18.
Desde que vivo en la calle,
inscrito en el censo de los olvidados, he visto practicar todo tipo de
agresividad contra débiles y vulnerables. Los homeless más veteranos,
desconfiando hasta de su propia sombra y con la dura experiencia de dormir a la
intemperie, acumulando lunas y crudos inviernos e inmunizados con agua de lluvia,
tienen bien marcado el territorio que nadie ha de traspasar. Los demás, debajo
del puente de Chestnut Street, hacinados y a la defensiva, calentamos el
cuerpo junto a la hoguera donde se prende también la frustración y la mala
suerte. Hace apenas unos días, en este mismo lugar, asaltaron a un anciano al no
querer compartir restos de una lata de conservas. Nadie le defendió, todos desviamos
la mirada, nos encogimos de hombros y rebuscamos entre la misera un mendrugo de
pan para distraer la cabeza. Aquí aprendes a golpes a no entrometerte para ser
ignorado, a no hablar, aunque pierdas la capacidad de comunicarte y a
desarrollar la técnica del observador ausente… La noche y después el día, el
verano con su sol de justicia, la escarcha del amanecer y los fantasmas apostados
en las farolas, el rugido de los motores que hacen temblar los edificios y el
peligro de la aparición de una manada de coyotes buscando comida, intensifica
el miedo a ser la próxima víctima, otro cadáver más sin identificación
encontrado en la orilla del río.
Cada
semana, a última hora, arriesgándome a que apenas quede nada y para no coincidir
con el hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company, y
verme obligado a dar explicaciones por el aspecto demacrado y quizá sucio que
presento, acudo a la iglesia del reverendo Bob W. Perkins y recojo la bolsa de
alimentos donada por los feligreses, aunque a muchos tampoco les sobra. Para
sorpresa de la persona encargada del reparto, un tipo alto, simpático y bien
vestido, rechazo artículos perecederos y me quedo dos briks de zumo de
manzana, galletas y un poco de queso. El abrigo largo, de amplios bolsillos y
zurcido en el costado, es el cómplice perfecto donde guardarlo todo. Sin
embargo, como ya me han robado mientras duermo, a mitad de camino, sentado en
un pequeño tronco de madera y sin desperdiciar una sola gota ni miga, soy el
invitado en mi propio banquete. A lo lejos, la silueta de un hombre acercándose
me pone en alerta.
–¿Ayden?
–giro la cabeza y le veo ahí plantado, con los ojos abiertos como platos y la
expresión de extrañeza en la cara.
–¡Christopher!
–exclamo contrariado.
–¡Qué
sorpresa verte! ¿Esperas a alguien?, esto está muy solitario.
–No,
descanso un poco las piernas.
–Y
de paso te das un festín, ¿no?
–Algo
así –me gustaría desaparecer.
–¿Estás
bien? –pregunta preocupado.
–Perfectamente
–fuerzo la sonrisa.
–Hace
mucho que no vas a verme al restaurante.
–Ando
ocupado –miento, aunque trato de sonar creíble–. ¿Qué haces por aquí?
–Voy
a buscar a mi pareja, es voluntario en aquella iglesia de allí.
–No
me digas.
–Sí,
se encarga de distribuir medicinas y ropa, a veces despacha también los paquetes
de comida cuando hay mucha demanda. Es maestro de escuela en primera, la mayoría
de las niñas y los niños que vienen por aquí tienen problemas con los estudios,
algunos no están escolarizados y él les ayuda a prepararse. Como ves, un gran
personaje solidario.
Pensativo,
clavo las uñas en las palmas de mis manos y me derrumbo. Estoy cansado de fingir
lo que no soy, de aparentar una vida estructurada y llena de compromisos, una
posición privilegiada junto a las más altas esferas de la sociedad, un apellido
solemne en el condado de Wayne. En definitiva, un peso pesado entre mis
compatriotas. Pero aquel tipo duro con la billetera repleta de sobornos y
ninguna empatía hacia el semejante se ha convertido en un hombre vencido,
desorientado, mugriento, plañidero… Christopher se arrodilla y me abraza.
–¿Qué
ocurre, amigo?
–Nada,
al verte me he puesto sensible –esbozo una sonrisa.
