domingo, 16 de febrero de 2025

La otra Florida

11.

A un lado del rótulo tallado en madera rústica donde pone Garber House, refugio de tránsito para balseros hasta obtener la ciudadanía americana o migrar a otros países, ondeaba la bandera de los Estados Unidos movida por esa brisa suave que sopla en Chokoloskee. Adentro, en un lugar destacado de la casa, otra más pequeña junto a la de Cuba hermanaban dos países enfrentados entre sí, pegada a ellas había también un bello paisaje de Puerto Escondido, como si teniéndolo presente fuese imposible olvidar sus raíces. En el otro extremo, rescatado de la bolsa estanca donde guardaba documentos importantes, un viejo retrato de los abuelos maternos, Eliseo y Mirta Núñez, mostrando aquellos dientes blanquísimos, enmarcados en una amplia sonrisa y esa planta de buenas personas que siempre tuvieron. Antes de la llegada de Rodrigo, el morenito le preparó la habitación de Tracy, era la más luminosa e independiente de todas, mientras que él se quedó con la de Andrew, con vistas a la Bahía, dejando libre la que ocupó anteriormente. Terminando de poner sábanas limpias, y dos almohadas individuales, dio con la punta del pie contra algo que había debajo de la cama, lo arrastró hacia fuera, era una maleta tipo neceser, muy usada. La abrió, y miró el desordenado contenido, una mezcla de cosas aparentemente sin sentido: propaganda confederada, la Medalla de Victoria de la Segunda Guerra Mundial, un juego de pendientes antiquísimos, un reloj de bolsillo con la cadena rota y, debajo de todo, preservando grandes secretos, un libro con historias del wéstern americano, cuyas hojas descosidas del lomo cayeron esparcidas por el suelo, al recogerlas se fijó en un papel cuadriculado escrito con exquisita caligrafía. “¡Estabas ahí, eh! –expresó en voz alta–, ahora podré agasajar a mi invitado con este postre típico del sur de la Florida. Y así lo hizo.
          –¿Qué vas a hacer con estos ingredientes? –preguntó al sobrino.
          –Un dulce muy rico, espero que te guste y me salga bien, a veces, como cocinero, soy un puro desastre –no quiso confesar que era la primera vez que la hacía.
          –¿Qué es? –Rodrigo mostró entusiasmado.
          Key Lime Pie, la tarta de lima de los Cayos, original de aquí. Tracy nunca desveló la receta, y la guardó tan bien que he tardado años en encontrarla.
          –¿Qué lleva?
          –Ahora lo verás –Ernesto se manejaba con torpeza entre cazuelas y sartenes.
          –¿Puedo ayudar? –se remangó la camisa mientras cantando Guantanamera llevando el ritmo con mucho estilo.
          –Claro –sonreía–, desmenuza las galletas y mézclalas en este recipiente con la mantequilla hasta formar una masa que podamos extender.
          –¿Cómo si fuera una torta de maíz de las grandes? –aclaró.
          –Eso es. Hay que calentar el horno a 180 ºC para meterla y después dejarla enfriar. Mientras tanto, vamos a preparar el relleno –el morenito rememoró un episodio relacionado con dicho manjar. Andrew se había metido en un manglar poco profundo y, por consiguiente, peligroso, ya que la embarcación podría encallar en cualquier momento. Tracy le guiaba para salir de allí lo antes posible, sin quitarle ojo tampoco a Ernesto que, muerto de miedo, se aferraba fuertemente al chaleco salvavidas. Cuando lo consiguieron paró el motor, soltaron la red, lanzaron las cañas, y comieron bocadillos fríos, al final del almuerzo, como por arte de magia, salió la sorpresa del interior de la cesta de mimbre: tres suculentas porciones de Key Lime Pie, que el paladar agradeció.
          –Vale. ¿Qué hago? –Rodrigo estaba entusiasmado y Ernesto feliz de verle tan entregado.
          –Bate cuatro yemas de huevos, cuando lo tengas añádele leche condensada y este zumo de lima que estoy exprimiendo –el morenito disfrutó entre fogones más que nunca.
          –Creo que la base ya está fría –dijo muy seguro.
          –Pues, allá vamos –volcó la mezcla sobre el molde de galleta y la metió en la nevera. Dos horas después, la decoraron con nata montada y rodajas de lima por encima.
