domingo, 29 de septiembre de 2024

La otra Florida

2.

En 1976 a los hermanos Garber, Tracy y Andrew, que nacieron con cinco minutos de diferencia y cuya madre jamás aclaró cuál de los dos apareció primero, en venganza por haber quedado la joven parturienta delicada de por vida, les faltaba una década para convertirse en octogenarios. La mayoría de la gente de Chokoloskee eran pescadores, gente muy humilde que se ganaban el pan honradamente gracias al cargamento que después distribuían en los puntos de venta del condado de Collier. Casi ninguno se planteaba el momento del retiro, acogiéndose al dicho popular de que los lobos de mar pierden el equilibrio en tierra firme. Todo iba sobre ruedas, volcados en el quehacer diario y sin salirse de las rutinas que concluían con una cerveza de la marca Corona, antes de la cena, en el jardín trasero, frente a la bahía. Sin embargo, cuando el gobierno federal prohibió la pesca comercial en el Parque Nacional de los Everglades, la población tuvo que dedicarse a otras cosas fuera del marco de la legalidad. Por entonces, Florida era el puente de entrada de la droga que llegaba al país desde el norte de Sudamérica, así que, la mayoría de los trabajadores de esa zona concreta de Estados Unidos cambiaron la mercancía de peces por la de cocaína, marihuana o heroína, llegando a estar, en 1980, el ochenta por ciento de sus ciudadanos condenados por tráfico de estupefacientes. A los mellizos Garber aquello les cogió mayores para involucrarse en dicho negocio viéndose obligados a subsistir en precario.
          –¿Adónde has puesto los cartuchos de la escopeta?
          –¿Para qué los quieres? ¿Acaso piensas cazar a algún puma? –dijo ella bromeando, pero él seguía a lo suyo.         
                 –¿Qué manía de cambiar las cosas de sitio? –dijo malhumorado.
          –Yo no quito nada, viejo tonto –Tracy le notaba cada vez con más lapsus de memoria, no obstante, le restó importancia porque siempre fue muy despistado.
          –¡Los dejé aquí, en esta estantería, junto a la Biblia, y ahora no están! ¡Los necesito! –dijo, al borde de entrar en cólera.
          –En el garaje tienes lo que sirve y lo que no, mira ahí antes de echarme la culpa –respondió armándose de paciencia, él la hizo caso y empezó a hacer mucho ruido rebuscando entre las herramientas donde efectivamente estaban.
          Andrew conservaba el 1,78m de estatura sin un gramo de grasa en los 75 kilos que paseaba, recto de espalda, ojos azules muy atractivos, barba y bigote blanco, pelo por debajo de los hombros, con algún mechón rubio aún y sujeto a veces con un pañuelo pirata luciendo la bandera de las barras y las estrellas. El 7 de diciembre de 1941 en plena Segunda Guerra Mundial formaba parte de la Flota del Pacífico de Estados Unidos, cuando la Armada Imperial Japonesa atacó la base militar de Pearl Harbor, resultó herido y, aunque su buque no se hundió, sí vio cómo otros, con compañeros que no salieron vivos, se fueron al fondo del mar, eso le hizo replantearse muchas cosas y fue el final de su aventura con el Ejército. A su regreso, con 39 años recién cumplidos y bastante tocado mentalmente, se divorció de la esposa con la que apenas había compartido algo más allá de una patética noche de bodas.
          A Tracy la educaron como a tantas otras señoras de su época para encontrar marido y satisfacerle, parir hijos que luchasen por la patria sin calcular las hostilidades del mundo al que se les traía, remendar la ropa usada asignada a ellas y votar sin voz ni opinión al mismo candidato elegido por el cónyuge, pero ella no era la típica mujer que se quedaba en casa con la pata quebrada, eso no encajaba con su forma de ser, siempre fue bastante independiente, tenía arraigado el espíritu marinero igual que los miembros de su familia, algo que le costó en más de una ocasión oír el comentario despectivo de que era un marimacho, impertinencias que no le afectaban en absoluto, todo lo contrario, se crecía porque agachar la cabeza o sentirse desfondada por el qué dirán nunca fue con su persona. Durante el periodo de posguerra supo arreglárselas sola, asumiendo la responsabilidad como tantas otras hicieron de ponerse al frente de fábricas y negocios mientras que los hombres luchaban. Sin embargo, con todo lo dura que parecía le resultó difícil encarar la muerte repentina de su padre y su madre con ocho días de diferencia, una vez enterrados, el mismo día que nació Paul McCartney, excomponente The Beatles, se hizo a la mar y, a lo largo de dos meses y medio se quedó a la deriva, a muchas millas de la costa teniendo por horizonte encontrarse consigo misma. Tan pronto como regresó ya no se separó de Andrew.  