéndoles a la realidad
de la particular pesadilla que estaban viviendo, fue cuando el esposo y la esposa
se miraron apurando las últimas gotas de esperanza. Treinta y siete horas
después de haber sido operado el corazón del pequeño dejó de latir, en ese mismo
instante, el otro gemelo, recostado en las piernas de la madre, se despertó
sobresaltado. Un médico del equipo del cirujano les dio la noticia y les dijo que
si querían donar los órganos del niño habría que iniciar el protocolo cuanto
antes. De pronto, un alud de dudas se apoderó de aquella familia a la que un
desalmado les amputó la felicidad y el futuro. Entonces, las placas tectónicas
de la tristeza y la impotencia, la desesperación y la derrota, chocaron entre
sí haciendo que temblase el suelo bajo sus pies.
–¡Nos
lo han matado, nos lo han matado! –dijo el hombre enloquecido y haciendo caso
omiso a las palabras del facultativo.
–¡No
puede ser! ¡No puede ser! –exclamaba la mujer tirándose del pelo–. ¡No puede
ser…!
–¿Dónde
está mi pequeño? ¡Quiero verle! ¿Dónde está mi pequeño? –clamaba arrodillado el
padre.
–¡Justicia!
¡Por amor de Dios! ¡Justicia! –Se fundieron en un abrazo.
–¡Asesino!
–gritó mr. O’Neal, el pasante que quiso prosperar en el despacho de abogados
blancos, y sin embargo, cuando les contrató un cliente gay y ganaron, los
republicanos conservadores del condado le castigaron a él arrebatándole la vida
a su pequeño.
El
papeleo burocrático es una tela de araña que se enreda en las extremidades del
cerebro y te impide pensar. Las dos opiniones encontradas del padre y de la
madre debatiendo si aceptaban o no donar los órganos del hijo les condujo a revocar
una serie de principios amenazados por derrumbe. Por un lado, la empatía de
poder salvar otras vidas humanas daba un matiz distinto a la tragedia que posiblemente
jamás superarían; por otro, el dolor de sentir que aquel cuerpo diminuto y travieso
iba a ser diseccionado configuró dentro de ellos el sentimiento de culpa. Sin
embargo, optaron por hacerlo. Antes de partir hacia Orlinda donde se quedarían
a vivir y enterrarían al gemelo junto a la tumba de otros parientes, y quizá de
donde nunca deberían de haber salido, Aretha O’Neal, la hermana mayor que en
múltiples ocasiones ejerció de madre, no supo gestionar la pérdida del ser
querido, así que, sin pensárselo dos veces, fue en busca del reverendo del
vecindario y descargó rabia e impotencia contra él y contra Dios, a quién culpó
de su desgracia y de haberse llevado tan pronto a alguien tan indefenso e inocente.
Esa fue la última vez que puso de manifiesto distancia entre ella y Cristo.
Donna
Hanks apuraba los últimos días con su hijo mayor prácticamente recuperado del
virus que contrajo en Nueva Delhi. Ese tiempo juntos, compartiendo lo
cotidiano, conociéndose en el día a día, descubriendo manías y costumbres,
cuidándose entre sí y velando en la oscuridad el quejido doloroso del otro, suavizó
la fría y superficial relación que tenían antes, pero llegó el momento de retomar
la intimidad: él de vuelta a Chicago, a la Iglesia Evangélica Luterana, en
Riverdale, barrio conflictivo de Chicago donde desempeñaba la labor de reverendo;
ella a tejer bufandas, pasear por el bosque rehabilitando la rodilla, cocinar
para una sola ración y pinchar los vinilos de Dolly Parton.
–Sube
el volumen de la radio, por favor –dice retorciendo la punta a un paño de
cocina.
–Enseguida.
–¿Han
dicho que impiden el paso a Río Bravo? ¿No tiene que cruzarlo a diario tu
hermano? –pregunta con un nudo en el estómago.
–Sí,
pero no te inquietes, seguramente serán controles rutinarios que realiza la
Guardia Nacional de Texas para bloquear el acceso a la Patrulla Fronteriza, ten
en cuenta que está en el límite sur con México y por ahí pasan muchos migrantes
ilegales, ya no hay capacidad y las instalaciones están masificadas, no podemos
recibir a más gente, da mucha pena ver a los niños y niñas, ancianos y
ancianas, hombres y mujeres que mueren intentando alcanzar el sueño americano.
–Ya,
si eso está muy bien, pero he oído Eagle Pass y ellos viven en Quemado, veinte
millas más allá de esa ciudad.
–Si
quieres le llamamos.
–No
sé, igual no le gusta, es tan especial –dice Donna–. ¿Piensas que soy una insensible
y que no estoy al tanto de las cosas que pasan?, pues sí que lo estoy y se me
parte el alma cuando veo la alambrada convertida en el cementerio de prendas de
vestir, juguetes, muñecas mutiladas, tesoros que partieron con sus propietarios
en la valija de la ilusión y se quedaron ahí, sin dueño, sin proyecto, en
tierra de nadie –le da la espalda y rompe a llorar.
