15.
Las primeras órdenes ejecutivas
firmadas por Donald Trump cayeron como jarro de agua fría sobre las cabezas de
muchos estadounidenses, barbaridades tales como la aplicación de la pena de
muerte por encima de todo, máxime si el reo es negro, migrante, homeless
o vive bajo el umbral de la pobreza, argumentando que el uso de la pena capital
es una herramienta útil para disminuir el crimen, cuando ha quedado probado
realmente que no es así. A su lista de despropósitos ha añadido también la
peligrosa retirada de la Organización Mundial de la Salud, con lo que
representa en cuanto a la prevención de enfermedades como el ébola, el
VIH/sida, el cáncer, la malaria y tantas otras, alegando la mala gestión que,
según él, tuvo la OMS durante la COVID-19. Salirse del Acuerdo de París y, por
ende, decir adiós a la reducción de Gases invernadero a la que Estados Unidos
se había comprometido, por no hablar de Restaurar la “verdad biológica” que
reconoce solamente los géneros masculino y femenino, poniendo en riesgo los
delitos de odio hacia la población LGBTIQ+DIVERSIDAD SEXUAL Y DE GÉNERO. En
definitiva, un auténtico recorte de derechos y libertades retrocediendo a
épocas bastante feas y un varapalo para todas aquellas personas de bien que
sólo buscan no volver a caminar por el filo de la navaja.
–Hola.
Soy Ernesto Acosta y llamo por el asunto de sus suegros dijo por teléfono a una
de las personas que fueron a buscarle a EFC Everglades Fishing Company.
–En
realdad es mi compadre el interesado, enseguida se pone.
–Deme
una buena noticia, brother, y diga que sí –rogó el hombre rebosando de
alegría tras saludarle efusivamente.
–Vayamos
por partes, mi contacto en La Habana preferiría esperar al menos un par de
meses hasta que se calmen las protestas callejeras y la policía esté más
relajada, por lo que cuenta todo está un poco irritable y, al menor cambio,
detienen a la gente, sin ton ni son.
–Ya,
comprendo, pero ellos no van a aguantar, estamos seguros, sienten que su tiempo
se acaba por días. ¿Pueden hacer una excepción, por favor? –a pesar de la
revolución que estallaba en las calles, el morenito ya tenía el visto
bueno de Gilberto y Rodrigo, quienes estaban dispuestos a preparar la salida
inmediata de la pareja de octogenarios, no obstante, quiso tantear para
posponerlo, aunque fuese por un periodo breve.
–Como
le dije antes, sería más conveniente aguardar un poco, pero si ustedes así lo
desean, lo haremos.
–Si
es cuestión de dinero, no se preocupen, pagaremos lo que pidan –rogó el yerno
angustiado.
–¿Conocen
un restaurante prefabricado que está en el tramo de carretera que va de
Everglades City a Naples? –preguntó Ernesto.
–No,
pero lo encontraremos –un atisbo de esperanza aparecía en la lejanía.
–Entonces
nos vemos allí en un par de días –concluyó la conversación.
–Conforme
–cortaron la comunicación.
Contando
con que la US-41N/Tamiami Trail E. tuviese mucho tráfico, salió con varias
horas de antelación. Durante la larguísima recta encontró apenas media docena
de vehículos que le pasaron a gran velocidad, entre ellos, camiones cisterna
transportando agua a zonas del país que sufren fuertes sequías o cualquier otro
tipo de combustible para descargar más allá de las fronteras, lo cierto es que
aquellos monstruos sobre un escuadrón de ruedas daban un miedo espantoso. Quiso
llegar primero y disfrutar de su soledad. El diner, ubicado en el viejo
vagón de ferrocarril traído expresamente de Connecticut, continuaba poco
iluminado. Casi todo estaba igual: la bofetada de aire caliente seguía dando la
bienvenida a la clientela, igual a los olores desagradables que, al estar tan
mezclados, resultaba imposible identificar, así como los ruidos producidos por
algunos comensales al masticar, tal cual lo conservaba en su memoria. La vieja
máquina de discos amenizaba con los diferentes gustos musicales que, una panda
de moteros, seleccionaban a veces al tuntún. Echó un vistazo, comprobando que
no se había confundido de sitio, y se percató de que faltaba el camarero de
rasgos y acento latino, cuya edad rondaría los ochenta años.
