‘¿Me vas a decir lo que te pasa o piensas seguir lloriqueando como un
bebé? −giro en redondo y fulmino a la gata con la mirada−: Mira, Carlota, no me calientes tú también, que parece que
os habéis puesto todos de acuerdo para darme la nochecita, coño. −A todo
esto, como si no fuera con él, muy a lo neoyorquino, fingiendo que no se entera, Bobby recula hacia atrás, moviendo el rabo en un
malogrado intento de huida−. ¡Bébete esto
de un trago, anda!’ −Le tiendo un vaso de vino, que
espero haga su efecto inmediato−. ‘Ay,
Maurita, nos la están jugando bien. Han despedido a otro compatriota, el sexto
en lo que va de temporada, y todos latinos, con los permisos en regla. No lo
quiero ni pensar’. Ralph colabora económicamente con la familia, porque su
hermana tiene una enfermedad neurológica cognitiva y los tratamientos son
costosísimos. Además, ingresa una asignación mensual a su hijo, con el que
apenas tiene contacto. El sobrante, que no es para tirar cohetes, una vez
cubiertas las facturas, lo gasta generosamente con las personas que conoce y le
son cercanas. ‘No le des vueltas, hombre.
Lo que tenga que ser, será’. ‘Lo ves,
si es que a tu lado no me acobarda nada. ¡Cuánto te quiero!’. ‘¡Quita, zalamero! −digo, conmovida con
disimulo. Se ha quedado dormido en el sillón, saco una manta que no uso y se la
echo por encima. El chihuahua permanece pegado a sus pies, la gata lo hace en
su cama segura de que ha pasado el peligro, y yo−: ¡Me cago en la leche, ya me han
desvelado…!’.
Antes de 1965 se respiraba un ambiente
raro, anunciando el inminente conflicto bélico
al que nos enfrentaríamos, y que tanto dolor derramaría en territorio
vietnamita y en los propios Estados Unidos. Sabíamos −algunos lo deseaban− que United States Army bombardearía Vietnam
del Norte, creciendo la expectación y el pánico por la posible respuesta contra
nosotros. Al principio no se es consciente de las bajas civiles que caen: mujeres, niños y hombres inocentes, cuyo único pecado no es otro más que vivir, y
hacerlo sin entrar en intereses políticos, partidistas,
ni de ninguna índole. Seguramente, en un momento dado, incluso aquellos
que defendieron y justificaron la contienda, conforme pasaba el tiempo comprendieron
lo absurdo, irracional y horroroso que es matar a un semejante. El miedo, como
decía, condujo a los estadounidenses a sembrar las calles con largas y
organizadas colas a las puertas de las tiendas para hacer acopio de suministros
−más de los que cabrían en las despensas−, por
si al enemigo le daba por desembarcar en estas tierras. En el vecindario del
Maspeth −debió pasar en casi todos− la juventud se alistó en el Ejército. Unos
por amor a la patria, otros por vocación, y
muchos porque el hambre y la miseria deshilacha tanto las tripas, que ahí
podrían saciarlas. Mantuve el hilo conductor que ha guiado mi vida desde el
principio: no complicarme la existencia. Escuchaba todo tipo de comentarios, llegando a la conclusión de que toda contienda sirve
tan sólo para enriquecer a unos cuantos y sembrar el odio y la maldad entre los
seres humanos. Pero con la llegada de cientos de ataúdes, y de soldados
malheridos o al borde de la locura, muchos estadounidenses empezaron a caer en
la cuenta del horror producido y del sinsentido de todo aquello. Así se llegó a
la noticia de que Alice Herz, de 82 años, fue la primera en inmolarse el 16 de
marzo de 1965, en Detroit, Míchigan, en protesta por la escalada de la guerra. La
barbarie devastadora de bombas de napalm hizo que millones de ciudadanos
repudiaran la masacre, adhiriéndose al conjunto de la opinión pública mundial
en contra de esa lucha de superpotencias que nada tenía que ver con ellos. Mi
entorno se declaró de izquierdas y pacifista, aunque no lo habían manifestado
hasta el momento, supongo que empujados por el número
de viudas, huérfanos… Gente que, en definitiva, había perdido a sus seres
queridos, que, en el mejor de los casos, habrán quedado enterrados entre la
vegetación de aquella gran sepultura colectiva e improvisada. Es, en tales
circunstancias, cuando me alegro muchísimo de no haber tenido hijos a los que
ahora llorar su muerte.
Bushwick
Ave está precioso en primavera. Eric
Coleman se siente afortunado de vivir en ese rincón de Brooklyn que para él es
lo más parecido al paraíso. Siempre que las ocupaciones se lo permiten le gusta
caminar por las aceras arboladas y amuralladas por las casas de construcciones
señoriales en ambos lados. Un paisaje sobrio, y
a la vez jovial gracias a las rutas de los School
Bus que pasan por allí. Poco a poco −no le queda otra− va saliendo adelante. Dos veces en semana tiene por
costumbre ir a alguno de los restaurantes del barrio de Park Slope. Su preferido es sin duda Franny's, donde ofrecen, además de
un trato exquisito, una calidad superior en cocina italiana. Evadido en sus
pensamientos termina el paseo en la Grand Army Plaza, embobado enfrente de la Biblioteca Central , donde se pasó tantas
horas al amparo de apasionantes historias que hacía suyas. Pero supongo que
eran otros tiempos. Una vez escuché cómo decía que tener proyectos, sin importar la edad, es la
manera más sensata de superar los obstáculos
que en la vida se van presentando, y que, aún en el peor de los casos, saldrás
fortalecido. Pero, como tengas la mala suerte de tropezar con alguien parecido
a mí, a la mierda la teoría. ‘Fue una
lástima que no vinieras a Washington, tu testimonio habría sido fundamental
para quienes se encierran en sí mismos y no se atreven a hablar del pasado’
−dice Eric−. ‘No soy ejemplo para nadie…
Cambiando de tema, voy a poner tierra de por medio con mi vecino, no me duelen prendas decirlo. Está muy solo, y yo ni sé ni quiero
ejercer de madre-tía-abuela’. ‘¿Qué
crees que significas para él?’. ‘No
me lo planteo, me trae sin cuidado. Hace días cogí el metro equivocado y acabé
en los Muelles de Chelsea con un nudo en el estómago. ¿Quién soy en realidad,
E.J.? −miro la planta de hoja ancha que adorna el rincón más luminoso de la
sala y observo que ha recuperado su viveza al regarla con
regularidad, así también gano unos segundos de silencio y controlo la emoción
en la voz para que no se entrecorte−.
