6.
Tras dejar a los caballos en un
establo de las afueras, nos hospedamos en The Royal Inn, uno de los
hoteles más viejos y económicos de Casper, la única ciudad del condado de
Natrona. Nuestra habitación, de contenido minimalista, era luminosa y daba al
aparcamiento, casi siempre vacío. Papá llegó con los huesos molidos y un ataque
de ciática que, por suerte, no fue a más. Apenas sin apetito por la dureza del camino,
tomamos tan sólo los aperitivos y bebidas gaseosas que saqué de las máquinas expendedoras.
Dormimos un día entero, o eso me pareció, y el hecho de hacerlo en una cama mullida
nos congratuló con las comodidades de la vida que a veces infravaloramos. Hasta
llegar a Dakota del Sur, nuestro destino final, necesitábamos recuperar la entereza
física al máximo. Por eso, era conveniente quedarnos allí algo más de tiempo, y
me correspondía a mí encontrar la manera de convencerle. ‘¿Sabes qué me
gustaría? −dije, como el que no quiere la cosa−, visitar Fort Caspar
Museum’. Y a Brayden Morgan, que se le llenaban rápidamente los ojos de
curiosidad, le gustó tanto la idea que decidió venirse conmigo. ‘Vamos, ¿a
qué estás esperando? Mueve el trasero de una vez, muchacha’, −soltó enérgico−.
‘¿No preferirías seguir tumbado? ¡Vale, vale! No me mires así, vayamos’.
Recostados en la empalizada que rodeaba todo el Fuerte, nos asombró la perfecta
recreación cuidando el pequeño detalle, tanto en los trajes del ejército de
aquella época, como en la reproducción exacta de una diligencia de viajeros, llevando
nuestra imaginación a orillas del Oeste americano, el mismo que John Ford dio a
conocer a través de su cine, donde hombres de distinto color hacían tratados de
paz y de entendimiento para que los pueblos convivieran entre sí. El interior
de los barracones donde pernoctaba la compañía no se parecía en nada al aposento
del general de turno: con su piel de oso por alfombra, la espada enfundada, un
candil, telégrafo, tintero, pluma y el baúl donde guardaría sus objetos personales.
Pero lo que más nos llamó la atención fue el mapa extendido sobre la mesa del
escritorio, con sus soldaditos de plomo en posición de ataque y la derrota del
adversario escenificada. ‘¡Grandes historias guardan estas paredes, Allison!’,
−afirmó−. ‘Sí. ¡Lástima también de tanta sangre derramada por las decisiones
ordenadas desde aquí!’. Terminamos el recorrido dando un largo paseo por Platte
Bridge Station: el puente del viejo Oregón, que fue una de las sendas de
los emigrantes. Observábamos a distancia las maravillas que dibuja la
naturaleza en el lienzo del paisaje, la copia perfecta de las carretas, del
pozo en mitad de la nada, de la cantina y los tipis impregnados de la
cultura y costumbres de cada tribu. Al amanecer reanudamos la marcha. Llevé los
caballos y cargué en uno la comida y otras cosas compradas para el viaje…
‘He
revisado las declaraciones de los testigos una por una −informé a mi jefe
respecto al inminente juicio del atraco a la gasolinera, que últimamente había
descuidado un tanto− y resulta que uno de ellos se contradice en varias
ocasiones. Primero aseguró que nuestro cliente salió del lavabo con las manos
ensangrentadas. Y después cambió la versión diciendo que entró a comprar
cigarrillos y entonces le vio delante de los cadáveres empuñando el arma
homicida’. ‘¿Y tú qué opinas?’. ‘Pues, no sé. Puede que sea un
tipo buscando un poco de fama para salir por la tele. Aunque, a saber’. ‘¿Habéis
preparado los interrogatorios?’. ‘Bueno, no exactamente’. ‘¿Y
a qué esperáis? No nos podemos permitir el lujo de pasar por alto algo que
sirva para desmontar las mentiras creadas en torno a este asunto’. ‘La
verdad es que me tiene bastante ocupada la historia que os comenté referente a
la abuela’. ‘Ya veo, aunque de momento se te paga por los casos abiertos,
no por uno que puede que ni siquiera llegue a serlo’. ‘Llevas razón. No
obstante, estoy segura de que será un proceso importante. Lo verás muy pronto’.
