domingo, 24 de noviembre de 2024

La otra Florida

6.

Días después de Acción de Gracias, Ernesto Acosta cogió la vieja camioneta y puso rumbo a Naples, donde compró regalos, adornos y un juego de luces para decorar el exterior de la casa en Navidad. Aprovechando el viaje disfrutó de una sabrosa hamburguesa con abundantes patatas y un vaso gigante de Coca-Cola, en Harold’s Place Chickee Bar And Grill, ubicada en el 3350 de Tamiami Trail N. Pasó por delante del muelle y vio cómo una familia de delfines realizaba simpáticas acrobacias; la arena blanca y fina de la playa y el agua sosegada le recordó a sus días de infancia, en Puerto Escondido, donde todo era alegría. Por equivocación se metió en una lujosa zona residencial, con sus amplios bulevares arbolados, personal de servicio con uniforme llevando a los niños y niñas hasta el bus escolar, grandes automóviles aparcados fuera de los garajes y jardines cuidados por manos expertas, sin cubos de basura a la vista, ni trastos por medio, solamente desconocidos leyendo la prensa a la sombra de una palmera. En la oficina de correos, apenas una decena de personas aguardaban turno para ser atendidas por las dos únicas empleadas que desempeñaban el cargo sin prisa ninguna y visiblemente malhumoradas. Ojeó la propaganda del mostrador, cogió algunos folletos sin mucho interés y tomó asiento. Había donde elegir, desde excursiones a los Everglades con guía incluido, propuestas para visitar los mejores restaurantes de la ciudad, el Zoológico, la Quinta Avenida Sur o el Parque Estatal Delnor, con espléndidas fotografías de diversas aventuras. A punto de dejar los papeles le llamó la atención el último de ellos, un sencillo diseño en el que resaltaba lo importante, el texto: Charla-Coloquio a cargo de Koa y Amy Dayton, en el polideportivo náutico de la ciudad, el 20 de diciembre de 1982, a las 5:00 p.m. “Razones que empujan a una persona a quedarse o abandonar el país de origen”. Lo guardó en el bolsillo del pantalón, miró la hora y no quiso demorarse más, Tracy estaba algo revuelta y se había quedado en cama. Llevaba tiempo rara, siempre ausente y con gesto de dolor, ella, que era de buen comer, perdió el apetito adelgazando por momentos, o eso parecía, pero como de costumbre la mujer no le dio importancia, alegando que cumplir años traía consigo muchos achaques. Cuando el morenito regresó la encontró tirada en el baño, soltó los paquetes que traía y se arrodilló a su lado sintiéndose culpable por haberse ido.
          –¿Te has mareado? –preguntó mientras la ayudaba a levantarse con sumo cuidado.
          –No, he tropezado –mintió. Hacía más de una hora que se desvaneció y cayó al suelo, pero quiso ser convincente para tranquilizarlo.
          –¡Tenía que haberme quedado contigo! ¡Tenía que haberme quedado contigo! –exclamó muy afligido y al borde de las lágrimas.
          –No digas tonterías, soy vieja y averías así voy a tener a menudo, así que ya puedes ir acostumbrándote.
          –Ahora mismo vamos al Hospital Comunitario.
          –¡Ni hablar! –se negó, sospechaba malas noticias dentro de su organismo, males irreversibles llegados para quedarse, no se sentía bien, pero quería aguantar hasta celebrar con el muchacho la comida del 1 de enero, quizá con la esperanza de que la ocurriese como a los cipreses, que durante el invierno parecen faltos de vida para rejuvenecer en primavera.
          –Deja que te miren. ¡Anda, vamos! –suplicó.
          –¡Yo decido cuándo! –no le dio opción a la réplica.
          –Andrew tenía razón: eres muy testaruda.
          –Hablabais a mis espaldas, ¡eh! –hizo de tripas corazón y bromeó un poco más.
          –Algo, sí –dijo a la vez que enseñó parte de la compra–. Más adelante iremos a por el abeto natural, tengo muchas ganas de colgar en él todas estas bolas. ¿A que son bonitas?
          –¡Vaya que si lo son! –respondió pese a ni siquiera apreciarlas.
          –Tal vez te apetezca mañana salir a navegar.
          –Tal vez –repitió ella.