          –Da pena estropear la obra de arte –comentó Rodrigo un tanto afligido–, es un manjar desconocido para un cubano
          –¡Bah! Comamos. –Tras los atentados del 11-S el ambiente era muy convulso y Rodrigo, con nacionalidad cubana, no quería que le relacionasen con la tragedia y tomasen por presunto terrorista, así que, prefirió que los últimos días de estancia en Chokoloskee transcurriesen en la casa, haciéndose compañía. Mantuvieron largas sobremesas, compartieron emociones, confesiones bastante delicadas y toda la batería de temores que a ambos les asaltaba.
          –¿Te gustaría viajar a la patria? –preguntó el hombre deseoso de escuchar una respuesta afirmativa.
          –¡Ahora! ¿Contigo? –se alarmó.
          –Cuando sea –sonrió–, en algún momento.
          –No me lo he planteado. De joven me dieron arrebatos y a punto estuve de hacerlo, pero siempre ocurría algo que me ataba a este lugar, a este pueblo, a estas aguas, a esas personas que, como ya he contado, hicieron tanto por mí.
          –¿Qué recuerdos guardas de allí?
          –Apenas nada: partidos de fútbol con los amigos, la escuela, a la profesora Carmela que cuando tenía ataques de asma para no subir escaleras daba la clase en el jardín, lo cual para nosotros era toda una alegría porque podías no prestar atención sin que se diese cuenta, las calles llenas de personas alegres, lo engalanados que íbamos el día conmemorativo del nacimiento de José Martí, nuestro héroe nacional. No sé, estuve poco tiempo, aunque si indago en la memoria me vienen imágenes mezcladas, muy vagas, quizá de los tíos y tías, pero soy incapaz de asegurarlo, sobre todo, veo a una mujer cosiendo bajo la sombra de una ceiba mientras movía los pies al son de la música habanera. Su piel oscura brillaba como el cristal y llevaba siempre en la cabeza un turbante de flores a juego con el vestido. A veces yo me acercaba y ella me daba caramelos.
          –Era mi esposa –en la mirada de Rodrigo apareció una cortina de tristeza.
          –Háblame de la familia, cuéntame cosas, no sé –sacó la botella de ron y sirvió dos vasos bien colmados.
          –¿Qué quieres saber?
          –Todo –sonrió.
          –De los once hermanos que fuimos, sólo quedamos el que va delante de mí y yo, sigue soltero y se ocupa de la abuela, nunca salió de Puerto Escondido, no tiene oficio determinado ni empleo estable, allá donde necesitan mano de obra, va. Tengo una hija, es historiadora, trabaja para el Gobierno, salió tan inteligente como la madre; tiene tres preciosas niñas por las que despierto cada mañana y ejerzo de abuelo consentidor, me adoran y yo a ellas también. Me casé con la novia de toda la vida –hizo una pausa girando la alianza en su dedo–, vivía dos cuadras más allá de la nuestra, fuimos muy felices. Nos trasladamos a La Habana porque era profesora de canto en una escuela de música, no lejos del Capitolio, nos iba bien hasta que hubo un brote de dengue y se complicó derivando en un cuadro clínico muy grave. Murió en paz y rodeada de sus seres queridos. Desde entonces le encuentro poco sentido a las cosas, pero tengo una familia estupenda que aún me necesita.
          –Lo lamento de veras –no sabía qué decir.
          –Gracias, han pasado algunos años y aún no me hago a la idea de que ya no esté con nosotros –fue a la pila y se mojó la nuca.
          –¿Ves mucho a la abuela? ¿La hablarás de mí? –quiso cambiar de tema.
          –La situación allá no permite realizar desplazamientos, escasea la gasolina y apenas circulan carros, tenemos una distancia de unas 48 millas, lo más que hago es llamar por teléfono. Además, como te dije, tiene alzhéimer y no creo que recordase nada de vosotros, o sí, pero igual aparecían malos recuerdos y no queremos que sufra. Pero sí tienes montones de primos, le diré a Elsa, mi hija, que busque la manera de poneros en contacto. No obstante, te recomiendo que no comentes con nadie la finalidad de tu maravilloso proyecto, nunca sabes quién podría traicionarte por un puñado de plata.
          –Tranquilo, no lo haré, sólo a ella.
          –Tampoco, por su posición la pondrías en un compromiso, como he dicho, corren tiempos difíciles –jamás se perdonaría arriesgar la vida de los suyos.
          –¿Entonces qué has contado de este viaje? –preguntó intrigado.
