5.
Desde que Andrew murió hacía ya dos
años, Max, su perro fiel y guardián, estaba sumido en la tristeza. Enfermó
tanto que hacían visitas periódicas al veterinario quien, desconcertado por los
síntomas tan extraños que presentaba, no supo aplicar ningún diagnóstico,
escudándose en que, para la pena, no había tratamiento. A excepción de eso, la
vida de Tracy y el morenito transcurría bastante tranquila. 1982, igual
que todos los años, trajo situaciones adversas sacando lo mejor y lo peor del
ser humano. Importantes acontecimientos tejieron esos doce meses con mimbres
únicos e irrepetibles: el devastador huracán Alberto dejó al oeste de Cuba sin
electricidad durante varios días con numerosos hogares destruidos a su paso y
unas 23 personas fallecidas; a muchas millas de allí, en el muelle 86, de la
calle 46, a lo largo del río Hudson, en el West Side de Manhattan, inauguraron
el Museo Naval, Aéreo y Espacial, donde se exhibe el portaaviones USS
Intrepid (CV-11), famoso por participar en la Segunda Guerra Mundial y
también en la de Vietnam; el peruano Javier Pérez Cuéllar se convirtió en el
Secretario General de la ONU y nació Elier Ramírez Cañedo, actual subdirector
del Centro “Fidel Castro Ruz”, por destacar algunos hechos históricos. Pero, en
Chokoloskee o, dicho de otra manera, para los habitantes de ese pequeño pueblo
isleño de pescadores, en la costa suroeste de la Florida, aquello quedaba
alejado de su hábitat, inmerso en los problemas y las preocupaciones a nivel
particular. Ernesto Acosta había cumplido los dieciocho y lo celebró con una
tarta que hizo Tracy para los dos y la obtención de la licencia de conducir.
Max vomitaba sobre la pata del sillón donde siempre se sentó Andrew y las
heces, que recogían por toda la casa, eran de color casi negro repugnante. El
animal se destruía por dentro a pedazos.
–Sabes
que en cualquier momento habrá que sacrificarlo, ¿verdad? –dijo el morenito
con la mayor cautela del mundo.
–Sí,
lo entiendo, y no es justo que sufra como lo está haciendo, pero duele mucho
verle marchar tan seguido de Andrew –respondió Tracy.
–Los
animales tienen un instinto de lealtad que ya lo quisiéramos nosotros y supongo
que para él la vida sin su compañero carece de importancia.
–Nunca
te lo he preguntado: ¿crees en el más allá? –ella intuía la respuesta, aunque
prefería escuchársela decir.
–Aunque
hay muchos ateos, la mayoría del pueblo cubano es creyente, a mí me educaron en
el cristianismo, todos los domingos íbamos a misa, en la iglesia de nuestro
barrio hacían multitud de actividades infantiles orientadas en los valores del
Evangelio, pero si te soy sincero, y quiero serlo, la fe se ahogó con mi
familia aquel fatídico día –la miró de soslayo, buscando quizá un gesto de
complicidad o reproche, tan solo encontró empatía.
–¿Culpas
a Jesucristo de la tragedia? –jamás hablaron tan claro.
–No
lo sé, puede que sí. ¿Por qué murieron todos y yo no? ¿Acaso soy especial? A
veces, lo confieso, me brota una raíz egoísta y hasta casi me alegro de haber
salvado el pellejo.
–Eso
es muy humano –soltó ella.
–O
muy ruin –contradijo él.
–¿Te
arrepientes de algo? –el perro apoyó el hocico sobre los pies de la mujer.
–Quizá
de no haber buscado náufragos, ahora lo habría hecho sin dudarlo, pero con doce
años, imposible. ¿Sabes lo aterrador de verte en mitad del océano completamente
a oscuras y con todo tipo de ruidos alrededor? –se produjo un silencio
incómodo.
–¡Qué
pasa, Max, viejo amigo! –ella alargó la mano y le acarició durante un buen
rato.
–¿Cómo
llegó a vosotros? –quiso saber Ernesto.
–En
realidad él encontró a mi hermano –comentó–. Siendo un cachorro merodeaba por
los alrededores del muelle atraído por el olor de la mercancía que descargaban
los pescadores. Entre las piernas de Andrew jugueteaba en busca de cariño, le
siguió hasta la camioneta, se coló dentro, olfateó la lona con la que cubría la
cesta con los peces y, una vez aquí, anduvo con elegancia, marcó su espacio,
decidió el rincón que más le convino y se echó a dormir, repitiendo idéntico
acto cada día, hasta asegurarse de que no le íbamos a abandonar en un descampado.
