domingo, 13 de abril de 2025

La otra Florida

15.

Las primeras órdenes ejecutivas firmadas por Donald Trump cayeron como jarro de agua fría sobre las cabezas de muchos estadounidenses, barbaridades tales como la aplicación de la pena de muerte por encima de todo, máxime si el reo es negro, migrante, homeless o vive bajo el umbral de la pobreza, argumentando que el uso de la pena capital es una herramienta útil para disminuir el crimen, cuando ha quedado probado realmente que no es así. A su lista de despropósitos ha añadido también la peligrosa retirada de la Organización Mundial de la Salud, con lo que representa en cuanto a la prevención de enfermedades como el ébola, el VIH/sida, el cáncer, la malaria y tantas otras, alegando la mala gestión que, según él, tuvo la OMS durante la COVID-19. Salirse del Acuerdo de París y, por ende, decir adiós a la reducción de Gases invernadero a la que Estados Unidos se había comprometido, por no hablar de Restaurar la “verdad biológica” que reconoce solamente los géneros masculino y femenino, poniendo en riesgo los delitos de odio hacia la población LGBTIQ+DIVERSIDAD SEXUAL Y DE GÉNERO. En definitiva, un auténtico recorte de derechos y libertades retrocediendo a épocas bastante feas y un varapalo para todas aquellas personas de bien que sólo buscan no volver a caminar por el filo de la navaja.
          –Hola. Soy Ernesto Acosta y llamo por el asunto de sus suegros dijo por teléfono a una de las personas que fueron a buscarle a EFC Everglades Fishing Company.
          –En realdad es mi compadre el interesado, enseguida se pone.
          –Deme una buena noticia, brother, y diga que sí –rogó el hombre rebosando de alegría tras saludarle efusivamente.
          –Vayamos por partes, mi contacto en La Habana preferiría esperar al menos un par de meses hasta que se calmen las protestas callejeras y la policía esté más relajada, por lo que cuenta todo está un poco irritable y, al menor cambio, detienen a la gente, sin ton ni son.
          –Ya, comprendo, pero ellos no van a aguantar, estamos seguros, sienten que su tiempo se acaba por días. ¿Pueden hacer una excepción, por favor? –a pesar de la revolución que estallaba en las calles, el morenito ya tenía el visto bueno de Gilberto y Rodrigo, quienes estaban dispuestos a preparar la salida inmediata de la pareja de octogenarios, no obstante, quiso tantear para posponerlo, aunque fuese por un periodo breve.
          –Como le dije antes, sería más conveniente aguardar un poco, pero si ustedes así lo desean, lo haremos.
          –Si es cuestión de dinero, no se preocupen, pagaremos lo que pidan –rogó el yerno angustiado.
          –¿Conocen un restaurante prefabricado que está en el tramo de carretera que va de Everglades City a Naples? –preguntó Ernesto.
          –No, pero lo encontraremos –un atisbo de esperanza aparecía en la lejanía.
          –Entonces nos vemos allí en un par de días –concluyó la conversación.
          –Conforme –cortaron la comunicación.
          Contando con que la US-41N/Tamiami Trail E. tuviese mucho tráfico, salió con varias horas de antelación. Durante la larguísima recta encontró apenas media docena de vehículos que le pasaron a gran velocidad, entre ellos, camiones cisterna transportando agua a zonas del país que sufren fuertes sequías o cualquier otro tipo de combustible para descargar más allá de las fronteras, lo cierto es que aquellos monstruos sobre un escuadrón de ruedas daban un miedo espantoso. Quiso llegar primero y disfrutar de su soledad. El diner, ubicado en el viejo vagón de ferrocarril traído expresamente de Connecticut, continuaba poco iluminado. Casi todo estaba igual: la bofetada de aire caliente seguía dando la bienvenida a la clientela, igual a los olores desagradables que, al estar tan mezclados, resultaba imposible identificar, así como los ruidos producidos por algunos comensales al masticar, tal cual lo conservaba en su memoria. La vieja máquina de discos amenizaba con los diferentes gustos musicales que, una panda de moteros, seleccionaban a veces al tuntún. Echó un vistazo, comprobando que no se había confundido de sitio, y se percató de que faltaba el camarero de rasgos y acento latino, cuya edad rondaría los ochenta años.
