domingo, 25 de marzo de 2012

Instantes


Según se acerca el reloj a las diecinueve treinta, cojo el bolso y salgo apresurada del lugar donde trabajo. Apenas tengo noventa minutos para llegar a casa, tomar una ducha rápida, arreglarme –con lo que eso supone a la hora de elegir lo más apropiado–, y salir hacia el restaurante donde hemos quedado y al que, como de costumbre, llegaré yo primero. Abro el armario y, tras repasar percha por percha, elijo prendas combinables. Suéter amplio de color gris con cuello en pico, tejano negro ajustado, maquillaje en tono natural, pequeños pendientes de circonitas engastados en oro, chaquetón de cuero bruno con forro guateado, y el perfume francés que tanto me gusta.
          Doblando la esquina al salir de mi portal, en la avenida principal, busco un taxi porque el coche lo tengo en el taller, reparando golpes de aparcamiento. Es día laborable y a esa hora la frecuencia con la que pasan ha disminuido o simplemente los pocos que circulan vienen ya ocupados. Veo uno libre en el carril contrario, alzo la mano, grito ¡taxi!,  gira en la rotonda, subo y le indico a dónde voy. Compruebo en seguida que me ha tocado un taxista extrovertido, ocurrente, dialogador; toda una sabiduría de la vida al volante. Lleva música de jazz, que baja al mínimo en cuanto se lanza a hacer un análisis de la realidad que me deja con la boca abierta. Me habla de las dificultades que atraviesa su gremio, de las pocas ayudas que reciben; de la desaparición de muchas pymes que no pueden competir con grandes empresas; de lo fácil que es robar dinero público en este país, cuando tienes una posición privilegiada; del comercio chino emergente que está desplazando, o mejor dicho mandando al ostracismo a la tienda tradicional de barrio; y de lo peligrosa que se ha vuelto la noche, en todos los sentidos. Cerca de la calle del Almirante, y no lejos del Café Gijón, finalizan la carrera y la conversación, que me ha resultado tan provechosa.
          Camino algunos metros y veo la puerta de entrada al restaurante. Es un local recogido aunque no demasiado pequeño, elegante, agradable; ubicado en el corazón del paseo de Recoletos, y cuya discreción con la identidad de los clientes siempre les ha caracterizado, teniendo en cuenta que por allí pasan a menudo políticos en activo y retirados, personalidades internacionales, gentes de las letras, de la cultura y del espectáculo en general. Y la inmensa mayoría suelen repetir.
          Una vez acomodada en la mesa, me sirven un vino blanco por gentileza de la casa. Concretamente de Diego Morilla, el dueño de todo esto. Heredó el negocio de su padre y lo modernizó, consiguiendo, con intensa dedicación, ganarse el respeto entre los del oficio. Le busco con la mirada, levanto un poco la copa, me tira un beso, y me da a entender por señas que, como sabe que tú llegarás tarde, vendrá después a departir un rato conmigo. Sin embargo, la llegada de un ex ministro, con cinco o seis personas más, requiere su presencia. Apretón de manos, abrazo y reclamo de Diego a uno de sus camareros más veteranos, que se ocupe junto a él de los recién llegados. Miro el teléfono y no tengo ninguna llamada. Tampoco la esperaba, si te soy sincera, pero quizá se te había ocurrido enviarme un mensaje de texto. Nada. Ni llamada, ni mensaje, ni correo electrónico. El día menos pensado, mira que te digo, no te espero.
