domingo, 30 de marzo de 2025

La otra Florida

14.

Todo estaba listo para sacar de Cuba cuanto antes a las hermanas huérfanas de madre cuyo padrastro abusaba de ellas cada noche, y lo hacía con tanta violencia y agresividad que era imposible oponer resistencia temiendo por sus vidas. Gilberto Núñez ultimaba detalles con quienes traería artículos de aseo, baterías para radios y celulares que después venderían en el mercado negro, además de algunas medicinas imposibles de conseguir allí. Mientras tanto, Ernesto Acosta organizaba la estancia de los tres compatriotas en Garber House, poniendo mayor énfasis en las mujeres a las que proporcionaría lo necesario para la rápida migración a España, donde aseguraban tener algún allegado dispuesto a acogerlas. Improvisó, por tanto, un set de higiene personal para el viaje de ellas: cepillo y crema dental, peine, desodorante, champú, jabón, toallas sanitarias para la regla, colonia y un poco de maquillaje, así como un pequeño botiquín de primeros auxilios. Rodrigo Núñez, tío de ambos, esa vez se mantuvo al margen supervisando los protocolos para los siguientes balseros que partirían en dos o tres meses hacia Florida. Comenzaba a tener despistes significativos, por ejemplo, variar una o dos millas las coordenadas de la ruta, cambiar los nombres de los viajeros o traspapelar direcciones de contactos que podrían facilitar la estancia en otra ciudad tras de haber pasado un tiempo en Chokoloskee. El morenito revisaba el correo electrónico cuando le apareció la ventanita para aceptar videollamadas.
          –¿Qué tal, Gilberto? ¿Cómo te va? –Preguntó Ernesto.
          –Muy bien, brother. ¿Y a vos? –continuó el otro.
          –No me puedo quejar. ¿Tenéis ya las visas para venir de turistas y los pasajes? Me costó mucho enviarte el dinero.
          –Sí, todo está en orden, embarcamos pasado mañana. Una cosa, ¿tú has notado raro al tío Rodrigo? No sé, mijito, de un tiempo a esta parte no parece el mismo.
          –Hombre, así de pronto, no sabría decirte, no es igual por teléfono que verlo en persona, pero ahora que caigo, hace unos días le pedí la identificación de quienes completarán el próximo servicio y comenzó a nombrar a miembros de nuestra familia, reaccionó rápidamente gastando una de esas bromas suyas tan recurrentes.
          –La prima Elsa quiere llevarle al médico para tratarle de los despistes, por lo visto olvida cosas sencillas y básicas –comentó Gilberto–, pero él es tozudo y se opuso.
          –¿Crees que ha heredado la misma enfermedad de Alzheimer que la abuela? –preguntó Ernesto muy serio.
          –Cabe la posibilidad, claro que sí –su voz se oía entrecortada.
          –Vaya, se ve que la conexión en La Habana hoy falla bastante porque la imagen se queda congelada. ¿Me escuchas? ¡Hola! –ocurría a menudo por los continuos cortes que sufría el país. Con la conversación interrumpida intentó dejar cerrado el asunto del viaje por e-mail, recibió la confirmación y se emplazaron para reencontrarse en el Aeropuerto de Miami. Cuarenta y ocho horas después, Gilberto Núñez apareció con las dos muchachas demacradas, débiles y hambrientas, estaban asustadas, todo era nuevo y diferente para ellas. Al cabo de los días emprendieron viaje destino España, mientras tanto, los primos disfrutaron de buena pesca y puestas de sol.
          Aprovechando que las nietas jugaban al escondido con los amigos y las amigas, Rodrigo extendió en la mesa un mapa y trazó sobre él la ruta exacta para cruzar el estrecho de Florida, obviando que había introducido una leve variación que, una vez hechos a la mar, quizá apenas se notaría. Una cuadra más allá, en Crespo con Colón, el timbre risueño de las melodías de Celia Cruz esparció optimismo entre los habaneros y habaneras de destino incierto. Se miró las manos de piel arrugada y observó un tímido temblor en la derecha que disimuló sosteniéndola con la otra, para que la punta del lápiz no marcase fuera del continente. De repente, se le quedó la mente en blanco, no reconocía el sitio donde estaba ni aquellas paredes cubiertas con fotografías de antepasados que le resultaban ajenos. A los pocos segundos la silueta del aura tiñosa, ese ave carroñero cuya peculiaridad consiste en sobrevolar las ciudades buscando desperdicios, le transportó a una época más hermosa. Rondaban a su novia, además de él, dos de sus primos, otro vecino y un forastero que la invitaba a pastelitos y café. La joven que, por aquel entonces, estaba en el último curso de canto, se fijó en él, el más callado y delgaducho. Comenzaron a salir y rápidamente se casaron en Puerto Escondido, luego, instalados ya en La Habana, nacería Elsa. Rodrigo se sonrió al rescatar de sus recuerdos la voz de la niña, sin embargo, no se percató que detrás suyo, alguien luchaba por traerle de vuelta al presente.
          –¿Eso que es, papá? –preguntó Elsa, su hija.
          –Un mapa –dijo poniendo la mano sobre los números para taparlos.
          –No me tomes por tonta, y ahora me vas a explicar qué te traes entre manos con el sobrino americano recién aparecido. –No había vuelta de hoja, por tanto, empezó a hablar entusiasmado de Garber House, y de su visita a Chokoloskee, de la primera experiencia con los Valdés, muy conocidos por ella y de la necesidad que tenía de hacer algo por los compatriotas a pesar del dolor de ver la patria cada vez más vacía y empobrecida.
          –Cariño, me hago viejo y quiero ser útil mientras pueda. Ayudar a la gente es gratificante y te hermana con el ser humano. Sabes que aquí hay poca salida, y puede que algún día tú también lo hagas por las niñas.
          –¿El primo Gilberto está al corriente? –tenía los ojos enrojecidos, más que de enfado, de orgullo por tener un padre con mucha empatía.
          –Sí, junto a Ernesto, se ha encargado de coordinar la parte de aquí, la computadora no es lo mío y ellos la manejan bien –era consciente de que la chica podría sentirse ninguneada.
          –¿Confías en él y en mí no? –estaba al borde de las lágrimas.
          –No te dije nada para no comprometerte por tu trabajo –se acercó a abrazarla, le recordaba tanto a su madre: fuerte, resolutiva, con las ideas claras, luchadora, sensible…
          –Papá, soy tu hija y si estás metido en este lío quiero estar contigo, además puedo serviros de mucha ayuda, manejo información de primera mano.
          –No, puede crearte problemas y no estoy dispuesto, es arriesgado y no lo voy a consentir, otra cosa es que tú también quieras salir de Cuba, entonces ponemos en marcha la maquinaria.