          –Voy a cerrar la camioneta –Ernesto estaba realmente alarmado porque nunca la había notado así, tan fuera de lugar. Sacó las llaves del bolsillo y con ellas el folleto que cogió en United States Postal Service, como aparecía en el reverso.
          –Ve –algo contundente oprimía su cerebro, como si dos planchas de hierro a cada lado se cerrasen al punto de hacer saltar en mil pedazos todos los huesos de la cara.
          –He traído Key Lime Pie, sé que te gusta mucho.
          –Sí. ¿Sabes por qué la tarta tiene ese nombre? –parece que eso la animó.
          –No, y estoy deseando saberlo –la guiñó el ojo.
          –Es única en el mundo porque está elaborada con la lima de los Cayos de la Florida.
          –¿Me enseñarás la receta? –preguntó todo entusiasmado.
          –Claro, en algún sitio la tengo anotada –nunca se lo dijo, pero él la encontró…
          Las siguientes semanas en el hospital fueron una montaña rusa a base de pruebas invasivas y dolorosas que Tracy soportó a regañadientes, aunque con absoluta dignidad. Quizá lo más duro de aceptar fue tener que afeitarse la cabeza, para que introdujeran, por uno de los laterales, la cámara y mirarle por dentro del cráneo aún a riesgo de tocar alguna terminación delicada y dejarla tonta. Enganchada a montones de cables y un par de monitores cuyas constantes vitales cambiaban continuamente, la subieron a planta hasta tener los resultados. Bajo los efectos de la anestesia soñó que hacía realidad el deseo de alistarse en el Ejército de los Estados Unidos de América y combatir en la Segunda Guerra Mundial, se vio en la Base Militar de Pearl Harbor cuando la Armada del Imperio Japonés les atacó, pero ella estaba ahí, era la heroína que salvaría a la patria, curaría a los heridos y recibiría todas las medallas conmemorativas en su nombre y en el de los caídos. Sin embargo, retrocedió aún más en el tiempo, a la edad de 6 años, en 1912, cuando supieron que un barco grandísimo, llamado Titanic, con miles de pasajeros a bordo, se hundió en el norte del océano atlántico, falleciendo alrededor de 1496 personas, entonces sufrió episodios de pánico negándose a navegar con la familia y pasar alguna de aquellas divertidas jornadas en los Everglades. Ernesto Acosta no dejó de observarla ni un solo momento.
          –Señora Garber, ya tenemos los resultados y, tal como nos pidió no nos andaremos con rodeos, hemos encontrado un Glioma.
          –¿Un qué? –interrumpió.
          –Un tumor en el cerebro bastante agresivo –el morenito se echó a llorar, pero Tracy mantuvo mucha frialdad, aunque estaba muy asustada.
          –¿Hay tratamiento?
          –Si claro, cirugía, se extirpa y ya está. A veces no es posible hacerlo en su totalidad, pero normalmente suele tener éxito salvo que el paciente presente complicaciones adversas. Después alguien de mi equipo vendrá a proporcionarles toda la información al respecto –dijo el neurocirujano casi a punto de irse.
          –Y, suponiendo que la operación vaya bien, ¿cuánto tiempo de más viviré? –cerró tanto los puños que se clavó las uñas.
          –Esto no es una ciencia exacta –divagaba, se sentía acorralado por esa mujer de fortaleza hermética y admirable.
          –¿Cuánto? –ella insistió.
          –En el mejor de los casos, superados los cinco primeros años, por las estadísticas que manejamos, más de cinco, diez tal vez…
          –¿Y en el peor? Responda sin miedo, yo no lo tengo, puedo enfrentarme a esto perfectamente –mintió, daría la vida por un abrazo, Ernesto se giró y caminó hacia ella.
          –Depende de varios factores. Bueno, no sé, meses –de los estudiantes que le acompañaban, una joven promesa de la medicina no aguantó y salió corriendo de la habitación a pesar de que dicha reacción le costaría, además de una bronca monumental, el único suspenso hasta el momento de toda la carrera.
          –Conteste, por favor –empezaba a angustiarse.
          –El suyo es de grado 4.
          –Hábleme para que le entienda –cogió la mano temblorosa del muchacho para tranquilizarle.
          –Muy avanzado –dijo, muy serio.
          –Entonces, poco, ¿verdad? –intentó esbozar una sonrisa que se resistió a salir.
          –Me temo que sí, pero el pronóstico puede cambiar cuando abramos.
