17.
El viejo Jordan Brady consideró a
sus primos, los forasteros llegados a Orlinda bajo el pretexto de abrir un
negocio ficticio, tontos de remate al no percatarse de que el señor O’Neal les
vigilaba hacía tiempo. Así que, a pesar de estar enfermo y de la avanzada edad,
decidió emprender camino para encargarse personalmente de la misión acordada en
la asamblea de granjeros simpatizantes del Klan donde decidieron vengar el
suicidio de Alvin Evans, incapaz de superar la culpabilidad tras haber
atropellado a uno de los gemelos. La aversión hacia los negros en general, y
hacia esa familia en particular, estaba, si cabe, más radicalizada que nunca
después del asesinato del afroestadounidense George Floyd y el resurgir del
movimiento Black Lives Matter, al creer los supremacistas que estaban en
peligro de extinción, razón por la cual se había radicalizado en todo país el
sentimiento de odio a la raza catalogada de inferior. Como cada día, Aretha y
sus hermanos salieron temprano hacia el punto de encuentro donde los recogían
para distribuir la droga por los colegios. Sin embargo, no contaban con que el
padre, preocupado por el cambio de comportamiento tan extremo en ellos, y para
corroborar sus sospechas, les seguiría. Oculto entre matorrales y pese a la
deslumbrante luz del sol acortó distancia con sumo cuidado, visualizó las tres
siluetas de andares indecisos, a ratos de puntillas, a ratos a saltitos, como
quien golpea la piñata en una fiesta de cumpleaños y aguarda con impaciencia
que caigan las sorpresas, pero cuando le separaban muy pocos metros y se
disponía a darles el alto, una camioneta frenó en seco y se montaron en ella,
regresó al hogar cabizbajo y se arrumbó en el rincón donde dejaban las cosas
que no corrían prisa o aquellas para revisar más tarde. A las 5:00 p.m. en la
parte trasera de la casa de los O’Neal crujieron las hojas del suelo, la llave
en la cerradura entró con desatino, el llamador de la puerta golpeó en la misma
al chocar contra el tabique, volaron algunos documentos víctimas de la
corriente y el hijo pequeño inició la serenata de llantos, mientras los dos
chicos y la chica, con restos de un peculiar polvo azulado entre las uñas y la
mirada vidriosa, se metieron en la cama sin cenar. Apenas se oía nada al otro
lado de las habitaciones, salvo el peculiar sonido de un papel de aluminio al
arrugarse y un extraño olor similar al incienso. Esto pasó antes de conocer al
doctor Crumpler y tener consulta con uno de sus ayudantes que les orientó
respecto al periodo de desintoxicación, una vez estuvieron limpios del todo,
fueron capaces de contar por qué aceptaron meterse en ese mundo.
–Nos
prometieron un psicólogo para el enano –dijeron los dos mayores respondiendo a
la madre– y un trabajo mejor para papá.
–Las
cosas al principio fueron muy bien –continuaron–, pero según pasaban los días
el fentanilo se apoderaba de nosotros y crecía la deuda contraída con
ellos porque más que vender la consumíamos.
–¿Hubo
algo más? –preguntó el padre. Aretha no levantaba la mirada.
–Hija,
¿hubo algo más? –insistió el padre, ella asintió.
–¿Abusaron
de ti? –intervino la madre temblándole el labio inferior.
–Contesta,
por favor, cariño –el señor O’Neal estaba fuera de sí.
–No
lo sé, en mi memoria está todo muy confuso –las imágenes se mezclaban unas con
otras junto al miedo.
–¿Y
vosotros tampoco decís nada? –lloraron avergonzados y confesaron que los
prostituyeron–. Bueno, no os preocupéis, papá lo resolverá.
–¿Qué
piensas hacer, querido? –dijo la esposa bastante alarmada, pero él no
respondió, se limitó a desviar la mirada.
