Desde que Olivia no
está, a veces vivo momentos tan duros que me
dan ganas de parar las máquinas y dejarme llevar por la pereza, escorado y
baldío en tierra de nadie. Pero entonces es cuando me digo lo tonto que soy, y
la suerte que he tenido de haber crecido junto a ella. Mi mujer, por si todavía
no lo había dicho, tenía carácter, personalidad y mucha desenvoltura a la hora
de buscar solución a los problemas. Por eso, poco
después de regresar de La
Habana , asimilando los acontecimientos maravillosos que me habían
ocurrido allí, y ocupado en encontrar la manera de compensar a la familia
Rodríguez por tanto cariño dado, me puse al
habla con Eloy, y le trasladé la posibilidad de
traer a su hija aquí, haciéndome cargo del dinero del pasaje, y con mi cuñada,
para que, como ya hizo con la muchacha chilena que vivió con nosotros unos
meses, la contratase temporalmente en su puesto
de flores en el mercado. Así que el padre, por
un lado, y yo, por otro, realizamos las
gestiones pertinentes para que la chica pudiera salir del país con todo en regla.
La próxima primavera hará casi dos años de esto, los mismos que lleva Alina
residiendo en casa. Y, aunque añora a los suyos muchísimo −tanto como yo a mi compañera−,
sabe que aquí tiene mejores herramientas para
faenar su futuro, aunque el precio a pagar por las ausencias sea doloroso.
La convivencia entre nosotros resulta
fácil. No tengo ninguna queja. Se ha integrado perfectamente,
respetando mis costumbres sin ninguna objeción: cenar pronto, bajar la basura a
diario −aunque haya poca−, recoger los pelos que quedan en la ducha para que no
se atasque, ir al cine una vez por semana −no siempre viene conmigo− y no
alterar el descanso de los vecinos. En mi caso, lo que he tenido que cambiar o
añadir es solo culinario: patatas chip por
“chicharritas” −rodajas muy finas de plátano verde frito−, y alubias por
frijoles negros… Volver a ocuparse de alguien motiva el quehacer cotidiano, porque no es igual comprar para dos que pensar para
uno, y eso me gusta. Ella tiene plena libertad para entrar y salir como quiera,
pero la verdad es que compartimos hasta la frontera que separa nuestra edad.
Una noche, mientras vemos en DVD un concierto de Zubin Mehta, regalo por mi
cumpleaños, le cuento que me voy a ir tres semanas a Estonia, y que, si le
apetece, la invito a venir. ‘Pero si no
tengo vacaciones, carajo’. ‘Por eso
no te preocupes, niña, yo lo soluciono −digo tajante−’. Tras breves minutos
de silencio me suelta: ‘Oye, mi hermano,
¿y por qué no cogemos el carro y hacemos el viaje por carretera?, será
divertido. Yo conduzco, tú no te va’a cansar, viejo’. Esa propuesta
despierta en mí lo atractivo de pasar por Francia, Bélgica, Alemania, Polonia,
Lituania, Letonia…, así que, sin madurar demasiado la idea, acepto el reto. ‘Pero al volante nos turnamos ¡eh!’. Sonríe.
Entrar en el nordeste de Europa con espíritu viajero es como colarse
dentro de un cuento de hadas con espacios muy cuidados. Ya en el Condado de
Harju, yendo por una carretera arbolada, se preludia el maravilloso paisaje que
nos espera. Tallin, nuestro destino final, es una capital pequeña, con muchos
kilómetros de costa y apenas nada de playa, porque en la época soviética
construyeron grandes muros que impedían a los ciudadanos huir a otros países
vía Suecia. Alina viene muy documentada. Habla de ‘La Puerta del Mar’, la más
antigua y primer monumento que uno disfruta nada más llegar. De ‘Las Tres
Hermanas’, conjunto de casas medievales, adosadas, que se encuentran en la
calle Pikk, y que pertenecieron a un antiguo mercader que las mandó levantar
para sus hijas −hoy alberga uno de los hoteles más exclusivos de la zona−. Y,
sobre todo, con esa profunda pasión tan cubana, que pone en el sentir de las
cosas, tiene gran curiosidad por saber cuánto hay de verdad en la leyenda del
lago Ülemiste, que dice que cada otoño el anciano que lo habita sale de las
profundidades y pregunta a los guardianes si han acabado las obras en la metrópoli,
a lo que éstos responden que aún no. Con las
mismas, el hombre da media vuelta y se va por donde vino. Si le hubieran dicho
que sí, habría invocado a las aguas para destruir la ciudad.
