Varios años después
de haber salido de La Habana ,
regresé por periodo de un mes para que la familia, o
lo que quedaba de ella, conociera a mi hijo Andy. Mi padre, emocionadísimo por el
reencuentro, aguardaba impaciente nuestra llegada. El niño, pegado a mis
piernas, caminaba tropezándose. Y era tal la
desorganización para recoger el equipaje, que opté por cargar con él apoyado en
la cadera. Una pelota de dudas y temores se apoderaba de mi estómago: ¿Habré
perdido el acento cubano? ¿Notarán que me he vuelto de costumbres aceleradas?
¿Traeré bastante maquillaje para dar a las amigas? ¿Recordaré la lección de
Miguel en cuanto a la diferencia que hay entre ser turista o viajero? Y lo del
arroz, los frijoles y el puerco, ¿seré capaz de comerlo a diario, ahora que
vengo de menús variados…? Al poquitico de bajarnos del carro de uno de mis
primos que nos vino a buscar, Eloy descendió los cinco escalones que le
separaban de la calle, todo lo rápido que le permitía la avanzada artrosis. Y
lo hizo sin dejar de llorar. Entre sus manos colocó la carita del niño y la
cubrió de besos, igual que la mía. El contacto con su piel, la ternura que
siempre me había dado y la seguridad de que nada malo podía pasarme si
permanecía pegada a él ahuyentaron los miedos de mí, situándome en las raíces
habaneras que nunca habían desaparecido del fondo de las entrañas. Entonces,
dirigiéndome al pequeño, dije: ‘Este grandullón cabezota de aquí, con pinta
de ser la mejor persona del mundo, es tu otro abuelo, mi amor’.
Me llevó más de dos días limpiar la
casa, estaba irreconocible en comparación a lo impoluta que la recordaba. Mi
madre, con quien apenas tuve comunicación porque éramos de caracteres
incompatibles, abandonó el hogar poco después de haberme ido a España ¡He dejado de quererle, mijita!, dio por
toda explicación, cuando la realidad era muy distinta,
porque partió a Santa Clara detrás de un hombre que en lugar de quererla
la acosaba. Entre ese acontecimiento y el de mis hermanos que emigraron a
Estados Unidos, uno de ellos a Miami y los dos restantes a Connecticut y
Oregón, respectivamente, Mirta falleció. Por tanto, con nosotros repartidos por
ahí, y exceptuando las visitas de mis tías y sus hijos, papá se quedó muy solo.
¡Toma viejo, en Tallin compré esta
pitillera vintage de metal para ti! Se rascó la barbilla, la cogió
tembloroso y dijo: ¡Pues no se hable más,
la ocasión merece un estreno por todo lo alto! De un paquete de cigarrillos
negros sin filtro H. Upmann los sacó uno a uno
y los encamó dentro de la lata. Encendió el sobrante, y señaló la silla que
estaba a su lado para que me sentase. ‘¡Háblame
de Miguel, mi niña!’
Lo primero que le dije es que no había
palabras suficientes en el mundo para agradecer lo que aquella persona había
hecho por mí. Aunque del viaje a la
India regresó bastante enfermo, aguantó algo más de tres años
junto a nosotros. Recuerdo que, recién llegado, cuando le di la noticia del
embarazo, me abrazó y con voz entrecortada dijo que se sentía el hombre más
feliz de la Tierra ,
y que nos cuidaría hasta el final de sus días. Así lo hizo. Los cuatro primeros
meses del total de nueve estuve en reposo, y
los cinco restantes disfrutando de la experiencia de notar cómo un ser humano
se abría hueco dentro de mí. Al poco de nacer Andy, su padre dijo no estar
preparado para cambiar pañales y dar biberones… Nos mudamos a casa del viejo, que ya apenas salía, y contratamos a una persona
para que se quedara al cargo de ellos mientras yo iba a trabajar. He pensado
muchas veces que, una vez cumplidos los sueños
configurados con Olivia, su organismo llegó hasta ahí y se fue apagando... Me
trató como a una hija y solamente me pidió una cosa: ‘Alina, ¿llevarás mis cenizas a la Cuerda Larga , uno de
los ramales montañosos de la
Sierra de Guadarrama?, me gustaría que se esparcieran allí
porque también están las de mi mujer’. ‘Ay
mi hermano, no digas tonterías. Eso no va a pasar todavía, ¿oíste?’. Pero sabíamos muy bien que se acercaba un temporal
con pronóstico grave y reservado. Al siguiente fin de semana, dos de sus
sobrinos y yo cumplimos ese último deseo…
Andy y Eloy hicieron muy buenas migas.
El niño alucinaba viendo al abuelo tallar en ramas gruesas de madera
guerrilleros en miniatura. Y como papá no estaba en condiciones de moverse en las
guaguas, prefirió quedarse en casa disfrutando del nieto. Yo tenía pendientes
dos visitas que no quería dejar de hacer. Recuerdo que de pequeños bromeábamos
con Mirta diciendo que la enterraríamos en el Cementerio Chino de La Habana , porque sus rasgos nos
parecían más orientales que caribeños, pero lo cierto es que sus restos
descansan en el de Colón, el más grande de toda Cuba. Lo comenzaron a construir
en 1871, levantándose en primer lugar “La Puerta de la Paz ”, de estilo románico y bizantino, por el arquitecto español Calixto de Loira. La
entrada al camposanto da a la
Calzada de Zapata, avenida al norte del barrio de El Vedado.
