A Isabel Casas, que me regaló buena parte de esta historia
Después de tirar la basura me
gusta pasear por el barrio. Sus calles desiertas me animan a hacer balance de
lo que ha dado de sí el día. A veces voy tan metido en mis cosas que sin darme
cuenta me alejo demasiado. Si tengo suerte y hace buena temperatura hago un
alto en el camino y fumo un cigarrillo en el parque. Ahí, aunque no siempre,
encuentro a una mujer que lee a la luz de una farola, y me recuerda mucho a mi
madre. A primera vista diría que tiene poco pelo, todo blanco, muy corto, y una
expresión por la que fluye, supongo, parte del desorden que lleva por dentro.
Aquella noche, mucho antes de verme con ella e intercambiar unas breves
palabras de cortesía, ya había decidido visitar a mi madre. Soy uno de esos
hijos que se fue de casa a los dieciocho, y no porque me encontrara a disgusto,
todo lo contrario, sino más bien por las ganas de libertad y la necesidad de
poner distancia con un pasado que, mientras no
lo aclarara, seguiría pisándome los talones.
El banco donde se pone aquella
desconocida está bien alumbrado. Ataviada con
buena ropa de abrigo y calzado para la lluvia, se sienta con las piernas
cruzadas y el libro sobre éstas. Llego a su altura y,
con discreción, ocupo el otro lado, dejándome llevar por el pensamiento lejos
de allí.
–¿Me
da un pitillo, por favor?, –dice la voz de la mujer al tiempo que me trae de
vuelta a la realidad.
–¡Claro!
Por supuesto –respondo–. Esas dos frases,
escuetas, puede que alguna más, es todo lo que nos decimos. Sin embargo, el
silencio de esta persona, que tanto sosiego
transmite, es clave para decidirme a indagar en el fondo de un secreto que mi
familia guardó a voces, por miedo a las represalias del régimen rancio y cruel
que tuvimos.
La
casa de mi madre está situada en el centro de Madrid, con
vistas a la Gran Vía. Es un ático pequeño, lleno de trastos, de cajas aún sin
desembalar, permaneciendo así durante años. Atestada de libros, y de recortes y
revistas de prensa, que dan cuenta de un pasado reciente que esperemos no
vuelva más. Recuerdos dolorosos que se ejecutan como un software malicioso, que procesa en segundo plano, oculto.
Mamá
está en un punto de la enfermedad de Alzheimer donde ha perdido casi todos los
estímulos. A veces reacciona, aunque confusa, ante una música, un nombre o una
fotografía. El ascensor, que fue incorporado posteriormente a la construcción
del edificio, para entre plantas; hasta el ático, hay que subir doce peldaños.
Cuando la chica que cuida de mi madre abre la puerta, percibo el olor a su
colonia de baño, la misma que me transporta hasta aquellos veranos en el
pueblo, donde, cada vez que alguien preguntaba
por mi hermano Rafael, en casa zanjaban el tema diciendo que “se perdió yendo a
por huevos”, aunque el abuelo, que no se le escapaba una, murmuraba por lo bajo
frases ininteligibles, candadas a una final: “La jodía envidia se lo llevo”. Anda, anda, no digas tonterías padre,
–decía mamá, dando carpetazo a un asunto que a
mí, como poco, me intrigaba–. Sobre todo porque tenía edad más que suficiente
para captar que delante de mí no se hacían
comentarios referentes a “dictadura” o “vencidos”… Sin embargo, esa escuela
indiscutible que conjuga calle y amigos me descubrió muy pronto que mi hermano
fue otra víctima, otro desaparecido más sin motivo.
En
alguna de aquellas cajas tenían que estar guardadas las pertenencias de Rafa; mamá las clasificó por fechas, lo cual facilitó
mucho su localización. Ahí estaba: 1945-R. Rafael había desaparecido, y yo
tenía meses. En el interior hallé solamente una carpeta con documentos. Papá,
desesperado, inició la búsqueda del cuerpo de su hijo, recorriendo buena parte
de las cárceles del país, con la esperanza de encontrarlo con vida. Según
decían aquellos papeles, oficialmente le perdieron la pista entre Murcia y
Valencia. Papá escribió en uno de los márgenes lo que un vecino de un pueblo de
Cartagena le dijo: que a finales de ese año
allí habían fusilado a muchas personas, y que los cuerpos, a saber, estarían
enterrados en fosas comunes repartidas por la comarca. Mi padre quiso ir más
allá, pero mamá le convenció para dejar las cosas como estaban. Desde ese
momento, ella, no sólo desarrolló la soledad,
la enfermedad y la inestabilidad, sino la culpa, el arrepentimiento, la
cobardía… Por eso la tristeza o la insatisfacción de la lectora del parque me
recordaban tanto a la de mi madre.
