12.
El vuelo a Portland, al noroeste de
Oregón, con escala en el Aeropuerto Internacional Harry Reid, de Las Vegas, ha
despegado con bastante retraso haciendo que el viaje dure el doble de tiempo. Una
vez desabrochado el cinturón el hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors
Carson Company, se pone el portafolios sobre las piernas y saca los
formularios que hemos de rellenar para traer de vuelta las urnas con las
cenizas de mis hermanos. Con destreza y sabiendo muy bien lo que hace se
desplaza por los impresos marcando unas casillas si y otras no. Realmente mi
única preocupación en este momento es que el tren de aterrizaje se haya escondido
en el interior de la aeronave y que después la palanca que lo acciona, para
bajar y aterrizar, funcione y no se atasque. Disimulo las gotas de sudor de la
frente girado hacia la ventanilla, como si se me hubiese encargado la misión
especial de vigilar y visualizar el tráfico entre nubes para alertar de algún
posible choque contra fuselaje de basura espacial. Sin embargo, apretadas las
mandíbulas y dando rienda suelta al tic nervioso en las corvas sigo pegado por
las palmas de las manos a los reposabrazos hasta enrojecer la punta de los dedos.
Esto, cuando yo era un tipo con pasta e iba al psicoanalista, supe que era aerofobia,
pero a las pruebas me remito, la terapia no me sirvió de mucho. A nuestra
izquierda, en los asientos separados por el pasillo, una mujer joven abraza al
pequeño cuya cabeza tiene apoyada en su pecho mientras le lee un cuento de
héroes y dragones, con letras en molde grande que dan soporte a los dibujos de
colores simulando 3D. Seis filas más atrás, un hombre de negocios contempla el sándwich
que sostiene con las esquinas mordisqueadas, a la vez que, colérico, suelta
exabruptos al teléfono. Lleva el pelo engominado, el nudo de la corbata flojo y
todo su aspecto en sí, impoluto. Cierro los ojos y me esfuerzo por recordar
cómo era yo en aquella época en la que formé parte activa de la rueda industrial:
¿amable con la tripulación que hace la estancia más agradable? ¿Borde, exigente,
maleducado, ebrio, agresivo, prepotente…? Juro por Dios no tener respuesta para
definir dichos adjetivos. Bajo tres capas de ropa que han perdido el apresto
noto las células que van arrugando la piel que antes fue firme, seductora, sexual,
bien rasurada, atractiva y elegante. El tintineo de las mini botellas vacías en
el carrito repartidor, preanuncian que vamos llegando, así como el agradecimiento
del comandante por haberles elegido a ellos para volar. Pongo el respaldo en
posición recto y seguramente estoy tan acojonado que voy pálido.
–¿Se
encuentra bien? –pregunta.
–Sí,
sólo tengo un poco de calor.
–Puede
que la azafata ya no traiga nada, pero por probar que no quede. ¿Pedimos agua?
–No,
no es necesario –lo rechazo por miedo a vomitar.
–Añada
estos datos, por favor –dice, ofreciendo el bolígrafo y un cuaderno para
apoyarme.
–Bueno,
no crea que sé muchos detalles sobre mis hermanos, desde la muerte de mamá no
nos hemos visto más. Siempre fueron caprichosos, dos almas libres al margen de
la Motors Carson Company y con ciertos privilegios para hacer a su
antojo cuanto terciase, en cambio a mí no se me dio la oportunidad de elegir ni
de realizar mis sueños, que también los tenía. Figúrese, he pasado muchos años
culpándoles de mis fracasos sin entender que a la ruina personal me llevaron
las circunstancias y desde luego mi incapacidad manifiesta a la hora de manejar
los asuntos comerciales.
–Lo
que no sepa déjelo en blanco, lo resolveremos in situ. Como ve son cosas muy
sencillas que siendo su situación económica delicada no le comprometen a nada.
No obstante, ese tema –se producen unos segundos de silencio– está resuelto.
–¿Con
quién estaré en deuda a partir de ahora?
