Mercedes Sierra tenía las manos grandes, con marcas de sabañones como de otros tiempos, y un corazón al que le costaba un triunfo expresar
los sentimientos. La mirada esquiva, la piel lenta en cuanto a buscar compañía
y la gesticulación tan medida que a su paso desprendía virutas de indiferencia.
Esto se debía a haberse pasado media vida huyendo de todo: de las grandes
aglomeraciones que la agobiaban, del examen para sacar el carnet de conducir
por si suspendía, de las grasas y los excesos que arruinarían la delgadez de su
talle, de las calles empinadas y estrechas que adoquinan amasijos de sombras
sin identificar, de hacer pública su opinión por miedo al ridículo, de no estar
a la altura de sus contemporáneos… En definitiva, de llevar una vida enmarcada
sobre un fondo liso y tenue.
Educada
en el seno de una familia con profundas creencias religiosas −todo se regía bajo
la gran influencia del pecado−, y fuertes raíces machistas −el varón siempre lo
primero−, la prepararon −a la vez que hacían su ajuar con mantelerías y
camisones que nunca le gustaron− para ir dos pasos por detrás del marido y
ejercer de sirvienta: ponerle las zapatillas si llegaba sudado de la taberna,
enmudecer en las conversaciones donde él siempre llevaba, con o sin razón, la
voz cantante, abrirse de piernas aunque no le apeteciera y, con bastante
reparo, pedirle dinero para hacer la compra al día siguiente.
Un
29 de febrero, con los primeros claros de la mañana, enviudó de repente.
Mientras estiraba las sábanas en el dormitorio −ambos se levantaban prontísimo−
escuchó un golpe muy fuerte que procedía del cuarto de baño. Entró y halló al hombre tendido en el suelo, echando
espuma por la boca, los ojos en blanco y haciendo movimientos muy extraños con
los dos brazos. Llamó al vecino. A continuación, a urgencias, y, aunque no
tardaron más de diez minutos en venir, ya no pudieron hacer nada por
reanimarlo. Cuando se llevaron el cuerpo, se quedó sentada en la silla de la
cocina mirando el tazón de leche que ya estaba helado. Horas después, en la
soledad de una habitación medio a oscuras, con un frío que se las pelaba y un
doloroso agujero en el pensamiento, le veló hasta la hora del entierro, al día
siguiente, al que no acudieron ni los más allegados del marido. Desde entonces,
y durante un tiempo, no sabría decir si corto o largo, Mercedes Sierra asoció
los años bisiesto con la desgracia. Sin familia cercana ni hijos en los que
apoyarse, al borde de la depresión y a punto de
ser echada del piso donde vivía, propiedad de la suegra, encontró trabajo en la
cocina de un restaurante donde servían menús caseros y económicos. Sus
comienzos quedaron ligados al arte de cortar las verduras en juliana, las
patatas en rodajas muy finas para convertirlas, una vez fritas, en aperitivos chips, secar los cubiertos, tirar la
basura, limpiar la barra… Pero, poco a poco, según adquiría confianza en sí
misma y los compañeros delegaban en ella determinadas tareas, se fue
introduciendo en el mundo de la repostería. Su perfecta desenvoltura con los
postres, a los que daba un toque personal −que jamás confesó−, ayudó para que
aumentasen las comandas y fluyera la clientela en un comedor que empezaba a
quedarse pequeño. Sus ingresos también se vieron crecidos, gracias a lo cual
comprendió que lo que a los seres humanos nos hace más libres, junto a otras circunstancias
obvias, es no depender económicamente de nadie.
Finalizado
el otoño, la tarde anterior a abandonar el domicilio conyugal, del viejo
aparador, cuyas puertas rozaban y chirriaban desde hacía mucho al habérsele
soltado las bisagras, sacó una copa de cristal
transparente y una botella de Marie
Brizard a
la que solo le quedaba un culito. Acercó la butaca hasta la ventana a la que
tanto se había asomado y, a sorbos muy
espaciados, como abrochando el final de una etapa, bebió el anís. Cogió la
misma maleta que trajo consigo la noche de bodas y, dejando en el rellano de la
escalera las angustias pasadas junto a aquel hombre al que nunca quiso, se juró
que no descansaría hasta encontrar una motivación que reactivara su vida
barbechada. Por la ranura del buzón introdujo las llaves e inició un camino sin
retorno a la fonda que, recomendada por el cocinero del restaurante, hospedaría
sus huesos hasta el último de sus días. Cinco años después, mientras esperaba a
una amiga en el parque, se le acercó un grupo de jóvenes que realizaban una
encuesta. Este encuentro daría un giro radical a su realidad… Esa sería la primera vez que oyó hablar de emisión de gases de efecto invernadero.
Alberto
Cantos era un hombre noble, cercano, sensible y
muy inteligente. En la agencia de estilistas le dijeron que no le renovaban el
contrato. Así que otra vez de vuelta al periplo
en metro para buscar empleo. Estaba leyendo Los
guardianes de la naturaleza, del novelista norteamericano James R. Wilder,
donde habla de la etnia Dayar Pompakng de Indonesia –la mayoría ribereños que habitan en
pequeñas comunidades de casas comunales–y su lucha para que las empresas
occidentales que explotan el aceite de palma dejen de invadir las regiones donde
viven. Alberto era muy consciente de
la necesidad de cooperar para que el planeta no
se fuera a la mierda. Participaba en todas las marchas reivindicativas de Ecologistas
en Acción, y también con Greenpeace, y en más de una ocasión
había liderado campañas de reciclaje para concienciar a los vecinos. Ahora
preparaba un largo viaje que haría en autocar −por ser más barato− a Francia,
donde tendría lugar una gran manifestación junto al Arco del Triunfo en
protesta por las insuficientes conclusiones de la Cumbre del Clima en Paris (COP21).