          –Esta es mi patria, en este lugar han nacido mis hijas, he sido feliz con su padre hasta que nos abandonó y posiblemente moriré con la vista clavada en el Malecón. Soy habanera y he de arrimar el hombro en esta bella ciudad –introdujo los dedos en el cabello ensortija del hombre y le sonrió.
          –Mira a tu alrededor y dime si ves lo mismo que yo: hambre, desesperación, edificios en ruinas, gente resignada a vivir sin medicinas y casi sin los alimentos más básicos, familias enteras faltos de perspectivas, de futuro. ¿Ves lo mismo?
          –¿Pero si todos huimos qué será de nuestra tierra? ¿Quién la poblará y la hará crecer? Cerrarán las escuelas y los hospitales, el turismo no vendrá, se secarán las plantas, migrarán las aves y los artistas cayendo para siempre el telón en los teatros. ¿Qué será de nuestra cultura, gastronomía o costumbres? ¿Seremos los cubanos personas tan alegres fuera, como lo somos llenando de vida nuestras calles? ¿Quién velará a los muertos si desaparecemos? Perderemos la biografía, la identidad, las raíces, la memoria y la lucha de aquellos que lo dieron todo por mejorarnos a nosotros, no habrá servido de nada. Los viejos morirán solos, sin nadie que les tome de la mano para hacer más llevadera la recta final, cerrarán las incubadoras y ya no habrá futuro –él se quedó pensativo, en el fondo era un argumento bastante convincente, aunque también es muy lícita la postura del inmigrante cuyo objetivo se fundamenta en el derecho a prosperar.
          –Estoy orgulloso de ti, eres portadora de opiniones muy sólidas y envidiables. ¡Qué gran trabajo hizo tu madre contigo transmitiéndote dichos valores!
          –¡Anda, adulador! ¿Van a seguir esta ruta los balseros? –le puso una mano sobre el hombro mientras le rozaba la mejilla con la yema de los dedos.
          –Sí, según Ernesto es la más segura –respondió con desgana.
          –¿Quiénes van? –el afán por saber la delataba tratando de ayudar en la sombra.
          –Cariño, cuanto menos sepas, mejor. –La pequeña de las niñas entró regañando con sus hermanas porque siempre perdía en todos los juegos. Él dobló el mapa y ayudó a la nieta mayor a poner la mesa, Elsa sirvió el arroz con frijoles que había preparado Rodrigo.
          Un sábado por la mañana se presentaron unos cubanos en EFC Everglades Fishing Company preguntando por el morenito, les dijeron que no había ido a trabajar porque se encontraba enfermo, tras mucha insistencia, el jefe les dio la dirección. Tal y como aprendió de Tracy, sudaba el resfriado en la cama, a base de leche caliente y tragos de coñac. Las sábanas, que iba cambiando tal cual se mojaban, las tenía amontonadas en un rincón, jurándose reponer fuerzas y tenderlas frente a la Bahía de Chokoloskee. Habían pasado nueve días y se encontraba mucho mejor, así que, puso verduras a hervir, las retiró y se bebió el caldo con todas las vitaminas. Del garaje, cogió los utensilios de pesca, se colocó el chaleco salvavidas y se ajustó las prendas de abrigo, tenía la nevera vacía y le apetecía truchas para cenar. Enganchó el remolque de la barca en la camioneta y revisó el botiquín, así como las botellas de agua y bengalas. Faltaban muchas horas para que se escondiese el sol. El ruido de un vehículo acercándose le obligó a levantar la vista.
          –Buscamos a Ernesto Acosta –el acento cubano era inconfundible.
          –Soy yo –dijo pendiente de los enganches–. Ustedes dirán.
          –¿Ayuda a gente a salir de Cuba? –fueron directos y tajantes.
          –¿Quién lo dice?
          –Dos chicos que trabajan en un taller mecánico, cerca de la Calle Ocho, en Miami –blasfemó para sus adentros contra Osvaldo e Hilario Valdés por el chivatazo–, dicen que a ellos los sacó usted.
          –Bueno, no exactamente –evitaba dar detalles de la operación.
          –Ya sabe cómo están las cosas en la isla. Los suegros de aquí, de mi amigo –señaló al otro–, necesitan venir. Lo hemos intentado todo: desde la vía legal, hasta el soborno, pero nadie quiere arriesgar con personas mayores, y la verdad, tenemos que intentarlo porque estamos convencidos de que si siguen allí morirán de pena –comenzaban a darle confianza, parecían realmente interesados, de lo contrario su comportamiento habría sido muy diferente.
          –No es fácil, requiere de una preparación que ha de realizarse también desde allí –en su cabeza empezaba a matizarse la operación.
          –Por nosotros no hay inconveniente, díganos qué podemos hacer, y lo haremos.
          –De momento debemos aguardar unas pocas semanas, estamos a punto de sacar a otros compatriotas y no podemos hacerlo tan de seguido porque levantaríamos sospechas –tenía que consultarlo con Rodrigo y Gilberto antes de comprometerse–. ¿Dónde puedo localizarles? –intercambiaron los números de teléfono.
          –Así que, esta es la famosa Garber House de la que tanto hemos oído hablar –sacaron un montón de dólares y se los dieron.
          –Mientras que no concretemos no puedo aceptarlo –lo rechazaba con las manos.
          –Cójalo y compre víveres, quien venga lo va a necesitar –se fueron no con muchas esperanzas.
          Desde que publicó un artículo criticando a los hermanos Castro donde denunciaba la pobreza que embargaba cada rincón de la madre patria y lo oprimido que se sentía el pueblo privado de bienestar, Daura Estrada estaba escondida en un lugar que tan solo conocían Rodrigo y Gilberto Núñez. Profesora en preuniversitaria de Ciencias Sociales, Humanísticas y Económicas, fue ganando enemigos que afeaban la labor realizada con las alumnas y los alumnos instándoles a desarrollar una mente abierta a todo tipo de gente siempre desde el mutuo respeto. Cuando menos lo esperaban saltaba por encima del temario y les hablaba de política, de arte, de libertad de expresión, de derechos civiles peleados en la calle y de mantener muy bien amueblada la cabeza, sinónimo de manejar las exactas herramientas para expresar una firme opinión. Pero, esa vez se torcieron las cosas, corriéndose la voz de que iban a detenerla. Entonces, de noche, y sin ella saber cómo, su esposo e hijos abandonaron clandestinamente el país. Un amigo común se lo contó a Elsa, ésta a su padre y él a los sobrinos que inmediatamente se pusieron manos a la obra.
          –Perdonadme, no lo veo nada claro –dijo Rodrigo. Gilberto pasaba una mala racha y había vendido su celular por lo que compartía pantalla con Rodrigo en la videollamada gracias a la computadora prestada por Elsa.