–En
Puerto Escondido, mi abuelito, tenía un Bichón Habanero, es el perro nacional
de Cuba, de una raza pequeña y sobre todo de compañía, aunque con muy malas
pulgas. No soportaba que nadie se acercase a la casa, incluso llegó a morder a
una persona. Entonces, mi papá se lo llevó y nunca más le volvimos a ver –comenta
el muchacho.
–¿Sujetaste
bien la barca? Habrá tormenta y bastante fuerte, no vayamos a tener un disgusto
–dice Tracy.
–Claro,
tal y como me habéis enseñado, si quieres compruébalo.
–No
hace falta, eres todo un experto –esas palabras inyectadas directamente en la
autoestima le aportaron muchísima seguridad.
–Tracy,
¿recuerdas cuando quise escaparme y Max se atravesó delante de la puerta para
impedirlo?
–Menudo
alboroto liaste cogiendo comida y aquella bolsa tuya. ¿Cómo se llamaba?
–Bolsa
estanca. Ahí supe que me quedaba con vosotros, ya que, por segunda vez, alguien
vinculado a este lugar me salvaba la vida.
–¿Y
te arrepientes de no haberlo hecho? –temió una respuesta indeseada.
–¡A
saber qué habría sido de mí! ¡Cómo puedes preguntar eso! Sois todo lo que tengo
–dio media vuelta y comenzó a trajinar en la cocina.
Esa
noche la virulencia del viento sacudiendo sobre los tejados y el temblor de las
contraventanas luchando para no ser arrancadas de cuajo, puso en alerta a la
población de Chokoloskee. Ernesto Acosta, el morenito, tenía el cuerpo
bloqueado por el miedo. Se sentó en el suelo con la espalda contra la pared,
las piernas dobladas y los brazos cruzados encima de las rodillas. El recuerdo
del naufragio, tan presente siempre, acudía a su memoria en momentos siniestros
paralizándole de repente las extremidades y todos los sentidos. Cerró los ojos,
controló la respiración y trató de imaginar algo agradable, pensó en el
Carnaval de La Habana, con las carrozas, las comparsas, la participación de la
gente vestidos con sus mejores galas, el colorido y, sobre todo, la alegría
contagiosa del cubano y la cubana. A continuación, le vino también la imagen de
Andrew y él limpiando el pescado que cocinarían después y el grito en el cielo
de Tracy cuando los veía con los pantalones manchados, ralentizó los latidos
del corazón hasta dejarlos a su ritmo normal y, aunque afuera llovía cada vez
con más fuerza, su tempestad interior se fue pausando. Apenas el resplandor de
los relámpagos y el olor a hierba mojada quedó como muestra del temporal que
acababa de pasar. Max se arrastró hasta la puerta del dormitorio de Andrew que
permanecía cerrada desde que murió, eran las 3:45 a.m., con la lengua buscaba
la superficie de la baldosa fría, jadeaba, se lamía las patas y gemía. De
repente ya no se oía nada. A la mañana siguiente, el morenito, cavó un
profundo hoyo en el límite de la casa, lo más cercano al muelle y ahí le
enterraron.
–Sin
Andrew se fue apagando poco a poco, el pobre, hasta dejó de comer –dijo Tracy
muy apenada.
–Exacto,
pero también era muy viejo, y estaba enfermo, casi no veía y las patas traseras
se le doblaban a menudo –manifestó mientras asentaba la tierra con los pies.
–He
hablado con la familia de la tienda Smallwood, ya sabes dónde está, para
que te den un empleo, pero me han dicho que cierran como establecimiento.
–No
tienes de qué preocuparte, buscaré algún trabajo, ya lo verás. De momento saco
algunos dólares ayudando a los pescadores a posicionar las barcas en las rampas
hasta que el agua las cubre unas tres pulgadas.
–No
me habías dicho nada –manifestó molesta.
–Perdona,
no ha sido con mala intención, era para no preocuparte.
–Preocuparme,
¿por qué? –preguntó a la defensiva.
–No
sé, no me hagas caso, no nos enfademos.
–No
es mi intención, sólo quiero que hagas aquello que más te satisfaga –zanjó
ella.
–En
Smallwood compró Andrew mi equipamiento para salir a pescar con él,
lamento que les vaya mal el negocio.