‘Estupendo, −se quedó pensativo unos segundos−. Por ahora sigue
husmeando en lo que nos interesa. Mañana, a primera hora, lo quiero todo
detallado para la reunión de equipo’, −concluyó−. ‘Así lo haré’. −contesté,
malhumorada y dolida, sospechando que no confiaba en mí para sacar adelante
algo de mayor envergadura−. ‘No lo olvides: a primera hora. Luego, una vez
que esto pase, dedicas todo el tiempo que necesites a lo que gustes’.
Cumpliría con lo encargado, pero lo haría a mi manera. Por eso, tras guardar
las notas en la cartera y copiar algunas carpetas del ordenador a un pen
drive que siempre llevaba conmigo, me despedí de los compañeros hasta el
día siguiente. ‘¿Ya te vas?’, −preguntó uno de ellos al cruzarnos
en el ascensor−. ‘Sí, aquí no me concentro. Seguiré trabajando en casa’.
‘Muy bien. Pero no te mates, no merece la pena’. ‘Tienes mucha razón’. Cogí la camioneta y durante largo rato conduje
sin rumbo fijo, dudando entre escuchar al corazón o encerrarme entre papeles
buscando una mota minúscula de la que tirar. Como siempre me ocurre cuando
quiero pensar, detuve el motor frente al paisaje montañoso de Carson City. El
horizonte lucía espectacular, sobrevolando las cimas una manada de buitres a la
caza de sus presas. Eso me trajo el recuerdo de mi rancho en Jackson y el
anhelo de volver al principio de mis raíces cuanto antes. Regresé a la realidad
tomando aliento y continué el paseo. A los pocos minutos aparcaba delante de la
oficina del detective privado.
Habían
pasado algunos años desde la última vez que estuve allí, pero reconocí el sitio
sin problema, sobre todo por el intenso olor a podrido que salía hasta el
rellano de la escalera, provocándome las mismas náuseas de entonces. Al otro
lado de la puerta, la voz ronca y adormilada de Ethan Ross indicó que podía entrar.
Lo hice con cautela, y observé que sufría una pérdida acelerada de pelo y que
el volumen de la barriga alcanzaba dimensiones exageradas. Frunció el ceño, y
señaló una butaca vacía donde poder sentarme. Supongo que mi rostro reflejó
despiste cuando en realidad era intriga, ya que trataba de localizar un ruido
parecido al de una grapadora, y que resultó ser un cortaúñas escondido por debajo
del escritorio. En la oficina apenas noté cambios, ni siquiera estaba actualizado
el retrato del presidente. En cambio, seguía intacta una instantánea de George
W. Bush, padre, a punto de invadir Irak. ‘Se acuerda de mí?’, −pregunté−.
‘Claro, la chica de los Smith. ¿Cómo le va al viejo Richard?’. ‘Falleció.