Salí
del ático con la carpeta bajo el brazo. Averiguar dónde podrían estar los
restos mortales de mi hermano no era solamente por él, sino también por mí,
para entender de dónde vengo, de qué raíces salen mis principios, mis ideales,
los valores que priorizo en la vida. Y, desde luego, igualmente, porque estoy
convencida de que hay que recuperar la memoria histórica, para poner a cada
cual en su sitio, sin violencia, sin acritud, con justicia y con honradez, para
que cada cual, aquellos que lo quieran, sepan de una vez y por todas, dónde
están sus muertos. Dónde están porque…, la vida sólo se puede vivir mirando
hacia delante, aunque, por paradójico que parezca, sólo se puede comprender
mirando hacia atrás: Sin odio, con reconciliación, sin fiscalizar los
verdaderos hechos de la historia, y con la mano tendida, esa misma que, si se
alarga un poco más, es muy capaz de tender puentes de entendimiento.
Hay mucho que aclarar con respecto a la historia de nuestro país, aciertos y culpas que asumir, pero ante todo, preservar la democracia porque sin ella, historias similares a la que cuentas, podrían repetirse. Bien hecho, Mayte, la memoria y el no olvido ante todo.
ResponderEliminarEstupendo relato, Mayte. No, no conviene nada que olvidemos, que la gente olvide...
ResponderEliminarOvidio Parades
Yo veo aquí dos temas, o dos historias, relacionadas con las dos dimensiones que suelen impregnar tus escritos: la principal del hermano (de carácter socio-reivindicativo) y la circunstancial de la mujer del parque (de carácter emocional o sentimental). Quizá esta segunda, desarrollándola, dé para un nuevo relato. Un beso.
ResponderEliminarEs muy patético que a estas alturas de nuestra historia siga pendiente de resolver este tema,lo cual dice bastante poco de la calidad de nuestra democracia, y que una de las pocas personas que ha intentado buscarle una salida honorable haya sido apartada de la justicia.
ResponderEliminarHacen falta, como apuntas muy acertadamente, Mayte, buena voluntad y manos tendidas, que yo no acierto a ver en esta clase política que nos toca soportar.
Un beso
Hermoso tu relato, suave sin acritud, sin rencores creando puentes...
ResponderEliminarGracias Mayte,sabes captar en pocas palabras vivencias y sentimientos de muchas familias que viven sin rencor pero que solo reclaman respeto.
ResponderEliminarMi padre estuvo tres años preso tras acabar la guerra. Intentó huir a través de la frontera con Francia pero lo cogieron. Fue condenado a trabajos forzados, que era una esclavitud amparada por la bárbara idea del arbeit match frei de Auchswitz y, sobre todo, por la decidida voluntad de rapiña y aniquilamiento siendo lo otro, en realidad, una percha en la que colgar esto. Seguro. Sufrió mucho. Cada día, para comer, les daban un chusco de pan duro y, cada dos, una lata de sardinas. Medio desnudos, enfermos y comidos por los parásitos trabajaban de sol a sol. Los "jefes" de mi padre, los patronos para los que trabajaba en esas condiciones, eran frailes. Éstos, a caballo y armados con látigos, arreaban a los rojos perezosos.
ResponderEliminarQué bien escrito Mayte, transmite paz. Y era lo de los "huevos", no?
ResponderEliminarTremendo, y este relato me lleva a recordar todas las historias que oía contar de pequeña sobre la guerra y la posguerra, a mi me asustaba, recuerdo que temía en silencio que aquello que contaban podía volver a ocurrir, por fortuna en mi familia no hubo víctimas mortales o desapariciones, pero se percibía el miedo , "el pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla"
ResponderEliminarUn beso Mayte.