Según se acerca el reloj a las
diecinueve treinta, cojo el bolso y salgo apresurada del lugar donde trabajo.
Apenas tengo noventa minutos para llegar a casa, tomar una ducha rápida,
arreglarme –con lo que eso supone a la hora de elegir lo más apropiado–, y
salir hacia el restaurante donde hemos quedado y al que, como de costumbre, llegaré yo primero. Abro el armario y, tras
repasar percha por percha, elijo prendas combinables. Suéter amplio de color
gris con cuello en pico, tejano negro ajustado, maquillaje en tono natural,
pequeños pendientes de circonitas engastados en oro, chaquetón de cuero bruno
con forro guateado, y el perfume francés que tanto me gusta.
Doblando la esquina al salir de
mi portal, en la avenida principal, busco un taxi porque el coche lo tengo en
el taller, reparando golpes de aparcamiento. Es día laborable y a esa hora la
frecuencia con la que pasan ha disminuido o simplemente los pocos que circulan
vienen ya ocupados. Veo uno libre en el carril contrario, alzo la mano, grito ¡taxi!,
gira en la rotonda, subo y le indico a dónde voy. Compruebo en seguida
que me ha tocado un taxista extrovertido, ocurrente, dialogador; toda una
sabiduría de la vida al volante. Lleva música de jazz,
que baja al mínimo en cuanto se lanza a hacer un análisis de la realidad
que me deja con la boca abierta. Me habla de las dificultades que atraviesa su
gremio, de las pocas ayudas que reciben; de la desaparición de muchas pymes que
no pueden competir con grandes empresas; de lo fácil que es robar dinero
público en este país, cuando tienes una posición privilegiada; del comercio chino emergente que está desplazando, o
mejor dicho mandando al ostracismo a la tienda tradicional de barrio; y de lo
peligrosa que se ha vuelto la noche, en todos los sentidos. Cerca de la calle
del Almirante, y no lejos del Café Gijón, finalizan la carrera y la
conversación, que me ha resultado tan provechosa.
Camino algunos metros y veo la
puerta de entrada al restaurante. Es un local recogido aunque no demasiado
pequeño, elegante, agradable; ubicado en el corazón del paseo de Recoletos, y
cuya discreción con la identidad de los clientes siempre les ha caracterizado,
teniendo en cuenta que por allí pasan a menudo políticos en activo y retirados,
personalidades internacionales, gentes de las letras, de la cultura y del
espectáculo en general. Y la inmensa mayoría suelen repetir.
Una vez acomodada en la mesa, me sirven un vino blanco por gentileza de la casa.
Concretamente de Diego Morilla, el dueño de todo esto. Heredó el negocio de su
padre y lo modernizó, consiguiendo, con intensa
dedicación, ganarse el respeto entre los del oficio. Le busco con la mirada,
levanto un poco la copa, me tira un beso, y me da a entender por señas que,
como sabe que tú llegarás tarde, vendrá después a departir un rato conmigo. Sin
embargo, la llegada de un ex ministro, con
cinco o seis personas más, requiere su presencia. Apretón de manos, abrazo y
reclamo de Diego a uno de sus camareros más veteranos, que se ocupe junto a él
de los recién llegados. Miro el teléfono y no tengo ninguna llamada. Tampoco la
esperaba, si te soy sincera, pero quizá se te había ocurrido enviarme un mensaje
de texto. Nada. Ni llamada, ni mensaje, ni correo electrónico. El día menos
pensado, mira que te digo, no te espero.
Recuerdo la primera vez que me
citaste aquí como si fuera ahora mismo. Hacía poco que las cosas me iban bien.
Llevaba cierto orden en mi vida, tenía equilibrio económico, empezaba a
configurar un perfil profesional que me abría hueco, maduraba con mayor sosiego
cada decisión que tomaba y la opinión que tenía de las cosas, y, lo mejor de
todo: gracias a una amiga común, nos habíamos conocido. Quizá porque somos tan
distintos, nos gustamos tanto desde el principio. Elegiste los platos que
tomaríamos y un Rioja de crianza que quitaba el hipo; supongo que lo harías
para impresionarme, porque con el tiempo pude comprobar que fuiste aleccionado
por Diego. Y claro, con tanta magia, el postre y el licor del final,
comprenderás que diera por sentado que estábamos muy cerca de explorar la
distancia corta. No me equivoqué. Ha llovido mucho desde entonces. Hemos tenido
experiencias buenas y otras que lo han sido menos, pero de todas hemos salido
creciendo juntos y sin traicionarnos.
Hoy me enfrento a un nuevo reto en nuestra relación. Debo comunicarte que me han ofrecido un proyecto
tentador fuera del país y que no contemplo la posibilidad de rechazarlo, aunque
eso significa que tenemos que separarnos algunos meses y posponer nuestros
planes de futuro inmediato. Sin embargo, ¡me vas a apoyar!, y con ello cuento.
No obstante… No sé… Igual era mejor contártelo
en casa, sentados en nuestro sillón, con Aretha Franklin de fondo, un coñac en
copa grande y la gata maullando en el alféizar de la ventana. ¡Cuánto te
retrasas! Casi estoy por llamarte, no sea que
haya pasado algo y no puedas avisar, o no quieras preocuparme. Y así, mientras
ando de un lugar para otro en el zaguán de mis pensamientos, regreso a este
lado de la realidad cuando oigo tu voz inconfundible, tus fuertes pisadas, y el
abrazo sonoro que os habéis dado Diego y tú. Llegas a mí disculpándote, juntas
tu boca con la mía, y entonces el universo se me remueve. Cenamos, entre risas,
guiños y caricias. Pides la cuenta. Arrancas el coche. Llegamos a casa. Lo que
sigue, nos pertenece sólo a nosotros.