          –¿Qué posibilidades hay de rozar alguna zona delicada y quedar hecha un vegetal? –en realidad esa era su máxima preocupación, convertirse en un estorbo.
          –Es difícil de prever, sin embargo, nosotros somos pioneros en este campo.
          –¿Y si no me opero? –todos la miraron sorprendidísimos.
          –¡De eso nada! –saltó el morenito limpiándose la nariz–. Harás lo que ellos digan, para eso son los entendidos.
          –Sea sincero –ninguneo al muchacho.
          –Puede que un poco más.
          –¿Hasta primeros de año?
          –Supongo, lo que ya no garantizo es en qué condiciones.
          –Bien, llegaré bien, lo prometo, y quizá, quién sabe… –Se quedaron solos, el silencio era una punta de navaja afilada volando por encima de ellos.
          –Es una locura –estalló el chico.
          –Ve a dormir, necesitas descansar, darte una ducha y cambiarte de ropa, ¿o quieres que nos echen por indigentes? –le acarició la mano–. Todo irá bien, no temas, confía en mí.
          Ernesto Acosta, el morenito, encendió todas las luces de la casa y puso leche a calentar, cogió un panecillo, lo abrió y le untó mantequilla y azúcar, como hacían las madres y abuelas en Puerto Escondido. Se desplomó en el sillón, cerró los ojos y se cubrió la cara con las manos. El motor de las barcas pescadoras cruzando la Bahía de Chokoloskee le sobresaltaron aquella madrugada enmarcada en incertidumbre. Sin haber dormido apenas buscó la bolsa estanca y comprobó que todo lo importante siguiera guardado ahí, del cajón de la mesita de noche sacó, envueltos en un pañuelo con la bandera de Cuba, algunos dólares ahorrados y, aunque nunca supo muy bien el porqué de tal reacción, metió también el folleto de la oficina de correos: “Koa y Amy Dayton, Charla-Coloquio, 20 de diciembre de 1982. 5:00 p.m.”. Cuando entró en la habitación oliendo a colonia y repeinado, Tracy esperaba sentada en el borde de la cama, vestida y con gesto de pocos amigos.
          –Vámonos –dijo levantándose con vigor.
          –Pero, ¿qué ha pasado? ¡Cómo te vas a ir así, aún tienes tapada la herida! ¡Anda, vuelve a ponerte el pijama, por favor!
          –¡Que nos vamos he dicho! –se oyó fuerte, alto y claro, incluso en el pasillo.
          –Aquí tiene el alta, voluntaria –matizó la enfermera vocalizando con gesto amargado.
          –Estoy en mi derecho –puntualizó ella.
          –Vale, pero después, si hay complicaciones, no venga echándole la culpa a los médicos, ustedes siempre hacen igual.
          –¿Me puedes explicar de qué va esto? –el morenito estaba desconcertado.
          –Nada, que me opongo a ser presa de laboratorio.
          Despertar cada mañana y seguir juntos se convirtió en un privilegio que apuraban al máximo. Veinticuatro horas nuevas, únicas, irrepetibles, un tiempo cómplice que llegó a ser su mejor aliado. A pesar de no haberse dicho nunca cuánto se admiraban, ni expresar con palabras el afecto que se tenían, simplemente con mirarse y convivir era más que suficiente, todo un intenso aprendizaje de vida. Muy atrás quedó la enfermedad, el atontamiento producido por la medicación, las entradas nocturnas del personal sanitario en la habitación a deshoras de la noche, interrumpiendo lo mejor del sueño, el desagradable olor a cloroformo, los paseos sin rumbo por la galería de las malas noticias, el ruido de camillas, algunas trasladando cadáveres cubiertos con sábanas. En definitiva, era consciente de la tregua extra que su naturaleza tuvo a bien regalarle. Arrancaba diciembre y tenían muchos proyectos para poner en práctica, el morenito se desenvolvía estupendamente ayudando a los pescadores en el muelle a posicionar las barcas en las rampas y corrían de su cuenta las tareas más duras de la casa, Tracy, poco a poco, iba empeorando sin mostrar la más mínima preocupación. Una mañana, mientras que Ernesto limpiaba los utensilios de pesca, cogió las llaves de la camioneta y sin decir a dónde iba, desapareció, el muchacho corrió detrás de ella, pero no consiguió alcanzarla. Horas después regresó pálida y demacrada, con una bolsa que guardó en su dormitorio bajo llave.
