11.
A un lado del rótulo tallado en
madera rústica donde pone Garber House, refugio de tránsito para
balseros hasta obtener la ciudadanía americana o migrar a otros países, ondeaba
la bandera de los Estados Unidos movida por esa brisa suave que sopla en
Chokoloskee. Adentro, en un lugar destacado de la casa, otra más pequeña junto
a la de Cuba hermanaban dos países enfrentados entre sí, pegada a ellas había
también un bello paisaje de Puerto Escondido, como si teniéndolo presente fuese
imposible olvidar sus raíces. En el otro extremo, rescatado de la bolsa estanca
donde guardaba documentos importantes, un viejo retrato de los abuelos maternos,
Eliseo y Mirta Núñez, mostrando aquellos dientes blanquísimos, enmarcados en
una amplia sonrisa y esa planta de buenas personas que siempre tuvieron. Antes
de la llegada de Rodrigo, el morenito le preparó la habitación de Tracy,
era la más luminosa e independiente de todas, mientras que él se quedó con la
de Andrew, con vistas a la Bahía, dejando libre la que ocupó anteriormente.
Terminando de poner sábanas limpias, y dos almohadas individuales, dio con la
punta del pie contra algo que había debajo de la cama, lo arrastró hacia fuera,
era una maleta tipo neceser, muy usada. La abrió, y miró el desordenado
contenido, una mezcla de cosas aparentemente sin sentido: propaganda
confederada, la Medalla de Victoria de la Segunda Guerra Mundial, un juego de
pendientes antiquísimos, un reloj de bolsillo con la cadena rota y, debajo de
todo, preservando grandes secretos, un libro con historias del wéstern
americano, cuyas hojas descosidas del lomo cayeron esparcidas por el suelo, al
recogerlas se fijó en un papel cuadriculado escrito con exquisita caligrafía.
“¡Estabas ahí, eh! –expresó en voz alta–, ahora podré agasajar a mi invitado
con este postre típico del sur de la Florida. Y así lo hizo.
–¿Qué
vas a hacer con estos ingredientes? –preguntó al sobrino.
–Un
dulce muy rico, espero que te guste y me salga bien, a veces, como cocinero,
soy un puro desastre –no quiso confesar que era la primera vez que la hacía.
–¿Qué
es? –Rodrigo mostró entusiasmado.
–Key
Lime Pie, la tarta de lima de los Cayos, original de aquí. Tracy nunca
desveló la receta, y la guardó tan bien que he tardado años en encontrarla.
–¿Qué
lleva?
–Ahora
lo verás –Ernesto se manejaba con torpeza entre cazuelas y sartenes.
–¿Puedo
ayudar? –se remangó la camisa mientras cantando Guantanamera llevando el
ritmo con mucho estilo.
–Claro
–sonreía–, desmenuza las galletas y mézclalas en este recipiente con la
mantequilla hasta formar una masa que podamos extender.
–¿Cómo
si fuera una torta de maíz de las grandes? –aclaró.
–Eso
es. Hay que calentar el horno a 180 ºC para meterla y después dejarla enfriar.
Mientras tanto, vamos a preparar el relleno –el morenito rememoró un
episodio relacionado con dicho manjar. Andrew se había metido en un manglar
poco profundo y, por consiguiente, peligroso, ya que la embarcación podría
encallar en cualquier momento. Tracy le guiaba para salir de allí lo antes
posible, sin quitarle ojo tampoco a Ernesto que, muerto de miedo, se aferraba
fuertemente al chaleco salvavidas. Cuando lo consiguieron paró el motor,
soltaron la red, lanzaron las cañas, y comieron bocadillos fríos, al final del
almuerzo, como por arte de magia, salió la sorpresa del interior de la cesta de
mimbre: tres suculentas porciones de Key Lime Pie, que el paladar
agradeció.
–Vale.
¿Qué hago? –Rodrigo estaba entusiasmado y Ernesto feliz de verle tan entregado.
–Bate
cuatro yemas de huevos, cuando lo tengas añádele leche condensada y este zumo
de lima que estoy exprimiendo –el morenito disfrutó entre fogones más
que nunca.
–Creo
que la base ya está fría –dijo muy seguro.
–Pues,
allá vamos –volcó la mezcla sobre el molde de galleta y la metió en la nevera.
Dos horas después, la decoraron con nata montada y rodajas de lima por encima.
–Da
pena estropear la obra de arte –comentó Rodrigo un tanto afligido–, es un
manjar desconocido para un cubano
–¡Bah!