          –La travesía, por seguridad, tiene que hacerla sola –indicó Rodrigo–. Tú solo tienes que salir a su encuentro y esconderla en Garber House, nosotros nos ocupamos de despistar sobre su paradero.
          –No lo conseguirá, las corrientes del estrecho de Florida arrastran cualquier cosa como si fuera papel de fumar. Una persona sola, remando, es un suicidio.
          –Pues es la única oportunidad que tiene de no acabar en la cárcel, así que, brother, traza una ruta lo más alejada posible de la Guardia Costera.
          Al noroeste de la ciudad, cruzando el túnel de la Bahía de La Habana, pasado el antiguo peaje, cerca del Castillo del Morro donde está el faro, encontraron una balsa deteriorada en la Playa del Chivo, poco transitada por turistas al estar contaminada de petróleo. Gilberto la ocultó detrás de unos matorrales y la fue reparando con paciencia, cuando comprendió que estaba lista, Ernesto y él se pusieron en marcha. Elsa, con la condición de no saber adónde iban, les prestó su carro. Vestida con prendas masculinas y ocultando la larga melena en el interior de una gorra militar, Daura Estrada salió de su escondite flanqueada por los dos hombres. En la parte trasera del automóvil, medio tumbada, les dijo que en el caso de no conseguirlo les dijesen a los suyos que murió por y para la libertad de los que vendrán detrás de ella. Durante 15 millas de navegación todo parecía en calma, sin embargo, de repente, por el horizonte apareció el monstruo de un tornado que nadie predijo. Sujeta con ambas manos a un asa de cuerda luchó con todas sus fuerzas para mantenerse a flote y, segura de haberlo conseguido, relajó los músculos de los brazos, se giró en redondo y, viéndose de frente contra la inmensa ola que la cubrió, supo que aquello era el final. El morenito, esperó durante horas. Caía la noche y también la impotencia de quien comprende que nada puede hacer por el náufrago, regresó a Chokoloskee y, tras varios intentos, no pudo comunicar con Cuba. A la mañana siguiente, un e-mail de Gilberto daba la triste noticia: el tío Rodrigo y yo hemos localizado la balsa, mejor dicho, lo que queda de su rudimentaria estructura, pero ningún resto humano. Al cabo de semana un cuerpo de mujer, en avanzado estado de descomposición, fue hallado en un punto desconocido de la costa cubana.
          –Anoche no pude conectar con vosotros –dijo Ernesto a los otros interlocutores.
          –Ya sabes mijito sufrimos un gran apagón –respondió Rodrigo.
          –Esperé a la mujer hasta que empezó a hacerse peligroso atravesar los Everglades.
          –No estaba previsto que surgiera una manga de agua tornádica –aclaró Gilberto–, cuyo torbellino atrapa cualquier cosa, debió de morir ahí.
          –¡Qué pena! –exclamó Ernesto–. A lo mejor todavía está perdida en el océano.
          –No, imposible, antes de amanecer hemos recorrido parte de la costa y había restos de la balsa, la conocemos por la lona.
          –En fin, tanto quien se arriesga como nosotros sabemos que existe ese altísimo riesgo. ¿Habéis decidido algo respecto al matrimonio que os propuse sacar? –hubo segundos de silencio que fueron eternos.
          –Haznos una propuesta firme y lo pensaremos…
          Recordando ahora aquel episodio en el escenario de esta convulsa actualidad donde tantas personas mueren por expresar lo que piensan, gente de a pie que se oponen a retroceder en derechos conseguidos; periodistas que se juegan el tipo por dar la noticia y luego acaban con un disparo en el pecho; activistas que denuncian pese a ser una y mil veces encarcelados; políticos que no convergen con la mentira, el despilfarro, las comisiones y son expulsados por la puerta trasera; artistas vetados por transgresores. En definitiva, seres humanos considerados molestos, como lo sería sin duda Daura Estrada chocando de lleno con la administración Trump y, puede que, engordando el número de deportados. Los habitantes de Chokoloskee iniciaban sus tareas, ajenos al resto del mundo, mientras que a Ernesto Acosta un remitente anónimo le hizo llegar, en un archivo comprimido, la serie documental Vietnam: La guerra que cambió América. Según pasaban las imágenes se estremecía con los testimonios de los supervivientes y su sufrimiento a consecuencia de las secuelas incurables, entonces cayó en la cuenta de lo poco que habíamos aprendido y del vil empeño de los dirigentes más controvertidos y polémicos por repetir lo peor de la Historia.

domingo, 16 de marzo de 2025

La otra Florida

13.

El domingo 29 de diciembre de 2024 los estadounidenses y el mundo entero despertó con la triste noticia de la muerte de Jimmy Carter a la edad de 100 años, en su modesta casa de Plains, donde siempre vivió, en el Estado de Georgia, rodeado de su familia. Quienes tienen ya una edad –el morenito estaba recién llegado a Chokoloskee y todavía era un niño– recuerdan que ganó las elecciones presidenciales de 1976 bajo el marco de la honradez y siempre fiel a sus principios, a los derechos humanos y a la defensa de la democracia. Fue un político entregado a todos los ciudadanos, prometiéndoles una gestión limpia y tranquila, lejos de lo ocurrido en el caso Watergate. Sin embargo, la crisis del petróleo y la toma de rehenes en la Embajada de Irán se lo llevaron por delante con un solo mandato. Una vez fuera de la Casa Blanca su figura creció al fundar con su esposa Rosalynn el Centro Carter, una ONG que actúa, entre otras muchas cosas, como mediadora en conflictos internacionales, también pelea para erradicar enfermedades en el Continente Africano y en cualquier lugar subdesarrollado social y económicamente haciendo hincapié en la importancia de proporcionarle a la gente recursos y herramientas en el ámbito del conocimiento para mejorar sus vidas, por todo ello, en 2002 le dieron el Premio Nobel de la Paz cuyo comité dijo de él: “Es probable que Jimmy Carter no pase a la historia de Estados Unidos como el presidente más eficaz, pero sin duda es el mejor expresidente que ha tenido el país”. Fue el último bastión que ganó como demócrata en el sur profundo, claro defensor de la ecología y la inclusión racial. Cabe destacar que consiguió reconciliar a Egipto e Israel gracias a los acuerdos de Camp David de 1978, justo decir que fue un hombre, en la máxima amplitud de la palabra: bueno. Ernesto Acosta sintió que debía rendirle su particular homenaje, salió por la parte de atrás hacia la Bahía, se agachó con cuidado de no caer al agua y tocando con la punta de los dedos las hierbas que brotaban sin orden en la orilla, permaneció un rato largo reflexionando, mirando al horizonte, su manera de rendir tributo a aquellos que considera importantes. De vuelta al hogar abrió el diario para seguir escribiendo, pero la llamada del encargado de EFC Everglades Fishing Company lo entretuvo unos minutos.