          –Estaba preocupado, ¿dónde has estado? –preguntó temiéndose una mala contestación.
          –Sacando el pasaje a mi libertad –respondió rápidamente.
          –¿Cómo? –no entendía nada.
          –A los huevos revueltos hay que ponerles más sal –evitó dar cualquier tipo de explicación al planteamiento anterior. Cuando Ernesto se dio cuenta de que ella apenas había probado la cena, él terminaba de rebañar el plato–. ¿Al poco de morir Andrew recuerdas el lugar secreto que te enseñé de pesca?
          –Si, cerca de Alligator Bay, ¿verdad?
          –Y Lostmans River. Quiero que vayas, esta vez solo, ya va siendo hora de que tomemos un poco de distancia y tengamos cada uno nuestro espacio –se esforzó para no resultar grosera.
          –¿Quieres librarte de mí? –lo dijo con sarcasmo y muy molesto.
          –Prepáralo todo.
          –¿Y cuándo se supone que he de hacerlo?
          –Mañana mismo.
          –No me siento capacitado, además tengo que organizar algunas cosas aquí.
          –No se hable más. Ocúpate de tener lista tu ropa y que suene el despertador, la mejor hora es entre las 2:00 y las 4:00 a.m.
          –¿Por qué no vienes conmigo? –suplicó
          –Pues, porque ya eres mayorcito y conoces muy bien los manglares, aprendiste rápido y vas a disfrutar mucho –en la actualidad, utilizando el GPS, adentrarse en ese territorio es mucho más fácil, pero en 1982 la ruta la aprendías de memoria. A las 3:50 a.m., Ernesto Acosta, el morenito, con el tanque del depósito lleno, comida suficiente y bastantes botellas de agua, emprendió la larga travesía de 111 millas hasta Ingraham Lake, ubicado más al sur de la Florida, dentro del límite del Parque Nacional de los Everglades, donde, sin saberlo, estarían pescando algunas personas que le conocían de ir con los Garber y, por tanto, de necesitarlo, le situarían ahí. Navegando por el Golfo de México sintió una paz infinita, esa primera noche la pasó frente a las playas de Cape Sable, un lugar bellísimo en la parte más meridional. Saldría temprano para el lugar de destino.
          Como a la mayoría de los mortales, a Tracy le horrorizaba perder el control del cuerpo y convertirse en una carga inerte, razón por la que tomó la decisión más difícil de toda su existencia, aunque para llevarla a cabo, era imprescindible alejar al muchacho del escenario donde se desencadenaría el final, además de proporcionarle una coartada firme, tal y como había planeado. Pasó la jornada contemplando la Bahía de Chokoloskee, recuperando viejos recuerdos, dejando que transcurriesen las horas, relajando el pensamiento y el espíritu, oyendo el piar de algunos pájaros y el vaivén del viento. Empezaba a ocultarse el sol en el horizonte, el cáncer que padecía rozaba el estadio de poder empeorar de repente, había llegado el momento. Recogió la taza y la cuchara del fregadero, encendió la televisión, un documental de Mississippi saltó en la pantalla; redactó una nota escueta dirigida a Ernesto y otra, por si la cosa se complicaba, al Sheriff del condado de Collier explicando por qué ponía fin a su vida. En el dormitorio, esparció sobre la cama, las cajas de barbitúricos guardadas bajo llave, pastilla a pastilla las fue tragando con pequeños sorbos de agua, hasta que la mirada turbia apagó todas las luces. Mientras tanto, el morenito, ajeno a todo, desde lo alto de la plataforma, junto a otros pescadores, lanzaba la caña en busca de la presa de la temporada. Entonces, un escalofrío recorrió su espalda, pensó en Tracy, cuánta razón tenía al decir que iba a disfrutar esa aventura como ninguna otra, sin embargo, jamás podría haber imaginado, que quien ejerció de madre con él en los últimos seis años, se había suicidado la noche anterior. Cuarenta y dos años después de aquello, Ernesto Acosta, todavía siente un profundo dolor.

domingo, 10 de noviembre de 2024

La otra Florida

5.