Nuestro hostal, junto al puerto, no
queda lejos del centro. La habitación de Alina, más grande que la mía, tiene
unas vistas preciosas al Báltico, lo que agradece con
el abrazo número infinito que recibo... Todo para ella es un mosaico estampado
de realidades con distintos matices a lo conocido hasta ahora. Le encanta descubrir
las diferencias en los caracteres de las personas−no deja de observar con
discreción a cada individuo−, porque dice que depende mucho del lugar del
planeta donde hayan nacido, y de las influencias del sol y de la luna, más que
de la historia propia de cada pueblo, para que se desarrollen de una determinada manera. ‘No sé, −apunto yo−’. ‘Ay, mi viejo, que sí, coño. Por ejemplo: si
los cubanos nos caracterizamos por ser guaracheros y optimistas, y los estonios
son reservados, independientes y bebedores, la mezcla entre ambos
sería…, alguien como tú −rompimos a carcajadas−’. El sueldo que gana no es
para tirar cohetes −a veces recargo a escondidas su tarjeta de crédito−, pero
ha sido educada en la generosidad. Por eso, la
primera compra que hace son unos pendientes muy sencillos de ámbar en color
miel para Mirta y la segunda una pitillera
vintage de metal apropiada para Eloy −que algún día les llevará−. A mí me
obsequia con una lámina preciosa de las calles nevadas de Tallin. ‘¿Y tú no quieres nada? −pregunto−’. ‘Es suficiente con el conocimiento que me
llevo y la oportunidad de haber venido? −una vez más me deja sin
palabras−’. ¡Qué gran mujer y que bonita por dentro!
El Museo Etnográfico en Rocca al Mare es como un pueblo en mitad del bosque donde han conjugado
naturaleza e historia, manteniendo las mismas construcciones originales en
madera en las que siglo y medio atrás vivieron los lugareños, así como una
escuela, la capilla, la taberna, granjas… Todo conservado con absoluta
dedicación, reproduciendo vestimenta, utensilios y tradiciones. Hay incluso
campesinos confeccionando hatillos decorativos como antaño, y cocineros
elaborando platos idénticos a cómo se hacían en el pasado. En el hostal nos
indican que a la visita se puede llevar un picnic que ellos mismos preparan
para sus clientes, pero nosotros preferimos comer en el mesón que, como todas
las dependencias del museo, es una obra de arte en sí. Mientras que Alina ve a
una mujer hacer mantas en la máquina tejedora, yo me siento en uno de los
bancos corridos que hay en varias mesas esparcidas por el recinto. Estoy
cansado y no dejo de pensar en Olivia. Puedo sentir su mejilla pegada a la mía,
el calor de su brazo enlazado con el mío, esas definiciones suyas tan
divertidas, o el mal genio que se le ponía si olvidaba quitarme los calcetines
y me metía en la cama con ellos. Busco en el interior de mi mochila el termo
que me hacía llevar porque decía que un
cafetito a mitad de la caminata rejuvenecía las fuerzas, pero ya no lo
encuentro, como tampoco la bolsa con frutos secos por si tenía hambre… Memorizo
el paisaje que más tarde pasaré a limpio en papel cuadriculado, pliego en mi
corazón la brisa del suave verano que ya me obliga a llevar manga larga,
estrecho las horas para apurar la jornada irrepetible, como lo son todas las de
nuestra vida, buenas y malas… Desde donde estoy, unos árboles enmarcan la
espectacular vista que tengo sobre el Báltico, haciéndolo todavía más
irresistible. Soy afortunado. Miro al horizonte y pienso también en mi buen
amigo Eloy, ¡cuánto daría por tenerlos a todos conmigo…!
Hago en silencio casi todo el camino
de regreso a Madrid. ‘Miguel, ¿qué
ocurre?’. ‘Nada, niña. Nostalgias de
viejo’. ‘Pero, mi hermano, si no lo
cuentas, si te lo callas, y dejas que la herida sangre, el dolor se hará muy
grande…’. Giro la cabeza hacia la ventanilla −conduce ella−, y vuelvo al
punto donde han quedado interrumpidas mis reflexiones,
que sugieren que debo apresurarme si quiero realizar el tercer periplo…
Durante treinta minutos avanzamos bajo una lluvia infernal que golpea en el
parabrisas con brusquedad. Tanto que decidimos hacer noche en San Sebastián, porque no escampa. En el restaurante La Muralla −que conozco muy
bien−, la invito a cenar salteado de verduras de temporada y tacos de bacalao
sobre piperrada y crema suave de ajo, acompañado por un caldo blanco y seco del
Penedès. Sobre la mesa pongo un pequeño paquete envuelto en papel oscuro, y se
lo doy. ‘Toma cariño, esto es para ti,
ábrelo’, −reproducción en miniatura echa a mano del edificio del
Ayuntamiento de Tallin que data de 1322−. Se emociona, se levanta y me abraza.
‘Nunca olvidaré cada uno de los rincones
que he disfrutado, pero lo mejor ha sido poder vivirlos contigo
−dice, asaltándola un chorro de lágrimas−’.