–Con
nadie –recuerdo de su madre esa misma generosidad–. ¿Entierro o incineración?
–Lo
segundo.
–¿Qué
hará con las cenizas?
–Mi
hermana vivía en un rancho en Texas, en el cementerio de allí descansan su
esposo, los suegros y mi madre, por tanto no se me ocurre un lugar mejor.
–¿Tenía
hecho testamento? Sería interesante saber a quién deja sus bienes.
–Ni
idea, pero si está pensando en mí como candidato, se equivoca, habrá hecho lo
posible para que no me llegue ni un solo centavo, tampoco lo quiero.
–Pues
lo averiguaremos porque de ser así resolvería su vida.
–Yo
ya no tengo solución, ¿Cuánto falta?
–Menos
de media hora, relájese. ¿Qué pasó entre ustedes?
–Que
soy un soberbio y me he creído superior, con más derechos y más listo, pero no
pienso cargar con toda la culpa, ellos también tuvieron su parte. No obstante, poco
importa ahora y no tiene sentido remover la mierda.
–Perdone,
no era mi intención –asiento con la cabeza y centro la atención en los folios
que no sé cómo completar.
–Gracias
por todo.
Aterrizamos
sin incidencias y a la salida de la terminal un automóvil rentado nos espera en
el aparcamiento. El hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company,
durante 62 millas no levanta el pie del acelerador y tampoco apenas hablamos aunque
sí disfrutamos del paisaje. Portland es una ciudad cuya economía se fundamenta en el transporte de mercancías donde, numerosas
fábricas e industrias han hecho prosperar a los ciudadanos, aunque hoy en día es
el sector tecnológico con sus empresas emergentes quien se lleva y aporta la
mayor tajada. Sus amplias avenidas me recuerdan a otra época con un sol más
brillante, un viento más limpio, unos bulevares más acogedores, una gente más
ocupada. Para la oficina del forense del estado de Oregón, aún queda. Ahí
tendremos que cumplimentar el papeleo, pagar los tasas y emprender el camino de
vuelta. Por un momento, con esos flashes que a veces tiene la memoria me
viene a la cabeza la imagen de Emily, el ama de llaves que velaba por todos
nosotros, y la de Brady, el chófer que nos libró de tantos apuros, pero especialmente
la de Dominic, nuestro jardinero, un ser humano tierno que sentía tremenda debilidad
por mi hermana Dakota a la que consideraba la nieta que nunca tuvo. Supongo que
de haber vivido mamá me culparía de no darles un entierro pagado de mi bolsillo.
–¿Sabe
que aquí nació Louis S. Goodman? –interrumpe mis pensamientos.
–Pues
no, y además no tengo ni idea de quién es –sigo diciendo para mis adentros que
la cultura general no es lo mío.
–Un
farmacólogo estadounidense que colaboró con su colega Alfred Zack Gilman, ambos
fueron pioneros de la quimioterapia con mostaza nitrogenada.
–¿Con
qué? ¿Pero la mostaza no se le pone a los hot dog?
–No
me refiero a esa, es un líquido que se usó en los primeros ensayos para lograr
un fármaco anticancerígeno.
–Su
generación está mejor preparada que la mía, ahora con Internet tienen el mundo
al alcance de la mano. Nuestro perímetro de conocimiento, excepto quienes
viajaban, era muy delimitado.
–Cada
generación tiene su lado bueno.
–Y
malo.
–Miré,
ahí tenemos que hacer los trámites, pero antes entremos a comer algo.
–Usted
manda. –Hace tanto que no saboreo una hamburguesa con toda su grasa que se me
hace la boca agua en cuanto se me llena el paladar con ese cuarto de carne de
búfalo molida.
Las
gestiones llevadas a cabo resultan más rápidas de lo imaginado ya que una vez
activado el protocolo para iniciar el traslado la cosa marcha sobre ruedas. Sin
embargo, hacemos noche porque después hasta Texas nos espera otro día entero
con escala y a continuación el regreso a Detroit. Total que conviviremos juntos
cuatro largas jornadas.