          Recuerdo la primera vez que me citaste aquí como si fuera ahora mismo. Hacía poco que las cosas me iban bien. Llevaba cierto orden en mi vida, tenía equilibrio económico, empezaba a configurar un perfil profesional que me abría hueco, maduraba con mayor sosiego cada decisión que tomaba y la opinión que tenía de las cosas, y, lo mejor de todo: gracias a una amiga común, nos habíamos conocido. Quizá porque somos tan distintos, nos gustamos tanto desde el principio. Elegiste los platos que tomaríamos y un Rioja de crianza que quitaba el hipo; supongo que lo harías para impresionarme, porque con el tiempo pude comprobar que fuiste aleccionado por Diego. Y claro, con tanta magia, el postre y el licor del final, comprenderás que diera por sentado que estábamos muy cerca de explorar la distancia corta. No me equivoqué. Ha llovido mucho desde entonces. Hemos tenido experiencias buenas y otras que lo han sido menos, pero de todas hemos salido creciendo juntos y sin traicionarnos.
          Hoy me enfrento a un nuevo reto en nuestra relación. Debo comunicarte que me han ofrecido un proyecto tentador fuera del país y que no contemplo la posibilidad de rechazarlo, aunque eso significa que tenemos que separarnos algunos meses y posponer nuestros planes de futuro inmediato. Sin embargo, ¡me vas a apoyar!, y con ello cuento. No obstante… No sé… Igual era mejor contártelo en casa, sentados en nuestro sillón, con Aretha Franklin de fondo, un coñac en copa grande y la gata maullando en el alféizar de la ventana. ¡Cuánto te retrasas! Casi estoy por llamarte, no sea que haya pasado algo y no puedas avisar, o no quieras preocuparme. Y así, mientras ando de un lugar para otro en el zaguán de mis pensamientos, regreso a este lado de la realidad cuando oigo tu voz inconfundible, tus fuertes pisadas, y el abrazo sonoro que os habéis dado Diego y tú. Llegas a mí disculpándote, juntas tu boca con la mía, y entonces el universo se me remueve. Cenamos, entre risas, guiños y caricias. Pides la cuenta. Arrancas el coche. Llegamos a casa. Lo que sigue, nos pertenece sólo a nosotros.

domingo, 11 de marzo de 2012

La cena

La víspera del aniversario de boda de sus padres (sesenta y cuatro años juntos) fue a cenar con ellos, porque al día siguiente, cuando lo celebrara el resto de la familia, él estaría volando rumbo a Helsinki, al frente de una comisión española de cirujanos cardiovasculares desplazada a la zona para asistir a un simposio mundial. Le gustaba visitarles a menudo, lo pasaban en grande, y, además de hacerle compañía, le daban de comer muy bien, cosa que agradecía, ya que, desde el divorcio, andaba escaso de ambas cosas. Su madre seguía siendo el músculo de aquella casa, el sostén para los nueve hijos, la complicidad para los nietos, y el refugio de hoy para el marido que ayer fue mujeriego. Pero con el paso de los años, empezaban a aparecer cambios visibles: desgana, apatía, desmemoria… El padre, ingeniero técnico de telecomunicaciones, les enseñó desde niños a ser optimistas, positivos, emprendedores y decididos, valores que después, en la etapa de adultos, servirían para relativizar cualquier problema. La velada resultó entrañable, y aprovechó los pocos momentos de silencio para estudiarlos a fondo, leyendo a través de movimientos ralentizados posibles dolencias que ellos con mucha picardía intentaban ocultar. Sumido en esos pensamientos, regresó a la realidad cuando su madre estaba sacando, de un estuche de metal, un puñado de pastillas que compartió con el marido. Entonces reparó en un ligero temblor que aparecía a ratos en el labio inferior del padre. Recogió, o mejor dicho ayudó a recoger la mesa, metieron los cubiertos en el friegaplatos, y, por no contrariarles, cortó una porción del bizcocho que guardó en un recipiente desechable en la mochila. Un rato más contándoles detalles del viaje y se iría, porque a las siete de la mañana lo iban a buscar para llevarlo al aeropuerto. Cuando se levantó para ponerse el abrigo, vio a su madre avanzar por el pasillo con mucha dificultad y desaparecer tras la puerta de la alcoba, para volver al poco con una especie de amuleto de la suerte, que se habían traído de la India cuando hicieron el viaje por las bodas de oro. El hijo lo guardó en el bolsillo delantero del pantalón, prometiéndole que lo llevaría consigo porque para ella, eso de Helsinki, debía de estar al otro lado del mundo.
