11.
Han pasado más de quince horas
desde que abandoné el hospital y no puedo quitarme de la cabeza la imagen de Megan
Aniston postrada en la cama, ofreciendo el cuerpo sin oponer resistencia y dejando
caer las páginas de su biografía por los tubos invasores de entrada y salida en
el organismo. Cierro los ojos y dicho recuerdo me produce verdadera tristeza,
pero también cierta molestia conmigo mismo por la falta de empatía que durante
tantos años he trabajado gustoso. Sin embargo, algo me dice que debo desandar
los pasos hasta el Detroit Medical Center e interesarme por ella con la
excusa de acudir a donar sangre. Las pocas tiendas del vecindario que todavía
no se han arruinado acaban de levantar los cierres distribuyendo las mercancías
por los escaparates y formando un collage donde cestas con naranjas,
perfumes baratos, celulares descatalogados, bolsos de imitación, pequeños
muebles que mantienen al alza el negociado del reciclaje y somieres aún en buen
uso, conviven sin estorbarse. Oigo los saludos de los viandantes que pasan por
delante de dichos establecimientos y la irritada discusión que en lengua
extranjera sucede unas cuadras más abajo. Según me calzo las botas cuyo borde
de las suelas han contemplado antiguos amaneceres y elijo un jersey gordo con
muchas puestas de soledad, pienso también que Christopher seguirá deambulando
por los parques y las plazas jugándose el tipo ante tanto desaprensivo suelto y
arañando al hambre, que ya no siente ni casi padece, unas monedas para
conseguir el pasaje de vuelta a Alaska. Lo que ignoro, en este preciso momento,
es que el azar volverá a cruzarnos...
Por
extraño que parezca la sala de urgencias está tranquila. Tan sólo media docena de
personas aguardan para ser atendidas, gestionando en silencio la dolencia que los
ha llevado hasta allí, excepto un bebé que llora sin consuelo en brazos de la
joven que le mira con agobio y claros síntomas de abstinencia. Apenas el mismo
número de acompañantes descansan el peso de las horas de un pie a otro dejando
así el resto de las sillas libres. La puerta abatible junto al mostrador de
admisión se abre y cierra constantemente desfilando una marea de batas blancas
que consultan el cuadro de turnos, sacan cafés de la máquina o estudian en la
pantalla del iPad la controvertida radiografía de tórax de un paciente terminal.
Lejano, el contacto de las ruedas de las camillas contra el suelo deteriorado
de los interminables pasillos escribe la melodía desafinada de la larga espera,
retratada también en las manos que no encuentran acomodo moviéndose inquietas. Las
superficies asépticas despiden olor a yodo y a otros elementos químicos
desconocidos para el común de los mortales. Mientras tanto, el parpadeo rojo de
una llamada en centralita hasta que contesta la operadora desvía la atención de
los presentes, más aún tras el desafortunado comentario diciendo que el
hospital no es la Casa de Beneficencia y que aquel que no tenga cobertura anexa
para hacer frente a las facturas no permanecerá ingresado. Dicho más sencillo:
que se joda quien no pueda pagarse un seguro médico privado.
–Esa
criatura tiene hambre –dice la mujer que va de una lado a otro echándose mano a
la barriga y molesta por lo que acaba de escuchar–, si lo sabré yo que de eso
sé un rato.
–¡Y
a usted qué coño le importa! Métase en sus asuntos o váyase al infierno, bruja
del demonio –salta la chica.
–No
era mi intención inmiscuirme, pero he tenido siete hijos y conozco muy bien los
llantos.
–¡Ah,
sí! –interviene el presunto padre, un tipo con pinta de matón, abalanzándose para
zarandearla–, pues a ver si te doy una hostia y añades un llanto nuevo a tu
colección. Y tú –dirigiéndose a su pareja–, cállala o...
–¡Venga,
hombre, que no hace falta llegar a esos extremos! Todos estamos muy nerviosos y
la paciencia se agota –matiza en tono conciliador un muchacho con chándal que
trae un rudimentario vendaje.
–Pienso
igual –rompe casi a llorar el anciano que ha permanecido en silencio–. ¿Pretenden
dejarnos morir como perros? Mire usted, llevamos desde ayer por la tarde
pendientes de una prueba de colón para mi esposa, cada vez la veo peor y todavía
no nos han llamado –acaricia la mejilla de ella.