El
yerno de Megan Aniston, que nunca había visto a su esposa débil y fuerte, despierta
y ausente, grande y diminuta, oculta y transparente al mismo tiempo, le pasa el
brazo por la cintura mientras susurra palabras tranquilizadoras al oído. Detrás
de la estudiante colombiana que salió a buscarlos, caminan llevando encima el
presunto peso de la tragedia familiar que puede acontecerles haciendo que los
latidos del corazón palpiten a un ritmo desorbitado. El olor antiséptico del
ascensor se filtra incluso a través de la mascarilla obligatoria en el recinto
hospitalario. La estudiante en prácticas pulsa el botón del sótano 1 donde se
ubica la Unidad de Cuidados Intensivos, pero antes de cerrarse la puerta un
grupo de médicos jovencísimos se cuelan dentro y marcan otros pisos por encima aun
sabiendo que el elevador baja. Cuando salen a la planta, y avanzan un poco, el
silencio es abrumador, las paredes están cubiertas con baldosines en blanco
mate, la luz es muy tenue y las baldosas, de amplias dimensiones, indican que
han llegado a la zona donde han de equiparse con bata, gorro, guantes, cubre
zapatos y pantalla de protección. Detrás de la cristalera, enfundados en los EPI,
enfermeros y enfermeras manejan con mucha maña a los pacientes aliviándoles las
heridas y si es posible cambiándoles de postura.
–¿Qué
tal? Soy la doctora que lleva el caso de su madre. Hemos conseguido estabilizarla
pero el proceso va muy lento.
–¿Se
pondrá bien? –pregunta la hija de Megan Aniston.
–Confío
en que sí. Ingresó muy grave y está pasando por diversos episodios, a cual más
complicado, pero es una mujer fuerte, lo demuestra día a día. No obstante –continúa
diciendo Violeta Reyes, directora de UCI en el Detroit Medical Center–,
deben comprender que el covid-19 se comporta a veces de forma extraña aún con toda
la información de la que ahora disponemos y los avances en el ámbito de medicamentos
y pautas a seguir, salta una variante y lo pone todo patas arriba.
–¿Han
identificado cuál ha infectado a mi suegra? –pregunta pendiente de su mujer.
–Ahora
circula BA.5, y lo más preocupante de esta cepa es que puede reinfectar semanas
después del primer contagio.
–Mamá
no tiene puestas todas las pautas de la vacuna.
–Vaya,
este dato que aportan es importante conocerlo. Lo que ocurre también con esta
subvariante de Ómicron es que es muy hábil para evadir la protección
inmunitaria se tengan o no anticuerpos. Algunos expertos opinan que de momento esta
es la más transmisible. ¿Qué rutinas sigue la señora Aniston? –ambos se miran y
se les entristece el rostro.
–Fundamentalmente
–responde él–, se mueve por aquellos rincones donde pueda encontrar algo de
comida para nosotros. Supongo que tengo la culpa de que haya enfermado.
–Eso
no, cariño –consuela ella.
–No
hay culpables, hay una pandemia que nos trae de cabeza y a la que hemos de
doblegar –dice Violeta.
–Ella
nunca ha estado enferma, yo soy la débil –asegura la hija.
–Bueno,
eso no es del todo cierto. Hemos detectado un problema importante de corazón,
así como anemia, azúcar y un pólipo sangrante que habrá que extirpar y analizar
cuando salga de UCI. ¿Saben qué medicinas toma?
–No,
es la primera noticia que tenemos, nunca nos lo dijo, al menos a mí –dice el hombre
apenado.
–Ni
a mí –y girándose hacia él, pide–: ve a su casa y busca a ver si encuentras
algo.
–No
es necesario, puede que ni siquiera se esté medicando. Nosotros ajustaremos un
tratamiento apropiado a su dolencia.
–Pero
no tenemos dinero, nuestro seguro no cubre apenas nada.
–Tranquilos,
ya saben que Medicaid proporciona cobertura de salud gratuita.
–¿Puedo
entrar un momento a verla?