          Treinta minutos antes de la medianoche empezaron a despedirse en el ascensor. Sabía lo que vendría a continuación, porque era todo un clásico: prolongar los abrazos, el consejo, las caricias… Todo con tal de ganar unos minutos más con el pequeño de sus hijos y que éste viera lo fuertes que aún estaban, pero la realidad decía todo lo contrario y a él se le afeaba el remordimiento por dejarles solos, como si solapando su vida a la de ellos fuera un remedio para desacelerar la vejez. Tenía por delante un largo camino a pie, y un puñado de estaciones con doble trasbordo hasta llegar a su domicilio. Caminaba aprisa, notando el peso de los libros que cargaba en la mochila. Libros de medicina, de conferenciantes expertos en cirugía cardiovascular, y El niño republicano, de Eduardo Haro Tecglen, algo de literatura que siempre le gustaba llevar. Alcanzó la boca del metro, se quitó el gorro de lana, sacudió el relente de sus ropas y descendió escaleras abajo. En el vagón, contándole a él, eran cinco personas. Una mujer de piel oscura entrada en años, otra recién salida de su jornada laboral a juzgar por su cara de cansancio, y una pareja de jóvenes pegados a la pantalla táctil de su iPhone, que abandonaban tan sólo para besarse. El médico se sentó un poco alejado del resto para concentrarse, sacó el Manual John Hopkins de procedimientos en Cirugía cardíaca y un cuaderno para tomar notas. Todavía faltaba para llegar a Legazpi, donde realizaría el primero de los trasbordos, cuando irrumpieron en el vagón tres mujeres desencajadas y un hombre con los ojos llenos de ira. Por sorpresa, las empujó con brusquedad hacia donde estaban los demás viajeros, sacó una pistola y apuntándoles indistintamente, dijo: “Hagan lo que les digo y nadie sufrirá daños”.
          Todo ocurrió tan deprisa que se quedaron noqueados y sin capacidad de reacción. Separó a la chica violentamente del novio, y, poniéndole el revólver en la sien, pidió un teléfono para comunicar con el exterior. La mujer de piel oscura le ofreció el suyo, pero el secuestrador la ninguneó, y le dijo al médico: “Tú, llama a la policía y diles que quiero que paren el metro dentro del túnel, que tengo rehenes y que si no hacen lo que les digo, moriréis todos. ¡Vamos coño!”. Obedeció y, diez minutos más tarde, recibieron una llamada de la dirección de Metro advirtiendo de lo peligroso que sería detener el convoy en una vía que no estaba muerta, pero las súplicas de las mujeres no dejaban otra salida. El convoy se detuvo y el médico recordó lo que dice Elvira Lindo, en su último libro Lugares que no quiero compartir con nadie: “Defenderse es un buen síntoma, sí”, pero él era cobarde, lo reconocía, e incluso acarició la idea de detener el tiempo, echar marcha atrás, y volver al salón de sus padres donde, con fruición, comería otro pedazo de bizcocho. Sin embargo, estaba allí. Atrapado en las tripas de la ciudad, en mitad de la nada y en  manos de un demente, un paria, un suicida. De nuevo establecieron comunicación con el exterior. Ésta vez, el jefe superior de la Policía de Madrid atendió personalmente la llamada. El secuestrador montó todo aquello porque era portador del VIH en fase terminal y quería que encontraran a su ex, la llevaran allí y la convencieran para que le diera una segunda oportunidad. Si no lo hacían, la primera en caer sería la mujer negra. Facilitó todos los datos que tenía sobre el paradero de su ex novia, pero cabía la posibilidad de que hubiese cambiado de domicilio.
