14.
Todo estaba listo para sacar de
Cuba cuanto antes a las hermanas huérfanas de madre cuyo padrastro abusaba de
ellas cada noche, y lo hacía con tanta violencia y agresividad que era
imposible oponer resistencia temiendo por sus vidas. Gilberto Núñez ultimaba
detalles con quienes traería artículos de aseo, baterías para radios y
celulares que después venderían en el mercado negro, además de algunas
medicinas imposibles de conseguir allí. Mientras tanto, Ernesto Acosta
organizaba la estancia de los tres compatriotas en Garber House,
poniendo mayor énfasis en las mujeres a las que proporcionaría lo necesario
para la rápida migración a España, donde aseguraban tener algún allegado
dispuesto a acogerlas. Improvisó, por tanto, un set de higiene personal
para el viaje de ellas: cepillo y crema dental, peine, desodorante, champú,
jabón, toallas sanitarias para la regla, colonia y un poco de maquillaje, así
como un pequeño botiquín de primeros auxilios. Rodrigo Núñez, tío de ambos, esa
vez se mantuvo al margen supervisando los protocolos para los siguientes
balseros que partirían en dos o tres meses hacia Florida. Comenzaba a tener
despistes significativos, por ejemplo, variar una o dos millas las coordenadas
de la ruta, cambiar los nombres de los viajeros o traspapelar direcciones de
contactos que podrían facilitar la estancia en otra ciudad tras de haber pasado
un tiempo en Chokoloskee. El morenito revisaba el correo electrónico
cuando le apareció la ventanita para aceptar videollamadas.
–¿Qué
tal, Gilberto? ¿Cómo te va? –Preguntó Ernesto.
–Muy
bien, brother. ¿Y a vos? –continuó el otro.
–No
me puedo quejar. ¿Tenéis ya las visas para venir de turistas y los pasajes? Me
costó mucho enviarte el dinero.
–Sí,
todo está en orden, embarcamos pasado mañana. Una cosa, ¿tú has notado raro al
tío Rodrigo? No sé, mijito, de un tiempo a esta parte no parece el
mismo.
–Hombre,
así de pronto, no sabría decirte, no es igual por teléfono que verlo en
persona, pero ahora que caigo, hace unos días le pedí la identificación de
quienes completarán el próximo servicio y comenzó a nombrar a miembros de
nuestra familia, reaccionó rápidamente gastando una de esas bromas suyas tan
recurrentes.
–La
prima Elsa quiere llevarle al médico para tratarle de los despistes, por lo
visto olvida cosas sencillas y básicas –comentó Gilberto–, pero él es tozudo y
se opuso.
–¿Crees
que ha heredado la misma enfermedad de Alzheimer que la abuela? –preguntó
Ernesto muy serio.
–Cabe
la posibilidad, claro que sí –su voz se oía entrecortada.
–Vaya,
se ve que la conexión en La Habana hoy falla bastante porque la imagen se queda
congelada. ¿Me escuchas? ¡Hola! –ocurría a menudo por los continuos cortes que
sufría el país. Con la conversación interrumpida intentó dejar cerrado el
asunto del viaje por e-mail, recibió la confirmación y se emplazaron
para reencontrarse en el Aeropuerto de Miami. Cuarenta y ocho horas después,
Gilberto Núñez apareció con las dos muchachas demacradas, débiles y
hambrientas, estaban asustadas, todo era nuevo y diferente para ellas. Al cabo
de los días emprendieron viaje destino España, mientras tanto, los primos
disfrutaron de buena pesca y puestas de sol.
Aprovechando
que las nietas jugaban al escondido con los amigos y las amigas, Rodrigo
extendió en la mesa un mapa y trazó sobre él la ruta exacta para cruzar el
estrecho de Florida, obviando que había introducido una leve variación que, una
vez hechos a la mar, quizá apenas se notaría. Una cuadra más allá, en Crespo
con Colón, el timbre risueño de las melodías de Celia Cruz esparció optimismo
entre los habaneros y habaneras de destino incierto. Se miró las manos de piel
arrugada y observó un tímido temblor en la derecha que disimuló sosteniéndola
con la otra, para que la punta del lápiz no marcase fuera del continente. De
repente, se le quedó la mente en blanco, no reconocía el sitio donde estaba ni
aquellas paredes cubiertas con fotografías de antepasados que le resultaban
ajenos. A los pocos segundos la silueta del aura tiñosa, ese ave carroñero cuya
peculiaridad consiste en sobrevolar las ciudades buscando desperdicios, le
transportó a una época más hermosa. Rondaban a su novia, además de él, dos de
sus primos, otro vecino y un forastero que la invitaba a pastelitos y café. La
joven que, por aquel entonces, estaba en el último curso de canto, se fijó en
él, el más callado y delgaducho. Comenzaron a salir y rápidamente se casaron en
Puerto Escondido, luego, instalados ya en La Habana, nacería Elsa. Rodrigo se
sonrió al rescatar de sus recuerdos la voz de la niña, sin embargo, no se
percató que detrás suyo, alguien luchaba por traerle de vuelta al presente.
