domingo, 10 de noviembre de 2024

La otra Florida

5.

Desde que Andrew murió hacía ya dos años, Max, su perro fiel y guardián, estaba sumido en la tristeza. Enfermó tanto que hacían visitas periódicas al veterinario quien, desconcertado por los síntomas tan extraños que presentaba, no supo aplicar ningún diagnóstico, escudándose en que, para la pena, no había tratamiento. A excepción de eso, la vida de Tracy y el morenito transcurría bastante tranquila. 1982, igual que todos los años, trajo situaciones adversas sacando lo mejor y lo peor del ser humano. Importantes acontecimientos tejieron esos doce meses con mimbres únicos e irrepetibles: el devastador huracán Alberto dejó al oeste de Cuba sin electricidad durante varios días con numerosos hogares destruidos a su paso y unas 23 personas fallecidas; a muchas millas de allí, en el muelle 86, de la calle 46, a lo largo del río Hudson, en el West Side de Manhattan, inauguraron el Museo Naval, Aéreo y Espacial, donde se exhibe el portaaviones USS Intrepid (CV-11), famoso por participar en la Segunda Guerra Mundial y también en la de Vietnam; el peruano Javier Pérez Cuéllar se convirtió en el Secretario General de la ONU y nació Elier Ramírez Cañedo, actual subdirector del Centro “Fidel Castro Ruz”, por destacar algunos hechos históricos. Pero, en Chokoloskee o, dicho de otra manera, para los habitantes de ese pequeño pueblo isleño de pescadores, en la costa suroeste de la Florida, aquello quedaba alejado de su hábitat, inmerso en los problemas y las preocupaciones a nivel particular. Ernesto Acosta había cumplido los dieciocho y lo celebró con una tarta que hizo Tracy para los dos y la obtención de la licencia de conducir. Max vomitaba sobre la pata del sillón donde siempre se sentó Andrew y las heces, que recogían por toda la casa, eran de color casi negro repugnante. El animal se destruía por dentro a pedazos.
          –Sabes que en cualquier momento habrá que sacrificarlo, ¿verdad? –dijo el morenito con la mayor cautela del mundo.
          –Sí, lo entiendo, y no es justo que sufra como lo está haciendo, pero duele mucho verle marchar tan seguido de Andrew –respondió Tracy.
          –Los animales tienen un instinto de lealtad que ya lo quisiéramos nosotros y supongo que para él la vida sin su compañero carece de importancia.
          –Nunca te lo he preguntado: ¿crees en el más allá? –ella intuía la respuesta, aunque prefería escuchársela decir.
          –Aunque hay muchos ateos, la mayoría del pueblo cubano es creyente, a mí me educaron en el cristianismo, todos los domingos íbamos a misa, en la iglesia de nuestro barrio hacían multitud de actividades infantiles orientadas en los valores del Evangelio, pero si te soy sincero, y quiero serlo, la fe se ahogó con mi familia aquel fatídico día –la miró de soslayo, buscando quizá un gesto de complicidad o reproche, tan solo encontró empatía.
          –¿Culpas a Jesucristo de la tragedia? –jamás hablaron tan claro.
          –No lo sé, puede que sí. ¿Por qué murieron todos y yo no? ¿Acaso soy especial? A veces, lo confieso, me brota una raíz egoísta y hasta casi me alegro de haber salvado el pellejo.
          –Eso es muy humano –soltó ella.
          –O muy ruin –contradijo él.
          –¿Te arrepientes de algo? –el perro apoyó el hocico sobre los pies de la mujer.
          –Quizá de no haber buscado náufragos, ahora lo habría hecho sin dudarlo, pero con doce años, imposible. ¿Sabes lo aterrador de verte en mitad del océano completamente a oscuras y con todo tipo de ruidos alrededor? –se produjo un silencio incómodo.
          –¡Qué pasa, Max, viejo amigo! –ella alargó la mano y le acarició durante un buen rato.
          –¿Cómo llegó a vosotros? –quiso saber Ernesto.
          –En realidad él encontró a mi hermano –comentó–. Siendo un cachorro merodeaba por los alrededores del muelle atraído por el olor de la mercancía que descargaban los pescadores. Entre las piernas de Andrew jugueteaba en busca de cariño, le siguió hasta la camioneta, se coló dentro, olfateó la lona con la que cubría la cesta con los peces y, una vez aquí, anduvo con elegancia, marcó su espacio, decidió el rincón que más le convino y se echó a dormir, repitiendo idéntico acto cada día, hasta asegurarse de que no le íbamos a abandonar en un descampado.
