¿Quién no ha escrito sobre la vida? La literatura
ha llenado páginas y páginas sobre ello. Lo que significa, lo que es, lo que
arriesga, lo que implica, lo que da, y también lo que pierde cuando
desaparecemos cada uno de nosotros. Hago esta reflexión mientras la mañana
fluye por los alrededores de la Plaza de
Cibeles, donde espero a un amigo para tomar el vermú en la terraza del Círculo
de Bellas Artes, lugar que frecuento, solo o en compañía, al menos dos o tres
veces en semana. La vida, y esto es incuestionable, es siempre un festín al que
estamos invitados con su parte de vértigo, y una celebración en la que somos
los protagonistas con sus días de luto… La vida luce su cara más bonita –esto
no me lo puede negar nadie– cuando la suerte está de nuestro lado, y la más
cruel o amarga cuando, olvidados por quienes nos quisieron, hacemos en soledad
la inexorable travesía hacia la muerte. Pero, en general, y a pesar de la
crueldad con la que golpea en determinadas ocasiones, la vida me sigue
apasionando y apuesto por defenderla ante cualquier asomo de adversidad.
Me encontraba una mañana sentado en un banco de la
calle de Alcalá, cercano al Banco de España. Del asfalto salían bocanadas de
fuego, pero, como siempre me ha gustado la zona, aguantaba. Bueno, por eso, y también, porque igualmente desde
siempre me ha llamado mucho la atención el perfil adinerado –si es que lo hay– de
quienes entran y salen de dicho edificio, inaugurado el 3 de marzo de 1891, y
que, aproximadamente un siglo después, Joaquín Sabina, en la maravillosa voz de
Ana Belén, hiciera famosa la zona por todo el mundo, del Banco Central –hoy Instituto Cervantes–, frente al lugar en el que me encuentro, escribiendo la hermosísima
canción A la sombra de un león, que
yo, constantemente, cuando paso por delante, tarareo. A pocos metros de mí había
dos mujeres sentadas sobre unos cajones de plástico de los que hay en las
fruterías. Una de ellas de unos treinta años, con físico y acento sudamericano; la otra en torno a los ochenta y diestra envidiable
en el arte de la papiroflexia, pese a tener las manos deformadas por la
artritis o el trabajo que, a buen seguro, habría desarrollado en el campo. Debido
a la cercanía y, además, al tono fuerte de sus voces, pude escuchar la
conversación, aunque más bien diría el monólogo, que mantenían: Anda que si no necesitara el dinero para
mandarlo a mi país, aquí iba a estar yo, como una mema, en la puta calle,
pasando frío o calor, y aguantándola a usted. De qué. Vamos por Dios. ¡Habrase
visto disparate igual! La anciana, sin rechistar, daba forma entre sus
dedos a una figura de papel aún por definir, y, girándose hacia mí, con la
mirada extraviada y humedecida, me sonrió para continuar a lo suyo. A los pies
de ambas, encima de un pedazo de sábana extendido en el suelo, tenían mecheros
de propaganda a un euro, y las figuritas de papel que hacía la anciana y que
regalaba según la simpatía del comprador.
El puente de complicidad que me tendió, aunque no
pronunciara una palabra, me sirvió para observar el fondo de sus ojos, y
comprender que algo muy simple la alegraría en ese justo momento: comprarle uno
de los encendedores que, colocados sin orden ni estética, exhibían en el
peculiar expositor. Saqué del bolsillo interior de mi chaqueta un purito don Julián y señalé uno cualquiera, al
azar. Era de color azul y tenía un adhesivo pintado con playa, sombrilla y
hamaca. Todo muy vulgar. La joven, de expresión absolutamente repelente, alargó
el brazo dándomelo. Al depositar la moneda de euro en el medio roto cestillo de
mimbre, la otra mujer me obsequió con un conejo de papel, que acepté cogiéndolo
con máximo cuidado. Prendí el habano y retrocedí hasta mi sitio dispuesto a
continuar filosofando en torno a la vida, aunque sin dejar de observarlas, ya
que, de cuando en cuando, oía desafortunados comentarios, tales como: Que le quede claro que si estoy aquí es
porque no tengo otra cosa mejor, eh, porque, vamos a ver, si no fuera por mí se
le habría comido a usted la mierda… Y cuando la falta de respeto no venía a
través de las palabras, lo hacía por la vía de los hechos. Lo pude comprobar, por
ejemplo, cuando la zarandeó al estirarle el vestido por debajo de las rodillas
o, también, al apartarle un mechón de cabello, rebelde, que se retorcía en
caracol, resistiéndose a abandonar su posición de la frente. Entonces repitió
la estrategia de girarse hacia mi lado, buscando complicidad, un respiro por
donde escaparse y, tal vez, el refugio comprensivo de alguien que, incluso sin conocerla, le transmitiera alguna
sensación de defensa. Pero, en ese preciso momento, yo estaba despistado con
otras voces.