Desde que Andrew murió hacía ya dos años, Max, su perro fiel y guardián, estaba sumido en la tristeza. Enfermó tanto que hacían visitas periódicas al veterinario quien, desconcertado por los síntomas tan extraños que presentaba, no supo aplicar ningún diagnóstico, escudándose en que, para la pena, no había tratamiento. A excepción de eso, la vida de Tracy y el morenito transcurría bastante tranquila. 1982, igual que todos los años, trajo situaciones adversas sacando lo mejor y lo peor del ser humano. Importantes acontecimientos tejieron esos doce meses con mimbres únicos e irrepetibles: el devastador huracán Alberto dejó al oeste de Cuba sin electricidad durante varios días con numerosos hogares destruidos a su paso y unas 23 personas fallecidas; a muchas millas de allí, en el muelle 86, de la calle 46, a lo largo del río Hudson, en el West Side de Manhattan, inauguraron el Museo Naval, Aéreo y Espacial, donde se exhibe el portaaviones USS Intrepid (CV-11), famoso por participar en la Segunda Guerra Mundial y también en la de Vietnam; el peruano Javier Pérez Cuéllar se convirtió en el Secretario General de la ONU y nació Elier Ramírez Cañedo, actual subdirector del Centro “Fidel Castro Ruz”, por destacar algunos hechos históricos. Pero, en Chokoloskee o, dicho de otra manera, para los habitantes de ese pequeño pueblo isleño de pescadores, en la costa suroeste de la Florida, aquello quedaba alejado de su hábitat, inmerso en los problemas y las preocupaciones a nivel particular. Ernesto Acosta había cumplido los dieciocho y lo celebró con una tarta que hizo Tracy para los dos y la obtención de la licencia de conducir. Max vomitaba sobre la pata del sillón donde siempre se sentó Andrew y las heces, que recogían por toda la casa, eran de color casi negro repugnante. El animal se destruía por dentro a pedazos.
          –Sabes que en cualquier momento habrá que sacrificarlo, ¿verdad? –dijo el morenito con la mayor cautela del mundo.
          –Sí, lo entiendo, y no es justo que sufra como lo está haciendo, pero duele mucho verle marchar tan seguido de Andrew –respondió Tracy.
          –Los animales tienen un instinto de lealtad que ya lo quisiéramos nosotros y supongo que para él la vida sin su compañero carece de importancia.
          –Nunca te lo he preguntado: ¿crees en el más allá? –ella intuía la respuesta, aunque prefería escuchársela decir.
          –Aunque hay muchos ateos, la mayoría del pueblo cubano es creyente, a mí me educaron en el cristianismo, todos los domingos íbamos a misa, en la iglesia de nuestro barrio hacían multitud de actividades infantiles orientadas en los valores del Evangelio, pero si te soy sincero, y quiero serlo, la fe se ahogó con mi familia aquel fatídico día –la miró de soslayo, buscando quizá un gesto de complicidad o reproche, tan solo encontró empatía.
          –¿Culpas a Jesucristo de la tragedia? –jamás hablaron tan claro.
          –No lo sé, puede que sí. ¿Por qué murieron todos y yo no? ¿Acaso soy especial? A veces, lo confieso, me brota una raíz egoísta y hasta casi me alegro de haber salvado el pellejo.
          –Eso es muy humano –soltó ella.
          –O muy ruin –contradijo él.
          –¿Te arrepientes de algo? –el perro apoyó el hocico sobre los pies de la mujer.
          –Quizá de no haber buscado náufragos, ahora lo habría hecho sin dudarlo, pero con doce años, imposible. ¿Sabes lo aterrador de verte en mitad del océano completamente a oscuras y con todo tipo de ruidos alrededor? –se produjo un silencio incómodo.
          –¡Qué pasa, Max, viejo amigo! –ella alargó la mano y le acarició durante un buen rato.
          –¿Cómo llegó a vosotros? –quiso saber Ernesto.
          –En realidad él encontró a mi hermano –comentó–. Siendo un cachorro merodeaba por los alrededores del muelle atraído por el olor de la mercancía que descargaban los pescadores. Entre las piernas de Andrew jugueteaba en busca de cariño, le siguió hasta la camioneta, se coló dentro, olfateó la lona con la que cubría la cesta con los peces y, una vez aquí, anduvo con elegancia, marcó su espacio, decidió el rincón que más le convino y se echó a dormir, repitiendo idéntico acto cada día, hasta asegurarse de que no le íbamos a abandonar en un descampado.