          –En Puerto Escondido, mi abuelito, tenía un Bichón Habanero, es el perro nacional de Cuba, de una raza pequeña y sobre todo de compañía, aunque con muy malas pulgas. No soportaba que nadie se acercase a la casa, incluso llegó a morder a una persona. Entonces, mi papá se lo llevó y nunca más le volvimos a ver –comenta el muchacho.
          –¿Sujetaste bien la barca? Habrá tormenta y bastante fuerte, no vayamos a tener un disgusto –dice Tracy.
          –Claro, tal y como me habéis enseñado, si quieres compruébalo.
          –No hace falta, eres todo un experto –esas palabras inyectadas directamente en la autoestima le aportaron muchísima seguridad.
          –Tracy, ¿recuerdas cuando quise escaparme y Max se atravesó delante de la puerta para impedirlo?
          –Menudo alboroto liaste cogiendo comida y aquella bolsa tuya. ¿Cómo se llamaba?
          –Bolsa estanca. Ahí supe que me quedaba con vosotros, ya que, por segunda vez, alguien vinculado a este lugar me salvaba la vida.
          –¿Y te arrepientes de no haberlo hecho? –temió una respuesta indeseada.
          –¡A saber qué habría sido de mí! ¡Cómo puedes preguntar eso! Sois todo lo que tengo –dio media vuelta y comenzó a trajinar en la cocina.
          Esa noche la virulencia del viento sacudiendo sobre los tejados y el temblor de las contraventanas luchando para no ser arrancadas de cuajo, puso en alerta a la población de Chokoloskee. Ernesto Acosta, el morenito, tenía el cuerpo bloqueado por el miedo. Se sentó en el suelo con la espalda contra la pared, las piernas dobladas y los brazos cruzados encima de las rodillas. El recuerdo del naufragio, tan presente siempre, acudía a su memoria en momentos siniestros paralizándole de repente las extremidades y todos los sentidos. Cerró los ojos, controló la respiración y trató de imaginar algo agradable, pensó en el Carnaval de La Habana, con las carrozas, las comparsas, la participación de la gente vestidos con sus mejores galas, el colorido y, sobre todo, la alegría contagiosa del cubano y la cubana. A continuación, le vino también la imagen de Andrew y él limpiando el pescado que cocinarían después y el grito en el cielo de Tracy cuando los veía con los pantalones manchados, ralentizó los latidos del corazón hasta dejarlos a su ritmo normal y, aunque afuera llovía cada vez con más fuerza, su tempestad interior se fue pausando. Apenas el resplandor de los relámpagos y el olor a hierba mojada quedó como muestra del temporal que acababa de pasar. Max se arrastró hasta la puerta del dormitorio de Andrew que permanecía cerrada desde que murió, eran las 3:45 a.m., con la lengua buscaba la superficie de la baldosa fría, jadeaba, se lamía las patas y gemía. De repente ya no se oía nada. A la mañana siguiente, el morenito, cavó un profundo hoyo en el límite de la casa, lo más cercano al muelle y ahí le enterraron.
          –Sin Andrew se fue apagando poco a poco, el pobre, hasta dejó de comer –dijo Tracy muy apenada.
          –Exacto, pero también era muy viejo, y estaba enfermo, casi no veía y las patas traseras se le doblaban a menudo –manifestó mientras asentaba la tierra con los pies.
          –He hablado con la familia de la tienda Smallwood, ya sabes dónde está, para que te den un empleo, pero me han dicho que cierran como establecimiento.
          –No tienes de qué preocuparte, buscaré algún trabajo, ya lo verás. De momento saco algunos dólares ayudando a los pescadores a posicionar las barcas en las rampas hasta que el agua las cubre unas tres pulgadas.
          –No me habías dicho nada –manifestó molesta.
          –Perdona, no ha sido con mala intención, era para no preocuparte.
          –Preocuparme, ¿por qué? –preguntó a la defensiva.
          –No sé, no me hagas caso, no nos enfademos.
          –No es mi intención, sólo quiero que hagas aquello que más te satisfaga –zanjó ella.
          –En Smallwood compró Andrew mi equipamiento para salir a pescar con él, lamento que les vaya mal el negocio.