–Dentro
de cuarenta y cinco minutos es la hora de visita, pero dadas las circunstancias
tan especiales haré una excepción. Eso sí, sólo usted, lo lamento caballero,
tendrá que esperar fuera.
–Es
que, fíjese cómo está mi esposa, he de ayudarla a caminar.
–No
se apure, para eso estamos aquí –he indica a la estudiante colombiana en prácticas
que la agarre de la cintura como la lleva él.
–¿Estás
segura de hacerlo, querida? –pregunta mientras se aparta un poco.
–Sí,
nunca lo he estado más.
–Bien,
entonces en marcha. ¡Ah!, es muy importante que no toque nada –la ponen una
bata estéril encima de la protección que ya lleva.
Colocada
a los pies de la cama donde Megan lucha por la vida desafiando a la muerte,
siente deseos de abrazarla y pedir perdón por haber nacido enquencle, por empeñarse
en ser el centro de atención, por no cuidar de ella como una buena hija debe
hacerlo, por complicarle la existencia, por estirar de su aguante, por no otorgarle
siquiera un solo respiro para envejecer en paz.
–Tiene
que irse ya –dice la enfermera comprobando continuamente las sondas y los
cables en la paciente.
Cuando
la pareja sale a la calle llevándose consigo las buenas intenciones del equipo
médico y la certeza de que les comunicarán cualquier cambio, apenas se han
movido las agujas del reloj y parece que hayan pasado cinco lustros desde que
fueron a denunciar la desaparición de la anciana. Afuera, el frío y la luz del
sol les deslumbra pero saben que han de llegar a casa y tranquilizar a los niños
preocupados por la abuela.
–¿Notas
que la Tierra ha dejado de rotar? –le preguntan a Christopher, el tipo peculiar
de Alaska que encontré de noche en un parque.
–¡Pero
qué dices, tarao! –exclama otra mendiga–. El único que da vueltas como una
peonza eres tú –y ríen a carcajadas.
–¿Habéis
oído lo de la plaga que va a acabar con las estrellas? –salta un tercero.
–Sí,
con las de Hollywood, no te jode –apunta el primero.
–¡Imbécil!
–por poco se lían a puñetazos.
–¿Y
tú, qué?, señoritingo –zarandean a un muchacho que cruza entre ellos–. ¡Esto es
propiedad privada! ¿No lo ves?
–Perdón,
voy a ésta dirección –enseña el mapa en su móvil– y por aquí es más corto, pero
no quiero importunarles –dice asustado.
–¡Anda!,
pero si tiene planito y todo –le arrebatan el celular y como una pelota de
beisbol se lo pasan unos a otros.
–Llevo
pocos dólares encima –saca cinco billetes de los pequeños–, cojan lo que quieran
pero no me hagan daño, por favor.
–Pues
claro que no, mariquita. Somos unos caballeros y además tus amigos. ¡Venga!,
ven con nosotros que te vamos a hacer un hombre.
–¿Adónde
te crees que vas, piel roja? –increpan a Christopher, pero él huye para no verse
involucrado en la pelea, ni que la policía vuelva a detenerlo a consecuencia de
sus rasgos asiáticos. Lejos ya de allí, martillea en sus sienes las súplicas
del muchacho al que han arrastrado por la fuerza tras unos matorrales.
Después
de dicho incidente que le volvió a colmar de impotencia, faltarían dos o tres
lunas para retornar a Alaska. La emoción de regresar al hogar y sentirse a
salvo de los peligros a los que se había visto sometido desde su llegada a
Detroit, le proporciona la fuerza suficiente poniendo todas sus expectativas en
ello. Un día, caminando en sentido contrario a Pope Francis Center, la
iglesia Baptista adonde acuden homeless de toda la ciudad, ve un cartel
pegado en el escaparate de un restaurante de comida rápida donde pone: “se busca
camarero”. Sin pensárselo dos veces entra y el dueño desbordado de trabajo le
da un delantal para que sirva las comandas sin ponerle a prueba. Ahí nos
volvimos a encontrar…