–¿Qué
toma? –preguntó un gringo al otro lado de la barra, moviendo de un lado a otro
de la boca un palillo de dientes de madera de bambú.
–Una
cerveza de la marca mexicana Corona –chascó la lengua y quiso continuar–.
¿Ya no está el hombre que trabajaba aquí?
–No
–dijo tajante.
–Claro,
era muy anciano –expresó melancólico.
–Se
oyó que lo encontraron muerto cerca de este lugar, al parecer de hipotermia. ¡A
saber qué demonios es eso! –se retiró murmurando algo sin entenderle.
–Perdón
por el retraso señor Acosta, pero la carretera estaba infernal –dijeron los dos
hombres a los que esperaba.
–No
tiene importancia –pidieron dos bebidas de cola y ocuparon una de las mesas.
–Tenga
los datos que nos pidió –desdoblaron una hoja de papel amarillo a rayas y
escrita con caligrafía infantil.
–Perfecto
–dijo sin levantar la vista.
–También
hemos traído algo de dinero.
–Saben
que no es necesario, ya se lo dije –los miró a los ojos.
–Quizá
para mis suegros no, pero empléelo en Garber House, nos sentiremos muy
honrados de contribuir con algo en esa gran obra, aunque sea poco –el morenito
lo aceptó con disgusto.
–A
partir de este momento no sabrán el paradero que tendrán en Cuba, lo hacemos
así por motivos de seguridad, tanto para ellos como para quienes van a
ayudarlos a embarcar. En cuanto estén a salvo, y hayan pasado unos días,
contactaré de nuevo con ustedes.
Quiso
saber algunos detalles del matrimonio, por ejemplo: a quiénes se dejaban en La
Habana, cuántos hijos y nietos emigraron a Florida u otro Estado o país, qué
les alejaba políticamente del régimen, si creyeron y participaron de la
revolución cubana, encabezada por Fidel Castro y convertida después en la
dictadura que aún hoy perdura, detalles menudos para entender por qué, a tan
avanzada edad, les urgía salir de la isla. Una vez puesta en marcha la
maquinaria, Rodrigo los llevó a una casa de confianza en la que permanecieron
dos semanas y media, dándole tiempo a Gilberto de convencer a dos músicos,
amigos suyos, para acompañarlos en la balsa y de paso cumplir sus sueños de
tocar en una orquesta importante de Broadway. Aunque la travesía fue complicada,
los ancianos se comportaron como auténticos campeones, expertos en navegación,
y sin amedrentarse cuando la virulencia del mar zarandeó la rústica
embarcación, sin embargo, aunque les salió bien, cometieron el grave error de
amarrarse con la cuerda que sujetaba dos bidones de agua, ya que, en caso de
volcar, se habrían ahogado inevitablemente, pero la suerte estuvo de su lado y
salieron de aquel infierno unas millas más allá.
–Suban,
están a salvo, todo irá bien –dijo Ernesto tras presentarse–. Ahora iremos a mi
casa y en breve estarán con su familia.
–Gracias
–dijeron con los ojos llenos de lágrimas y las manos entrelazadas.
–Garber
House será, de momento, su hogar. Haremos una vida sencilla saliendo a
pescar y disfrutando de los atardeceres al tiempo que contemplamos la Bahía de
Chokoloskee –explicó mientras que la pareja entró en una especie de letargo,
entonces él comprendió que debía guardar silencio y dejar que asimilasen todo
lo acontecido.
–¿Por
qué hace esto? –preguntó el hombre una mañana a la hora del brunch.
–Estamos
en el mundo para ayudarnos, además, en mi caso concreto, es una manera de darle
sentido a este maravilloso espacio –señaló todo el recinto de su propiedad.
–Su
tío Rodrigo nos habló mucho de usted –confesó la mujer– y de lo solidario que
es.
–¡Bah!,
es un exagerado, no hagan caso. –Convivieron tres meses con el morenito
porque así lo quisieron, disfrutando mutuamente de la compañía, aprendiendo a
ser mejores, ejerciendo la empatía y lo de ponerse en la piel del otro. Por su
parte, Ernesto, aprendió de ellos la sabiduría que dan los años. Un día, de
repente, a la caída del Sol, sonó el celular y escuchó con atención la voz del
otro lado, colgó, lo puso sobre la mesa y dejó pasar algunos minutos.
–Mañana
salimos temprano para Miami, su familia les espera…
Durante
el viaje de vuelta pensó en cómo murió el anciano que trabajaba en el diner.