          –En Puerto Escondido, mi abuelito, tenía un Bichón Habanero, es el perro nacional de Cuba, de una raza pequeña y sobre todo de compañía, aunque con muy malas pulgas. No soportaba que nadie se acercase a la casa, incluso llegó a morder a una persona. Entonces, mi papá se lo llevó y nunca más le volvimos a ver –comenta el muchacho.
          –¿Sujetaste bien la barca? Habrá tormenta y bastante fuerte, no vayamos a tener un disgusto –dice Tracy.
          –Claro, tal y como me habéis enseñado, si quieres compruébalo.
          –No hace falta, eres todo un experto –esas palabras inyectadas directamente en la autoestima le aportaron muchísima seguridad.
          –Tracy, ¿recuerdas cuando quise escaparme y Max se atravesó delante de la puerta para impedirlo?
          –Menudo alboroto liaste cogiendo comida y aquella bolsa tuya. ¿Cómo se llamaba?
          –Bolsa estanca. Ahí supe que me quedaba con vosotros, ya que, por segunda vez, alguien vinculado a este lugar me salvaba la vida.
          –¿Y te arrepientes de no haberlo hecho? –temió una respuesta indeseada.
          –¡A saber qué habría sido de mí! ¡Cómo puedes preguntar eso! Sois todo lo que tengo –dio media vuelta y comenzó a trajinar en la cocina.
          Esa noche la virulencia del viento sacudiendo sobre los tejados y el temblor de las contraventanas luchando para no ser arrancadas de cuajo, puso en alerta a la población de Chokoloskee. Ernesto Acosta, el morenito, tenía el cuerpo bloqueado por el miedo. Se sentó en el suelo con la espalda contra la pared, las piernas dobladas y los brazos cruzados encima de las rodillas. El recuerdo del naufragio, tan presente siempre, acudía a su memoria en momentos siniestros paralizándole de repente las extremidades y todos los sentidos. Cerró los ojos, controló la respiración y trató de imaginar algo agradable, pensó en el Carnaval de La Habana, con las carrozas, las comparsas, la participación de la gente vestidos con sus mejores galas, el colorido y, sobre todo, la alegría contagiosa del cubano y la cubana. A continuación, le vino también la imagen de Andrew y él limpiando el pescado que cocinarían después y el grito en el cielo de Tracy cuando los veía con los pantalones manchados, ralentizó los latidos del corazón hasta dejarlos a su ritmo normal y, aunque afuera llovía cada vez con más fuerza, su tempestad interior se fue pausando. Apenas el resplandor de los relámpagos y el olor a hierba mojada quedó como muestra del temporal que acababa de pasar. Max se arrastró hasta la puerta del dormitorio de Andrew que permanecía cerrada desde que murió, eran las 3:45 a.m., con la lengua buscaba la superficie de la baldosa fría, jadeaba, se lamía las patas y gemía. De repente ya no se oía nada. A la mañana siguiente, el morenito, cavó un profundo hoyo en el límite de la casa, lo más cercano al muelle y ahí le enterraron.
          –Sin Andrew se fue apagando poco a poco, el pobre, hasta dejó de comer –dijo Tracy muy apenada.
          –Exacto, pero también era muy viejo, y estaba enfermo, casi no veía y las patas traseras se le doblaban a menudo –manifestó mientras asentaba la tierra con los pies.
          –He hablado con la familia de la tienda Smallwood, ya sabes dónde está, para que te den un empleo, pero me han dicho que cierran como establecimiento.
          –No tienes de qué preocuparte, buscaré algún trabajo, ya lo verás. De momento saco algunos dólares ayudando a los pescadores a posicionar las barcas en las rampas hasta que el agua las cubre unas tres pulgadas.
          –No me habías dicho nada –manifestó molesta.
          –Perdona, no ha sido con mala intención, era para no preocuparte.
          –Preocuparme, ¿por qué? –preguntó a la defensiva.
          –No sé, no me hagas caso, no nos enfademos.
          –No es mi intención, sólo quiero que hagas aquello que más te satisfaga –zanjó ella.
          –En Smallwood compró Andrew mi equipamiento para salir a pescar con él, lamento que les vaya mal el negocio.
          –Pues no sé si la razón será esa, ahora dejarán las dependencias como museo y se llenará de curiosos. A los nativos de aquí nos apena que cese el establecimiento. Fíjate, lo abrieron en 1906, cuando Chokoloskee se consideraba territorio del Salvaje Oeste. ¿Sabes por qué los mostradores están inclinados hacia el suelo?