Ahora los hijos dirigen el negocio’. ‘¡Ajá! ¿Sigue con ellos?’. ‘Sí,
realizo casi toda la parte administrativa’. ‘¿Y no ejerce? Él confiaba mucho
en usted. Decía que llegaría lejos’. ‘Fue una gran persona y alguien muy
importante para mí. A lo mejor ha llegado la hora de cumplir sus deseos’. ‘¿Y
dígame? ¿A qué debo el honor de su visita?, −carraspeé. No sabía por dónde
empezar. Del cajón que tenía abierto sacó una hamburguesa gigante−. La
escucho’. Expliqué los verdaderos motivos que me habían llevado a él, y la
urgencia por presentar argumentos sólidos y contundentes capaces de convencer a
mis superiores. ‘Soy muy consciente de que no podemos ceñirnos a las
sospechas de la abuela, porque cualquier tribunal diría que son infundadas, o
motivadas por la emocionalidad, pero, de verdad, son tan creíbles que…’. ‘Bueno,
a ver, no perdamos la calma. Lo primero de todo es hacerle un seguimiento al
tal Johnny, ver con quienes se junta, qué tipo de vida lleva, cuál es su nivel
adquisitivo, investigar si hay más denuncias, etcétera. Una vez tengamos claras
todas estas cosas, el segundo paso es montar vigilancia. Piense que la mayoría
de los maltratadores reinciden y, si tenemos la suerte de estar cerca: ¡zas!,
lo habremos cazado’. ‘Ya sabía yo que no me equivocaba viniendo…’.
Michelle
se despertó en mitad de la noche empapada en sudor, se puso las lentes de lejos
y sacudió la cabeza para ahuyentar los restos de la pesadilla. Todavía le
temblaba el labio inferior al rodear la taza de té con los dedos. Avanzó unos
centímetros y, recostándose en el lomo de la pared, comprobó que seguían esparcidas
por la encimera las viejas fotografías que estuvo viendo la tarde anterior, en
las que aparecía su infancia subida a un columpio, antes de que todo lo
destrozase la hoja de la navaja, aquella vez después de regresar de la escuela.
Ese día, como si presintiera la catástrofe que iba a vivir, estuvo tan inquieta
en clase que le llamaron la atención en varias ocasiones. ‘¿Puedo ir al
lavabo, por favor?’, −dijo−. ‘Sí, pero rapidito, que luego se te va el
santo al cielo’. Pero la realidad era que los espacios cerrados la ahogaban,
seguramente porque cuando sus padres discutían los cimientos retumbaban, los
platos se caían y ella terminaba debajo del hueco que había en el fregadero con
las piernas encogidas, el alma en vilo y la garganta reseca sujetando las lágrimas.
En la puerta de entrada al colegio, su mejor amiga le hacía señas para que se
acercara. ‘Dice mi madre que ha llamado la tuya para decir que te vengas con
nosotras, porque ella no puede recogerte’. ‘Bueno, pero en el atajo os
dejo y continúo sola’. Las otras asintieron. El perro dormía en la caseta,
y eso la extrañó, porque siempre salía a recibirla. ‘Mamá, ya he llegado,
¿dónde estás?’. ‘Luego bajo, cariño. Me duele un poco la cabeza. En la
cocina tienes la merienda’. ‘¿Subo?’. ‘No, no, déjalo’. Pasó
una hora y se oyeron pasos: el padre llegaba con ese brillo caliente en los
ojos que anunciaba pelea. Subió detrás de él y…
Mayalen
leía un pasaje de la Biblia mientras esperaba que la secadora terminase su
colada. Eran cerca de las diez de la noche y en la sala sólo había tres personas
más que dormitaban ayudadas por el zumbido de las máquinas. Afuera hacía frío,
y apenas alumbraba las calles la delgada luna creciente. Minutos después una
camioneta huía a gran velocidad rompiendo el silencio y perseguida por la policía.
Unas cuadras más allá, acababa de producirse una violación múltiple. Una mujer
de color, corriendo despavorida, alertaba del peligro de que uno de los
presuntos agresores escapara a pie. La abuela de Alexa y quienes estaban con
ella en la lavandería echaron el pestillo por dentro, apagaron la luz de la sala
y pegaron sus caras al cristal del escaparate quedando al acecho. De repente, la
sonrisa desdentada, temerosa y amenazante del Johnny, apareció desafiante delante
de ellos. Tras un gesto de absoluta chulería tocándose la bragueta, les apuntó
con el dedo índice y después sopló sobre él…