–Pues
no sé si la razón será esa, ahora dejarán las dependencias como museo y se
llenará de curiosos. A los nativos de aquí nos apena que cese el
establecimiento. Fíjate, lo abrieron en 1906, cuando Chokoloskee se consideraba
territorio del Salvaje Oeste. ¿Sabes por qué los mostradores están inclinados
hacia el suelo?
–Ni
idea.
–Para
mostrar cómodamente las faldas miriñaque.
–¿Eso
qué es?
–Las
estructuras de aros de metal ligero que, a modo de enagua, se ponían las
mujeres de la alta sociedad para darle volumen a los vestidos.
–Salen
así en muchas películas que vemos –ella asintió con la cabeza.
–Otro
dato muy interesante es que la primera máquina de Coca-Cola que llegó
aquí, en 1945, la tuvieron ellos, eran los únicos, en 30 millas, con
electricidad.
–Los
niños de Puerto Escondido, donde nací, al menos mis amigos y yo, nunca bebimos
ese refresco, allá no llegaba salvo en el mercado negro y nuestras familias no
se lo podían permitir.
–Has
vivido experiencias muy difíciles, eres un chico fuerte y estoy convencida de
que te va a ir muy bien en la vida, Andrew y yo hemos querido lo mejor para ti,
por eso hicimos testamento y te dejamos en herencia lo poco que tenemos, esta
casa, la camioneta y la barca –dijo emocionada.
–No
hay mejor herencia que vuestro cariño y los valores de honradez que me habéis
transmitido. Además, tú y yo vamos a estar mucho tiempo juntos –la congoja
apenas le dejó continuar.
–Eres
una buena persona, morenito, de lo contrario no nos habrías aguantado –rieron
a carcajadas.
–Tuve
suerte, el destino os cruzó conmigo, me salvasteis y, pese a la pérdida tan
grande y dolorosa de mi familia, encontré a vuestro lado un cálido refugio.
Sois generosos y ese es mi objetivo: serlo también, hacer algo por los demás,
entender por qué tomamos determinadas decisiones aun sabiendo que nos puede ir
la vida en ello –a veces, las cosas que decía, tal y como las expresaba, no se
correspondían para un joven de su edad.
–Entenderé
que quieras irte, eres joven y no deberías estar con una vieja gruñona como yo –dijo
con todas las alarmas y los temores disparados.
–Mi
sitio está contigo. –Sin embargo, por miedo a incomodarla, no se atrevió a
decirle que quería contactar con sus parientes, averiguar si los abuelos
seguían vivos, saber de sus tíos, primos, conocidos, si les habían llegado
noticias del naufragio, pero como tantas veces, aparcó sus deseos para más
adelante.
–Me
alegra que opines así, querido. –Tracy se sentó frente al gran ventanal del
salón desde donde se contemplaba la Bahía de Chokoloskee, permaneció en
silencio y recostó la cabeza en el respaldo del sillón. De repente, un manto de
tristeza solapó la vitalidad que derrochaba a raudales.
–Cenamos
en diez minutos, el pollo con arroz y las verduras enseguida estarán listas.
¿Ponemos la tele? Hoy es el último capítulo de Azules y Grises –dijo
para animarla.
–Haz
lo que quieras –expresó sin entusiasmo.
–¡Pero
si te encanta Gregory Peck en el papel de Abraham Lincoln! –Ernesto no sabía
cómo animar a la mujer. Max había dejado un vacío muy grande en ellos.
–Claro,
y a ti todas las actrices que salen.
–¿Entonces
ya no te parece una serie entrañable y muy bien hecha? –colocaba en la mesa
platos, vasos, cubiertos y las fuentes con la comida para servirse.
–Sí,
no es eso, simplemente estoy un poco cansada y me gustaría acostarme temprano,
nada más.
–¿Te
ocurre algo? –preguntó con desasosiego.
–Anda,
vamos a empezar, que esto tiene una pinta exquisita –un abanico de nubes
compactas apenas dejaba ver las estrellas, Tracy rastreó en el horizonte el
mismo punto resplandeciente que, su hermano mellizo y ella, buscaban de
pequeños. Taciturna, adquirió la postura de oración y dejó que el morenito
hablase mientras ella masticaba y tragaba con trabajo, cada bocado, pizcas que
se perdían en la cavidad de la boca. Reprimió las arcadas y fingió interés.