–No
soy quién para juzgar a nadie y mucho menos a ti, mamá. ¡Que Dios se apiade de
ellos y les proteja! –Tres días después de esa conversación le dejó en el
aeropuerto de Knoxville, iba cojeando, torcido hacía la izquierda y las fuerzas
justas para llegar erguido a la puerta de embarque. Se abrazaron, prometieron
verse pronto e hicieron una despedida muy original: “Abrígate bien la garganta
que luego te quedas afónico, hijo; y tú no le pongas tanta sal a los guisos,
mamá”. Una vez sentado en ventanilla abrió la Biblia al azar y pidió oraciones
para todos sus compatriotas. Donna Hanks se dejó caer en la mecedora del porche
y le aguantó la mirada al sol, después la fue bajando lentamente hasta
percatarse de que tenía los tobillos hinchados…
Después
de la dura nevada que afectó de lleno a Tennessee dejando a la población encerrada
en sus casas, con carreteras sepultadas bajo una capa de hielo, el sistema eléctrico
caído y una temperatura de dos dígitos por debajo de cero, tras varias semanas sufriendo
esas condiciones algunos granjeros de la comarca tuvieron que luchar contra los
lobos que, noche tras noche, atacaban a gallinas, perros y conejos destrozando los
establos en busca de comida. Era sábado y Alvin Evans disfrutó de una
apasionante carrera de coches, de su cena favorita a base hamburguesa gigante
de carne de buey, pepinillos y aros de cebolla, de los temas musicales de Randy
Owen, solista de la banda country-rock “Alabama” y de un rato de conversación
con lugareños afines, como él, a defender la patria empleando el uso de las armas.
En el otro extremo de la barra visualizó a los primos de Jordan Brady, la
pareja que llevaba en la camioneta el día del accidente. Se saludaron con la
mano y rezó para que no fuesen adonde estaba, pero lo hicieron llevando consigo
las jarras de cerveza espumosa, la cajetilla de tabaco, el sombrero de cowboy,
un macuto de piel lleno de munición para la escopeta y ese olor tan
insoportable a mierda de caballo que les delata.
–¿Cómo
sigue el viejo Brady? –preguntó Alvin–, la última vez tenía la espalda
dolorida.
–Bueno,
ahí va, ya sabes, con sus achaques, pero con el mismo mal humor de siempre, los
chicos están amargados.
–Ya
imagino. ¿Os quedaréis mucho en Oak Ridge?
–Pues
una larga temporada, nos han ofrecieron trabajo en Nashville, pero dónde vamos
a estar mejor que con la familia. Por cierto –dice la joven bajando el tono de
voz–, el atropello ese del que todos hablan es…
–Callaos,
por favor, y tened cuidado no se os caliente la lengua –interrumpe la frase un
Alvin Evans acobardado.
–No
se preocupe hombre, nosotros pensamos que usted hizo lo correcto. Además, hemos
venido a buscarle porque el primo Brady ha convocado al grupo dentro de hora y
media en su granja. –Los muchachos fueron llegando escalonados, bajaron de las camionetas
echándose mano a la zona lumbar, unos todavía traían la ropa manchada de haber
estado evaluando los daños de la nevada, otros con colonia barata en el pelo y
los menos directos de haber estado en alguna fiesta particular en Nashville. El
viejo Jordan apareció con muletas y bastante desmejorado.
–Papá
tiene algo que deciros –intervino el menor de los Brady.
–Gracias
a todos por venir, os pido paciencia y veréis cómo habrá merecido la pena
esperar ya que está a punto de visitarnos un miembro muy importante de nuestra
organización. –El ronquido de un automóvil que paró en seco, les instó a estar
pendientes de la puerta del granero que se abriría de un momento a otro, y por
la que aparecería un tipo elegante, con traje de raya diplomática, zapatos impolutos,
camisa blanca y corbata de nudo ancho. Una vez que todos se presentaron
cambiaron opiniones.
–¿Hay
novedades respecto a la investigación del accidente? –preguntaron.
–Por
suerte ninguna, pudimos sabotear las cámaras de seguridad, pero hay que ir con
mucho cuidado sobre todo porque el caso de los O’Neal no está terminado.
–Jamás
dijimos de llegar tan lejos, tan sólo asustar a la hija mayor –intervino Alvin un
tanto compungido.
–Ya
–tomó la palabra el forastero–, pero los de arriba quieren resultados más
contundentes. ¿Qué sabéis de la familia?
–Digo
yo que seguirán encerrados en su casa –Jordan Brady tosía sin parar.