          –¿Qué toma? –preguntó un gringo al otro lado de la barra, moviendo de un lado a otro de la boca un palillo de dientes de madera de bambú.
          –Una cerveza de la marca mexicana Corona –chascó la lengua y quiso continuar–. ¿Ya no está el hombre que trabajaba aquí?
          –No –dijo tajante.
          –Claro, era muy anciano –expresó melancólico.
          –Se oyó que lo encontraron muerto cerca de este lugar, al parecer de hipotermia. ¡A saber qué demonios es eso! –se retiró murmurando algo sin entenderle.
          –Perdón por el retraso señor Acosta, pero la carretera estaba infernal –dijeron los dos hombres a los que esperaba.
          –No tiene importancia –pidieron dos bebidas de cola y ocuparon una de las mesas.
          –Tenga los datos que nos pidió –desdoblaron una hoja de papel amarillo a rayas y escrita con caligrafía infantil.
          –Perfecto –dijo sin levantar la vista.
          –También hemos traído algo de dinero.
          –Saben que no es necesario, ya se lo dije –los miró a los ojos.
          –Quizá para mis suegros no, pero empléelo en Garber House, nos sentiremos muy honrados de contribuir con algo en esa gran obra, aunque sea poco –el morenito lo aceptó con disgusto.
          –A partir de este momento no sabrán el paradero que tendrán en Cuba, lo hacemos así por motivos de seguridad, tanto para ellos como para quienes van a ayudarlos a embarcar. En cuanto estén a salvo, y hayan pasado unos días, contactaré de nuevo con ustedes.
          Quiso saber algunos detalles del matrimonio, por ejemplo: a quiénes se dejaban en La Habana, cuántos hijos y nietos emigraron a Florida u otro Estado o país, qué les alejaba políticamente del régimen, si creyeron y participaron de la revolución cubana, encabezada por Fidel Castro y convertida después en la dictadura que aún hoy perdura, detalles menudos para entender por qué, a tan avanzada edad, les urgía salir de la isla. Una vez puesta en marcha la maquinaria, Rodrigo los llevó a una casa de confianza en la que permanecieron dos semanas y media, dándole tiempo a Gilberto de convencer a dos músicos, amigos suyos, para acompañarlos en la balsa y de paso cumplir sus sueños de tocar en una orquesta importante de Broadway. Aunque la travesía fue complicada, los ancianos se comportaron como auténticos campeones, expertos en navegación, y sin amedrentarse cuando la virulencia del mar zarandeó la rústica embarcación, sin embargo, aunque les salió bien, cometieron el grave error de amarrarse con la cuerda que sujetaba dos bidones de agua, ya que, en caso de volcar, se habrían ahogado inevitablemente, pero la suerte estuvo de su lado y salieron de aquel infierno unas millas más allá.
          –Suban, están a salvo, todo irá bien –dijo Ernesto tras presentarse–. Ahora iremos a mi casa y en breve estarán con su familia.
          –Gracias –dijeron con los ojos llenos de lágrimas y las manos entrelazadas.
          Garber House será, de momento, su hogar. Haremos una vida sencilla saliendo a pescar y disfrutando de los atardeceres al tiempo que contemplamos la Bahía de Chokoloskee –explicó mientras que la pareja entró en una especie de letargo, entonces él comprendió que debía guardar silencio y dejar que asimilasen todo lo acontecido.
          –¿Por qué hace esto? –preguntó el hombre una mañana a la hora del brunch.
          –Estamos en el mundo para ayudarnos, además, en mi caso concreto, es una manera de darle sentido a este maravilloso espacio –señaló todo el recinto de su propiedad.
          –Su tío Rodrigo nos habló mucho de usted –confesó la mujer– y de lo solidario que es.
          –¡Bah!, es un exagerado, no hagan caso. –Convivieron tres meses con el morenito porque así lo quisieron, disfrutando mutuamente de la compañía, aprendiendo a ser mejores, ejerciendo la empatía y lo de ponerse en la piel del otro. Por su parte, Ernesto, aprendió de ellos la sabiduría que dan los años. Un día, de repente, a la caída del Sol, sonó el celular y escuchó con atención la voz del otro lado, colgó, lo puso sobre la mesa y dejó pasar algunos minutos.