Un
miércoles, en la lectura de La Biblia, el señor O’Neal comentó a un grupo
reducido de personas la intención de ir a la oficina del sheriff a denunciar a
los forasteros por tráfico de drogas, abuso sexual y explotación de menores
obligándoles a consumir y prostituirse, y lo soltó sin reparar en que unos
metros más allá un grupo de desconocidos agudizaban el oído, disimulando con
comentarios sobre las bajas de trabajadores agrícolas a consecuencia de golpes
de calor y la advertencia dada por la agencia meteorológica nacional en
relación a que, la combinación de El Niño y La Niña traen estas altas
temperaturas para el verano más cálido. Uno de ellos expresó que a él le
amparaba United Farm Workers (UFW), la organización sindical de
trabajadores agrícolas; otro preguntó a los compañeros si recordaban la huelga
de 1965 contra los cultivadores de la uva reivindicando un salario más digno y
mejores condiciones laborales, pero sólo lo sabían de oídas ya que alguno
siquiera había nacido. Al día siguiente el señor O’Neal no se presentó en la
gasolinera donde trabajaba por cuatro míseros dólares. Entonces fue cuando la
esposa llamó por teléfono a la oficina y el encargado le dijo que no era la
primera vez que faltaba y que estaba despedido.
–No
os mováis de aquí hasta que yo venga y si llama vuestro padre decidle que he
ido a buscarle, no puede estar muy lejos, el coche está afuera –dijo para sí.
–Madre,
deja que vaya contigo –dijo el mayor.
–Será
mejor que no.
–Quizá
haya ido a...
–Vamos
–echó a andar deprisa.
El
tipo que estaba al frente del negocio era maleducado y les dijo lo mismo que
por teléfono mientras masticaba un sándwich cuya salsa de mayonesa caía
como un riachuelo por la comisura de los labios, les tiró a los pies una bolsa
de basura con ropa manchada de grasa y un billetero vacío. Se fueron y dentro
del automóvil el muchacho miró a la madre y la indicó hacia dónde ir. El
terreno donde supuestamente se ubicaría el negocio que iban a abrir los
forasteros estaba vacío, sin vehículos aparcados, ni motos, tampoco los
materiales de construcción: sacos de arena y de cemento, ladrillos, tuberías,
tiras de suelo de madera, nada, no había nada, ni rastro de los hombres. En la
oficina del sheriff del condado no tramitaron la denuncia al no llevar
suficiente tiempo desaparecido. Al cabo de los años, a pesar de darle por
muerto, la familia O’Neal nunca dejó de buscarle. Aretha se convirtió en una
prestigiosa abogada y los hermanos, incluido el gemelo, se alistaron en el
Ejército. Jamás hallaron el cuerpo del padre, no obstante, ellos siguieron
buscando...
Donna
Hanks se instaló en casa de su hijo, en
Wisconsin, para ayudarle en la semana de custodia con las niñas y así poderse quedar
él con la mayor en el hospital, aún en coma y peleando contra la infección
provocada por el trozo de metal clavado en el hígado e imposible de sacar
debido a la delicada situación en la que se encontraba. Fuera de la rutina
doméstica las jornadas, a pesar de tejer bufandas, se le hacían aburridas hasta
que dio con un canal en televisión donde reponían la famosa serie semanal The
Waltons, cuya última emisión oficial fue el 4 de junio de 1981. La trama se
desarrollaba entre el periodo de 1933 a 1946, en la zona rural de Virginia,
donde once miembros de una misma familia convivían juntos y en paz, pero
estalló la Segunda Guerra Mundial y llamaron al frente a los 4 hijos varones,
entonces todo se puso patas arriba. Cada jueves, ella y su esposo solían verla
y comentarla en torno a un vaso de leche bien caliente, así que, visualizándola
de nuevo, manojos de recuerdos de su propia historia personal la asaltaron de
golpe, hasta que la realidad comió espacio y regresó de sus pensamientos.