Comamos. –Tras los atentados del 11-S el ambiente era muy convulso y Rodrigo,
con nacionalidad cubana, no quería que le relacionasen con la tragedia y
tomasen por presunto terrorista, así que, prefirió que los últimos días de
estancia en Chokoloskee transcurriesen en la casa, haciéndose compañía.
Mantuvieron largas sobremesas, compartieron emociones, confesiones bastante
delicadas y toda la batería de temores que a ambos les asaltaba.
–¿Te
gustaría viajar a la patria? –preguntó el hombre deseoso de escuchar una
respuesta afirmativa.
–¡Ahora!
¿Contigo? –se alarmó.
–Cuando
sea –sonrió–, en algún momento.
–No
me lo he planteado. De joven me dieron arrebatos y a punto estuve de hacerlo,
pero siempre ocurría algo que me ataba a este lugar, a este pueblo, a estas
aguas, a esas personas que, como ya he contado, hicieron tanto por mí.
–¿Qué
recuerdos guardas de allí?
–Apenas
nada: partidos de fútbol con los amigos, la escuela, a la profesora Carmela que
cuando tenía ataques de asma para no subir escaleras daba la clase en el
jardín, lo cual para nosotros era toda una alegría porque podías no prestar
atención sin que se diese cuenta, las calles llenas de personas alegres, lo
engalanados que íbamos el día conmemorativo del nacimiento de José Martí,
nuestro héroe nacional. No sé, estuve poco tiempo, aunque si indago en la
memoria me vienen imágenes mezcladas, muy vagas, quizá de los tíos y tías, pero
soy incapaz de asegurarlo, sobre todo, veo a una mujer cosiendo bajo la sombra
de una ceiba mientras movía los pies al son de la música habanera. Su piel
oscura brillaba como el cristal y llevaba siempre en la cabeza un turbante de
flores a juego con el vestido. A veces yo me acercaba y ella me daba caramelos.
–Era
mi esposa –en la mirada de Rodrigo apareció una cortina de tristeza.
–Háblame
de la familia, cuéntame cosas, no sé –sacó la botella de ron y sirvió dos vasos
bien colmados.
–¿Qué
quieres saber?
–Todo
–sonrió.
–De
los once hermanos que fuimos, sólo quedamos el que va delante de mí y yo, sigue
soltero y se ocupa de la abuela, nunca salió de Puerto Escondido, no tiene
oficio determinado ni empleo estable, allá donde necesitan mano de obra, va.
Tengo una hija, es historiadora, trabaja para el Gobierno, salió tan
inteligente como la madre; tiene tres preciosas niñas por las que despierto
cada mañana y ejerzo de abuelo consentidor, me adoran y yo a ellas también. Me
casé con la novia de toda la vida –hizo una pausa girando la alianza en su dedo–,
vivía dos cuadras más allá de la nuestra, fuimos muy felices. Nos trasladamos a
La Habana porque era profesora de canto en una escuela de música, no lejos del
Capitolio, nos iba bien hasta que hubo un brote de dengue y se complicó
derivando en un cuadro clínico muy grave. Murió en paz y rodeada de sus seres
queridos. Desde entonces le encuentro poco sentido a las cosas, pero tengo una
familia estupenda que aún me necesita.
–Lo
lamento de veras –no sabía qué decir.
–Gracias,
han pasado algunos años y aún no me hago a la idea de que ya no esté con
nosotros –fue a la pila y se mojó la nuca.
–¿Ves
mucho a la abuela? ¿La hablarás de mí? –quiso cambiar de tema.
–La
situación allá no permite realizar desplazamientos, escasea la gasolina y
apenas circulan carros, tenemos una distancia de unas 48 millas, lo más que
hago es llamar por teléfono. Además, como te dije, tiene alzhéimer y no creo
que recordase nada de vosotros, o sí, pero igual aparecían malos recuerdos y no
queremos que sufra. Pero sí tienes montones de primos, le diré a Elsa, mi hija,
que busque la manera de poneros en contacto. No obstante, te recomiendo que no
comentes con nadie la finalidad de tu maravilloso proyecto, nunca sabes quién
podría traicionarte por un puñado de plata.
–Tranquilo,
no lo haré, sólo a ella.
–Tampoco,
por su posición la pondrías en un compromiso, como he dicho, corren tiempos
difíciles –jamás se perdonaría arriesgar la vida de los suyos.
–¿Entonces
qué has contado de este viaje? –preguntó intrigado.