          ¡Ay, mijito! Los cubanos salimos de la isla a por mercancía para venderla después en el mercado negro, a veces, a cambio de un simple cuartico de arroz, por eso he de comprar algunas cosas para no levantar sospechas.
          –¿Cómo qué? –quería colaborar
          –Cosméticos, bolígrafos, cuadernos, productos de aseo, colonias, artículos que allí son casi imposibles de encontrar.
          –Perfecto, mañana iremos a un par de tiendas, para hoy tengo otros planes. ¿Más café y otro pedazo de tarta? –dijo lo más hospitalario que pudo sonar.
          –Sí, gracias. Por cierto, mencionaste a José Martí, nuestro Héroe de Cuba. ¿Conoces la canción Guantanamera?
          –Claro, acabas de cantarla, y la tengo en una selección musical que compré hace mucho en una gasolinera –respondió el morenito.
          –Pues la primera estrofa que dice: “Yo soy un hombre sincero/de donde crece la palma/y antes de morirme quiero/ echar mis versos del alma”, está sacada de su libro de poema “Versos sencillos”, esa letra la identifico con el desgarro, con la persona que, arrancada de su lugar de origen, busca hacer vínculo con los pobres de la tierra. No sé, allá es un himno por todo cuanto significa, sin embargo, para mí es la manifestación pura de la melancolía.
          –Ponte esto de más abrigo y ven conmigo –cogió el mapa de carreteras, un par de linternas, dos sacos de dormir y comida enlatada. Cuando se incorporaron a la carretera interestatal era noche cerrada, la fauna nocturna de la zona tanteaba el terreno sin miedo a los faros de los automóviles ni a ser arrollados. Todo tipo de ruidos extraños, indescifrables o sencillamente aterradores penetraban en el Parque Nacional de los Everglades por los caminos de senderismo. Mereció la pena haber conducido 130 millas tan solo por ver la cara de asombro del hombre cuando, desde la pasarela de madera, apoyados en la barandilla, con el olor a mar trepando por las narices, asistieron al acontecimiento único de la salida del Sol.
          –No tengo palabras –Rodrigo articuló muy emocionado–, estoy orgulloso de ti, eres bueno y me voy con la satisfacción de que, a pesar de lo cruel que la vida ha sido contigo, tienes nobleza y eso no se adquiere, así como así.
          –Te voy a echar de menos, tío.
          Tres días después, Ernesto Acosta, el morenito, volviendo a pasar por el doloroso sentimiento de la separación, despedía a Rodrigo Núñez en el Aeropuerto Internacional de Miami, cuyo trasiego de personas y equipajes era abundante. Agarrado al clavo ardiendo de la esperanza imaginó un pronto reencuentro, otra escapada en barca, esa vez a Flamingo, uno de los pocos sitios del Parque Nacional de los Everglades que goza de cielos muy oscuros para la observación de estrellas y una vista bastante amplia de la Vía Láctea, pero de no ser posible, en el caso de que las circunstancias no lo permitieran, al menos le quedaba la intensidad de las jornadas que habían pasado juntos, dejando una huella memorable en sus corazones. Fundidos en eterno y caluroso abrazo, dispuestos a detener los relojes del mundo en ese instante concreto, y seguir un rato más pegados los cuerpos a las paredes del cariño, se produjo la siguiente conversación:
          –Me alegro de que no se te duerman los lechones en la barriga, mijito –dijo Rodrigo sin soltarle.
          –¿Qué significado tiene la frase, no la comprendo? –le susurró al oído.
          –Es una expresión que usamos allá para definir a alguien que es emprendedor, rápido, atrevido para los negocios, que no se le pone nada por delante y que es capaz de realizar cualquier tipo de trabajo con tal de sobrevivir. Tú eres así, mi querido sobrinito. No te olvides de nosotros. Y gracias, gracias por todos estos paquetes que llevo, a mis nietas les va a encantar los vestidos que les has regalado y a Elsa el perfume.
          –Tendrás que decirles la verdad sobre mí, ¿no?
          –No, la vida está llena de casualidades y a ti te encontré tomando un refresco con otros compatriotas –salió al paso.
          –Como prefieras. Bueno es saberlo para no meter la pata si tu hija comunica conmigo.
          –Mucho mejor dejarla al margen. En cuanto cierre el primer envío te lo hago saber, siempre y cuando sea de confianza.