¿Qué esconde mi piel: un monstruo, una
oportunidad perdida entre infinitos millones, una célula que por muchos intentos
de la médula no regenera, una vieja atesorando su yacimiento de inseguridades
sin explorar…? ¿Qué? Siento que se agota el tiempo y necesito respuestas. Llevo
aquí algo más de sesenta años y no tengo raíces. El equipaje no ha cambiado, como si lo acumulado
desde entonces fuera retráctil’. ‘¿Qué
hay en el depósito de incertidumbres que aludes? −interrumpe Mr. Coleman−. ¿Dónde lo situarías?’. ‘Ahora sí que me has matado. En todos los
lugares en que he vivido y en ninguno, aquí y allá, desde la aldea
hasta Queens… Nunca he tenido intención de volver,
porque carezco del sentimiento de
arraigo que te ancla a una parcela determinada. Aunque igual allí, en aquellos
montes, encontraba
las respuestas’. ‘La sesión de hoy ha
sido interesante. Trabaja las incógnitas y anota cuanto te preocupa. Todo es
importante por pequeño que parezca. Nos vemos la semana que viene’. La
terapia me ha agotado tanto mentalmente que, tras
obtener el número de teléfono en una cabina pública, llamo a Ubangi club −para asegurarme que sigue
vigente y la crisis no lo ha arrasado−, uno de los mejores locales de jazz en vivo, ubicado en Harlem.
“Nueva York. Once días después de la
segunda quincena de marzo. La compañera que lavaba platos turnándose conmigo sufría el mismo problema de alergia en la piel y
quería pedir algo tan básico como que se nos permitiera usar guantes. Me abordó
en la calle para hacerlo juntas. Dos mejor que
una, apuntó. El despacho del socio vinculado a los asuntos del personal estaba
pegado al almacén, supongo que para controlar el género que entraba y, por supuesto, el que
salía. La oficina carecía de ventilación, y estaba atestada
de facturas en papel grasiento, pendientes de pago. El hombre −que se daba un
aire al actor de teatro Pernell Roberts, que diera vida a Adam Cartwright en la serie televisiva Bonanza−, nos recibió en mangas de camisa, apestando a alcohol y a tabaco y fingiendo prestar atención a las
reivindicaciones que exponíamos. Nos fuimos enfurecidas, por el argumento machista que dio para rechazar nuestras peticiones, y que prefiero no reproducir.
Saldada la cuenta contraída con los señores, después de enviar un último giro
postal a España, empecé a vivir en el
vecindario del Maspeth, y la sensación de
independencia y de libertad fue un pleno
desahogo. El objetivo siguiente era cambiar de empleo. Así que, un día pregunté
a uno de los proveedores, que siempre se
entretenía charlando en la cocina con quienes estuviéramos, si necesitaba personal. Se me
daban bien las cuentas y, además, era responsable y formal. Me comentó que, en
el supermarket donde he desarrollado
casi toda mi vida laboral, buscaban cajera. Muchas noches, de regreso a casa,
me he preguntado si esa era la finalidad del viaje tan largo que había
emprendido, si el destino guardaría para mí algo más jugoso, reconfortante,
tranquilo, menos gris. No lo sé. Elegimos a
tontas y a locas, sin meditar las probables consecuencias, lo que hace que no
estemos preparados para asumir que, equivocarse o acertar, son sólo conceptos
que cada cual gestiona como buenamente sabe y puede. Las cosas nunca son como
imaginamos, porque lo hacemos bajo el prisma de
la información que manejamos en cada momento. A Carlota no le gusta verme tan
concentrada. Esto de escribir lo lleva bastante
mal. Cierro el cuaderno y lo dejo junto al
lápiz. Me tumbo en el sillón y le hago sitio. ¡Si
supiera acariciarte…!”.
Eric Coleman
se ha citado con una prostituta en un hotel en el Bronx. No lleva encima
identificación alguna por si le roban, solamente un par de billetes de $100 para pagar el servicio, la tarjeta MetroCard del
transporte público y unas gotas de colonia que al poco de ponerla le resultó
empalagosa. Ralph sigue con el alma en vilo por si es el próximo en engordar la
lista del paro. Creemos que Bobby se ha echado novia, porque
anda por las nubes alelado. Y la violencia en Estados Unidos sigue creciendo. Acaba de producirse otro asesinato masivo: un exalumno de una escuela secundaria de Miami entra
con un rifle y deja a su paso una docena de muertos y otros tantos heridos. La
vida, que no da tregua…