Hasta llegar a la tumba estatal de ella, tuve que realizar un largo recorrido.
Pasé por delante de la del escritor Alejo Carpentier e
incluso me detuve en la de Alberto Korda −famoso por fotografiar a Ernesto Che
Guevara mirando el cortejo fúnebre de las víctimas del atentado terrorista al
barco La Coubre ,
el 5 de marzo de 1960, en el que hubo cien
fallecidos y doscientos heridos−. En ese
momento pensé en Miguel, y recordé una frase que decía a menudo: ‘Los muertos viven porque van contigo’.
Cierto, por eso no me iría sin volver al Malecón, pero antes… En la lápida de
mi abuela busqué un escondite donde dejar los pendientes de ámbar color miel
que compré para ella en Tallin. Ahuequé las flores del espacio insertado en el
mármol, y los puse ahí.
Andy tuvo la tripilla suelta y algunas
décimas de fiebre. Nada alarmante, pero preferí llevarlo conmigo. Una de mis
amigas me prestó su carro para llegar a la ciudad de Santa Clara, fundada en
1689. Alberga la Cayería
Norte , inmensa barrera de coral que se extiende desde Hicacos
−Varadero− hacia el oeste, una de las maravillas del mundo. Mamá me citó en el
Parque Vidal, ubicado en el centro histórico de la urbe. Allí también me llamó
bastante la atención la fuente de “El niño de la bota”, que representa eso, a
un pequeño de seis o siete años de edad que, durante la guerra de secesión de
Estados Unidos, llevaba agua en las botas a los enfermos y heridos en la
contienda. Mientras esperaba afiné el oído y, emocionadísima, recibí el sonido
de ciertas expresiones de mi país que tenía acostadas: “¡Está bueno ya! −¡Basta!−, guanajo −simple y tonto−, acere,
¿que bolá? −hola, ¿qué tal?−, fanguero −lugar con mucho barro…−”. Fuimos a
comer congrí −arroz con frijoles− en el restaurante El Alba, cuya decoración
está hecha con caricaturas de los artistas plásticos de la localidad. Cruzamos
muy pocas palabras, todas en torno a mi niño. Después mamá se marchó con la
misma frialdad con la que vino.
‘Apresúrate
mijita, que
no llegamos’, gritó Eloy al otro lado de la puerta… Antes de retornar a
Madrid recorrí La Habana
de nuevo. Y, ahorita que lo pienso, encontré algunas calles tan irreconocibles
a consecuencia del abandono urbanístico que me
pareció transitarlas por primera vez. ‘Se
lo debemos al abuelo Miguel, chamaco’, le dijo papá a Andy, que estaba encantado viendo el mar desde El Malecón.
Se refería a recordarle allí, sentados sobre el muro que tanto le gustaba. Me
contó que ahí mismo, donde nos encontrábamos, comprendió que la generosidad de
las personas puede traspasar los límites de la resistencia, y que lo vio claramente
en aquel hombre que llegó a Cuba solitario y entristecido, con un propósito
firme, y salió de la isla con el convencimiento de haber encontrado a una buena
familia y, lo mejor de todo, a mí, una hija
para él. Me caían las lágrimas. Discrepé con papá, porque si había alguien
afortunado era yo, por contar con dos padres maravillosos. El niño se abrazó a
Eloy. Y entonces, no sé por qué, me vinieron a
la mente unos versos de los que el viejo
anotaba en papeles que después repartía por la casa: “Nos hicieron creer que
cada uno de nosotros es la mitad de una naranja, y que la vida sólo tiene
sentido cuando encontramos la otra mitad. No nos contaron que ya nacemos
enteros, que nadie en nuestra vida merece cargar en las espaldas la
responsabilidad de completar lo que nos falta” (John Lennon). Me resultó muy doloroso dejar solo a mi padre
en circunstancias físicas tan vulnerables, pero sabía también que, si optaba
por quedarme con él, mi hijo no tendría iguales oportunidades que en Europa o
Norteamérica −si decidía emigrar allí cuando fuese mayor−. Dilema, rabia,
impotencia, ganas de chillar, úlcera que supura…, y todo a punto de reventar
dentro de mí. Eloy se empeñó en acompañarnos hasta el aeropuerto, y el nieto no
se soltaba de su mano. Aquello, con un fuerte sentimiento de culpabilidad, me
rompía por dentro… La última imagen de papá que recuerdo con nitidez es esa de nuestra despedida, de pie derecho,
tapándose el rostro a la vez que tiraba el bastón al suelo, y Andy, apretado a mi cuello, decía: ‘Mami, yo quero que se venga con nosotros
elagüelo’.
En un cajón del aparador encontré una
carpeta que Miguel había conservado con la documentación y pasos que siguió
para traerme a Madrid desde La Habana. Guardadas en sobres de visita pulcramente
alineados había algunas tarjetas que llamaron
mi atención. Entre ellas una de un alto cargo
de inmigración con un número de teléfono escrito al dorso. Probablemente, pasados tantos años, ya
no estarían las mismas personas, pero por intentarlo no perdía nada…