–Chicas,
¿habéis metido los bocadillos en la cartera para el almuerzo? –dijo Donna Hanks
mientras preparaba un tupper con las sobras de la cena porque su hijo tenía una
reunión de trabajo en la estación de esquí y ella se quedaría de guardia con la
nieta en el hospital.
–No
quiero manzana, no me gustan, y lo sabes, pero todos los días igual, jo –gritó
una de ellas enfadadísima.
–Ni
yo cerezas que me sueltan la tripa y luego estoy toda la mañana en el colegio
yendo al baño –también protestó la otra.
–En
cinco minutos todo el mundo a sus puestos o perdemos el autobús y os llevo
andando, vosotras veréis –utilizaba ese lenguaje a modo de juego, una forma de
hablar distendida como otra cualquiera que las crías lo seguían desfilando cuan
soldados partidas de la risa.
–Abuela.
–Qué,
cariño.
–¿Se
va a morir nuestra hermana? –preguntó vuelta de espaldas.
–Todos
nos vamos a morir, cielo, pero no lo sé, yo creo que todavía no, es muy fuerte,
las tres lo sois, pero si queréis a la tarde vamos juntas a la Iglesia y
rezamos para que se cure cuanto antes, ¿vale? –asintieron.
–Mamá
dice que los rezos para esto no sirven de nada –soltó la menor.
–Pero
por si acaso iremos –ambas asintieron.
Aurora
Medical Center Mount Pleasant, ocupaba una gran explanada con muchas zonas
verdes apenas sin nada alrededor. La parada del bus quedaba a un paseo de la
entrada principal, Donna Hanks, era consciente de que ese mismo recorrido lo
iba a hacer muchas más veces, así que, compró unos auriculares para conectar al
teléfono e ir escuchando lo mejor de Dolly Parton. Antes de subir a planta pasó
por el Starbucks y cogió dos cafés americanos; su hijo esperaba en la
galería hasta que las enfermeras terminasen de asearla, enseguida entraron. La
habitación, muy luminosa y con vistas espectaculares, olía a yodo y a tejido
necrosado, un amasijo de cables unía el diminuto cuerpo de la chica, inmóvil, a
varios aparatos llenos de números y curvas fluorescentes. La abuela la besó en
la frente y se puso de espaldas en la ventana ocultando dos lágrimas que se le
escaparon sin control. Al cabo de los años, cumplido un siglo de edad, la mujer
moriría de muerte natural manteniendo hasta el último aliento la esperanza de
verla despertar, pero no fue así… El día que la chica abrió los ojos cayó una
nevada copiosa, sus padres, cada uno a un lado de la cama, sostenían sus manos
y la comían a besos, ahí comenzó para ellos un proceso largo, agotador y
complicado, primero pasar por quirófano y reparar el daño causado en el hígado
por el pequeñísimo trozo de metal que tuvo clavado; después habría que
aprenderlo todo: a comer, a vestirse, a controlar los esfínteres, a hablar, a
expresar dónde y qué le dolía, a lavarse los dientes, a configurar unos
principios, una personalidad, unas prioridades y, lo más importante, remover
los cimientos para seguir siendo una buena persona.
–¿Te
acuerdas de la abuela, cariño? –preguntó el hijo de Donna Hanks a la joven y
guapa mujer en la que se estaba convirtiendo su hija.
–No
mucho, tengo recuerdos muy vagos, ya sabes –dijo vocalizando aún con trabajo.
–Nos
dejó un encargo para ti.
–¿Cuál?
–se le iluminó el rostro.
–Que
luches con todas tus fuerzas para ser feliz y conseguir todo cuanto te
propongas en la vida. –Y así lo hizo, tardaría mucho hasta conseguirlo, pero al
final cumplió sus objetivos, estudió
medicina y llegó a ser una de las neurocirujanas más prestigiosa de Estados
Unidos.