          –Mañana salimos temprano para Miami, su familia les espera…
          Durante el viaje de vuelta pensó en cómo murió el anciano que trabajaba en el diner. El abandono en Estados Unidos a los más vulnerables cuyo abanico oscila desde las personas mayores, a los menores más desfavorecidos, ha aumentado con la era Trump. Ernesto Acosta recordó un episodio que sucedió al poco de estar en Florida y la suerte que siempre ha tenido de cruzarse, por lo general, con buena gente. Los mellizos Garber se caracterizaban por ser muy reservados entre sí manteniendo historias paralelas que el otro desconocía o eso pensaban. Una vez al año Tracy desaparecía tres o cuatro jornadas seguidas sin decir a dónde iba, pero esa vez se llevó consigo al morenito. En el transcurso de diez horas de viaje, para un trayecto de 433 millas, por la I-75 N, desde Chokoloskee hasta Valdosta, en el condado de Lowndes, Georgia, no cruzaron palabra, acompañados solamente por las voces de la radio y la del encargado de la gasolinera donde pararon a repostar. Amurallada por árboles centenarios y rodeada de una gama de colores otoñales se encontraba la casa de construcción sencilla, en Cranford Ave. Ernesto no se atrevió a preguntar pero, conforme se adentraban en la ciudad, comprendió que visitarían a alguien. Es necesario recordar que, para enlazar la historia, cuando Tracy entierra a sus padres y permanece dos meses en alta mar, fue el periodo en el que compartió muchas noches de luna con Madison, una aventurera empeñada en alcanzar un sueño imposible: cruzar el Océano Pacífico de Norte a Sur, pero el azar tenía otros planes muy diferentes para ella. A finales de noviembre amaneció la mar algo revuelta, sin embargo, para Tracy había llegado el momento de volver con Andrew, se despidieron y Madison puso rumbo hacia un destino desconocido. Prometieron visitarse, una lo cumplió, la otra no pudo.
          –Pórtate bien, morenito –le dijo Tracy bajándose de la camioneta.
          –Descuida, lo haré. ¿Adónde vamos? –preguntó con esa inocencia innata de la adolescencia.
          –Enseguida lo verás, y de esto ni una palabra al gruñón de mi hermano.
          –Vale, no temas, a él también le guardo secretos –soltó una risa nerviosa.
          –¡Uy!, ya me olía yo algo –tocaron en la puerta y abrió una mujer menuda, de pelo largo, liso y rubio, con acento portugués, las hizo entrar hasta una sala muy amplia, despejada de muebles y bastante luminosa donde una mujer, semi tumbada en un sillón de hospital, apuraba las últimas horas antes de la cena y de la llegada de los invitados.
          –Hola, querida. ¿Cómo está la señora? –preguntó Tracy a la brasileña entrando deprisa.
          –Miss Garber, empieza a negarse a comer, a ver si usted la hace entrar en razón, dice que no puede tragar.
          –Lo intentaré, pero ya sabes lo testaruda que es. ¿Has consultado al médico? –apenas dejó responder a la otra.
          –Sí, pero dice que es normal y que la obligue.
          –Deja de mirar a la chica, morenito, que se te van a saltar los ojos –expresó Tracy casi regañándole. Los tres se colocaron delante de la mujer que no podía siquiera girar la cabeza–. ¿Cómo vas? ¿Mejor? –ella asintió esbozando una leve sonrisa.
          –Me llamo Ernesto y soy pescador. Ayudo a Andrew con la barca –el muchacho hizo así su carta de presentación, pero comprendió que había un problema y temió haber metido la pata.
          –Telma, llévalo a la cocina y dale algo de comer, por favor.
          –Claro, ahora mismo –desaparecieron por una de las puertas.
          –¿Qué le pasa? ¿Por qué no habla? –quiso saber.
          –¿Te gusta el pastel de carne? –evitó responder.
          –Probemos, me lo suelo comer todo.
          –¿Está bueno? ¿Quieres más? –el chico aceptó.