–Y
a nosotros qué nos importa, abuelo –escupe con tono agresivo un tercero que no
se sabe de dónde ha salido.
–¿Ha
preguntado en el mostrador? –interviene el deportista.
–Cinco
veces y la respuesta siempre es la misma: se ha roto el colonoscopio y en breve
le avisaremos.
–Si
quiere voy yo.
–No,
tranquilo. A ver si viene nuestro yerno y coge las riendas, ya sabes que el
seguro que tenemos los viejos da para muy poco –mira de soslayo a la operadora
de la centralita– y ciertas cosas se escapan ya de nuestra comprensión. Mi
nieto dice que no estamos en la onda. Bueno, será eso. Además, ese tobillo lo
tienes muy hinchado.
–Sí,
esta semana no podré jugar.
–No
se lo tomen a mal –insiste la mujer de antes–, la niña necesita beber, si se
deshidrata puede ponerse muy malita.
–¡Anda!,
pero si eres una joya –se burla él–, ahora resulta que también posees dotes de
pitonisa. ¡Lo que se ha perdido el mundo contigo, querida!
–Vete
a la mierda vieja asquerosa –remata ella.
–Sois
unos groseros y…
–¿Qué
está pasando? Compórtense o tendré que echarlos a la calle –advierte el vigilante
que calla cuando irrumpe una enfermera dirigiéndose a los ancianos consultando el
volante que trae.
–¿Señora
Jones?
–Sí
–responde.
–Aún
no tenemos resuelta la incidencia del aparato que usted necesita, los técnicos
están haciendo todo lo que pueden, márchense y ya les avisaremos.
–Por
el amor de Dios, mi esposa está en un grito, ha de verla un médico, apenas se
sostiene.
–Ya
le he dicho lo que hay, decidan.
–Quiero
hablar con el gerente, tenemos todos los papeles en regla, somos ciudadanos norteamericanos,
no pueden hacernos esto –el hombre suplica desconsolado.
–¿Acaso
le parece que el director está para resolver este tipo de cosas? –ante la
perplejidad de los ancianos y de quienes se han posicionado con ellos concluye
dando media vuelta, pero la hacen retroceder.
–¿Qué
sucede? –pregunta el médico que lo ha escuchado todo.
–Bueno,
nada en realidad –se aprecia un vibrato nervioso en la voz.
–Explíquese
–sugiere el otro.
–A
ver, la señora está citada para una colonoscopia, el aparato se ha estropeado,
no disponemos de otro y sugerimos que se marche hasta que la volvamos a avisar.
Fin de la historia –el silencio de pocos segundos se hace interminable.
–Pero
esta mujer no puede abandonar el centro, ha de llevarla inmediatamente a un box.
–¿Y
eso quién lo dice? –la falta de delicadeza ensombrece la sala.
–El
urgenciólogo de guardia que soy yo y asumo toda la responsabilidad. Llévela
dentro, ¡ah! y consígame el historial clínico de la paciente. Caballero –al
marido que, emocionado, rompe a llorar–, acompáñelos que enseguida voy.
–Doctor…
–Ahora
me cuenta todo desde el principio, no se apure.
–Lo
ve, abuelo –dice el muchacho que va a pasar una larga temporada sin competir–:
en esta vida todo tiene solución menos morirse.
La
monotonía es interrumpida por el ensordecedor ruido de un avión que cruza el
cielo, a toda prisa, tal vez hacia la otra punta del mundo. Mientras tanto, en
la sala de espera, en urgencias, los gajos de esperanza de los presentes son
escurridizos como peces que se niegan a abandonar su hábitat. El transcurrir de
las horas ha terminado por aplacar el berrinche del bebé, matizando a gris
violáceo su carita de cera. El cuerpo rígido, diminuto, envuelto en una
toquilla impregnada de vómitos, yace frío en brazos de la madre que, como si
nada, continúa acunándole hasta darse cuenta de lo que tiene encima y,
disimuladamente, lo deja en la silla bajo la atenta mirada de quienes no dan
crédito a su falta de instinto maternal.