–Anda,
dime la verdad, no te preocupes que, sea lo que sea, encontraremos solución –aprieto
los labios y, aguantando la punzada en el corazón, avergonzado y mudo,
arrepentido y escurridizo, no le cuento la penosa situación que vivo,
simplemente, deseándole mucha felicidad, desaparezco en la niebla urbana que no
tardará en devorarme.
Nathan
Trembley, jefe de Medicina Interna en Detroit Medical Center, está en una
sala contigua a la biblioteca en la Wayne State University, facultad por
la que han pasado casi todos los médicos del estado de Michigan, donde, en su día
libre, y a la hora del brunch, le gusta preparar sin interrupciones informes
de los pacientes y correos electrónicos pendientes de contestar. Aunque no
suele suceder muy a menudo, a veces es lugar elegido por otros equipos de la
profesión para debatir temas que atañen al gremio, ya que el estilo informal de
la habitación crea el ambiente propicio y distendido donde conversar sobre lo
bueno y lo malo, la vida y la muerte, el triaje y las segundas oportunidades o
el eterno debate de si los afroamericanos tienen derecho o no a hacer uso del
programa estatal y federal Medicaid, que da cobertura médica a personas
con bajos recursos. En definitiva: un espacio neutral donde cambiar impresiones
con otros colegas. Sin embargo, esta vez acude a la reunión convocada por Violeta
Reyes, directora de la Unidad de Cuidados Intensivos y a la que también asiste el
prestigioso doctor Darren O’Connor, adjunto de cardiología y una eminencia en
las enfermedades del corazón. Nathan ha llegado cuarenta y cinco minutos antes
y aprovecha para leer un par de artículos científicos y preparar la clase semanal
que da en este mismo centro a estudiantes de postgrado. Apaga el portátil,
repliega los documentos esparcidos en la mesa y recibe sonriente a los dos
compañeros que, apasionados, comentan la secuencia de alguna película de
estreno.
–¿Os
han llegado rumores? –pregunta Violeta mientras mete en el microondas un tupper
con pastel de arroz y beicon.
–¿Cuáles?
–dice Nathan con la boca llena de alitas de pollo en salsa picante.
–¿Te
refieres a la destitución del director ejecutivo por un tipo que ha salido de
la nada? –Darren se levanta y les da una bebida de cola.
–Más
o menos, pero de la nada yo no diría, es el yerno de uno de los fundadores del Detroit
Medical Center –Violeta suelta la frase con mucho retintín.
–¡Vaya,
entonces viene pisando fuerte! –interviene Darren–. Esperemos que no repercuta
en la forma personal de ejercer nuestra profesión.
–Hombre,
no lo creo, empezará de buen rollito –asegura Violeta– y luego marcará su propia
línea a seguir. No obstante, suelen estar metidos en sus despachos, sacando brillo
a las pitilleras de oro e ideando la manera de hacer el negocio más rentable,
aunque jodan todo lo demás.
–¡Ay!,
no seas agorera, mujer –exclama Darren.
–No
obstante, tengo entendido que el actual se ha llevado entre los dedos cantidades
importantes de dinero, maquillando hospitalizaciones de personas que,
supuestamente, ingresaban para realizar determinadas operaciones costosísimas, lo
cual, como supondréis, era mentira –Violeta baja la voz como si fuese a
escucharla alguien.
–Es
decir: se ha llevado la pasta sin mover el culo del asiento –afirma Nathan–.
Joder, Violeta, te enteras de todo.
–Información
de primera mano, ¿eh? –corrobora Darren.
–Bueno,
tengo mis fuentes –ríen los tres.
–Y
no las vas a compartir, ¿verdad? –Darren guiña el ojo.
–Bueno,
chicos, no os he traído aquí para especular sobre el asunto –Violeta retira con
la uña una gota de aceite del escote.
–Pues
tú dirás –suelta Nathan–, me tienes en ascuas.
–Quiero
que uno de vosotros presente su candidatura para dirigir el hospital, ambos
tenéis un currículo impecable y os habéis formado desde abajo, no podemos
dejarlo en manos de otro incompetente.
–¿Y
por qué no tú, querida? –la corta Darren.