El abandono en Estados Unidos a los más vulnerables cuyo abanico oscila desde
las personas mayores, a los menores más desfavorecidos, ha aumentado con la era
Trump. Ernesto Acosta recordó un episodio que sucedió al poco de estar en
Florida y la suerte que siempre ha tenido de cruzarse, por lo general, con
buena gente. Los mellizos Garber se caracterizaban por ser muy reservados entre
sí manteniendo historias paralelas que el otro desconocía o eso pensaban. Una
vez al año Tracy desaparecía tres o cuatro jornadas seguidas sin decir a dónde
iba, pero esa vez se llevó consigo al morenito. En el transcurso de diez
horas de viaje, para un trayecto de 433 millas, por la I-75 N, desde
Chokoloskee hasta Valdosta, en el condado de Lowndes, Georgia, no cruzaron
palabra, acompañados solamente por las voces de la radio y la del encargado de
la gasolinera donde pararon a repostar. Amurallada por árboles centenarios y
rodeada de una gama de colores otoñales se encontraba la casa de construcción
sencilla, en Cranford Ave. Ernesto no se atrevió a preguntar pero, conforme se
adentraban en la ciudad, comprendió que visitarían a alguien. Es necesario
recordar que, para enlazar la historia, cuando Tracy entierra a sus padres y
permanece dos meses en alta mar, fue el periodo en el que compartió muchas
noches de luna con Madison, una aventurera empeñada en alcanzar un sueño
imposible: cruzar el Océano Pacífico de Norte a Sur, pero el azar tenía otros
planes muy diferentes para ella. A finales de noviembre amaneció la mar algo
revuelta, sin embargo, para Tracy había llegado el momento de volver con
Andrew, se despidieron y Madison puso rumbo hacia un destino desconocido.
Prometieron visitarse, una lo cumplió, la otra no pudo.
–Pórtate bien, morenito –le dijo Tracy bajándose de la
camioneta.
–Descuida,
lo haré. ¿Adónde vamos? –preguntó con esa inocencia innata de la adolescencia.
–Enseguida
lo verás, y de esto ni una palabra al gruñón de mi hermano.
–Vale,
no temas, a él también le guardo secretos –soltó una risa nerviosa.
–¡Uy!,
ya me olía yo algo –tocaron en la puerta y abrió una mujer menuda, de pelo
largo, liso y rubio, con acento portugués, las hizo entrar hasta una sala muy
amplia, despejada de muebles y bastante luminosa donde una mujer, semi tumbada
en un sillón de hospital, apuraba las últimas horas antes de la cena y de la
llegada de los invitados.
–Hola,
querida. ¿Cómo está la señora? –preguntó Tracy a la brasileña entrando deprisa.
–Miss
Garber, empieza a negarse a comer, a ver si usted la hace entrar en razón, dice
que no puede tragar.
–Lo
intentaré, pero ya sabes lo testaruda que es. ¿Has consultado al médico? –apenas
dejó responder a la otra.
–Sí,
pero dice que es normal y que la obligue.
–Deja de mirar a la chica, morenito, que se te van a saltar
los ojos –expresó Tracy casi regañándole. Los tres se colocaron delante de la
mujer que no podía siquiera girar la cabeza–. ¿Cómo vas? ¿Mejor? –ella asintió
esbozando una leve sonrisa.
–Me
llamo Ernesto y soy pescador. Ayudo a Andrew con la barca –el muchacho hizo así
su carta de presentación, pero comprendió que había un problema y temió haber
metido la pata.
–Telma,
llévalo a la cocina y dale algo de comer, por favor.
–Claro,
ahora mismo –desaparecieron por una de las puertas.
–¿Qué
le pasa? ¿Por qué no habla? –quiso saber.
–¿Te
gusta el pastel de carne? –evitó responder.
–Probemos,
me lo suelo comer todo.
–¿Está
bueno? ¿Quieres más? –el chico aceptó.
Madison
sufrió un ictus trombótico en alta mar y fue rescatada tres semanas después por
unos marineros que faenaban en dichas aguas, cuando la bajaron de la ambulancia
en el muelle del Griner Medical Group, en Valdosta, uno de los trombos
se había escondido en una zona del cerebro de difícil acceso y localización
causando un daño irreversible que la paralizó todo el lado derecho del cuerpo.