La jefa de admisión, a la que han estropeado su rato de descanso, discute con
ellos, llama a la policía y los acusa de homicidio por omisión. Ajeno a lo ocurrido
y sin saber muy bien adónde dirigirme, observo a la pareja afroamericana, de rasgos
familiares que, apartados de los demás, bañados en tristeza y cogidos de la mano,
se cortejan cómplices, reinventando las herramientas de la ternura y
adormecidos por la luz artificial de ese espacio no deseado. Él se agacha,
asiente y va a la máquina de bebidas, busca monedas en el bolsillo y saca una
botella de agua para ella, quien, a menudo, pasa un pañuelo por la frente realizando
el mismo gesto que he visto hacer repetidas veces a otra persona que se le
parece.
–¿Familiares
de Megan Aniston? –anuncian por megafonía.
–Sí, somos nosotros –se levanta con
dificultad y dice en el mostrador.
–Esperen ahí –vuelve a señalar los
asientos–, ahora hablarán con ustedes.
–¿Y
no nos puede decir cómo se encuentra mi madre?
–No
estoy autorizada, pero imagino que esté bien –miente mal–, enseguida vienen.
–Al
menos díganos dónde está y quién la trajo.
–En
la Unidad de Cuidados Intensivos, para la segundo no tengo respuesta –se gira hacia
otro lado dejándoles así. Entonces, la estudiante que dio conmigo los conduce
dentro. Yo podría haberles dado la información que tengo, ofrecer mi compañía,
demostrar humanidad, desterrar de una vez por todas esa amargura que hace
despreciarme a mí mismo, en cambio, como siempre, reacciono huyendo del fuego y
metiendo la cabeza en el caparazón.
–Caballero
–no me doy por aludido–. Señor, ¿le han atendido? –veo de soslayo al auxiliar
que se dirige a mí.
–Sí,
acabé ya…
Sobre
una mesa plegable dentro del recinto de urgencias, hay una caja con mascarillas
y gel hidroalcohólico para los olvidadizos, además de revistas y periódicos
atrasados que la gente va dejando ahí, según se marchan. En la prensa del día
anterior, poniéndote el vello de punta, detallan las condiciones atmosféricas que
sacuden la costa oeste de Estados Unidos, llevándose esta vez Oregón la peor
parte por la amenaza de nieve y viento, lo que conlleva caídas del cableado eléctrico
con los correspondientes cortes de suministro y echada a perder de todo lo que
hay en el refrigerador, cañerías reventadas, así como el aislamiento de aquellos vecindarios
a los que, por su orografía, son de difícil acceso. Sin olvidar derrumbes de tierra
sobre carreteras que quedan intransitables hasta las tareas de limpieza y
retirada de troncos caídos, autos arrastrados corriente abajo, y un sinfín de destrozos
en cadena declarando la zona catastrófica. El llamado Pineapple Express,
conocido como “río atmosférico”, es una cinta de aire muy húmedo que viene de Hawaii
y trae, fundamentalmente, mucha agua, afectando también a Canadá. Pero lo que en
verdad me llama la atención son la cantidad de muertos que ha habido. No me pregunten
por qué pero cuando sucede algún desastre natural o accidente multitudinario,
tengo la manía de repasar las necrológicas por si hallo coincidencias con mi
apellido. En esta ocasión el listado es tan extenso que complica la capacidad
de enfoque de mi presbicia, pareciendo el molde de las letras, al
empequeñecerse, un puente colgante ondulando el vacío. Recostado en la pared
sigo leyendo uno por uno, hasta que, tomando aliento y controlando la
aceleración del corazón, veo escritos los nombres de Colorado Sprint y Dakota
Carson: mi hermano y hermana, cuyos cadáveres, junto a muchos más, quedaron sepultados
bajo un alud de barro. En shock, corto la hoja donde viene un número de
teléfono al que pueden llamar aquellos familiares que todavía no se hayan personado.
–¿Me
lo das? –pregunta el niño de seis años a la pediatra que acaba de atenderle.
–Claro,
ya sabes que es un boli mágico, ha sido él quien te ha puesto la escayola –afirma
ante los grandes y sorprendidos ojos del pequeño.
–¿De
verdad? ¿Y puede operar las amígdalas a uno de mis amigos?
–Uy,
eso no lo sé, pero quizá su médico tenga otro igual.
–Pues
se lo voy a preguntar y si no se lo haces tú. ¿Vale?
–¡Anda,
charlatán!, no canses más a la doctora –dice la mamá.