          –Ni idea.
          –Para mostrar cómodamente las faldas miriñaque.
          –¿Eso qué es?
          –Las estructuras de aros de metal ligero que, a modo de enagua, se ponían las mujeres de la alta sociedad para darle volumen a los vestidos.
          –Salen así en muchas películas que vemos –ella asintió con la cabeza.
          –Otro dato muy interesante es que la primera máquina de Coca-Cola que llegó aquí, en 1945, la tuvieron ellos, eran los únicos, en 30 millas, con electricidad.
          –Los niños de Puerto Escondido, donde nací, al menos mis amigos y yo, nunca bebimos ese refresco, allá no llegaba salvo en el mercado negro y nuestras familias no se lo podían permitir.
          –Has vivido experiencias muy difíciles, eres un chico fuerte y estoy convencida de que te va a ir muy bien en la vida, Andrew y yo hemos querido lo mejor para ti, por eso hicimos testamento y te dejamos en herencia lo poco que tenemos, esta casa, la camioneta y la barca –dijo emocionada.
          –No hay mejor herencia que vuestro cariño y los valores de honradez que me habéis transmitido. Además, tú y yo vamos a estar mucho tiempo juntos –la congoja apenas le dejó continuar.
          –Eres una buena persona, morenito, de lo contrario no nos habrías aguantado –rieron a carcajadas.
          –Tuve suerte, el destino os cruzó conmigo, me salvasteis y, pese a la pérdida tan grande y dolorosa de mi familia, encontré a vuestro lado un cálido refugio. Sois generosos y ese es mi objetivo: serlo también, hacer algo por los demás, entender por qué tomamos determinadas decisiones aun sabiendo que nos puede ir la vida en ello –a veces, las cosas que decía, tal y como las expresaba, no se correspondían para un joven de su edad.
          –Entenderé que quieras irte, eres joven y no deberías estar con una vieja gruñona como yo –dijo con todas las alarmas y los temores disparados.
          –Mi sitio está contigo. –Sin embargo, por miedo a incomodarla, no se atrevió a decirle que quería contactar con sus parientes, averiguar si los abuelos seguían vivos, saber de sus tíos, primos, conocidos, si les habían llegado noticias del naufragio, pero como tantas veces, aparcó sus deseos para más adelante.
          –Me alegra que opines así, querido. –Tracy se sentó frente al gran ventanal del salón desde donde se contemplaba la Bahía de Chokoloskee, permaneció en silencio y recostó la cabeza en el respaldo del sillón. De repente, un manto de tristeza solapó la vitalidad que derrochaba a raudales.
          –Cenamos en diez minutos, el pollo con arroz y las verduras enseguida estarán listas. ¿Ponemos la tele? Hoy es el último capítulo de Azules y Grises –dijo para animarla.
          –Haz lo que quieras –expresó sin entusiasmo.
          –¡Pero si te encanta Gregory Peck en el papel de Abraham Lincoln! –Ernesto no sabía cómo animar a la mujer. Max había dejado un vacío muy grande en ellos.
          –Claro, y a ti todas las actrices que salen.
          –¿Entonces ya no te parece una serie entrañable y muy bien hecha? –colocaba en la mesa platos, vasos, cubiertos y las fuentes con la comida para servirse.
          –Sí, no es eso, simplemente estoy un poco cansada y me gustaría acostarme temprano, nada más.
          –¿Te ocurre algo? –preguntó con desasosiego.
          –Anda, vamos a empezar, que esto tiene una pinta exquisita –un abanico de nubes compactas apenas dejaba ver las estrellas, Tracy rastreó en el horizonte el mismo punto resplandeciente que, su hermano mellizo y ella, buscaban de pequeños. Taciturna, adquirió la postura de oración y dejó que el morenito hablase mientras ella masticaba y tragaba con trabajo, cada bocado, pizcas que se perdían en la cavidad de la boca. Reprimió las arcadas y fingió interés.