          –Vale, ojalá salga bien –mostró, por primera vez, un poco de preocupación.
          –Saldrá, ya lo verás. Confía en ti, yo lo hago –en esas palabras puso para el muchacho la dosis de seguridad justa que necesitaba recibir.
          –Cuídate mucho y si puedes, besa a la abuela por mí. –Le vio alejarse con paso sereno, sin mirar atrás, seguro de sí mismo, con templanza y muy erguido, sin embargo, hasta ese preciso momento no había notado una suave cojera que él disimulaba arqueando el pie con elegancia. Lucía camisa blanca, impoluta, sobre pantalón beige de tela fina y sombrero de paja. El morenito se quedó delante del ventanal con vistas a la explanada donde varias aeronaves esperaban autorización para despegar. Se fijó concretamente en una que giraba en redondo, muy despacio, hasta posicionarse en la pista de despegue, segundos después, desde la torre de control, le dieron luz verde, entonces fue acelerando hasta quedar suspendida en la línea del horizonte rumbo a su destino. En la zona de aparcamiento, a esas horas bastante lleno, a Ernesto le costó un poco dar con la camioneta, una vez dentro, en el asiento del copiloto donde estuvo sentado Rodrigo Núñez, encontró una fotografía de Mirta, su madre, guapísima y joven. Pasó la yema de los dedos como haría el invidente reconociendo los rasgos de un nuevo rostro, miró el reverso del retrato y leyó la dedicatoria: “Para mi sobrino, el morenito, un hombre con el corazón más grande que la caja del pecho. De su tío Rodrigo. Entonces, se la guardó en la cartera y arrancó la camioneta, empujó la cinta de cassette y comenzó a sonar la voz inconfundible de Compay Segundo.
          Los siguientes meses fueron de calma. Ernesto Acosta ayudaba en la tienda de artículos de pesca EFC Everglades Fishing Company los sábados por la mañana donde ganaba muy poco y de domingo a viernes en el muelle, con los pescadores, en las maniobras, no siempre fáciles, de colocar las embarcaciones en la rampa, faena retribuida la mayoría de las veces en especies: sardinas o salmonetes para la cena y, de cuando en cuando, algún billete de los pequeños. Así que, como los ingresos no le alcanzaban para llevar a cabo su objetivo solidario y estaba a punto de rozar el umbral de la pobreza, comenzó a tejer redes por encargo, como ya hiciera Tracy complementando la economía familiar. Desde las 2:00 a.m. no paró de dar vueltas en la cama molestándole el estómago, tuvo ganas de levantarse y sentarse en el jardín hasta la llegada del amanecer, pero optó por ver en televisión un partido de beisbol al que no prestó demasiada atención, el recuerdo de Koa y Amy Dayton quizá aún en prisión o puestos en libertad, surgió de repente, tan vitales, movilizando a cientos de personas manifestándose por alguna causa justa. ¿Dónde estarán? ¿Qué habrá sido de ellos? ¿Y de mamá Regina? Aunque no se dio cuenta ya había amanecido y le sobresaltó el timbre del teléfono.
          ¡Hello! –dijo en un inglés con acento latino, aclarándose la garganta.
          –¿Qué tal, mijito? –se oyó del otro lado.
          –¡Tío Rodrigo! ¿Cómo te va? Pensé que te habías olvidado de mí.
          –Todo bien, he estado ocupado, por eso no comuniqué antes.
          –Lo imaginé –intuyó que el hombre hablaba entre líneas y tampoco se podían extender, llamar desde allí era muy caro.
          –Presta atención: dentro de una semana dos pajaritos alzarán el vuelo, les vendrá estupendo contar con comida preparada y el nido bien mullido.
          –¡Pues no se hable más! El nido se acomoda, la comida se transporta y el temporal se consulta –hablaban en clave y significaba que dos balseros iban a emprender la aventura de cruzar el estrecho rumbo a los Cayos, eran de confianza y Ernesto los recogería en alta mar inaugurando con ellos Garber House.
          –Cuando hayan cogido el peso suficiente –día y hora de salida–, volveré a llamar.
          –De acuerdo, no hay problema. Cuídate mucho.
          –Y tú, mijito –ambos dijeron un tanto nerviosos.