          –Está bien, señor. De acuerdo, iré a la misma hora de siempre –confirmó sin gana.
          –No nos falles, un grupo de excursionistas bastante numeroso han confirmado su llegada y hay que aprovechar la venta –manifestó interesado.
          –Pues lo dicho, ahí estaré –cortó la conversación, cogió una cerveza de la marca Corona y…
          Tras releer aquel e-mail que tiempo atrás le envió el primo Gilberto comunicando el delicado estado de salud de la prima Elsa y la urgencia para sacarla de la isla, puesto que en La Habana no tenían medios ni tratamiento –supo de su muerte cuatro días después en otro correo–, le vino a la memoria como se cruzaron sus caminos. Rodrigo Núñez desbordado respecto a la gestión de montar la infraestructura coordinada con Ernesto, labor a realizar más fácilmente por internet, y al no querer comprometer a su hija poniendo en riesgo quizá el puesto trabajo, eligió al sobrino de más confianza. Gilberto Núñez era músico callejero, un alma libre con múltiples contactos que sabía moverse muy bien entre los más vulnerables. También había hecho de mula –yendo a México y USA para traer mercancías difíciles de conseguir en Cuba–. A la cita del tío en un pequeño café que aún se mantenía en pie y como era habitual iba acompañado de su fiel guitarra. Tenía el pelo más largo, la barba poblada ocultando la pérdida de color en su piel. Estaba muy delgado, llevaba guayabera y pantalón amplio, cómodo, en tonos claros y ese característico ordenado desaliño que le hacía elegante. Le puso al corriente del principal objetivo de Garber House y de la ayuda que iba a pedirle, además de una hermética discreción, fundamental en este caso. El chico asentía previo a haber hecho cálculos mentales calibrando los pros y los contras, no obstante, tras dar tres bocados suculentos al sabroso dulce de coco, aceptó sin reparo.
          –Dentro de dos semanas viajo a Miami, una familia de aquí tiene un pequeño negocio y me paga el pasaje, la estancia y la alimentación, a cambio traigo maquinillas de afeitar, recambios de bolígrafos, ropa interior, un par de piezas de automóvil y tres celulares, podría aprovechar y conocer a Ernesto –entornaba los ojos para perder la mirada.
          –¡Qué buena idea! Se lo diré, vais a congeniar muy bien, estoy seguro –le vinieron a la imaginación los paisajes que compartieron juntos en la barca, las largas conversaciones a la caída de la tarde y esa serenidad que transmitía el morenito.
          –Nunca se ha hablado del naufragio de vuestro hermano y los suyos, se sabía, pero ninguno nos atrevimos a preguntar –dijo limpiándose la comisura de los labios con el pico de la servilleta.
          –No sabría decirte, supongo que, para no hacer sufrir a los abuelos, ellos fueron quienes peor lo pasaron, llegaban noticias confusas, desalentadoras, otras con algún matiz de esperanza que se desvanecía al poco. Una mañana mientras tu padre y yo buscábamos la manera de ir a Florida y tratar de localizarlos, vino el hermano mayor de la madre de Ernesto a confirmar la muerte de los balseros que embarcaron aquel día y culparnos de meterles el gusanillo de la inmigración, sin embargo, apuntó el rumor de que posiblemente hubiera un superviviente, un chaval de 12 años y bien podría ser Ernesto. Intentamos recuperar los cuerpos y repatriarlos, pero no figuraban en ninguna lista de fallecidos, tampoco el nombre de quien se salvó. Fin de la historia, nos vimos obligados a desistir.
          –¿Y ahora como ha llegado a ti? –tenía curiosidad.
          –La abuela, muy sabia, dentro de la bolsa estanca del niño le puso una nota con mis datos completos, quería que también me fuese.
          –No te veo yo en otro lugar –afirmó convencido.
          –Pues no. En fin, como te decía, al cabo de muchos años recibí una carta suya y, desde entonces, andamos mano a mano para echar a andar Garber House. –Gilberto se puso a su entera disposición y, el morenito, fue al aeropuerto de Miami a conocerle. Congeniaron desde el minuto uno y colaboraron juntos hasta que arrancó el segundo mandato de Donald Trump…
          Ernesto Acosta, alienándose en diagonal, se acercó muy despacio hasta donde estaban los balseros evitando que volcasen al cortar las aguas con la proa. Era mediodía, el pronóstico del tiempo no daba tormenta y apenas asomaban nubes a lo lejos agrandando así la esfera del sol. El viento si traía rachas fuertes e intermitentes aumentando la sensación de frío al navegar. Tampoco había rastro de policía ni otras embarcaciones que les comprometieran y, aunque la suerte estuvo de su parte, extremaron las precauciones. Por un momento el morenito se bloqueó, miró a babor y estribor, y al reconocer el sitio empezó su propia batalla interna: “¡Argelina! ¡Papi! ¡Jorge! ¡Mami! ¿Me oís? ¡Socorro! –repetía una voz en su cabeza–. ¡Una cuerda, una cuerda, me ahogo! ¡Hijo! ¡Hijo! –gritaban–. ¡Mirta! ¡Agárrate, Mirta! ¿Dónde está mi niña? ¿Dónde está mi niña?”. No había nada, todos hundidos, todos ahogados. ¡No había nadie! El golpe seco en popa de un delfín juguetón le hizo reaccionar, se ajustó la gorra e iniciaron el traslado.
          –Subid a la barca, muchachos. Daos prisa y poneos los chalecos salvavidas y los chubasqueros para simular que venimos de pescar por si nos topamos con la Guardia Costera, llevan tiempo al acecho y no pasan una –haciendo alarde de las pocas fuerzas que les quedaban saltaron y se emocionaron al ver cómo el mar se tragaba la balsa con un zambullido violento.
          –Somos Osvaldo e Hilario Valdés –dijeron con un hilo de voz.
          –Bueno, cuando estemos en tierra haremos las presentaciones pertinentes. Bebed agua –sacó un par de botellas– y hacedlo poco a poco, estáis sofocados y los contrastes no son buenos para el organismo –arrancó el motor y comenzó a virar en dirección a la costa.
          –Gracias, Rodrigo nos hizo toda clase de advertencias, confiamos en él y, por supuesto, en ti –miraban de reojo los bocadillos, cada uno en su bolsa de cierre automático, el morenito se dio cuenta y con un gesto les indicó que podían comerlos. No habían avanzado casi nada cuando apareció de repente un helicóptero de la policía volando a media altura.