          –Pues no sé si la razón será esa, ahora dejarán las dependencias como museo y se llenará de curiosos. A los nativos de aquí nos apena que cese el establecimiento. Fíjate, lo abrieron en 1906, cuando Chokoloskee se consideraba territorio del Salvaje Oeste. ¿Sabes por qué los mostradores están inclinados hacia el suelo?
          –Ni idea.
          –Para mostrar cómodamente las faldas miriñaque.
          –¿Eso qué es?
          –Las estructuras de aros de metal ligero que, a modo de enagua, se ponían las mujeres de la alta sociedad para darle volumen a los vestidos.
          –Salen así en muchas películas que vemos –ella asintió con la cabeza.
          –Otro dato muy interesante es que la primera máquina de Coca-Cola que llegó aquí, en 1945, la tuvieron ellos, eran los únicos, en 30 millas, con electricidad.
          –Los niños de Puerto Escondido, donde nací, al menos mis amigos y yo, nunca bebimos ese refresco, allá no llegaba salvo en el mercado negro y nuestras familias no se lo podían permitir.
          –Has vivido experiencias muy difíciles, eres un chico fuerte y estoy convencida de que te va a ir muy bien en la vida, Andrew y yo hemos querido lo mejor para ti, por eso hicimos testamento y te dejamos en herencia lo poco que tenemos, esta casa, la camioneta y la barca –dijo emocionada.
          –No hay mejor herencia que vuestro cariño y los valores de honradez que me habéis transmitido. Además, tú y yo vamos a estar mucho tiempo juntos –la congoja apenas le dejó continuar.
          –Eres una buena persona, morenito, de lo contrario no nos habrías aguantado –rieron a carcajadas.
          –Tuve suerte, el destino os cruzó conmigo, me salvasteis y, pese a la pérdida tan grande y dolorosa de mi familia, encontré a vuestro lado un cálido refugio. Sois generosos y ese es mi objetivo: serlo también, hacer algo por los demás, entender por qué tomamos determinadas decisiones aun sabiendo que nos puede ir la vida en ello –a veces, las cosas que decía, tal y como las expresaba, no se correspondían para un joven de su edad.
          –Entenderé que quieras irte, eres joven y no deberías estar con una vieja gruñona como yo –dijo con todas las alarmas y los temores disparados.
          –Mi sitio está contigo. –Sin embargo, por miedo a incomodarla, no se atrevió a decirle que quería contactar con sus parientes, averiguar si los abuelos seguían vivos, saber de sus tíos, primos, conocidos, si les habían llegado noticias del naufragio, pero como tantas veces, aparcó sus deseos para más adelante.
          –Me alegra que opines así, querido. –Tracy se sentó frente al gran ventanal del salón desde donde se contemplaba la Bahía de Chokoloskee, permaneció en silencio y recostó la cabeza en el respaldo del sillón. De repente, un manto de tristeza solapó la vitalidad que derrochaba a raudales.
          –Cenamos en diez minutos, el pollo con arroz y las verduras enseguida estarán listas. ¿Ponemos la tele? Hoy es el último capítulo de Azules y Grises –dijo para animarla.
          –Haz lo que quieras –expresó sin entusiasmo.
          –¡Pero si te encanta Gregory Peck en el papel de Abraham Lincoln! –Ernesto no sabía cómo animar a la mujer. Max había dejado un vacío muy grande en ellos.
          –Claro, y a ti todas las actrices que salen.
          –¿Entonces ya no te parece una serie entrañable y muy bien hecha? –colocaba en la mesa platos, vasos, cubiertos y las fuentes con la comida para servirse.
          –Sí, no es eso, simplemente estoy un poco cansada y me gustaría acostarme temprano, nada más.
          –¿Te ocurre algo? –preguntó con desasosiego.
          –Anda, vamos a empezar, que esto tiene una pinta exquisita –un abanico de nubes compactas apenas dejaba ver las estrellas, Tracy rastreó en el horizonte el mismo punto resplandeciente que, su hermano mellizo y ella, buscaban de pequeños. Taciturna, adquirió la postura de oración y dejó que el morenito hablase mientras ella masticaba y tragaba con trabajo, cada bocado, pizcas que se perdían en la cavidad de la boca. Reprimió las arcadas y fingió interés.