          Madison sufrió un ictus trombótico en alta mar y fue rescatada tres semanas después por unos marineros que faenaban en dichas aguas, cuando la bajaron de la ambulancia en el muelle del Griner Medical Group, en Valdosta, uno de los trombos se había escondido en una zona del cerebro de difícil acceso y localización causando un daño irreversible que la paralizó todo el lado derecho del cuerpo. Las secuelas de la respiración asistida, además de disfagia, desencadenó el gravísimo problema de dificultad a la hora de expresarse, lo cual fue encerrándola, poco a poco, dentro de sí misma. Una enfermera del turno de noche que la había cogido mucho cariño, la presentó a su amiga Telma, una brasileña de fuertes sentimientos, amante de los gatos, de cualquier disciplina de relajación y con gran capacidad para comprender y aceptar las carencias y debilidades del otro, viéndolo siempre desde distintos puntos de vista. El día que Madison regresó del largo ingreso en el hospital, prácticamente arruina y con una perspectiva de vida a muy corto plazo, Tracy fue con ellas.
          –Estoy segura de que les irá bien –dijo la enfermera mientras la colocaban en el sillón del que casi ya no se movió.
          –Haré lo posible para que así sea –aseguró Telma. Madison pidió que la dejasen sola con Tracy, así que las otras dos empezaron a ordenar el material sanitario.
          –¿Qué ocurre, amiga? –la cogió la mano izquierda entre las suyas, previo a haberle limpiado una lágrima que le caía por la mejilla.
          –Parece una buena chica –articuló entrecortando las palabras.
          –Seguro, y va a cuidar de ti muy bien, ya lo verás. Vendré todos los meses a supervisar y traer alimentos –la tristeza de Madison era desgarradora, así como su impotencia y la desmotivación para seguir viviendo, sin embargo, algo muy potente la empujaba a continuar, pese a no tener perspectiva de horizonte donde mirar.
          –Hemos acabado de colocar las cosas en la habitación, compruebe a ver si falta algo que crea necesario –dijo la enfermera, entre tanto, la brasileña, se acercó adonde estaba la mujer y le limpió un hilo de saliva que caía desde su boca.
          Después de morir Tracy, Ernesto las visitó un par de veces para llevarles comida, artículos de aseo y de farmacia, pero notó que a Madison la incomodaba su presencia. El último día se entretuvo en reparar la bisagra superior de la hoja de una ventana descolgada, cogió la caja de la camioneta y, de paso, revisó otras cosas que estaban deterioradas. Se despidió dejando algunos dólares sobre la mesa y se fue sabiendo que no volvería nunca más. Cuando Telma se hizo cargo de los cuidados de Madison hasta que murió, venía de vivir una infancia, adolescencia y juventud austera, reprimida y complicada, su severo padre anuló completamente su personalidad, creándola una serie de complejos y desconfianza en sí misma que la empujó siempre a tener un bajísimo nivel de autoestima. El amor a los gatos, las prácticas de relajación y todas sus disciplinas y el respeto a la naturaleza hicieron que, poco a poco, paso a paso, empezase a descubrir facetas suyas desconocidas hasta entonces. Al quedarse otra vez sola sacó un pasaje solo de ida a su patria, donde se retiró a meditar a la selva amazónica brasileña.
          El 27 de febrero de 2025 llegó un avión al Aeropuerto Internacional José Martí de La Habana cargado con 104 deportados de Estados Unidos. Ernesto Acosta pensó en todas aquellas personas a las que junto a su tío y primo Rodrigo y Gilberto Núñez ayudaron a salir de Cuba, y también en él mismo y en la suerte que tuvo de que la balsa en la podría haber naufragado, se topase con la barca de los Garber, a pesar de arrastrar siempre consigo la tragedia de haber visto ahogarse a los suyos. A la caída de la tarde, cuando la intensidad de la luz es ya muy baja, el morenito se sentó con las piernas cruzadas frente a la Bahía de Chokoloskee, sacó de la bolsa estanca varios objetos que atesoraba y los acarició uno a uno, contextualizando cada recuerdo en el lugar y en la fecha exacta, como quien encaja las piezas de un puzzle que está a punto de completar y respira hondo. Entonces, pasó la yema de los dedos por encima del tatuaje de la luna llena con el nombre de su madre: Mirta, en el centro, pensó en Rodrigo, devorado por el Alzheimer que, si algo tuvo de bueno, fue que no se enteró de la muerte de su hija Elsa. Y también en Gilberto, que sigue cantando con su guitarra por las calles de La Habana, para poder comprar un cuartico de arroz. Rodeado de absoluto silencio, con el corazón rebosando de gratitud y el estómago digiriendo los peces recién pescados, concluyó que era un tipo un afortunado.