Cuando llegó a la terminal de autobuses, en Avenida de América, muerto de frío,
con su saco de dormir cargado en la espalda y una mochila llena de conservas y bocadillos, le sorprendió ver a tan poca gente, cuando la convocatoria por parte de los
organizadores había sido masiva.
En
el asiento detrás del conductor, Mercedes Sierra ojeaba una revista de
alimentos ecológicos. Unas filas más allá, Alberto Cantos se sumergía en las
páginas de su dispositivo electrónico y tomaba notas en un cuaderno de
bolsillo. Cuando llegaron a Burdeos y pararon en un merendero, el joven y la
mujer compartieron mesa, junto a seis personas más, e intercambiaron palabras
de cortesía. Ese tanteo, muy diplomático por parte del chico, le dio a entender
que, a excepción de la mujer mayor con aspecto de provincias, el resto iban en
viaje de placer. Hizo algún intento más por iniciar conversación con ella, pero
la todavía timidez de Mercedes impidió el acercamiento. Así que, de vuelta al
autobús cada uno ocupó su asiento.
En
los alrededores del Arco del Triunfo se palpaba
la tensión, recordando los altercados que se
produjeron en la Plaza
de la República ,
la víspera de la apertura oficial de la Cumbre del Clima, cuando
más de doscientas personas fueron detenidas. Que se repitieran otra vez
esos hechos sería muy triste y contraproducente
para el objetivo real: forzar a los mandatarios para que ampliasen el paquete de medidas aprobadas. Los activistas,
vestidos de rojo, se colocaron a lo largo de la avenida dibujando así una línea
de ese color marcando los límites que agravan
el calentamiento global, y que por tanto no se pueden superar. Aunque Mercedes
Sierra encontraba en la ecología un sentido a su vida y había llegado hasta
allí para participar en los actos, no se retiró cien metros más allá de la
estación de autobuses Paris Gallieni. Se sentó en un poyete de piedra adosado a
una fachada y lloró de frustración hasta casi desfallecer. Probablemente sin el
arrastre de tantos complejos sobre sus hombros, en una imagen tomada desde las
alturas, ella habría sido un punto más en la línea roja de la libertad. Pero
todavía le quedaban muchas etapas por superar…
Su
regreso a Madrid estuvo protagonizado por la pena y por la incertidumbre de no
saber qué habría sido del muchacho tan simpático y educado que intentó ayudarla
a romper los hielos del lenguaje. Se preguntaba si habrían conseguido hacer
ruido en los medios de comunicación, tanto como para que los representantes de
todos los países del mundo dieran un paso atrás, replanteándose el acuerdo para
madurarlo aún mucho más. Alberto Cantos alcanzó su meta: formó una cadena
humana junto a los compañeros. A su lado, integrantes del movimiento Abuelos por el clima −que nació en una
pequeña localidad de Ginebra, en la
Suiza francesa− hicieron que pensara en la mujer del autobús,
y a la que más tarde buscaría en vano. Alberto se embarcó en la aventura de
recorrer a pie toda Europa. Por fin había encontrado su camino: dedicar buena
parte de su energía al cuidado del planeta…
Y, quien sabe si algún día tenga la suerte de
probar un bizcocho borracho con zumo de piña ecológica y el toque singular que
hace de la especialidad de Mercedes Sierra un manjar delicioso.
Tocar el Cambio Climático con la delicadeza que rozas la Cumbre del Clima, solo escritores con mucho oficio saben manejarlo así. Un beso, nena.
ResponderEliminarBuen domingo, maestra :)
ResponderEliminarMi queridísima y admirada amiga Mayte crece en cada relato. Cada domingo me pregunto si tendrá tope este crecimiento… no, y parece que la altura que alcanzará será de esas que producen tortícolis. Gracias maestra, como cada domingo, por tu pluma.
ResponderEliminarSensibilidad y realismo a flor de piel con el trasfondo del cambio climático y mucho más. Magnífica Mayte Mejía Bejarano. Gracias por el deleite que siempre nos proporciona tu lectura.
ResponderEliminarExtraordinaria, querida y admirada Mayte. Me cuesta encontrar alguien que me emocione con tanta facilidad y de forma tan sencilla.¡Me enamoras de tus personajes! ¡Qué linda eres!
ResponderEliminarMercedes llevaba una vida como dios manda, pormenorizadamente descrita, hasta que se quedó viuda, los acontecimientos provocaron la pérdida de rutina y llegaron los encuentros y las preguntas. Pones como vértice de la historia lo que se debate en el seno de una Cumbre como la del cambio climático, lugar en que el hombre trata de dar respuestas, esas que los encuestadores demandan en el parque y que terminan interrogando a tu protagonista. Un gran acierto.
ResponderEliminarLa gran tragedia del hombre no es que sea capaz de arruinar y destruir la tierra, sino que somos capaces de arruinar nuestra propia vida en la tierra, cuestión diferente.