          –No os asustéis, es habitual que lo hagan, por eso traje tres cañas y una red, ese cubo con peces muertos no son comestibles, pero dan el pego –asintieron y rezaron para salir pronto de allí, aunque tardaron unas tres horas en llegar a Chokoloskee, disfrutando de la jornada y del paisaje. Los invitados, con el buche lleno, se quedaron dormidos entregados a la tranquilidad de que alguien velaba por ellos.
          –¿Cuál es el siguiente paso? –preguntaron una vez en la casa y tras haberse dado un buen baño y puesto ropa limpia.
          –Por la tienda en la que trabajo los sábados por la mañana va un pescador al que a veces ayudo en el mantenimiento de la barca, he de hablar con él, quizá os dé trabajo, eso allanaría bastante el camino, si conseguimos que os mantenga durante un año y un día, podríais acogeros a la Ley de Ajuste Cubano, como hice yo.
          –¿Eso qué significaría? –preguntaron incrédulos.
          –Que obtendríais la residencia y, en el caso de quererlo, la ciudadanía.
          –Entonces, recemos a la virgencita de la Caridad del Cobre, nuestra patrona.
          –Hacedlo vosotros.
          –¿Y tú?
      –Prefiero mantenerme al margen, no soy creyente, o sí, pero a mi manera, sin intermediarios. –Osvaldo e Hilario Valdés se miraron extrañados de que un cubano migrante como ellos no se encomendase a Jesucristo.
          Pasados algunos días, Ernesto Acosta clasificaba el pedido en el almacén y reponía expositores y estantes vacíos en la tienda. Abstraído en sus pensamientos y consciente de la complicada andadura iniciada, quizá debería concluir la colaboración en la tienda, pero necesitaba el empleo pese a los bajísimos ingresos que con ello aportaba. Sin embargo, y de momento, los gastos del hogar se habían triplicado con más bocas que alimentar y algo de efectivo para comenzar. Osvaldo e Hilario Valdés fueron los primeros inquilinos en Garber House, luego vinieron otros, y otros más, aunque llegó un momento que lo espaciaron al endurecerse las leyes y reforzar la vigilancia, resultando arriesgado exponerse. Como digo, andaba dándole vueltas a eso cuando entró el compañero.
          –Preguntan por ti –le dijo.
          –¿Quién? –balbuceo.
          –El viejo al que siempre le regalas algo –guiñó el ojo–, oye que me parece bien, también lo hago con clientes vip.
          –Ahora salgo, díselo, por favor –sonrió.
          –Voy –dio media vuelta y desapareció. El morenito pidió permiso al encargado y salió con el hombre a la calle.
          –Muchacho, lo que me pides es muy comprometido y yo tengo mucha edad para andar jugando con la justicia, además, una de mis hijas no quiere que siga solo y voy a vivir con ella en Colorado, sin embargo, te voy a ayudar, conozco a unos cubanos en Miami, tienen un pequeño negocio de reparación de automóviles y buscan aprendices, quizá…
          –Muchas gracias, eso es perfecto. Antes de irse venga a despedirse, tengo algo para usted, así no me olvidará –entró a la trastienda y salió con un pequeño estuche de madera con señuelos de colores que tenía reservado para sí.
          –Bueno, en la ciudad Woodland Park, no podré pescar, pero los llevaré conmigo por si acaso. Eres una buena persona y mereces conseguir en la vida todos tus propósitos, ojalá sepan apreciarlo tus protegidos. –Se fue con la nostalgia del que ya no regresará. Al cabo de los meses Osvaldo e Hilario Valdés se movían perfectamente entre motores, el taller no quedaba lejos de la calle Ocho, donde además de poseer los mejores comercios de la zona, regentados en su mayoría por latinos, también estaba el Paseo de la Fama, con estrellas especiales para artistas exiliados.
          Rodrigo Núñez acompañó a su sobrino Gilberto hasta el Aeropuerto Internacional José Martí rumbo a Florida. Desde el principio el morenito y él descubrieron que les unían más cosas de las que les separaban. Las primeras cuarenta y ocho horas en suelo estadounidense las pasó en Chokoloskee, conociendo las intenciones de ese allegado que había aparecido en sus vidas de repente. Impresionado con la increíble historia de supervivencia narrada desde las entrañas por el primo Ernesto, asombrado ante la solidaridad y empatía de Andrew y Tracy, tan escasa en el mundo, y arrepentido de no haber sido más valiente para abandonar también la isla, se sinceró como jamás lo había hecho con nadie, contándole sus debilidades y esa sensación de sentirse, al cabo de los años: institucionalizado por el régimen y la fidelidad que mantuvo siempre hacia el Compañero Fidel: El Comandante.
          –Así que eres músico. ¿Qué género tocas?
          –De todo un poco, los turistas piden y yo les complazco, aunque cada vez hay menos, las cosas por allá están complicadas y encuentras extranjeros con cuentagotas.
          –A este pueblo no llegan noticias, el estadounidense es muy local, apenas interesa lo que ocurre fuera del condado e incluso del vecindario.
          –¿Y tú sigues el mismo patrón? No lo creo, de lo contrario te importaría un bledo las calamidades de la madre patria. –Nunca se lo preguntó, pero no quiso responder y cambió de tema.
          –Tengo cintas de cassette de Antonio Machín, Compay Segundo, Celia Cruz, entre otros, suelen venderlas en las gasolineras. Aún recuerdo a la abuela cantar antiguas canciones cubanas, guardo imágenes sueltas en la memoria, supongo que no se corresponden unas con otras, pero yo las he juntado y en momentos de nostalgia echo mano de ellas.
          –La esposa del tío Rodrigo me enseñó cuanto sé, era una profesora de canto extraordinaria, cariñosísima, lástima que no tuviera oportunidad de darse a conocer fuera del país, habría sido una gran concertista de piano. La nieta mayor tiene cualidades para seguir sus pasos, ojalá vuele muy alto internacionalmente.
          –Imagino que estarás al corriente de todo esto –señaló al vacío–. Me gustaría saber tu opinión al respecto y si cuento con tu colaboración.
          –Digo yo que si estoy aquí es para hacerlo. Eres un tipo fantástico y de alguna manera, a pesar de lo sufrido, te has reconciliado con la vida canalizando dicho agradecimiento en algo tan inocente como apoyar a los demás –Ernesto sintió halago.
          –Vamos a sacar a una chica de veinte años y otra adolescente, son hermanas y están huérfanas, pero no queremos hacerlo por los canales habituales, es decir, en balsa hasta unas millas antes de llegar a Cayo Hueso donde yo las recogería. Es una travesía muy dura y podrían morir, máxime realizándolo solas. Habíamos pensado que vinieran contigo, prepararíamos un viaje en plan ocio donde después tú volverías con artículos de primera necesidad ejerciendo igual que otras veces de mula, y para eso te necesitamos, sabes cómo funciona el mercado, tienes los contactos empresariales y lo mejor, te mueves como pez en el agua. Correré con todos los gastos, incluido tu porcentaje.