–¿Eso
que es, papá? –preguntó Elsa, su hija.
–Un
mapa –dijo poniendo la mano sobre los números para taparlos.
–No
me tomes por tonta, y ahora me vas a explicar qué te traes entre manos con el
sobrino americano recién aparecido. –No había vuelta de hoja, por tanto, empezó
a hablar entusiasmado de Garber House, y de su visita a Chokoloskee, de
la primera experiencia con los Valdés, muy conocidos por ella y de la necesidad
que tenía de hacer algo por los compatriotas a pesar del dolor de ver la patria
cada vez más vacía y empobrecida.
–Cariño,
me hago viejo y quiero ser útil mientras pueda. Ayudar a la gente es
gratificante y te hermana con el ser humano. Sabes que aquí hay poca salida, y
puede que algún día tú también lo hagas por las niñas.
–¿El
primo Gilberto está al corriente? –tenía los ojos enrojecidos, más que de
enfado, de orgullo por tener un padre con mucha empatía.
–Sí,
junto a Ernesto, se ha encargado de coordinar la parte de aquí, la computadora
no es lo mío y ellos la manejan bien –era consciente de que la chica podría
sentirse ninguneada.
–¿Confías
en él y en mí no? –estaba al borde de las lágrimas.
–No
te dije nada para no comprometerte por tu trabajo –se acercó a abrazarla, le
recordaba tanto a su madre: fuerte, resolutiva, con las ideas claras,
luchadora, sensible…
–Papá,
soy tu hija y si estás metido en este lío quiero estar contigo, además puedo
serviros de mucha ayuda, manejo información de primera mano.
–No,
puede crearte problemas y no estoy dispuesto, es arriesgado y no lo voy a
consentir, otra cosa es que tú también quieras salir de Cuba, entonces ponemos
en marcha la maquinaria.
–Esta
es mi patria, en este lugar han nacido mis hijas, he sido feliz con su padre
hasta que nos abandonó y posiblemente moriré con la vista clavada en el
Malecón. Soy habanera y he de arrimar el hombro en esta bella ciudad –introdujo
los dedos en el cabello ensortija del hombre y le sonrió.
–Mira
a tu alrededor y dime si ves lo mismo que yo: hambre, desesperación, edificios
en ruinas, gente resignada a vivir sin medicinas y casi sin los alimentos más
básicos, familias enteras faltos de perspectivas, de futuro. ¿Ves lo mismo?
–¿Pero
si todos huimos qué será de nuestra tierra? ¿Quién la poblará y la hará crecer?
Cerrarán las escuelas y los hospitales, el turismo no vendrá, se secarán las
plantas, migrarán las aves y los artistas cayendo para siempre el telón en los
teatros. ¿Qué será de nuestra cultura, gastronomía o costumbres? ¿Seremos los
cubanos personas tan alegres fuera, como lo somos llenando de vida nuestras
calles? ¿Quién velará a los muertos si desaparecemos? Perderemos la biografía,
la identidad, las raíces, la memoria y la lucha de aquellos que lo dieron todo
por mejorarnos a nosotros, no habrá servido de nada. Los viejos morirán solos,
sin nadie que les tome de la mano para hacer más llevadera la recta final,
cerrarán las incubadoras y ya no habrá futuro –él se quedó pensativo, en el
fondo era un argumento bastante convincente, aunque también es muy lícita la
postura del inmigrante cuyo objetivo se fundamenta en el derecho a prosperar.
–Estoy
orgulloso de ti, eres portadora de opiniones muy sólidas y envidiables. ¡Qué
gran trabajo hizo tu madre contigo transmitiéndote dichos valores!
–¡Anda,
adulador! ¿Van a seguir esta ruta los balseros? –le puso una mano sobre el
hombro mientras le rozaba la mejilla con la yema de los dedos.
–Sí,
según Ernesto es la más segura –respondió con desgana.
–¿Quiénes
van? –el afán por saber la delataba tratando de ayudar en la sombra.
–Cariño,
cuanto menos sepas, mejor. –La pequeña de las niñas entró regañando con sus
hermanas porque siempre perdía en todos los juegos. Él dobló el mapa y ayudó a
la nieta mayor a poner la mesa, Elsa sirvió el arroz con frijoles que había
preparado Rodrigo.
