La vida, a veces, se nos presenta
como un solar desescombrado: un terreno vacío donde antes estuvieron los edificios
que dieron sentido a nuestra existencia; hasta que, de
repente, te levantas un día y lo que creías
tener a tu alcance ha desaparecido. Entonces, compruebas que son pocos los
remedios paliativos para los dolores del alma, que es difícil sujetar la
ilusión cuando las ventanas no encajan y no nos hemos provisto de trapos que
tapen los fríos. A veces, a las personas no nos quedan fuerzas más que para
tirar la toalla, apagar las luces, desconectar los teléfonos, meter la cabeza
bajo las sábanas, desaparecer por unos lustros, y dejar que el mar nos lleve a
la deriva… Estas palabras las escribió Diego, en uno de sus cuadernos, poco
antes de desaparecer para siempre.
Pasadas
las once, poco antes del mediodía, de cada domingo, Diego honraba con su
presencia este humilde bar de carretera. Llegaba despacio, como solamente lo
hacen las personas desocupadas, las que disfrutan, además del paisaje, de todo
cuanto acontece alrededor, por pequeño que esto sea. Abría la puerta y
pronunciaba siempre las mismas palabras, que yo repetía una a una para mis
adentros: ¡Hace un frío de cojones, tú!
Y, dejándose caer sobre el taburete, en la
parte de la barra más soleada, tomaba asiento. Se quitaba los guantes, retiraba
hacia atrás el gorro y la bufanda, y sacaba sus cosas de los bolsillos: un
cuaderno pequeño de espiral, el móvil, y un billete de diez por la manía de
pagar por adelantado. La personalidad que se gastaba de viejo solitario
desprendía una enorme simpatía. No sabría cómo decirlo pero me proporcionaba
paz y me inspiraba confianza, aunque delante de él yo me hiciera el
interesante, acercándome a regañadientes a ponerle un vino, a riesgo de que
cualquier día fuera un problema para ambos, ya
que lo mezclaba con no sé cuántas pastillas. Mientras le servía, me guiñaba un
ojo, como señal para que yo sacara, de debajo del mostrador, el plato que tenía
con queso del bueno, del fuerte, ese que reservaba para los clientes de la
casa. Cortaba unas cuñas bien servidas y, antes de darme opción a reaccionar,
ya me tenía allí, delante de él, escuchando la historia de cada semana, que
variaba tan solo con pequeños matices, entendidos como lapsus de memoria.
Te voy a contar una cosa, Paquito. Y sacaba
un pitillo con la intención de encenderlo, desafiando así a quienes lo
prohíben. –Cuando yo me vi en la Plaza de toros de Las Ventas,
en 1965, con la chavala que tenía entonces, y esperando a que The Beatles
salieran al ruedo, con sus pelos largos y sus aires hippies, oye, que me sentí
un tío importante y todo–. Así empezaba,
pero ni yo me llamaba Paquito, ni probablemente en aquella ocasión estuviera él
en el coso, porque tan pronto decía que eran los de Liverpool, como Sinatra en
el Bernabéu…
Muchos
parroquianos opinaban que mi paciencia con él era infinita. Pero no siempre se ajusta a la
realidad el papel que les atribuimos a las personas, porque el que escucha hoy,
y templa y da apoyo y consuela y ofrece confianza, lo necesitará mañana. Este pensamiento me
llevó a aquel famoso cuento tradicional (taoista) chino, que más o menos decía
que un discípulo preguntó a un gran maestro y vidente cuál era la diferencia
entre el cielo y el infierno. Y el vidente respondió: –Es muy pequeña y, sin embargo, de grandes consecuencias: –Vi un gran monte de arroz cocido y preparado
como alimento. A su alrededor había muchos hombres hambrientos casi a punto de
morir. No podían aproximarse al monte de arroz, pero tenían en sus manos largos
palillos de dos y tres metros de longitud. Tanto es así que llegaban a coger el
arroz, pero no conseguían llevarlo a la boca por la largueza de los palillos.
De este modo, hambrientos y moribundos, juntos pero solitarios, permanecían
padeciendo un hambre eterna delante de una abundancia inagotable. Eso era el
infierno. –Vi otro gran monte de
arroz cocido y preparado como alimento. Alrededor de él había muchos hombres
hambrientos, pero llenos de vitalidad. No podían aproximarse al monte de arroz,
pero tenían en sus manos largos palillos de dos o tres metros de longitud.
Llegaban a coger el arroz, pero no conseguían llevarlo a la propia boca. Sin
embargo, con sus largos palillos, se servían unos a otros, acallando así su
hambre insaciable con un acto de solidaridad, de humanidad, gozando de las
personas y de las cosas. Eso era el cielo.
Volví
a releer las palabras del principio escritas por Diego, así como el recuerdo
cálido y presente de su constancia, siempre a mano, priorizando una de las
cosas más importantes que tenemos: la solidaridad y el apoyo en las relaciones
humanas, siempre ahí, sin cansarse de entregarle compañía al semejante, sin
minorizar la complicada tarea, a veces, de comprender, por muy difícil o cuesta
arriba que pareciera, el camino del otro. Y, tras estas reflexiones de buena
mañana, con el firme propósito de mantener vivas todas y cada una de sus
enseñanzas, mi espíritu respiró hondo, y seguí sirviendo vinos y cafés con una
serenidad y una esperanza nuevas.