          –No sé, no lo veo muy claro, son demasiado jóvenes y va a ser difícil que algún empresario confíe en ellas.
          –De eso no te preocupes, nosotros nos encargamos.
          –Puede intentarse, pero no prometo nada –mostraba intranquilidad.
          –Si no estás convencido ahora es el momento de echarse atrás.
          –Deja que lo piense –dijo pensativo.
          –No tenemos mucho tiempo, el padrastro se mete en sus camas cada noche –el comentario caló hondo.
          Fueron varias las colaboraciones que realizaron juntos, incluso ya sin Rodrigo. Una vez le ofreció quedarse en Florida, con él, sin embargo, el cubano dijo que si aceptaba sería como dejarse la piel olvidada sobre el Malecón. Siempre que le recuerda, sentado frente a la Bahía de Chokoloskee, saboreando un vaso de ron excelente, le vienen a la memoria los versos de Silvio Rodríguez que en más de una ocasión Gilberto Núñez cantó para él: “Tú me recuerdas las calles de La Habana Vieja/La Catedral sumergida en su baño de tejas/Tú me recuerdas las cosas, no sé, las ventanas/donde los cantores nocturnos cantaban/Amor a La Habana, amor a La Habana”. Además de entonces, volvieron a estar juntos un par de veces más, sin embargo, la relación se fue apagando.
          –¡Eh, amigo! ¿Le sirvo otro? –preguntó el camarero.
          –No, gracias, tráigame la cuenta –respondió el morenito…

domingo, 2 de marzo de 2025

La otra Florida

12.

Desde la toma de posesión en el cargo del nuevo gobernador Rick Scott, la pena capital en Florida se aplicaba con demasiada frecuencia. Robert Brian Waterhouse, de 65 años, llevaba 31 en el corredor de la muerte acusado de violar y asesinar a Deborah Kammerer a la que conoció en un bar. La autopsia reveló el mapa de torturas encontradas en el cuerpo sin vida arrastrado por la marea hasta una playa de Tampa. Ejecutaron al preso en febrero de 2012, con inyección letal, en la prisión estatal de Starke, al norte del Estado. Acogiéndose al derecho a elegir “su última cena”, pidió chuletas de cordero, huevos fritos, dos tostadas, un trozo de tarta de cerezas, helado de nuez, jugo de naranja y leche, previo a eso estuvo tres horas en contacto físico con su esposa. Como suele ocurrir en hechos similares, manifestaciones diarias a las puertas de la cárcel, con defensores y detractores a favor y en contra de ajusticiar al reo, eran constantes, además de colarse también, pancarta en alto, supremacistas pertenecientes a alguna iglesia baptista proclamando la inminente llegada de Jesucristo, mientras condenaban a la mujer por pecadora y ser la tentación maligna del hombre, imágenes repetidas una y mil veces en las televisiones locales. Por el contrario, apenas un puñado de personas lanzaban consignas para abolir dicha pena hasta que eran acalladas por los radicales. A Ernesto Acosta, el morenito, cosas así le ponían el vello de punta y se encogía por dentro empatizando con el dolor y sufrimiento de las víctimas.
          –¿Ernesto quieres participar en el campeonato de pesca de tiburón toro? –le interpeló el encargado de la tienda donde trabajaba los sábados por la mañana.
          –Pero está prohibido, ¿no? –preguntó, mientras colocaba en su sitio algunos conos de sedal trenzado listos para vender.
          –Permiten una pieza por persona o dos por embarcación, sin embargo, ahora hay muchos y dicen que, si no se elimina un número determinado de ellos, peligran otras especies, además de los bañistas. Nosotros, junto a otras empresas del sector, lo patrocinamos.
          –Lo pensaré –así se lo quitó de encima, sin más explicaciones, no le apetecía nada hacerlo.
          –Vigila a aquel chico –señaló con el dedo justo al rincón de los expositores de gafas y guantes–, esconde algo debajo de la camisa.
          –¿Estás seguro? –preguntó incrédulo, no era la primera vez que el compañero se equivocaba en algo tan humillante.
          –Pues sí. Llamaré al jefe no sea que luego lo pague conmigo –descolgó el teléfono y al minuto el responsable se hizo cargo.
          –Deposita ahí todo lo que llevas, y vacía los bolsillos. ¡Vamos, que no tengo todo el día! –exigió con tono grosero, el muchacho, asustado, bajaba la cabeza, paralizado.
          –Solo miraba, se lo juro, no llevo nada, compruébenlo ustedes mismos –ofreció levantándose la camiseta más grande de su talla.
          –¿Y eso del pantalón? –casi le tira de un empujón.
          –Son cosas que voy encontrando por los caminos: piedras marinas, restos de desprendimiento rocosos, objetos semienterrados en la arena, materia extraña, me gusta estudiar cuanto acompaña nuestro hábitat y forma parte del entorno cotidiano.
          –¿Y dónde realizas tan ardua labor? –el responsable del negocio no daba crédito a semejante estupidez: ¿cómo era posible que un homeless, con pinta de muerto de hambre, tuviese ese don?
          –En un laboratorio con más gente que se dedica a lo mismo, si no me creen puedo demostrarlo –busco dentro del bolsillo trasero del pantalón, pero le interrumpieron.
          –¡Eh!, ni se te ocurra hacer ninguna tontería –dijeron, por si llevaba armas.
          –Señor –intervino Ernesto–, el muchacho no es ninguna amenaza, no hay más que verlo.
          –Tú y tus teorías de la buena gente, mira que te digo –gritó–: como nos la juegue te lo descuento del sueldo –dio media vuelta y volvió al despacho, el encargado se escabulló para no tener que aguantar las monsergas del morenito.
          –¿Te interesa algo en particular? –recorrieron juntos el establecimiento.
          –Va a ser el cumpleaños de mi novia, es muy aficionada a la pesca y pensé encontrar aquí algún regalo bonito para ella, aunque casi salgo esposado por la policía.
          –No les hagas caso, son un poco brutos y enseguida se ponen nerviosos –rieron–. Este conjunto de gorro y braga de cuello han llegado nuevos, su tejido cortaviento mitiga muchísimo el frío del mar, le gustará.
          –Gracias, seguramente. Me lo llevo –dudó de si hacerlo o no dado el trato recibido por parte de los otros empleados, pero lo hizo.
          –Que lo disfrute –dijo Ernesto entregándole la bolsa con sorpresa incluida: una caja de señuelos descatalogados.
