Todos somos producto de nuestra historia.
Gilles Paquet-Brenner, Serge Joncour
Hay
ocasiones en que los presentimientos se nos
echan encima con la fuerza de un alud de nieve
que se acerca a sepultarnos la piel, bajo su rancia cáscara de tristeza.
Pensaba esto mientras salió del metro con la prisa del invierno en los andares.
Quería llegar a casa lo antes posible, darse una ducha caliente, meterse dentro
de la comodidad que proporciona el pijama, y tomarse como relajante para
conciliar el sueño un vaso de leche con miel y
galletas. Hacía poco que había alquilado ese piso y, aunque no tenía decidido
qué haría después, no pensaba quedarse ahí por mucho tiempo. Quizá al finalizar
la temporada de verano, cuando el número de turistas en la capital disminuyera,
cambiaría de ciudad o de provincia.
Licenciada en Historia del Arte,
trabajaba actualmente como guía turística. Es decir: Los hoteles la contrataban
para pasear a los guiris del museo a
la Catedral, de los Jardines de Sabatini a las zonas típicas de chateo, o del
mismísimo teatro de la Ópera a las típicas tiendas de souvenir… Ejerció de maestra durante años.
Disfrutaba haciéndolo. Sus clases eran
dinámicas, participativas, y los alumnos valoraban mucho que tuviera en
consideración sus opiniones. Sin embargo, el día en que su familia perdió la
vida en un accidente de tráfico todo cambió
bruscamente, transformándose en una nómada con miedo a echar raíces en algún
lugar.
Aquella fatídica mañana de febrero
amaneció un día muy despejado y con temperatura bastante agradable. Decidió
quedarse en casa para preparar a fondo la clase de prácticas que esa misma
tarde tendría con los chicos. Sabía que ahí se concentraría mucho mejor que en
el despacho de la Facultad. Así que, bajo el marco de la puerta de entrada al
precioso chalé que habitaban cerca de la playa, despidió a su marido y a una
sobrina que vivía con ellos desde hacía más de
siete años y a la que trataban como a una hija. Arriba, en la buhardilla,
habían instalado la zona de trabajo partida en
dos grandes dependencias. En la suya, atestada de libros, folletos, apuntes y pinceles, tenía un caballete sobre el que siempre descansaba un lienzo en blanco. Nada más quedarse sola conectó la alarma,
comprobó que todo estaba bien cerrado, cogió algunos cd’s que tenía por la cocina y un recipiente con agua hirviendo para
el té, silenció los teléfonos, y dejó al perro en el jardín, disfrutando a sus
anchas.
La clase a preparar trataba sobre la
edad de oro de la pintura holandesa, por lo que era imprescindible centrarla en
Rembrandt, del que quería despertar entre los estudiantes el interés por su
faceta de retratista, que consideraba especialmente interesante. Y para eso se iba a valer de una excursión que
harían al centro de la ciudad, donde captar a lápiz lo quieto y lo que circula.
Eligió para relajarse y empezar a trabajar las Suites para orquesta de Bach. Dos horas
y media después, estaba tan concentrada que no
vio parpadear la luz del contestador automático, ni que en la pantalla del
móvil aparecían varias llamadas perdidas. No fue consciente de nada hasta que
el timbre del telefonillo y los ladridos del perro la trajeron de vuelta al
mundo real. Una realidad que vestía uniforme de policía y tragedia. Con gran
incertidumbre por la escueta información que le dieron, se trasladó con ellos
al lugar del accidente, acordonado hasta la llegada del juez.
Según se acercaban al lugar del
siniestro, y a pesar de que no sabía muy bien a lo que se iba a enfrentar,
comenzó a caminar muy deprisa, como si flotara, como si dibujara círculos donde
encerrarse en el lomo del suelo. Llevaba las manos sobre la cabeza, la
mandíbula desencajada y las entrañas a punto de quebrarse, hasta que en el
interior del hospital de campaña, que el Samur
instaló en la cuneta, el equipo de psicólogos desplazados al lugar del suceso se hicieron cargo de ella, atendiendo también al
conductor del camión, contra el que, presuntamente por un fallo humano, su marido había colisionado el
automóvil. Y aunque tuvo que identificar a los
cadáveres –algo que jamás superaría–, fue uno de sus hermanos, venido desde el
norte del país, quien se ocupara de llamar a los padres de la chica, para
darles la terrible noticia.
Pasados los primeros años el
sentimiento de culpa seguía oliendo a cerrado,
a preguntas de difícil respuesta, a continuos enfados con el destino, un
destino con tan mala leche que aquella mañana terrible de febrero la situó fuera del coche donde viajaba su familia.
Tampoco ayudó mucho a suavizar la agonía trasladarse
a menudo de ciudad, de provincia, cambiar de trabajo, vender la casa, no
apegarse a ningún lugar, ni significarse con el
entorno. No sirvió, porque las cosas que duelen, igual
que las que no tienen remedio, se parecen a ese tren que pone frialdad y
distancia entre quien se va y quien se queda.
Sin embargo, de esa otra vida que tuvo con ellos conserva
la memoria que, a fin de cuentas, es el refugio
al que volvemos para reescribir nuestra propia historia.
A veces en mitad de la noche, cuando
el insomnio empapa de sudor, la soledad araña y el silencio se parece a un mapa
mundi sin trazado ni ruta, pensaba en ellos. En la evolución que habrían tenido
como personas, ajustadas a los fracasos y aciertos que van implícitos en el ser
humano. Era entonces cuando se le humedecían los ojos y repetía para sí una de
las frases que su marido decía con frecuencia: “Poner el pie en
la calle de tu nombre es tener al alcance de la
mano las cosas que verdaderamente importan”.
Puede que llegue el día en el que no
tenga más remedio que elegir un sitio para quedarse, cuatro paredes levantadas
en mitad de la nada que le den cobijo cuando estalla la tormenta, pero mientras
eso no ocurra, mientras todo el hogar que posee le quepa dentro de la maleta,
seguirá siendo la mujer misteriosa, la persona rara, la vecina distante y seca
en palabras, que acaba de alquilar el apartamento de arriba: Segunda puerta del octavo izquierda.