          Ahora, algo parecido, sería impensable con la maquinaria de las devoluciones en caliente a toda marcha, con el cierre de fronteras preparándose para la llegada inminente de la nueva Administración Trump. El morenito repasa toda su trayectoria y, salvo por dos o tres tonterías sin importancia, estaba muy satisfecho con el resultado final, ojalá también lo estén aquellos a quienes ayudó desinteresadamente.

domingo, 2 de febrero de 2025

La otra Florida

10.

“¿Dónde habré metido las pastillas?, juraría que las puse dentro de este cajón”, dijo, hablando en voz baja. Desde hacía un tiempo, más o menos corto, a Ernesto Acosta, el morenito, se le habían intensificado los mismos síntomas de estómago, nada graves, que padecían todos los varones de la rama materna. Fueron Andrew y Tracy quienes al poco de acogerle viendo que el muchacho a veces se quejaba le llevaron al médico y, desde entonces, en cuanto se manifestaban las molestias durante más de dos días seguidos, como le ocurría últimamente, recurría a la salvación de esas píldoras carísimas que él administra con cuentagotas. Pero sin poder dormir, desde hacía dos noches, y vomitando lo poco que comía, no aguantó más y, desordenando los rincones de la casa, por fin dio con ellas. Llenó hasta el borde un vaso con agua, lo bebió a sorbos muy cortos y, cuando estaba por la mitad, tragó la medicina y se tumbó en la cama relajado. Dos horas y cuarto después estaba listo para salir a pescar, sin embargo, la llegada del Servicio Postal de Everglades City, con matasellos de Nueva York retrasó la salida. Con Koa y Amy Dayton en prisión había perdido la esperanza de poner en marcha sus planes, no obstante, sus fieles amigos, antes de ser detenidos, ya lo habían dejado todo en manos de mamá Regina quien conocía a alguien en La Habana dispuesto a tratar con él, sin vinculación alguna con mafias que, a cambio de ingentes cantidades de dinero, no tenían escrúpulos en traficar con seres humanos. Era un periodista sin trabajo por ser crítico con el régimen. En la carta, además del nombre y dirección del contacto, la mujer le pedía perdón por no ocuparse ella personalmente del asunto, ya que desde la última redada se dedicaba solamente a vender los hot dog en su puesto ambulante por las calles de Harlem. Cuando terminó de leer se quedó pensativo, no quería problemas políticos, así que, actuaría por su cuenta. Recordó que en la bolsa estanca había un pequeño papel con la dirección del hermano más joven de mamá y también rememoró las palabras del abuelo antes de despedirlos: “en cuanto estéis instalados, llevaos a este, tiene muchos pájaros en la cabeza y en Puerto Escondido no hay futuro”. A la mañana siguiente, lo que para otra persona la pérdida de empleo seguro era una mala noticia, a él le abrió el escenario idóneo para empezar a cumplir su sueño.
          –Ernesto, ve al despacho del jefe –indicó uno de los compañeros.
          –¿Qué ocurre? –preguntó mientras terminaba de clasificar el pedido recién llegado.
          –No sé, tú sabrás –pasó a la trastienda y llamó con los nudillos en el borde de la puerta.
          –Con permiso. ¿Quería verme? –dijo al hombre que levantaba la vista de los papeles recibiéndole con una amplia sonrisa.
          –Siéntese –con la timidez que aporta la torpeza de los nervios, no encontraba la postura en la silla.
          –¿Hay algún problema? –preguntó impaciente por conocer.
          –Corren tiempos difíciles señor Acosta y, aunque en EFC Everglades Fishing Company estamos contentos con su labor, nos vemos obligados a prescindir de sus servicios, pero no completamente.
          –No comprendo.
          –Le proponemos trabajar con nosotros aquellos días del mes cuando la venta es mayor.
          –¿Se refiere al sábado?
          –Y algunos más, ya sabe que si vienen grupos empiezan a apretar el viernes por la tarde.
          –Entiendo, pero de esa manera no cubro gastos –hizo un cálculo mental de lo que iban a encoger sus ingresos, sin embargo, dispondría de más tiempo para sus cosas.
          –Bueno, y también cuando sea temporada alta –el dueño observó que estaba muy pensativo, pero le presionó para responder–. Entonces, ¿estamos de acuerdo?
          –Sí, claro –corto en palabras, recogió su gorra, salió de la oficina y retomó la tarea que había dejado a medias.