          Ese sábado terminaron de trabajar muy temprano. Los estadounidenses pasaban por un momento delicado en lo referente a la economía debido a un incremento indiscriminados del precio de las aseguradoras privadas ya que el coste de los tratamientos en la mayoría de los casos arruinan a los usuarios, quienes, al no poder hacer frente a las elevadísimas facturas, se dejan morir; otra de las causas se debe también al hundimiento de algunas industrias dejando a miles de trabajadores desempleados lo cual les obligaba a ser bastante selectivos con los gastos recortando en aquellas cosas que no eran de primera necesidad, donde se incluye, obviamente, todo lo relacionado con el sector ocio. Semanas atrás, Ernesto Acosta, el morenito, escuchó comentar a alguien que acababan de abrir un diner de carretera en el tramo que va de Everglades City a Naples. Arrancó la camioneta y tomó la US-41N/Tamiami Trail E. Había mucho tráfico en sentido contrario, la mayoría, gente joven yendo quizá a divertirse lejos de su entorno a algún local de moda. Mientras conducía, sin quitar las manos del volante, pensó en el episodio recién ocurrido con el muchacho. No era la primera vez que presenciaba una escena discriminatoria por el simple hecho de las apariencias. Entonces recordó la vivida en propia piel. Tracy estaba muy resfriada, con fiebres tan altas que apenas se sostenía en pie, pero estaba pendiente de un pedido de varias redes cuyo pago se abonaría a la entrega de dicho material. Se celebraba la Feria Internacional del Barco de Miami donde se daban cita lo más adinerado de la sociedad, para adquirir lujosas embarcaciones que los llevaría de paseo a soltar adrenalina por alta mar. El patrón de un catamarán contacto con ella y les recomendó a veinte compañeros más, puesto que por toda la comarca sabían que la mejor tejedora era la señora Garber. Andrew y él emprendieron viaje con los paquetes en el maletero y protegidos con plásticos. Era la segunda vez que el morenito contemplaba el paisaje glamuroso de la ciudad, sus anchas avenidas, rascacielos perdiéndose en el infinito de la altura, ruido infernal en las calles y colores vivos allá donde mirase. La autopista que va por encima del canal, desde el distrito Downtown hasta el puerto, era un desfile de automóviles deportivos, ensordeciendo con sus tubos de escape a todo gas. Llegados al destino localizaron al hombre con quien debían tratar.
          –Me llamo Andrew y soy hermano de Tracy Garber –se presentó ante un tipo de complexión fuerte a quien mejor no contrariar.
          –¿Por qué no ha venido ella? –preguntó con desprecio.
          –Está enferma, un simple resfriado, nada importante. Aquí tiene lo acordado. Trae los paquetes –pidió a su acompañante.
          –¡Eh!, aguarde un momento. ¿Cómo se atreve a venir con el negro vestido de pordiosero? Si le ve el dueño, un pez gordo de las petroleras, se me cae el pelo –y girándose hacia el morenito exclamó–: ¡si lo tocas te corto el pescuezo! ¡Fuera!
          –Oiga, que el chico es como un hijo para nosotros, es ciudadano estadounidense, y no tiene usted ningún derecho a ofendernos de esa manera –dijo enfadadísimo, aunque los ojos encendidos del marinero le aterraron.
          –Déjalo, me subo a la camioneta –Ernesto quería evitar por todos los medios un encontronazo entre ambos hombres, pero Andrew era muy suyo y testarudo, y tampoco iba a consentir que le humillaran.
          –¡Quédate donde estás! –lo que sucedió a continuación fue un desencuentro verbal, potente y desagradable que a punto estuvo de llevar al traste el negocio de Tracy, pero lo que más le resarció fue ver acojonado a aquel grandullón delante de un Andrew muy crecido. Así recordó aquel episodio hasta que las luces de neón le trajeron de vuelta a la realidad.
          El diner, medio iluminado en mitad del descampado, era un viejo vagón de ferrocarril traído expresamente de Connecticut y acondicionado para funcionar como restaurante, igual a muchos que se encuentran por todo Estados Unidos, frecuentados, en su mayoría, por quienes están ya hartos de los McDonald’s y los Dunkin’ Donuts, y buscan, como él, el anonimato de la noche. Ernesto Acosta estacionó la camioneta en la única plaza libre junto al antiguo dispensador de gasolina en desuso. Al abrir la puerta lo primero que notó fue la gran bofetada de aire caliente movido por las aspas de la lámpara ventilador y mezclando los olores fuertes y desagradables concentrados ahí: restos podridos de vísceras de pescado adheridas a la ropa, fritos y todo aquello que transpira por la piel del ser humano. Las mesas, situadas a lo largo del establecimiento, estaban separadas de los taburetes de la barra tapizados en cuero rojo, por un estrecho pasillo cuyo suelo de baldosas, en tonos claros y oscuros, se veían impolutas. El camarero, de rasgos y acento latino, rondaba los ochenta años y, mientras se lamentaba de la poca vida que le quedaba por delante, enjuagaba la vajilla dejándola escurrir sobre una chapa mate. Los clientes, algunos habituales dada la confianza entre ellos, le instaban a darse prisa tomando nota de las comandas.
          –¿Café? –dijo, mostrando la dentadura podrida, amarillenta y a falta de alguna pieza.
          –Sí –respondió el morenito en inglés evitando emprender una charla.
          –¿De dónde eres? –no se daba por vencido.
          –De Chokoloskee –mencionó molesto y desganado.
          –¿Qué de dónde eres de verdad? –empezaba a perder las formas.
          –Nací en Cuba, pero salí de allí hace mucho, soy ciudadano americano.
          –Te equivocas, nunca dejas de ser de la patria donde se nace. ¡Nunca! –exclamó.
          –Además de café –pidió Ernesto–, quiero un panecillo de los grandes con pechuga de pollo rebozada, mucha salsa de tomate y queso fundido. –El hombre, con dedos huesudos y deformes se manejaba con dificultad.
          –Hijo, yo te conozco –se le acercó una mujer mayor–, eres el chico de los Garber, ¿verdad?
          –Sí, me llamo Ernesto. ¿Los conocía? –preguntó al borde de la emoción porque alguien los recordaba.
          –Tracy y yo éramos viejas amigas, pero ya sabes lo rara, testaruda e introvertida que llegaba a ser –dijo mirando al techo–. Una vez discrepamos por una tontería y nos distanciamos muchísimo, después me enteré de lo tuyo e hice intención de verla –chascó la lengua–, no obstante, son impulsos que vas dejando para mañana y nunca haces por pereza, por reparo o porque ha pasado tanto tiempo ya que no tiene mucho sentido…
          –Pues sí, a todos nos ocurre.