Las secuelas de la respiración asistida, además de disfagia, desencadenó el
gravísimo problema de dificultad a la hora de expresarse, lo cual fue
encerrándola, poco a poco, dentro de sí misma. Una enfermera del turno de noche
que la había cogido mucho cariño, la presentó a su amiga Telma, una brasileña
de fuertes sentimientos, amante de los gatos, de cualquier disciplina de
relajación y con gran capacidad para comprender y aceptar las carencias y
debilidades del otro, viéndolo siempre desde distintos puntos de vista. El día
que Madison regresó del largo ingreso en el hospital, prácticamente arruina y
con una perspectiva de vida a muy corto plazo, Tracy fue con ellas.
–Estoy
segura de que les irá bien –dijo la enfermera mientras la colocaban en el
sillón del que casi ya no se movió.
–Haré
lo posible para que así sea –aseguró Telma. Madison pidió que la dejasen sola
con Tracy, así que las otras dos empezaron a ordenar el material sanitario.
–¿Qué
ocurre, amiga? –la cogió la mano izquierda entre las suyas, previo a haberle
limpiado una lágrima que le caía por la mejilla.
–Parece
una buena chica –articuló entrecortando las palabras.
–Seguro,
y va a cuidar de ti muy bien, ya lo verás. Vendré todos los meses a supervisar
y traer alimentos –la tristeza de Madison era desgarradora, así como su
impotencia y la desmotivación para seguir viviendo, sin embargo, algo muy
potente la empujaba a continuar, pese a no tener perspectiva de horizonte donde
mirar.
–Hemos acabado de colocar las cosas en la habitación, compruebe a
ver si falta algo que crea necesario –dijo la enfermera, entre tanto, la
brasileña, se acercó adonde estaba la mujer y le limpió un hilo de saliva que
caía desde su boca.
Después
de morir Tracy, Ernesto las visitó un par de veces para llevarles comida,
artículos de aseo y de farmacia, pero notó que a Madison la incomodaba su
presencia. El último día se entretuvo en reparar la bisagra superior de la hoja
de una ventana descolgada, cogió la caja de la camioneta y, de paso, revisó
otras cosas que estaban deterioradas. Se despidió dejando algunos dólares sobre
la mesa y se fue sabiendo que no volvería nunca más. Cuando Telma se hizo cargo
de los cuidados de Madison hasta que murió, venía de vivir una infancia,
adolescencia y juventud austera, reprimida y complicada, su severo padre anuló
completamente su personalidad, creándola una serie de complejos y desconfianza
en sí misma que la empujó siempre a tener un bajísimo nivel de autoestima. El
amor a los gatos, las prácticas de relajación y todas sus disciplinas y el
respeto a la naturaleza hicieron que, poco a poco, paso a paso, empezase a
descubrir facetas suyas desconocidas hasta entonces. Al quedarse otra vez sola
sacó un pasaje solo de ida a su patria, donde se retiró a meditar a la selva
amazónica brasileña.
El
27 de febrero de 2025 llegó un avión al Aeropuerto Internacional José Martí de
La Habana cargado con 104 deportados de Estados Unidos. Ernesto Acosta pensó en
todas aquellas personas a las que junto a su tío y primo Rodrigo y Gilberto
Núñez ayudaron a salir de Cuba, y también en él mismo y en la suerte que tuvo de
que la balsa en la podría haber naufragado, se topase con la barca de los
Garber, a pesar de arrastrar siempre consigo la tragedia de haber visto
ahogarse a los suyos. A la caída de la tarde, cuando la intensidad de la luz es
ya muy baja, el morenito se sentó con las piernas cruzadas frente a la
Bahía de Chokoloskee, sacó de la bolsa estanca varios objetos que atesoraba y
los acarició uno a uno, contextualizando cada recuerdo en el lugar y en la
fecha exacta, como quien encaja las piezas de un puzzle que está a punto de
completar y respira hondo. Entonces, pasó la yema de los dedos por encima del
tatuaje de la luna llena con el nombre de su madre: Mirta, en el centro, pensó
en Rodrigo, devorado por el Alzheimer que, si algo tuvo de bueno, fue que no se
enteró de la muerte de su hija Elsa. Y también en Gilberto, que sigue cantando
con su guitarra por las calles de La Habana, para poder comprar un cuartico
de arroz. Rodeado de absoluto silencio, con el corazón rebosando de gratitud y
el estómago digiriendo los peces recién pescados, concluyó que era un tipo un
afortunado.