Un
sábado por la mañana se presentaron unos cubanos en EFC Everglades Fishing
Company preguntando por el morenito, les dijeron que no había ido a
trabajar porque se encontraba enfermo, tras mucha insistencia, el jefe les dio
la dirección. Tal y como aprendió de Tracy, sudaba el resfriado en la cama, a
base de leche caliente y tragos de coñac. Las sábanas, que iba cambiando tal
cual se mojaban, las tenía amontonadas en un rincón, jurándose reponer fuerzas
y tenderlas frente a la Bahía de Chokoloskee. Habían pasado nueve días y se
encontraba mucho mejor, así que, puso verduras a hervir, las retiró y se bebió
el caldo con todas las vitaminas. Del garaje, cogió los utensilios de pesca, se
colocó el chaleco salvavidas y se ajustó las prendas de abrigo, tenía la nevera
vacía y le apetecía truchas para cenar. Enganchó el remolque de la barca en la
camioneta y revisó el botiquín, así como las botellas de agua y bengalas.
Faltaban muchas horas para que se escondiese el sol. El ruido de un vehículo
acercándose le obligó a levantar la vista.
–Buscamos
a Ernesto Acosta –el acento cubano era inconfundible.
–Soy
yo –dijo pendiente de los enganches–. Ustedes dirán.
–¿Ayuda
a gente a salir de Cuba? –fueron directos y tajantes.
–¿Quién
lo dice?
–Dos
chicos que trabajan en un taller mecánico, cerca de la Calle Ocho, en
Miami –blasfemó para sus adentros contra Osvaldo e Hilario Valdés por el
chivatazo–, dicen que a ellos los sacó usted.
–Bueno,
no exactamente –evitaba dar detalles de la operación.
–Ya
sabe cómo están las cosas en la isla. Los suegros de aquí, de mi amigo –señaló
al otro–, necesitan venir. Lo hemos intentado todo: desde la vía legal, hasta
el soborno, pero nadie quiere arriesgar con personas mayores, y la verdad,
tenemos que intentarlo porque estamos convencidos de que si siguen allí morirán
de pena –comenzaban a darle confianza, parecían realmente interesados, de lo
contrario su comportamiento habría sido muy diferente.
–No
es fácil, requiere de una preparación que ha de realizarse también desde allí –en
su cabeza empezaba a matizarse la operación.
–Por
nosotros no hay inconveniente, díganos qué podemos hacer, y lo haremos.
–De
momento debemos aguardar unas pocas semanas, estamos a punto de sacar a otros
compatriotas y no podemos hacerlo tan de seguido porque levantaríamos sospechas
–tenía que consultarlo con Rodrigo y Gilberto antes de comprometerse–. ¿Dónde
puedo localizarles? –intercambiaron los números de teléfono.
–Así
que, esta es la famosa Garber House de la que tanto hemos oído hablar –sacaron
un montón de dólares y se los dieron.
–Mientras
que no concretemos no puedo aceptarlo –lo rechazaba con las manos.
–Cójalo
y compre víveres, quien venga lo va a necesitar –se fueron no con muchas
esperanzas.
Desde
que publicó un artículo criticando a los hermanos Castro donde denunciaba la
pobreza que embargaba cada rincón de la madre patria y lo oprimido que se
sentía el pueblo privado de bienestar, Daura Estrada estaba escondida en un
lugar que tan solo conocían Rodrigo y Gilberto Núñez. Profesora en
preuniversitaria de Ciencias Sociales, Humanísticas y Económicas, fue ganando
enemigos que afeaban la labor realizada con las alumnas y los alumnos
instándoles a desarrollar una mente abierta a todo tipo de gente siempre desde
el mutuo respeto. Cuando menos lo esperaban saltaba por encima del temario y
les hablaba de política, de arte, de libertad de expresión, de derechos civiles
peleados en la calle y de mantener muy bien amueblada la cabeza, sinónimo de
manejar las exactas herramientas para expresar una firme opinión. Pero, esa vez
se torcieron las cosas, corriéndose la voz de que iban a detenerla. Entonces,
de noche, y sin ella saber cómo, su esposo e hijos abandonaron clandestinamente
el país. Un amigo común se lo contó a Elsa, ésta a su padre y él a los sobrinos
que inmediatamente se pusieron manos a la obra.
–Perdonadme,
no lo veo nada claro –dijo Rodrigo. Gilberto pasaba una mala racha y había
vendido su celular por lo que compartía pantalla con Rodrigo en la videollamada
gracias a la computadora prestada por Elsa.