          Empezaba a ponerse violento. Habían transcurrido más de tres horas y no tenían noticias. Los minutos pasaban lentamente. La espera se hacía insostenible. Una hora después, el sonido del teléfono les sobresaltó, y, por las contestaciones que daba el secuestrador, comprendieron que no estaba siendo fácil la búsqueda y, por consiguiente, pedían un poco más de tiempo. No dijo palabra, se giró hacia el joven de la iPhone y le descerrajó un tiro en el pecho. Impactado, el médico corrió en su auxilio, pero nada pudo hacer porque el disparo fue mortal. “Ahora me tomaréis en serio. Moveos, hostia”, y colgó. A eso de las diez treinta de la mañana  llamaron de nuevo. Tenían a la ex con ellos. Era una yonqui destruida casi totalmente por la heroína. El secuestrador accedió a negociar con un mediador. Al principio se mostró incrédulo pero, finalmente, consintió que avanzaran el convoy hasta la siguiente estación, donde aguardaba un dispositivo policial.
          Entraron muy despacio en la estación hasta que el metro se detuvo. Había tiradores por el recinto. Se abrieron las puertas y salieron todos, excepto el médico, que aún presionaba inútilmente la herida en el cuerpo muerto del muchacho. En el andén, custodiada por dos agentes, una mujer flaca, desaliñada y con síndrome de abstinencia, repetía una y otra vez: “pero que yo no he hecho nada. Joder, que estoy limpia”. El secuestrador, plantado frente a ella, no la reconoció. Miró a su alrededor y comprendió que no había escapatoria, que su novia nunca más sería su novia, y que todo estaba perdido. Cuando observó que uno de los tiradores le tenía a tiro, retrocedió hacia el interior del vagón sin soltar a la chica que, aterrorizada y temiendo por su vida, se había orinado encima. Entonces el médico reaccionó —defenderse es un buen síntoma, sí—, y, sin pensarlo dos veces, se abalanzó sobre el secuestrador, haciéndole soltar a la muchacha. Pero el galeno, con ese gesto heroico suyo para liberar a la chica, no pensó que se interpondría entre el secuestrador y el tirador cuando éste apretó el gatillo. De modo que aquel hombre bueno, que ya nunca llegó a Helsinki, ni comería el bizcocho de su madre, ni volvería a tocar el amuleto de la suerte que llevaba en el bolsillo, cayó herido de muerte. El secuestrador dejó caer el arma al mismo tiempo que esbozaba una sonrisa de derrota. Dos agentes lo redujeron en el suelo, lo esposaron y sacaron de allí a empujones ante la mirada de los presentes, llena de desprecio e incredulidad. Cuando llegó el Summa nada pudieron hacer por la vida del médico, que había entrado en parada. Se formó mucho revuelo. Los medios de comunicación trataban de hacer su trabajo, pero los agentes impidieron que tomaran imágenes de los fallecidos. Algunos familiares de las víctimas pedían información, pero de momento, nada podían decirles. Días más tarde, unos padres rotos de dolor, donaban  el cuerpo de su hijo a la ciencia, tal y como él habría querido.
          El día que se celebraba el juicio amaneció el cielo todo raso. El padre del médico, con dificultades respiratorias por una bronquitis que arrastraba desde hacía unas semanas, se empeñó en asistir pese al rotundo desacuerdo de los suyos. Fuera de la sala, la expectación crecía por momentos entre los medios acreditados para cubrir la noticia, que intentaban conseguir las primeras declaraciones de los familiares de las dos víctimas en el secuestro del metro. Poco antes de aglomerarse la gente para abuchear al preso, éste había llegado en furgón policial notablemente desmejorado, y asistido por un enfermero que no se separaba de él. Una vez dentro, los padres del médico, rotos de dolor, aunque con una templanza envidiable, se enfrentaron a la durísima prueba de mirar a la cara al presunto asesino de su hijo, un hombre cuya enfermedad lo tenía en las últimas y por quien no tuvieron ningún sentimiento de venganza ni de rencor.