          –Luego se corrió la voz de la forma tan poco ortodoxa que tuvo de morir –hizo una breve pausa– y, no sé, no lo comparto, la vida no nos pertenece ni podemos acabar con ella cuando nos place, en cualquiera de los casos, lo sentí de veras, y pienso que, desde siempre, fue una mujer que afrontó muchas adversidades y siempre salió airosa.
          –Veo que la conocía bien –se movía continuamente en el asiento, tic recurrente en él cada vez que no estaba a gusto con alguien–. Hay decisiones difíciles de tomar, pero necesarias porque uno mismo lo entiende así, pese a salirse de las normas establecidas a ojos de los demás.
          –Estoy allí con la familia, si quieres unirte estaremos encantados.
          –No, gracias. Enseguida me voy. –Se despidieron saludándose con la mano. El morenito apreció recuperar la soledad, comió rápido, pagó dejando la propina obligatoria y regresó a su zona de confort donde pacientemente esperaría noticias.
          Aunque pasaba el tiempo y aún no sabía si los pajaritos de La Habana alzarían pronto el vuelo, él mantenía todo a punto y preparado para salir a navegar en cualquier momento. Durante las últimas semanas el ambiente en mar abierto estaba muy cargado al interceptar la Guardia Costera varias lanchas de narcos que trataban de acceder al país para introducir la mercancía ilegal por cualquier resquicio de la costa, de modo que, el más mínimo movimiento en falso de los balseros podría llevar al traste todo intento de alcanzar aguas estadounidenses. La vigilancia en el estrecho de la Florida era extremada, apenas faenaban barcos pesqueros por la zona temiendo ser confundidos con traficantes. Sin embargo, Ernesto lo hacía por ocio y para probar la ruta menos peligrosa hasta Cayo Hueso. Memorizó las coordenadas como le enseñaron Andrew y Tracy repitiendo el mismo itinerario cada día y regresando con apenas cuatro peces incomibles.
          –Buenos días. ¿Hacia dónde se dirige? –preguntó la Guardia Costera cuya lancha se detuvo impidiéndole el paso.
          –Voy a los Everglades a pescar truchas marinas, creo que hay bastantes –respondió el morenito.
          –Está un poco lejos de aquí, ¿no cree? –advirtió el guardacostas de mayor rango.
          –Uy, pues ahora que lo dice –Ernesto se azaró mucho–, es verdad. No tengo demasiada experiencia y a veces me pierdo. Daré la vuelta, menudo despiste, iba en dirección contraria.
          –No tan deprisa, gire hasta ponerse en paralelo a nosotros y pare el motor –obedeció con la boca seca y la lengua como lija.
          –Se confunden, yo no he hecho nada. ¿Qué ocurre?
          –Las preguntas las hacemos nosotros –dijo el agente que saltó de una barca a otra–, enséñeme la documentación del barco y la suya.
          –De acuerdo –Ernesto sacó la bolsa estanca y de ella sus papeles–. Tenga. –El otro, alargando el brazo se lo dio a los oficiales quienes comunicaron por radio con la central, tras unos minutos aclararon que todo estaba en orden. Una vez de vuelta cada cual a su sitio mostraron sus respetos con el saludo militar que él imitó llevándose los dedos de la mano derecha, muy juntos, hasta la visera de la gorra.
          A 93 millas de Cayo Hueso, en Cuba, Rodrigo Núñez ultimaba detalles con Hilario y Osvaldo García, de 35 y 37 años respectivamente, quienes recién terminaron de construir la balsa rudimentaria hecha de caños, cuerda y listones de madera, lista para llevarlos al paraíso soñado. Eran vecinos de La Habana, en la confluencia de San Lorenzo con Águila, a pocas cuadras del Malecón, donde compartían espacio con más miembros de la familia en una casa semi en ruinas. Dentro, en la planta baja, cubierta con diversos trapos para no verse a través de los huecos de las ventanas sin hojas ni cristales, los más pequeños y, por ende, más inocentes, jugaban alrededor de aquel mágico y extraño aparato en el que navegarían piratas dispuestos a llevarlos a ellos también al mundo donde abundaban los juguetes y los pasteles de guayaba con su hojaldre bien crujiente.
          –Si lo tenéis todo a punto hablaré con mi sobrino para concretar fecha –dijo Rodrigo.
          –Ven, mira –levantaron una esquina de los trapos–. De haber contado con mejores materiales la habríamos armado antes, esperemos que resista con nosotros encima, pero sí, estamos preparados para la aventura…
          –En cuanto sepa os digo. –Ese día Rodrigo Núñez aprovechó un momento que su hija Elsa no estaba y llamó a Ernesto para explicarle los motivos de la tardanza y comunicarle que los pajaritos tenían las alas curadas, el viento había amainado y se unirían a las camadas de aves migratorias, hay que localizar el nido y poner bebederos nuevos.
          –Perfecto –el morenito descifró el mensaje entendiendo que dos personas saldrían en balsa y había que recogerlos antes de avistar Cayo Hueso transportándolos a lugar seguro.
          Las luces del vecindario en Chokoloskee permanecían apagadas, tan solo se escuchaba el trasteo de los pescadores prestos a hacerse a la mar y el ladrido de los perros que salían con los cazadores al Parque Nacional de los Everglades en busca de presa. Era la 1:35 a.m. cuando Ernesto Acosta cargo una nevera portátil con botellas de agua y bocadillos fríos, añadió al equipaje dos chalecos más, a parte del suyo, chubasqueros, bengalas, el botiquín y una linterna bastante potente. Comprobó que llevaba consigo la navaja y para reforzar más el viaje en caso de volverse a topar con las Fuerzas Armadas cogió una red. Una vez en la barca agradeció a las alturas que el agua estuviese en calma, apenas sin oleaje, ni embarcaciones a la vista. En el horizonte, lejos, flotaba una mancha oscura, tal vez dos, como galletas subiendo y bajando con el vaivén de las olas. Tomó los prismáticos, acercó la imagen cuanto pudo y localizó unos puntos negros en mitad del océano. ¡Eran ellos!, ahí estaban, exhaustos, remando con las manos desde que perdieron el motor, impacientes y temerosos de ser descubiertos, pero agudizando el oído y enfocando bien la mirada al frente se quedaron muy quietos y con el corazón a punto de estallarles dentro del pecho, cuando vieron brillar en el firmamento las chispas de una bengala, entonces, un manojo de lágrimas cayó por sus mejillas como gotas de esperanza. Ahora, actualmente, algunos buques cargados con migrantes son retenidos en aguas de nadie a la espera de que la justicia internacional autorice el desembarco. Podríamos decir que, en ese sentido, la cosa ha empeorado.