–La
travesía, por seguridad, tiene que hacerla sola –indicó Rodrigo–. Tú solo
tienes que salir a su encuentro y esconderla en Garber House, nosotros
nos ocupamos de despistar sobre su paradero.
–No
lo conseguirá, las corrientes del estrecho de Florida arrastran cualquier cosa
como si fuera papel de fumar. Una persona sola, remando, es un suicidio.
–Pues
es la única oportunidad que tiene de no acabar en la cárcel, así que, brother,
traza una ruta lo más alejada posible de la Guardia Costera.
Al
noroeste de la ciudad, cruzando el túnel de la Bahía de La Habana, pasado el
antiguo peaje, cerca del Castillo del Morro donde está el faro, encontraron una
balsa deteriorada en la Playa del Chivo, poco transitada por turistas al estar
contaminada de petróleo. Gilberto la ocultó detrás de unos matorrales y la fue
reparando con paciencia, cuando comprendió que estaba lista, Ernesto y él se
pusieron en marcha. Elsa, con la condición de no saber adónde iban, les prestó
su carro. Vestida con prendas masculinas y ocultando la larga melena en
el interior de una gorra militar, Daura Estrada salió de su escondite
flanqueada por los dos hombres. En la parte trasera del automóvil, medio
tumbada, les dijo que en el caso de no conseguirlo les dijesen a los suyos que
murió por y para la libertad de los que vendrán detrás de ella. Durante 15
millas de navegación todo parecía en calma, sin embargo, de repente, por el
horizonte apareció el monstruo de un tornado que nadie predijo. Sujeta con
ambas manos a un asa de cuerda luchó con todas sus fuerzas para mantenerse a
flote y, segura de haberlo conseguido, relajó los músculos de los brazos, se
giró en redondo y, viéndose de frente contra la inmensa ola que la cubrió, supo
que aquello era el final. El morenito, esperó durante horas. Caía la
noche y también la impotencia de quien comprende que nada puede hacer por el
náufrago, regresó a Chokoloskee y, tras varios intentos, no pudo comunicar con
Cuba. A la mañana siguiente, un e-mail de Gilberto daba la triste
noticia: el tío Rodrigo y yo hemos localizado la balsa, mejor dicho, lo que
queda de su rudimentaria estructura, pero ningún resto humano. Al cabo de
semana un cuerpo de mujer, en avanzado estado de descomposición, fue hallado en
un punto desconocido de la costa cubana.
–Anoche
no pude conectar con vosotros –dijo Ernesto a los otros interlocutores.
–Ya
sabes mijito sufrimos un gran apagón –respondió Rodrigo.
–Esperé
a la mujer hasta que empezó a hacerse peligroso atravesar los Everglades.
–No
estaba previsto que surgiera una manga de agua tornádica –aclaró Gilberto–, cuyo
torbellino atrapa cualquier cosa, debió de morir ahí.
–¡Qué
pena! –exclamó Ernesto–. A lo mejor todavía está perdida en el océano.
–No,
imposible, antes de amanecer hemos recorrido parte de la costa y había restos
de la balsa, la conocemos por la lona.
–En
fin, tanto quien se arriesga como nosotros sabemos que existe ese altísimo
riesgo. ¿Habéis decidido algo respecto al matrimonio que os propuse sacar? –hubo
segundos de silencio que fueron eternos.
–Haznos
una propuesta firme y lo pensaremos…
Recordando
ahora aquel episodio en el escenario de esta convulsa actualidad donde tantas
personas mueren por expresar lo que piensan, gente de a pie que se oponen a
retroceder en derechos conseguidos; periodistas que se juegan el tipo por dar
la noticia y luego acaban con un disparo en el pecho; activistas que denuncian
pese a ser una y mil veces encarcelados; políticos que no convergen con la
mentira, el despilfarro, las comisiones y son expulsados por la puerta trasera;
artistas vetados por transgresores. En definitiva, seres humanos considerados
molestos, como lo sería sin duda Daura Estrada chocando de lleno con la
administración Trump y, puede que, engordando el número de deportados. Los
habitantes de Chokoloskee iniciaban sus tareas, ajenos al resto del mundo,
mientras que a Ernesto Acosta un remitente anónimo le hizo llegar, en un
archivo comprimido, la serie documental Vietnam: La guerra que cambió
América. Según pasaban las imágenes se estremecía con los testimonios de
los supervivientes y su sufrimiento a consecuencia de las secuelas incurables,
entonces cayó en la cuenta de lo poco que habíamos aprendido y del vil empeño
de los dirigentes más controvertidos y polémicos por repetir lo peor de la
Historia.