La intervención de la policía en esa ocasión fue
crucial. De no haber sido así, de no haber reducido allí mismo a los ladrones,
a una pareja de extranjeros con dos chicos adolescentes les habrían agredido
para robarles todo cuanto llevaban encima: bolsa, cámara de video en miniatura,
y las mochilas repletas de recuerdos y de regalos, suceso que se produjo a la
entrada de metro de Banco de España, a un solo palmo de nosotros. Total, que uno sale entero
de su casa, del hotel o de la fonda donde nos hospedemos, y puede que
regresemos con la cabeza abierta y el billetero afanado, si tenemos en cuenta
que la suerte es una hebra muy frágil a punto de romperse y conectada
directamente con el destino. Hice intención de comentar con las mujeres lo
sucedido, pero las lágrimas de la abuela me pararon en seco: ¿No le tengo
dicho que cuando se esté orinando lo pida? Hala, otra vez a cambiarla de arriba
a abajo. Hay que joderse. Aquellas palabras me dolieron a mí más que a ella,
ya curtida ante comentarios de este tipo. Sin pensarlo dos veces fui hacia los
guardias que había por allí, para ponerles en
conocimiento del maltrato que acababa de presenciar. Sin embargo, cuando quise
darme cuenta, ellas ya no estaban: el trajín de la gente en día laborable las
había engullido.
Busqué en cada rincón, en cada baldosa, en cada
esquina, y nada. Nunca estuvieron, o se las tragó el asfalto. Ni rastro de los
mecheros, de las figuritas de papel, de las banquetas de plástico o del trapo
sucio que alfombraba el pequeño espacio ocupado por su negocio. Era como si yo
no hubiera vivido aquello, sino que hubieran sido personajes sacados de mi
imaginación; tal vez secuencias sueltas de
películas que, de cuando en cuando, pasan por la sala de mi memoria y
entremezclan diálogos. Pero lo sentía tan real que, incluso cuando encontré a mi amigo,
esperándome en la puerta del Círculo, hice la firme promesa para mis adentros
de volver en breve, con más tiempo, y encontrarlas. Y lo hice. Vaya que si lo
hice, y no una vez ni dos, sino…, he perdido la cuenta,
pero fueron bastantes. A diferentes horas durante todo un mes me dejé
caer por allí, con un cigarrillo entre los dedos como reclamo, pero que si
quieres... Pregunté en el quiosco de prensa, y a los guardias civiles que ya me
iban conociendo, pero nadie supo darme una pista, por pequeña que fuera. Era
como si aquella vivencia hubiera sido irreal, aunque
yo sabía muy bien que no, porque aquellas mujeres existieron. Tan seguro como
que ahora mismo es de noche.
Tres décadas después, y habiendo trasladado mi
residencia a las afueras de Madrid, convertido en un viejo solitario,
cascarrabias y maniático, recuerdo con absoluta nitidez aquel episodio aislado.
Y lo hago hoy, con especial cariño y cierta nostalgia, esta mañana fría de
finales de octubre, que bien podría ser de primeros
de diciembre; esta mañana de nubes rotas y sol tímido, de vencidos y ganadores,
de vejez y emigrantes, de vermú y lunáticos que pueblan las calles con lo más
valioso que uno puede llevar encima: el estandarte bien alto de la dignidad. Lo
recuerdo hoy, como digo, especialmente, mientras echo migas de pan a las
palomas, recostado en el poyete de la Plaza del pueblo y oyendo la música inconfundible del agua de la fuente
cayendo por el caño. Y lo recuerdo porque ahora estoy seguro, convencido, de que aquel barrunto fue un mecanismo de defensa
puesto en marcha por el subconsciente. Una preparación de lo que me esperaría a
mí mismo. Sí, eso es. Eso es porque es a mí, ahora, a quien se me dice, que cuando tenga ganas de beber lo pida y no
dé lugar a derramar parte del agua por el suelo de la cocina; claro, como aquí está la tonta de turno para
limpiarlo.
Nadie sabe, en la actualidad, hasta qué punto
comprendo a aquella mujer y con qué facilidad puedo ponerme en su pellejo, sin
que ello me ocasione grandes esfuerzos. Comprendo el silencio, la estrategia de
supervivencia dejando las cosas estar, las pocas ganas de llevar la contraria.
Comprendo su halo de ausencia. Y entiendo, ahora entiendo, que no conduce a
ningún sitio rebelarse contra lo que ha de ser, y que muchas veces no
merece la pena sufrir o retorcerse de rabia. Ahora lo
comprendo. Aquella mujer existió: fue la cara y
la circunstancia de muchos en su misma situación, anteriores y posteriores,
hembras o varones... Treinta años después, como digo, he sido yo el que ha
aprendido a hacer pajaritas de papel, y el que las va regalando, sin ton ni son, a todo aquel que no se burle
de mí, a todo el que me mire con
un resquicio de cariño y simpatía.