          –De postre tenemos uno de tus favoritos: Sándwich de mantequilla de cacahuete. ¿Te sirvo más? –pero ella se limitó a sonreír e irse al dormitorio. Ernesto salió afuera, arqueó un poco el cuerpo, apretó los puños, las mandíbulas, los párpados y el horror pasó una vez más por delante de él, como una película a cámara lenta cuyas imágenes le atraparon entre las garras demoledoras de los gritos de la gente que se hundía bajo el techo de la negrura del universo, como les pasó a Jorge y Argelina, momentos de silencio que eran desgarradores viendo a mujeres sujetando a los hijos para que no cayeran, la de su padre, braceando desesperado como si así achicara agua, sin entender que se alejaba, quedando atrapado en un remolino sin salida y, por encima de todo eso, la nada, solos él y la muerte, la suerte y la desgracia, la piel quemada por el sol, los labios agrietados y casi sangrantes salivando la palabra auxilio, la salvación y la pérdida, la derrota y el triunfo, el mañana y el presente, lo que es y lo que pudo, los Acosta y los Garber… Entonces fue ahí, en ese preciso instante, luchando contra los fantasmas interiores que iban a llevarle al abismo, donde decidió tatuarse en el brazo izquierdo una luna inmensa y llena, igual a esas que emergen en el Caribe y debajo, bien visible, el nombre de su madre: Mirta, para sacar de ahí la fuerza.
          A la mañana siguiente Tracy amaneció sobrada de energía, por eso antes de que se levantase el muchacho ya tenía preparadas las cosas para salir a pescar. Últimamente no desaprovechaba ninguna oportunidad porque, en cuanto la salud se lo permitía, disfrutaba cada momento como si fuese el primero de una larga lista. Decidía cuándo salir y trazaba la ruta poniendo a prueba la resistencia y capacidad de Ernesto, quien no descuidaba ningún detalle con tal de verla feliz. A poca distancia del muelle, con la bandera de los Estados Unidos bien visible, les saludaron unos vecinos que acababan de embarcar alejándose en dirección contraria a la suya. El morenito, excelente y habilidoso conductor, manejó la barca con absoluta destreza, primero por la Bahía de Chokoloskee y después por el terreno estrecho y pantanoso de los manglares, donde la soledad es infinita y el ser humano alguien muy pequeño en comparación con la vida marina y la salvaje que conecta sus raíces a la naturaleza siempre sorprendente y exuberante. Emocionados, avistaron un mero guasa gigante persiguiendo a una cobia. Eran las 8:07 a.m. y un doble arcoíris embelleció el paisaje que, en ese mismo instante, lo atravesó un águila calva, observándoles a media altura. Tracy miraba fija la estela de barco que tras de sí quedaba por popa, iban a 29 nudos, el chico viró a estribor muy suave y ella le sonrió.
          –¿Sabías que el Parque Nacional de los Everglades se creó en 1947 para proteger a los animales, plantas tropicales y árboles milenarios de su extinción? –dijo ella colocándose bien la gafa de sol.
          –No –negó con apenas un hilo de voz.
          –Estás pálido –aseguró ella.
          –Andrew me contó que este es el único lugar en el mundo donde conviven cocodrilos y caimanes, y que puede darse el caso de que en barrios cercanos a canales o embalses aparezcan en las piscinas de las casas –vigilaba a un lado y otro desconfiado.
          –¡Bah! ¡Leyendas sin fundamento, no le des ninguna importancia porque de ser verdad, más bien es por Orlando! –años después de producirse esta conversación, un niño de dos años, de vacaciones con su familia en Disney World, fue arrastrado por un caimán hasta un lago artificial, la policía halló sumergido en el agua el cuerpo sin vida del pequeño, según la autopsia no había sido desmembrado.
          –¿Nos quedamos aquí? –preguntó Ernesto.
          –Sí, parece un buen sitio –paró el motor y un remanso de paz les inundó por dentro y por fuera. Cogieron las cañas y colocaron los anzuelos, ella uno muy fino para engarzar la mosca y él uno más grueso con carnada viva o muerta como cangrejos o camarones, entre otros. Realizaron varios lanzamientos y aguardaron pacientes hasta que picó un magnífico ejemplar, la mujer necesito ayuda, enrollaron el carrete y apareció un róbalo de 28 pulgadas, pescado protegido, cuya compra o venta está prohibida, aunque puede capturarse para consumo propio. El morenito lo sostuvo y se lo dio a Tracy que, tras pensárselo unos segundos, lo soltó librándole de terminar a la parrilla. Después de ese acto de generosidad, siguiendo con la mirada los pliegues del agua, ella memorizó todo aquel entorno por si era la última vez que lo veía.