          –De postre tenemos uno de tus favoritos: Sándwich de mantequilla de cacahuete. ¿Te sirvo más? –pero ella se limitó a sonreír e irse al dormitorio. Ernesto salió afuera, arqueó un poco el cuerpo, apretó los puños, las mandíbulas, los párpados y el horror pasó una vez más por delante de él, como una película a cámara lenta cuyas imágenes le atraparon entre las garras demoledoras de los gritos de la gente que se hundía bajo el techo de la negrura del universo, como les pasó a Jorge y Argelina, momentos de silencio que eran desgarradores viendo a mujeres sujetando a los hijos para que no cayeran, la de su padre, braceando desesperado como si así achicara agua, sin entender que se alejaba, quedando atrapado en un remolino sin salida y, por encima de todo eso, la nada, solos él y la muerte, la suerte y la desgracia, la piel quemada por el sol, los labios agrietados y casi sangrantes salivando la palabra auxilio, la salvación y la pérdida, la derrota y el triunfo, el mañana y el presente, lo que es y lo que pudo, los Acosta y los Garber… Entonces fue ahí, en ese preciso instante, luchando contra los fantasmas interiores que iban a llevarle al abismo, donde decidió tatuarse en el brazo izquierdo una luna inmensa y llena, igual a esas que emergen en el Caribe y debajo, bien visible, el nombre de su madre: Mirta, para sacar de ahí la fuerza.
          A la mañana siguiente Tracy amaneció sobrada de energía, por eso antes de que se levantase el muchacho ya tenía preparadas las cosas para salir a pescar. Últimamente no desaprovechaba ninguna oportunidad porque, en cuanto la salud se lo permitía, disfrutaba cada momento como si fuese el primero de una larga lista. Decidía cuándo salir y trazaba la ruta poniendo a prueba la resistencia y capacidad de Ernesto, quien no descuidaba ningún detalle con tal de verla feliz. A poca distancia del muelle, con la bandera de los Estados Unidos bien visible, les saludaron unos vecinos que acababan de embarcar alejándose en dirección contraria a la suya. El morenito, excelente y habilidoso conductor, manejó la barca con absoluta destreza, primero por la Bahía de Chokoloskee y después por el terreno estrecho y pantanoso de los manglares, donde la soledad es infinita y el ser humano alguien muy pequeño en comparación con la vida marina y la salvaje que conecta sus raíces a la naturaleza siempre sorprendente y exuberante. Emocionados, avistaron un mero guasa gigante persiguiendo a una cobia. Eran las 8:07 a.m. y un doble arcoíris embelleció el paisaje que, en ese mismo instante, lo atravesó un águila calva, observándoles a media altura. Tracy miraba fija la estela de barco que tras de sí quedaba por popa, iban a 29 nudos, el chico viró a estribor muy suave y ella le sonrió.
          –¿Sabías que el Parque Nacional de los Everglades se creó en 1947 para proteger a los animales, plantas tropicales y árboles milenarios de su extinción? –dijo ella colocándose bien la gafa de sol.
          –No –negó con apenas un hilo de voz.
          –Estás pálido –aseguró ella.
          –Andrew me contó que este es el único lugar en el mundo donde conviven cocodrilos y caimanes, y que puede darse el caso de que en barrios cercanos a canales o embalses aparezcan en las piscinas de las casas –vigilaba a un lado y otro desconfiado.
          –¡Bah! ¡Leyendas sin fundamento, no le des ninguna importancia porque de ser verdad, más bien es por Orlando! –años después de producirse esta conversación, un niño de dos años, de vacaciones con su familia en Disney World, fue arrastrado por un caimán hasta un lago artificial, la policía halló sumergido en el agua el cuerpo sin vida del pequeño, según la autopsia no había sido desmembrado.
          –¿Nos quedamos aquí? –preguntó Ernesto.
          –Sí, parece un buen sitio –paró el motor y un remanso de paz les inundó por dentro y por fuera. Cogieron las cañas y colocaron los anzuelos, ella uno muy fino para engarzar la mosca y él uno más grueso con carnada viva o muerta como cangrejos o camarones, entre otros. Realizaron varios lanzamientos y aguardaron pacientes hasta que picó un magnífico ejemplar, la mujer necesito ayuda, enrollaron el carrete y apareció un róbalo de 28 pulgadas, pescado protegido, cuya compra o venta está prohibida, aunque puede capturarse para consumo propio. El morenito lo sostuvo y se lo dio a Tracy que, tras pensárselo unos segundos, lo soltó librándole de terminar a la parrilla. Después de ese acto de generosidad, siguiendo con la mirada los pliegues del agua, ella memorizó todo aquel entorno por si era la última vez que lo veía.