–¡Ay,
mijito! Los cubanos salimos de la isla a por mercancía para venderla
después en el mercado negro, a veces, a cambio de un simple cuartico de arroz,
por eso he de comprar algunas cosas para no levantar sospechas.
–¿Cómo
qué? –quería colaborar
–Cosméticos,
bolígrafos, cuadernos, productos de aseo, colonias, artículos que allí son casi
imposibles de encontrar.
–Perfecto,
mañana iremos a un par de tiendas, para hoy tengo otros planes. ¿Más café y
otro pedazo de tarta? –dijo lo más hospitalario que pudo sonar.
–Sí,
gracias. Por cierto, mencionaste a José Martí, nuestro Héroe de Cuba. ¿Conoces
la canción Guantanamera?
–Claro,
acabas de cantarla, y la tengo en una selección musical que compré hace mucho
en una gasolinera –respondió el morenito.
–Pues
la primera estrofa que dice: “Yo soy un hombre sincero/de donde crece la
palma/y antes de morirme quiero/ echar mis versos del alma”, está sacada de
su libro de poema “Versos sencillos”, esa letra la identifico con el desgarro,
con la persona que, arrancada de su lugar de origen, busca hacer vínculo con
los pobres de la tierra. No sé, allá es un himno por todo cuanto significa, sin
embargo, para mí es la manifestación pura de la melancolía.
–Ponte
esto de más abrigo y ven conmigo –cogió el mapa de carreteras, un par de
linternas, dos sacos de dormir y comida enlatada. Cuando se incorporaron a la
carretera interestatal era noche cerrada, la fauna nocturna de la zona tanteaba
el terreno sin miedo a los faros de los automóviles ni a ser arrollados. Todo
tipo de ruidos extraños, indescifrables o sencillamente aterradores penetraban
en el Parque Nacional de los Everglades por los caminos de senderismo. Mereció
la pena haber conducido 130 millas tan solo por ver la cara de asombro del
hombre cuando, desde la pasarela de madera, apoyados en la barandilla, con el
olor a mar trepando por las narices, asistieron al acontecimiento único de la
salida del Sol.
–No
tengo palabras –Rodrigo articuló muy emocionado–, estoy orgulloso de ti, eres
bueno y me voy con la satisfacción de que, a pesar de lo cruel que la vida ha
sido contigo, tienes nobleza y eso no se adquiere, así como así.
–Te
voy a echar de menos, tío.
Tres
días después, Ernesto Acosta, el morenito, volviendo a pasar por el
doloroso sentimiento de la separación, despedía a Rodrigo Núñez en el
Aeropuerto Internacional de Miami, cuyo trasiego de personas y equipajes era
abundante. Agarrado al clavo ardiendo de la esperanza imaginó un pronto
reencuentro, otra escapada en barca, esa vez a Flamingo, uno de los pocos
sitios del Parque Nacional de los Everglades que goza de cielos muy oscuros
para la observación de estrellas y una vista bastante amplia de la Vía Láctea,
pero de no ser posible, en el caso de que las circunstancias no lo permitieran,
al menos le quedaba la intensidad de las jornadas que habían pasado juntos,
dejando una huella memorable en sus corazones. Fundidos en eterno y caluroso
abrazo, dispuestos a detener los relojes del mundo en ese instante concreto, y
seguir un rato más pegados los cuerpos a las paredes del cariño, se produjo la
siguiente conversación:
–Me
alegro de que no se te duerman los lechones en la barriga, mijito –dijo
Rodrigo sin soltarle.
–¿Qué
significado tiene la frase, no la comprendo? –le susurró al oído.
–Es
una expresión que usamos allá para definir a alguien que es emprendedor,
rápido, atrevido para los negocios, que no se le pone nada por delante y que es
capaz de realizar cualquier tipo de trabajo con tal de sobrevivir. Tú eres así,
mi querido sobrinito. No te olvides de nosotros. Y gracias, gracias por todos
estos paquetes que llevo, a mis nietas les va a encantar los vestidos que les
has regalado y a Elsa el perfume.
–Tendrás
que decirles la verdad sobre mí, ¿no?
–No,
la vida está llena de casualidades y a ti te encontré tomando un refresco con
otros compatriotas –salió al paso.
–Como
prefieras. Bueno es saberlo para no meter la pata si tu hija comunica conmigo.
–Mucho
mejor dejarla al margen. En cuanto cierre el primer envío te lo hago saber,
siempre y cuando sea de confianza.
–Vale,
ojalá salga bien –mostró, por primera vez, un poco de preocupación.
–Saldrá,
ya lo verás. Confía en ti, yo lo hago –en esas palabras puso para el muchacho
la dosis de seguridad justa que necesitaba recibir.