          Al cabo de los años, habiéndoles dado a todos por náufragos, a Rodrigo Núñez le hicieron llegar una carta recibida en la casa familiar con remite de Florida, de su sobrino Ernesto, en la que hablaba de las personas que le salvaron la vida, de cómo había prosperado con honestidad y cosas muy sencillas, pero, sobre todo, daba cuenta detallada de la locura en la que iba a embarcarse y definía como un suflé de esperanza para los compatriotas a los que se veía en la necesidad de ayudar, por lo que precisaba de su colaboración. “Querido tío. Me dirijo a ti por ser el más joven. Te extrañará saber de mí después de tanto tiempo callado, lo entiendo, créeme si te digo que hasta ahora no he tenido fuerzas para dar este paso, bien es cierto que no podría argumentar razón alguna y convincente que justifique mi silencio, espero que puedas perdonarme y acogerme entre tus brazos. No sé si la vida tiene para cada ser humano un número limitado de oportunidades, ya he gastado unas cuantas e intuyo que me quedan muchas más. Pensarás que estoy chiflado, he vendido la barca de Andrew y Tracy, estaba muy vieja y no reunía las condiciones necesarias para transportar a más de tres viajeros. Con ese dinero y otro poco que tenía ahorrado he adquirido otra más grande con la que emprenderé la aventura que voy a contarte. Soy consciente de haber incumplido la promesa que mis padres le hicieron al abuelo de traerte a Estados Unidos, comprenderé que guardes hacia mí algún rencor, incluso que no respondas a esta carta, pero es hora de resarcir la cobardía y ausencia por mi parte. Garber House quiero que sea un sitio de tránsito donde cubanas y cubanos se sientan a salvo, yo mismo los trasladaré antes de que lleguen a Cayo Hueso o los intercepte la Guardia Costera. No voy a engañarte, se corren ciertos peligros, no puedo llevar a más de cinco personas en cada traslado y he de espaciarlos. Bueno, mi querido tío, piénsalo. Recibe un abrazo muy fuerte de tu sobrino, el morenito, como todos me llaman por aquí, en Chokoloskee”.
          A esas horas el aeropuerto de Miami era un coladero de gente, el vuelo procedente de la Habana aterrizaría en breves minutos, en él viajaba Rodrigo Núñez, quien prefirió responder a la carta del muchacho presencialmente. Faltaba un mes y cinco días para los atentados del 11 de septiembre. Ernesto aguardaba nervioso en la sala haciéndose miles de preguntas: ¿Se reconocerían? ¿Vendría con una mochila cargada de reproches? ¿Cuántos miembros de la familia habrían muerto? ¿Supieron del naufragio? ¿Dieron nombres? ¿Reclamarían los cuerpos en caso de haber aparecido? Demasiadas incógnitas… Agentes del FBI, armados hasta los dientes, custodiaban a un hombre corpulento con grilletes en los pies y uniforme naranja correspondiente al corredor de la muerte. En décimas de segundo cundió el pánico ya que el preso se violentó tratando de soltarse de los guardianes, quienes le tumbaron en el suelo, apretaron más las cadenas y le colocaron los brazos esposados en la espalda. Por una de las puertas de entrada pasó un joven llevando un ramo de flores, buscaba con la mirada a su destinataria o destinatario; también le llamó la atención la impaciencia de los niños que desde tan temprano tenían tremenda energía para alborotar y consumir la paciencia de los adultos que, fatigados, peleaban con ellos para que mantuvieran la calma. Se giró y…
          –¿Rodrigo?
          –¿Ernesto? –fundirse en un abrazo y entrelazar todos los puentes del ADN bajo una lluvia de lágrimas, es decir poco, máxime cuando se agrieta el suelo de la emoción a punto de hacerles caer. Los dos, tío y sobrino, representantes de ambas generaciones a las que en ningún momento se les transmitió sentimiento alguno de odio, dieron paso al lenguaje caluroso de los dedos que acarician–. ¿Cómo estás, mijito? Nos tenías muy preocupados, te buscamos durante años hasta que desistimos, a pesar de que la abuela siempre creyó que estabas vivo.
          –Perdonadme, tenía que haber dado este paso mucho antes.
          –Las cosas se hacen cuando uno está completamente seguro, no tienes que lamentarte, quizá en otro momento no podría haber venido –dijo Rodrigo consciente de que mantenía el suspense tal y como veía en la cara del muchacho.
          –Cuéntame cosas de allí. ¿Cómo andan todos por allá?