Ya en el calor de nuestra casa,
puestas las zapatillas −que no han perdido el molde de mis juanetes−, rodeado
de lo que me entiende y conoce muy bien: pinturas adquiridas a lo largo de los
años, películas convertidas en verdaderas joyas del cine, el cactus que sigue
erecto como el primer día, los libros que siempre salvan de algún naufragio, el
edredón que Olivia se trajo de Portugal y la música que suaviza cuando me
enfado porque no comprendo −a Alina se le ha despertado la afición por la
ópera−, me siento delante del ordenador para escribir un correo electrónico a
Eloy, donde le cuento detalles de la capital de Estonia, de los lugares que
hemos visitado −adjunto reportaje fotográfico−, y me extiendo explicando lo
guapa que está su hija y cómo ha disfrutado. Continuo: ‘Amigo, sois una familia tan rica en valores, que a ella se los habéis
multiplicado’. De mí, y los achaques que empiezan a aparecer, no hablo, no
vaya a ser que se alarme y preocupe a la chica… Noto algo de frío, me levanto y
cojo una chaqueta de lana que siempre tengo a mano por si acaso. Voy a la sala
de estar y veo a Alina a moco tendido mientras sigue el final de una novela
sudamericana. Acaban los títulos de crédito, me
mira compungida y dice: ‘Deja que te
pregunte una cosa, mi hermano, ¿tú por qué realizas los viajes que organizaste
con tu mujer?’. Camino un poco para situarme más cerca de ella, pongo mi
mano sobre su hombro y contesto: ‘Porque
pensamos que sería un bonito broche a nuestro proyecto de vida en común, antes
de que a uno de los dos, o a ambos, los sueños se nos quedaran en el vestuario,
convertidos en la caricatura de nosotros mismos’.
Esperaba impaciente la segunda entrega y no me has decepcionado. Un beso, nena.
ResponderEliminarNo me puedo creer que todo sea invención, tanto el de la Habana como éste. Si verdaderamente has estado en esos sitios, los describes con una seguridad que incitan a que así ha sido, me parece que has tenido una suerte inmensa de ir y de empaparte de esa manera. Gracias por hacerme viajar, a mi que no me gusta moverme.
ResponderEliminarViajes sentimentales que empapan con lo mejor de cada sitio e invitan a seguir a Miguel y a volver a su razón primera para emprender esta aventura que ahora, gracias a ti, es también nuestra.
ResponderEliminarEspléndido relato. Un abrazo.
ResponderEliminarMayte. Parece que lo estuviras viviendo, es tan real.
ResponderEliminarComo si hubieras estado en esos paises..... Me gusta.!!!! Dentro de quince dias....sorpresa!!!!!
Un viaje emocional, en estos tiempos de muros y cierres de fronteras. ¿Por qué Miguel y Olivia eligieron Estonia, aparte de La Habana? Seguiremos la historia. Un abrazo, Mayte.
ResponderEliminarTe felicito. Me encanta viajar sin hacer maletas. Sabía que no decepcionarías con esta historia. Adelante, tú vales mucho. Besos. N.
ResponderEliminarMayte, en medio de mi jornada laboral he encontrado un verdadero oasis en tu relato. Me ha fascinado!!!! Espero con impaciencia la tercera parte. Besos desde La Habana, Tere
ResponderEliminarDelicioso!!! Me ha encantado. Espero impaciente el próximo destino. Besos.
ResponderEliminarGracias, muchas gracias. ¡Ya eres imprescindible! Besos
ResponderEliminarCuando he leído Tallín he vuelto a encontrarte en las idas y venidas de este viaje que nos propones. Hay un párrafo en el que te identifico y que ayuda a conocerte:
ResponderEliminar"Memorizo el paisaje que más tarde pasaré a limpio en papel cuadriculado, pliego en mi corazón la brisa del suave verano que ya me obliga a llevar manga larga, estrecho las horas para apurar la jornada irrepetible, como lo son todas las de nuestra vida, buenas y malas… Desde donde estoy, unos árboles enmarcan la espectacular vista que tengo sobre el Báltico, haciéndolo todavía más irresistible. Soy afortunado. Miro al horizonte y pienso también en mi buen amigo Eloy, ¡cuánto daría por tenerlos a todos conmigo…!"
Sin duda dejas huella. Esta que escribes como una historia de pistas en la que invitas a seguirte y descubrir gente que merece la pena.
Besos, de este aprendiz.
Me aguaste los ojos camella.... Cómo decimos por aquí me estaban sudando los ojos.
ResponderEliminarQue bueno, comparto la idea que es increíble cómo relatas y describes los lugares, a mi que me encanta viajar, los veo como si hubiera estado y la relación de Miguel, me parece fantástica.
ResponderEliminarUn beso