–Negativo,
han puesto rumbo a Orlinda, de donde son oriundos, así que, ¿voluntarios para
rematar el trabajo? –Alvin y tres hombres más levantaron la mano.
–Usted
no, señor Evans, ellos sí, hay que evitar toda sospecha.
–¿Cuáles
son las órdenes? –preguntaron.
–Sabemos
que la chica está muy desarrollada, así que tenéis vía libre, pero procurad no
hacer mucho destrozo, solamente un buen escarmiento, hay que darles una lección
a estos negros que se creen los dueños de América…
Serían
muchas las cualidades a destacar de Topanga Sizemore, esa mujer delgada, de
baja estatura, rasgos nativos, hospitalaria, con heridas sentimentales aún sin
cicatrizar y un don especial para armar las bases de la vida desde el lado
sencillo. Acostumbrada a la lentitud de los espacios abiertos y solitarios, al
lenguaje de la naturaleza, a las señales del cielo anunciando cambios, dejaba
espacio entre palabra y palabra como si el tiempo bajase por un caño de agua
con poca presión.
–¿Usted
cree que el padrastro de mi padre y su abuela se querían?
–Ya
no estoy segura de nada, pero las fechas no encajan, hay muchos años de diferencia
entre ellos y tengo la sensación de que algo importante se nos está escapando,
creo que deberíamos de repasarlo todo desde el principio, anotemos las dudas y
las certezas, las fechas y los parentescos, las ciudades y los Estados, y luego
cotejemos lo suyo con lo mío pera poder llegar a lo nuestro.
–Voy
a cocinar mazorcas a la plancha y carne de vacuno acompañada de col rizada y
alubias de careta. ¿Le apetece cenar conmigo? –prolongaron la velada hasta
altas horas intercambiando emociones y acortando cada vez más el camino que
tejía el vínculo de sus antepasados.
–Desde
que recuerdo, en casa, siempre fueron temas tabú todo lo concerniente a los
Cherokee, mi madre ejerce animadversión hacia ellos, supongo que se avergüenza
de su pasado, de su procedencia, de su sangre y, en ese aspecto, trató mal a la
abuela Tillie.
–Papá
me inculcó la cultura de su pueblo, las costumbres, los principios, el respeto
a los ancianos del poblado, nunca hemos vivido negando nuestro origen, sino
todo lo contrario, soy tan piel roja como lo fue él y, quizá, como lo sea usted.
–¿Le
importa si miro otra vez el álbum de fotos? –tenía una corazonada.
–No,
claro que no. Cógelo.
–¿Ve
ese rostro de ahí, el que está semioculto? –indica Opal.
–Pues,
ahora que lo dice, no me había fijado –dice Topanga.
–¿Tiene
una lupa?
–Había
una por aquí, en algún sitio, veré si la encuentro.
Cuando
amplió la foto con la lente el rostro que aparecía entre dos personas,
semioculto, se parecía mucho a ella con cuatro o cinco años: las mismas trenzas
de ramales apretados cuyo cabello liso, brillante y oscuro cambiaba según le
daba la luz, en los mofletes resaltaba una media luna roja igual a la que
lucían todas las mujeres de su familia y la manía de pisarse un pie con otro.
Se levantó deprisa, descendió por el estrecho camino hasta donde tenía aparcada
la autocaravana y trajo una caja de hojalata con recuerdos muy antiguos,
revolvió dentro y, de repente, se puso pálida. Topanga Sizemore la miró,
también a la fotografía del álbum y a un retrato que sostenía en las manos.
Entonces…
–¿Sabe
quién es?
–Pues
casi seguro la abuela Tillie –respondió Opal Nelson toda nerviosa.
–Eso
significa que… –no terminó la frase.
–Que
el padrastro de su padre tuvo a la abuela Tillie con una mujer que no era la
suya.
–¿Y
no lo ha sabido hasta ahora? Bueno, tengamos en cuenta que en aquellos tiempos nacer
nacido fuera del matrimonio era una deshonra. Yo tampoco tenía idea.
–Demasiado
misterio, aunque creo que hay alguien con más información.
–¿Quién?
–dice emocionada.
–Ya
se lo diré…
Topanga
Sizemore escuchó con absoluta atención la narración de Opal, los encuentros entre
abuela y nieta, lo alterados que se ponían en su casa al oír la palabra
Cherokee, la voluntad de Tillie pasándola el testigo de su verdadera identidad,
el hermetismo siempre extremo a la hora de hablar de parentescos y la acritud
de su madre negándolo siempre todo. Regresó a Oak Ridge, llamó por teléfono a
su casa desde una cabina pública anunciando que a la mañana siguiente iría a
verlos. Pensó en Tayen McDaniel y en lo poco que quedaba para abrir juntos la
bolsita de cuero que la dio y ver en qué se habían convertido la pluma de
águila y las semillas que él guardó dentro…