          –La situación es muy difícil y va a empeorar –conversaban en la camioneta camino de Chokoloskee–, el pueblo lo pasa mal y parece no importarle a nadie, de repente la población ha envejecido demasiado, los jóvenes se marchan, como hicisteis vosotros, y quedan las abuelas o las madres y padres que por edad ya no viajan.
          –Entiendo. ¿Y la familia? –agarró fuerte el volante para encajar las buenas y las malas noticias.
          –El abuelo Eliseo murió tras una larga enfermedad y la abuela Mirta –no pasó por alto que el chico llevaba tatuado ese nombre– es una viejita tierna, pero con alzhéimer; con los Acosta no tenemos trato, nos culpan de haberos embarcado en la aventura aquella.
          –¿Supisteis del naufragio? –preguntó temblándole la voz.
          –Sí, aunque no sé bien cómo se enteró el hermano mayor de tu papá.
          –Decían que gozaba de buenos contactos en las altas esferas, de hecho, era uno de los asesores del comandante, nosotros nunca le tuvimos estima, era borde, muy seco y a mamá le faltó más de una vez al respeto. Total, todo un personaje.
          –Una mañana se presentó en casa –Rodrigo siguió contando– y nos dijo que habíais muerto por aspirar a lo que nunca tendríais. Entonces, sobreponiéndose al golpe recién recibido, el abuelo le invitó a marcharse, nunca más volvió. Ahí comenzó para nosotros una búsqueda a ciegas, un conocido periodista nos puso en el camino, había una especie de censo de desaparecidos, pero ninguno de vosotros figurabais en la lista; supimos también de gente que a través de otros mecanismos encontraban personas, sin embargo, no nos atrevimos, ahora me arrepiento porque te habríamos llevado de vuelta con nosotros.
          –Fue horrible –articuló el morenito antes de guardar silencio arropados por el paisaje. El último tramo del trayecto por Smallwood Dr. que conecta Everglades City con Chokoloskee se le hizo interminable. Pendiente de la carretera para no tener un accidente con los cocodrilos que campaban a sus anchar, no prestó atención a los comentarios que iba haciendo el otro, teniéndolo que repetir varias veces.
          –Nunca imaginé un lugar tan bello como este, el concepto que tenemos en Cuba es de que todos vivís en Miami.
          –Por lo general, así es, lo mío, digamos que ha sido un caso excepcional –la casa estaba ordenada. Cuando murió Tracy se deshizo de muchos muebles que llevó al garaje y luego vendió, le gustaban los espacios despejados, solo lo necesario para el día a día. La pieza principal era un amplio salón de cuya pared más ancha colgaba una fotografía de Andrew sosteniendo en sus manos el sábalo más gigante nunca visto en los Everglades–.  Tengo una botella de ron, no es el auténtico, claro, pero no está mal. ¿Te apetece un trago? –el tío aceptó encantado. Contemplando la bahía, el morenito, narró cómo había llegado hasta ahí, las dificultades para mantenerse a flote y no naufragar, las escenas que no borraba de la memoria mientras la gente se ahogaban, las noches de insomnio, aún ahora, recreándolas; la casualidad de cruzarse en el camino de los mellizos Garber y la mala suerte de que ambos murieran tan pronto, la pena de volverse a quedar solo y reflotar, una vez más, desde el dolor–. De no haber sido por la generosidad de Andrew y Tracy, por la constancia hasta conseguir que me aplicasen la Ley de Ajuste Cubano y después haberme dejado este hogar y demás pertenencias, hoy no estaría aquí. A mis padres les debo la vida, desgraciadamente nada más, a ellos: todo lo que soy y lo que tengo.
          Recuerda aquel 11 de septiembre como si fuera ahora mismo, y la conversación que mantuvieron tío y sobrino abandonándola rápidamente por los acontecimientos, así como la idea de salir a navegar para inspeccionar el lugar exacto donde recogerían a los compatriotas. Rodrigo Núñez y él, atónitos, miraban el televisor sin dar crédito a las imágenes emitidas del primer avión que, a las 8:46 a.m. chocó contra la Torre Norte del World Trade Center, en el Bajo Manhattan, el segundo lo hizo a las 9:03 a.m. partiendo por la mitad la Torre Sur; a las 9:37 a.m. el tercero impactó contra el Pentágono, y el cuarto, el vuelo 93 con dirección a Washington, cuyo objetivo era el Capitolio, tras una jugada heroica de los pasajeros haciéndose con el control, lo desviaron hacia Pensilvania, donde se estrelló en un campo de Shanksville. La columna de humo esparcida por el horizonte le salpicó de puntos negros, diminutos, despedazados, como si fuesen motas que irrumpen dentro de los remolinos de viento y no eran otra cosa más que los cuerpos de la gente cayendo por los huecos de las ventanas, buscando quizá, a la desesperada, una lona invisible que extendida abajo les salvara la vida. La ciudad, tambaleándose sobre una alfombra de ceniza y restos humanos, estaba paralizada salvo por policías, bomberos, sanitarios, autoridades y personas que, localizando a los suyos sin éxito, deambulaban por una metrópoli fantasma hacia la zona cero, vulnerada por el mayor ataque terrorista perpetrado en USA y reivindicado por Al Qaeda.