–De
postre tenemos uno de tus favoritos: Sándwich de mantequilla de cacahuete. ¿Te
sirvo más? –pero ella se limitó a sonreír e irse al dormitorio. Ernesto salió
afuera, arqueó un poco el cuerpo, apretó los puños, las mandíbulas, los
párpados y el horror pasó una vez más por delante de él, como una película a
cámara lenta cuyas imágenes le atraparon entre las garras demoledoras de los
gritos de la gente que se hundía bajo el techo de la negrura del universo, como
les pasó a Jorge y Argelina, momentos de silencio que eran desgarradores viendo
a mujeres sujetando a los hijos para que no cayeran, la de su padre, braceando
desesperado como si así achicara agua, sin entender que se alejaba, quedando
atrapado en un remolino sin salida y, por encima de todo eso, la nada, solos él
y la muerte, la suerte y la desgracia, la piel quemada por el sol, los labios
agrietados y casi sangrantes salivando la palabra auxilio, la salvación y la
pérdida, la derrota y el triunfo, el mañana y el presente, lo que es y lo que
pudo, los Acosta y los Garber… Entonces fue ahí, en ese preciso instante,
luchando contra los fantasmas interiores que iban a llevarle al abismo, donde
decidió tatuarse en el brazo izquierdo una luna inmensa y llena, igual a esas
que emergen en el Caribe y debajo, bien visible, el nombre de su madre: Mirta,
para sacar de ahí la fuerza.
A
la mañana siguiente Tracy amaneció sobrada de energía, por eso antes de que se
levantase el muchacho ya tenía preparadas las cosas para salir a pescar.
Últimamente no desaprovechaba ninguna oportunidad porque, en cuanto la salud se
lo permitía, disfrutaba cada momento como si fuese el primero de una larga
lista. Decidía cuándo salir y trazaba la ruta poniendo a prueba la resistencia
y capacidad de Ernesto, quien no descuidaba ningún detalle con tal de verla
feliz. A poca distancia del muelle, con la bandera de los Estados Unidos bien
visible, les saludaron unos vecinos que acababan de embarcar alejándose en
dirección contraria a la suya. El morenito, excelente y habilidoso
conductor, manejó la barca con absoluta destreza, primero por la Bahía de
Chokoloskee y después por el terreno estrecho y pantanoso de los manglares,
donde la soledad es infinita y el ser humano alguien muy pequeño en comparación
con la vida marina y la salvaje que conecta sus raíces a la naturaleza siempre
sorprendente y exuberante. Emocionados, avistaron un mero guasa gigante
persiguiendo a una cobia. Eran las 8:07 a.m. y un doble arcoíris embelleció el
paisaje que, en ese mismo instante, lo atravesó un águila calva, observándoles
a media altura. Tracy miraba fija la estela de barco que tras de sí quedaba por
popa, iban a 29 nudos, el chico viró a estribor muy suave y ella le sonrió.
–¿Sabías
que el Parque Nacional de los Everglades se creó en 1947 para proteger a los
animales, plantas tropicales y árboles milenarios de su extinción? –dijo ella
colocándose bien la gafa de sol.
–No
–negó con apenas un hilo de voz.
–Estás
pálido –aseguró ella.
–Andrew
me contó que este es el único lugar en el mundo donde conviven cocodrilos y
caimanes, y que puede darse el caso de que en barrios cercanos a canales o
embalses aparezcan en las piscinas de las casas –vigilaba a un lado y otro
desconfiado.
–¡Bah!
¡Leyendas sin fundamento, no le des ninguna importancia porque de ser verdad, más
bien es por Orlando! –años después de producirse esta conversación, un niño de
dos años, de vacaciones con su familia en Disney World, fue arrastrado por un
caimán hasta un lago artificial, la policía halló sumergido en el agua el
cuerpo sin vida del pequeño, según la autopsia no había sido desmembrado.
–¿Nos
quedamos aquí? –preguntó Ernesto.
–Sí,
parece un buen sitio –paró el motor y un remanso de paz les inundó por dentro y
por fuera. Cogieron las cañas y colocaron los anzuelos, ella uno muy fino para
engarzar la mosca y él uno más grueso con carnada viva o muerta como cangrejos
o camarones, entre otros. Realizaron varios lanzamientos y aguardaron pacientes
hasta que picó un magnífico ejemplar, la mujer necesito ayuda, enrollaron el
carrete y apareció un róbalo de 28 pulgadas, pescado protegido, cuya compra o
venta está prohibida, aunque puede capturarse para consumo propio. El
morenito lo sostuvo y se lo dio a Tracy que, tras pensárselo unos segundos,
lo soltó librándole de terminar a la parrilla. Después de ese acto de
generosidad, siguiendo con la mirada los pliegues del agua, ella memorizó todo
aquel entorno por si era la última vez que lo veía.