Cuando
sonó el teléfono Topanga Sizemore estaba en la parte trasera de la casa
recogiendo la ropa seca de la cuerda y tendiendo la recién lavada que aguardaba
amontonada en el barreño, el vaso de limonada fría reposaba sobre la mesa del
porche, junto una novela de aventuras que llevaba por la mitad. Miró al cielo y
persiguió con la vista una camada de aves migratorias que, a lo lejos, rompían
el perfil del horizonte. El viejo perro que apenas podía dar un paso comenzó a
ladrar, entonces agudizó el oído, dejó las pinzas encima de la tierra y echó a
correr a tiempo de descolgar antes de cortarse la comunicación.
–¡Hello!,
–dijo en un inglés con acento nativo.
–Perdone
que la moleste, soy Opal Nelson, no sé si me recuerda.
–Claro
que sí –manifestó con amabilidad.
–Verá,
quería contarle… –Se limitó a reproducir, palabra por palabra la historia tal y
como la narró su madre, especialmente la ubicación de la choza donde el
padrastro del padre de Topanga revivió la historia de amor que tuvo con la
madre de la abuela Tillie, siendo esta fruto de aquella pasión. Le ofreció
también una copia de la carta que el hombre dejó apoyada en una lámpara de
aceite para la hija que nunca conoció, explicando los motivos por los que
abandonó a la que siempre fue su esposa en el corazón. La respiración se oía
calmada, sin altibajos, dejando espacio y sin interrumpir a quien habla.
–Agradezco
el ofrecimiento, pero yo prefiero dejar las cosas tal y como están, y ahora, si
me disculpa, he de atender mis obligaciones. –Opal Nelson disfrutó del
silencio, de la sinceridad de aquella mujer menuda, de costumbres y sangre
Cherokee, que vive en Stevenson, Alabama y para quien la palabra rencor no
existe.
Atrás
queda Oak Ridge, la ciudad secreta donde depuraron el combustible de
Uranio para la bomba atómica como una pequeña parte del Proyecto Manhattan.
Asoma precoz la primavera con las urracas azules, los petirrojos, los
colibríes, los jilgueros de amarillo provocador, los cuervos, las muchas
especies de pájaros carpintero y la erosión de flores salvajes que dominan
aquí, en la zona Este de Estados Unidos. También sus gentes, educadas y
serviciales, mayoritariamente votantes del Partido Republicano, aislados en sus
casas de amplios jardines sin vallas, a pie de bosque o metidas muy adentro,
con sus habitantes encaramados a las armas, bien sobre el dintel de la puerta o
colgadas en soportes en el interior de las camionetas. Las aproximadas 44
iglesias, de distintas tendencias, dan cobijo a los feligreses que, además de
orar, socializan y cubren las necesidades de unos y de otros. Opal Nelson
vistió un pantalón cómodo, camisa amplia, poncho terminado en muchos flecos y
botines de cuero. Tejió dos largas trenzas con sus cabellos, las adornó con
plumas de águila y guardó en una mochila cosas muy básicas. Por el espejo
retrovisor vio a un hombre desahogarse en el taller de su garaje tallando
figuras en madera mientras rememoraba quizá la etapa de infancia a orillas del
mar Mediterráneo, en la ciudad de Mahón, en la isla de Menorca. El
Parque Nacional de las Montañas Humeantes acogía grupos de turistas curiosos
por ver a los indios Cherokee en su hábitat, pintados para la ceremonia,
imitando sus danzas, bebiendo su Moonshine embotellado, eligiendo
presentes para obsequiar a los parientes y haciéndose selfis con el
retrato del jefe de la tribu de fondo. Opal Nelson dejó medio escondida la
autocaravana en la zona de las tiendas de souvenir. Compró un cuchillo
de caza americano, una caña de pescar, flechas y una cantimplora. Lo cogió todo
y, sin mirar atrás, con la imagen de la abuela Tillie en la retina, subió hacia
a una de las cimas de las Smoky Mountains, donde vivió tal y como quiso
hasta el final de sus días. Un científico menorquín afincado en Estados Unidos
y al que admiro profundamente dice que Tennessee es un Estado que pasa
desapercibido en la vida nacional e internacional…