          –¿Qué crees que pasará ahora? –preguntó Rodrigo.
          No lo sé, puede que haya una respuesta inmediata o que comience una guerra impredecible –respondió absolutamente afectado. Tenía que localizar como fuese a mamá Regina y asegurarse de que estaba bien, pero las comunicaciones telefónicas con Nueva York eran un caos, lo intentó varias veces, pero nada, imposible.
          –¿Conoces a alguien que podría estar allí? –quiso interesarse antes el nerviosismo del sobrino.
          –Quizá –entonces le contó la historia de la mujer.
          –En otras palabras, que gracias a ella te decidiste a escribirme –el morenito sonrió por primera vez. Pasadas muchas horas, el Presidente George W. Bush se dirigió a la nación desde el despacho Oval, transmitió dolor y a la vez constató que esa masacre no iba a quedar impune. Y no quedó, ya que, tras los ataques del 11-S, Estados Unidos invadió Afganistán iniciando la llamada Operación Libertad Duradera avalada también por Naciones Unidas y después por la OTAN.
          –¿Qué haremos entonces con respecto a tu idea? –el tiempo que llevaban juntos fue suficiente para ajustar los detalles y marcar el punto de partida a su iniciativa altruista.
          –Seguir adelante. Mañana saldremos a las 3:00 a.m. rumbo a Cayo Hueso, después coordinaremos con quien tu decidas, de esa manera daremos luz verde a la experiencia piloto.
          –No es necesario buscar a nadie, regreso a Cuba, yo mismo seré tu enlace.
          –Pensé que te quedarías –manifestó algo decepcionado.
          –No puedo, se me acaba el visado temporal que conseguí, tal vez algún día vuelva, pero de momento hay demasiadas cosas que me atan a la isla, aunque no temas mijito, no te vas a librar de mí tan fácilmente.
          –Será mejor irnos a dormir, nos espera un día largo.
          –¿Cómo lo haremos? –preguntó Rodrigo.
          –Teniendo en cuenta que la mar está calmada, a pesar de que la embarcación es pequeña, podremos ir en línea recta las 90 millas aproximadas que nos separan, emplearemos unas 8 horas, así pareceremos pescadores y no nos confundirán con contrabandistas.
          –Igual me mareo, casi espero aquí –en realidad tenía miedo de ser interceptado y devuelto por las bravas sin poderse explicar.
          –Confía en mí, no nos pasará nada.
          Las horas pasaban lentas, ninguno de los dos concilió el sueño. Ernesto había navegado en mar abierto un par de veces y fue con Andrew, así que se enfrentaba a otro reto: ¿Sería capaz de pilotar el barco sin pensar en el naufragio vivido? ¿Tendría entereza para no dejarse llevar por las pesadillas? Pronto lo vería, además, de él dependía, mejor dicho, del viaje que a punto iban a emprender, que Garber House, ese espacio para migrantes cubanos en su propia casa, funcionase. ¡Y vaya si funcionó! Cuando amaneció, y el sol inyectaba sus rayos sobre la piel de ambos hombres, el azul intenso del Golfo de México buscando la solemnidad del Océano Atlántico les dio la bienvenida.
          –¿Sabes que corre la leyenda de que si el día está muy despejado desde Cayo Hueso se ve Cuba? –dijo Rodrigo Núñez.
          –Sí, también lo he escuchado. Una vez se comentó en la tienda de pesca donde trabajo a veces y alguien muy entendido dijo que era imposible, ya que al ser la Tierra redonda, se curva, y la isla queda por debajo del horizonte –aclaró el morenito.
          –Pues eso, rumores urbanos…