–Cuídate
mucho y si puedes, besa a la abuela por mí. –Le vio alejarse con paso sereno,
sin mirar atrás, seguro de sí mismo, con templanza y muy erguido, sin embargo,
hasta ese preciso momento no había notado una suave cojera que él disimulaba
arqueando el pie con elegancia. Lucía camisa blanca, impoluta, sobre pantalón
beige de tela fina y sombrero de paja. El morenito se quedó delante del
ventanal con vistas a la explanada donde varias aeronaves esperaban
autorización para despegar. Se fijó concretamente en una que giraba en redondo,
muy despacio, hasta posicionarse en la pista de despegue, segundos después,
desde la torre de control, le dieron luz verde, entonces fue acelerando hasta
quedar suspendida en la línea del horizonte rumbo a su destino. En la zona de
aparcamiento, a esas horas bastante lleno, a Ernesto le costó un poco dar con
la camioneta, una vez dentro, en el asiento del copiloto donde estuvo sentado
Rodrigo Núñez, encontró una fotografía de Mirta, su madre, guapísima y joven.
Pasó la yema de los dedos como haría el invidente reconociendo los rasgos de un
nuevo rostro, miró el reverso del retrato y leyó la dedicatoria: “Para mi
sobrino, el morenito, un hombre con el corazón más grande que la caja
del pecho. De su tío Rodrigo. Entonces, se la guardó en la cartera y arrancó la
camioneta, empujó la cinta de cassette y comenzó a sonar la voz
inconfundible de Compay Segundo.
Los
siguientes meses fueron de calma. Ernesto Acosta ayudaba en la tienda de
artículos de pesca EFC Everglades Fishing Company los sábados por la
mañana donde ganaba muy poco y de domingo a viernes en el muelle, con los
pescadores, en las maniobras, no siempre fáciles, de colocar las embarcaciones
en la rampa, faena retribuida la mayoría de las veces en especies: sardinas o
salmonetes para la cena y, de cuando en cuando, algún billete de los pequeños.
Así que, como los ingresos no le alcanzaban para llevar a cabo su objetivo
solidario y estaba a punto de rozar el umbral de la pobreza, comenzó a tejer
redes por encargo, como ya hiciera Tracy complementando la economía familiar.
Desde las 2:00 a.m. no paró de dar vueltas en la cama molestándole el estómago,
tuvo ganas de levantarse y sentarse en el jardín hasta la llegada del amanecer,
pero optó por ver en televisión un partido de beisbol al que no prestó
demasiada atención, el recuerdo de Koa y Amy Dayton quizá aún en prisión o
puestos en libertad, surgió de repente, tan vitales, movilizando a cientos de
personas manifestándose por alguna causa justa. ¿Dónde estarán? ¿Qué habrá sido
de ellos? ¿Y de mamá Regina? Aunque no se dio cuenta ya había amanecido y le
sobresaltó el timbre del teléfono.
–¡Hello!
–dijo en un inglés con acento latino, aclarándose la garganta.
–¿Qué
tal, mijito? –se oyó del otro lado.
–¡Tío
Rodrigo! ¿Cómo te va? Pensé que te habías olvidado de mí.
–Todo
bien, he estado ocupado, por eso no comuniqué antes.
–Lo
imaginé –intuyó que el hombre hablaba entre líneas y tampoco se podían
extender, llamar desde allí era muy caro.
–Presta
atención: dentro de una semana dos pajaritos alzarán el vuelo, les vendrá
estupendo contar con comida preparada y el nido bien mullido.
–¡Pues
no se hable más! El nido se acomoda, la comida se transporta y el temporal se
consulta –hablaban en clave y significaba que dos balseros iban a emprender la
aventura de cruzar el estrecho rumbo a los Cayos, eran de confianza y Ernesto
los recogería en alta mar inaugurando con ellos Garber House.
–Cuando
hayan cogido el peso suficiente –día y hora de salida–, volveré a llamar.
–De
acuerdo, no hay problema. Cuídate mucho.
–Y
tú, mijito –ambos dijeron un tanto nerviosos.
Ahora,
algo parecido, sería impensable con la maquinaria de las devoluciones en
caliente a toda marcha, con el cierre de fronteras preparándose para la llegada
inminente de la nueva Administración Trump. El morenito repasa toda su
trayectoria y, salvo por dos o tres tonterías sin importancia, estaba muy
satisfecho con el resultado final, ojalá también lo estén aquellos a quienes
ayudó desinteresadamente.