–Tranquila,
es un encanto de crío y se ha portado fenomenal. Oye –dirigiéndose a él–, ahora
has de hacerme caso y no plantes el pie en el suelo, ¡eh! Camina despacito con las
muletas y dentro de dos semanas vuelves y hacemos otra foto de los huesos, ¿de
acuerdo?
–Bueno.
–Choca
esos cinco, campeón –lo hacen y ella alborota el pelo rizado del niño. –Escenas
así, repletas de vida y de complicidad, son las que ponen color a espacios tan
poco agradables como este donde la enfermedad y la cura, el pronóstico y la
salvación transitan juntos por la vía del presente y del futuro.
Desde
que he sabido el fatídico desenlace de mis hermanos me mueve un sólo propósito al
ser el único pariente que les queda: enterrarlos aquí, aunque pensándolo mejor
será en Texas, donde descansan los restos de mi cuñado, sus padres y mamá. Hoy
toca en la iglesia estudio de la Biblia y reparto de bolsas de comida a los feligreses
más necesitados y aunque estoy entre ellos mi prioridad ahora mismo, como supondrán,
es otra. El reverendo Bob W. Perkins nos recibe a todos con los brazos abiertos.
En un aparte, le cuento a su esposa y a él la desgracia acontecida a mi familia
y lo perdido que estoy ante el dragón de la burocracia ininteligible para la
mayoría de nosotros. Ella cuenta que, con frecuencia, viene un abogado que, además
de voluntario, presta sus servicios a la comunidad de forma gratuita, así que,
sigo su consejo y rezo para que venga lo antes posible. Vas a tener suerte,
dicen, porque ahí está. Cuál es mi sorpresa cuando me presentan al hijo de Joanne,
mi antigua secretaria, en Motors Carson Company, el hombre al que negué
consecutivas veces mi propia identidad, pero nada baja tanto el orgullo como reconocer
los errores y enmendarlos.
–Hola.
¿Se acuerda de mí, verdad? –dice con una amplia sonrisa.
–Desde
luego y ruego me perdone.
–No
tiene que pedir disculpas, señor Carson.
–¡Ah!,
¿se conocen? –pregunta el reverendo
–Es
una larga historia –respondo.
–Entonces
nos vamos para que se pongan al corriente o arreglen sus asuntos.
–Muchas
gracias –digo inclinando la cabeza.
–Bueno,
a ver si el caballero puede solucionar tu problema y la próxima semana
participas del estudio.
–Ojalá
–nos dejan solos.
–Antes
de que me cuente qué le pasa, quiero darle las gracias por visitar a mamá.
–Un
placer. ¿Cómo sigue?
–Perdida,
ya sabe.
–Entiendo,
aunque de aspecto la vi estupenda.
–Sólo
es apariencia. ¿Por qué no vuelve?
–Soy
una mala influencia y mi memoria no quiere revivir cosas que prefiero dejar
dormidas.
–Como
prefiera. Pero, dígame, ¿qué le pasa? –lo hago, piensa durante unos minutos y
dice–: he de hacer una llamada.
–No
hay prisa –una camada de pájaros vuela a media altura y anuncia más frío.
–Suba
al coche, Ayden –no ha olvidado mi nombre–, nos vamos a Oregón…
Los diálogos en la sala de urgencias tan de la vida real, refuerza esta bella historia. Enganchadita estoy. Un beso, nena
ResponderEliminarDesde que leo tus historias tengo menos recelos hacia la sociedad norteamericana, porque tal y como la describes dan ganas de llegar hasta el fondo. A mí también me tienes enganchadito.
ResponderEliminarConocerte a ti es conocer tu forma rigurosa de trabajo: investigación, fuentes, contrastar la información y, mucha literatura a tus espaldas. Brava.
ResponderEliminarDan ganas de sacar un pasaje a la tierra que vos describe.
ResponderEliminarMe he visto claramente en esa sala de espera. Gran trabajo! Besos
ResponderEliminarEs redundancia mi comentario pero es la realidad y así lo dicen los que me preceden, es adictivo tu relato y, aunque tarde en esta ocasión, no he podido levantar la vista hasta llegar al prometedor final.
ResponderEliminarGracias.
Mayte, tu perseverancia en agitar emociones y sentimientos me obliga a insistir en que eres una gran escritora. Así de simple. Gracias y un beso.
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