–Nunca
obtendría los créditos suficientes para acceder al cargo –responde con brillo en
los ojos–, soy mujer y cubana. No, sea imposible.
–Nada
es imposible, querida. ¿Has barajado la posibilidad? –pregunta Nathan.
–Pues
claro. ¿A quién no le tienta algo así? –responde ella–. ¿Qué dices, Darren?
–No,
ni hablar, a mí no me lieis, soy un desastre. Los temas burocráticos no entran
dentro de mis planes, me mueve el campo de la investigación, lo siento. Os
apoyaré a cualquiera de los dos, me parecéis perfectos, formaríais un buen
equipo si optáis juntos a la candidatura –los otros se quedan pensativos, madurando
la idea que acaba de lanzar el adjunto de cardiología.
–Nathan,
tu labor en Medicina Interna es encomiable, yo diría que eres el candidato
perfecto. Piénsatelo, si hay alguien que puede sacarnos de la crisis y ofrecer
mayor calidad a quienes ponen sus vidas en nuestras manos, eres tú: fiel, leal,
disciplinado y respetuoso.
–Me
sobrevaloráis, estoy abrumado.
–Y,
en cuanto a lo de ir juntos –continua Violeta–, no lo tomes a mal, pero no lo
haré, triunfarás mejor sin mí.
Nathan
Trembley, cuyo sueño desde niño fue curar a la humanidad de todos sus males, no
le disgusta la propuesta de ponerse al frente del Detroit Medical Center
y llevar a cabo una serie de medidas para mejorar la estancia de los pacientes
y facilitar el trabajo en cada área, haciéndolo desde el único puesto posible:
la dirección. A cambio es muy consciente del gran sacrificio personal que
conlleva el cargo: no disponer de tiempo, anular todo lo relacionado con la
vida privada, perder el contacto con algunos colegas, arriesgarse a caer en el
mismo chantaje financiero de los antecesores abandonando los principios
fundamentales, que hasta el momento han guiado su manera de entender la
medicina como un servicio a los demás y, por supuesto también, abrirle la puerta
a los problemas, las rencillas, los bulos, el cabreo, el insomnio y la falta de
apetito.
–No
os prometo nada, ¡eh!, pero lo voy a pensar –anuncia para tranquilidad de los
otros–. Por cierto –dirigiéndose a Violeta–, ¿recuerdas a Megan Aniston que estuvo
contigo en UCI?
–Sí,
perfectamente. ¿Cómo está?
–Mejor
y a punto de irse.
–¿Quitasteis
los pólipos sangrantes?
–Sí,
el resultado es benigno, y hemos ajustado el tratamiento para la insuficiencia
mitral leve. Hiciste un buen trabajo.
–Luchó
con todas sus fuerzas por remontar el covid y las diversas consecuencias del enfermo
crítico que atacaron fuertemente su organismo, pero fue superando cada
obstáculo con muchísima dignidad y empeño. A pesar de recibir presiones la
mantuve como pude, no imagináis el sentido de la responsabilidad que tiene esa
mujer para sacar a la familia adelante, y esa era su motivación, no me cabe
duda. Dependen de ella, o eso dijo. Alguien así dignifica y da sentido a
nuestra profesión, merece la pena ir probando fármacos hasta dar con el
adecuado. –Antes de despedirse y volver cada uno a sus tareas, Nathan Trembley
los emplaza para otro encuentro en los próximos días y comunicarles su
decisión, aunque empezaba a tenerlo bastante claro.
–Entonces,
¿contamos contigo? –presiona Darren.
–Os
lo digo en breve, prometo no haceros esperar.
–Cuidaos
mucho, compañeros –dice Violeta Reyes mientras coge un pañuelo de papel, se
suena la nariz y sale por la puerta.
Unas
cuadras más allá de donde ahora pido limosna, cerca del Detroit Riverwalk,
un hombre huido del psiquiátrico Henry Ford Kingswood Hospital, a la vez
que vocea exabruptos contra todo bicho viviente, amontona ramas caídas del
árbol y danza alrededor imitando al pueblo indígena americano sioux. Me
asusta acabar igual de perdido y trastornado. Es lamentable reconocer esto,
pero como sociedad hace tiempo que vamos hacia el abismo y como individuos a la
destrucción…