Fueron tiempos muy convulsos donde casi toda la Nación depositó la confianza en el presidente Roosevelt. Chokoloskee distaba mucho de los teje manejes políticos de las grandes ciudades, de los avales que, demócratas y republicanos, necesitaban para sus campañas electorales, de las competiciones presidenciales que se llevaban por delante a quienes estorbaban para sus fines lucrativos y sociales, ese pequeño pueblo de pescadores se detuvo en el tiempo fuera del alcance de las bombas. No obstante, al terminó de la batalla, Andrew y Tracy reanudaron sus hábitos y aficiones: él arreglando todo tipo de motores a vecinos y ella tejiendo redes por encargo para marineros de la comarca. Así los días solapaban una rutina con otra hasta que el destino dio a sus vidas un giro de ciento ochenta grados.
          Aquella mañana el despertador de los mellizos Garber tocó a las 4:30 a.m. El día anterior dejaron todo preparado para ir a navegar; ambos salieron de los dormitorios equipados con pantalón y camisa Columbia PFG, de muy buena calidad y gorra de Captains For Clean Water, descolorida por las inclemencias del tiempo. En la cocina cada uno se ocupaba de prepararse un desayuno contundente a base de huevos revueltos, pan de maíz con mantequilla, jugo de naranja, tiras de tocino crujiente y abundante jarra de café americano. Las primeras luces del espectacular amanecer las recibieron a través de las ventanillas del vehículo, Johnny Cash sonaba por los altavoces y también Hank William, que nació en septiembre de 1923, en Alabama, y murió en enero de 1953, en Virginia Occidental, el chofer que le llevaba de gira paró a repostar y lo encontró muerto, la autopsia determinó que fue a consecuencia de una insuficiencia del ventrículo derecho del corazón, desde entonces se convirtió en leyenda. Una vez llegados al punto exacto Tracy posicionó la camioneta en la rampa y, muy despacio, fue marcha atrás hasta que el agua cubrió la barca dos o tres pulgadas, entonces, Andrew, que estaba fuera, aflojó el winche y la cadena de seguridad liberando el bote del remolque. Una vez terminado el ritual amarró en el muelle y esperó el regreso de la hermana. Apenas tres o cuatro personas más realizaban maniobras parecidas cuyo final era aparcar el vehículo en la zona de estacionamiento, sacó del maletero la cesta con comida y se aseguró de que el hielo de la nevera estuviese en condiciones de mantener las botellas bien frías.
          –Ten cuidado no resbales, querida –empleó un tono sueve.
          –Anda, dame la mano y ayúdame a subir –contestó con cariño.
          –Trae las cosas que, con todo encima, pesas mucho –dijo riéndose a carcajadas.
          –Zarpemos ya, quiero estar de vuelta para ver el capítulo de “Hombre rico, hombre pobre”.
          –Claro, a mí también me gusta.
          –Eso será cuando no empiezas a roncar, ¡eh! –le guiña el ojo.
          –No es verdad, yo no ronco –aclara casi enfadado. Andrew se agarró fuertemente al timón disimulando el leve mareo que acababa de sufrir. Concentrado, observó el panel de control preguntándose para qué demonios servían tantos aparatitos. Tracy, prismáticos en mano tenía ese característico gesto tan suyo.
          –No te acerques demasiado a esa zona de humedales –señaló con el dedo–, hay poca profundidad y podemos quedarnos encallados. ¿Oyes lo que te digo? –aunque asintió no prestó demasiada atención, tenía una idea fija e iba a llevarla a cabo.
          –¡Prepárate, hermanita!, nos dirigimos al Golfo de México, vamos a pescar truchas moteadas.
          –Pues no me hace ni pizca de gracias, no quiero sobresaltos y sí tranquilidad.
          –Disfruta del viaje y deja que te guíe tu capitán, eso sí, avísame si hay bancos de arena que hagan parar el motor.
          –Sí, ya sé, suelen estar a uno o dos pies de profundidad –no me dormiré.
          –Eso espero.
          –Andrew, mira qué maravilla –dijo toda emocionada.
          –¿Dónde?
          –¡Allí, allí! –exclamó–, son delfines mulares.
          –¡Ya lo veo! Fíjate en el último, todavía tiene abierta la mordedura de algún cocodrilo –no terminó de decirlo cuando una mandíbula de considerables dimensiones hizo pinza y lo atrapó arrastrándolo con fuerza hasta el fondo, quedando en la superficie una enorme mancha de sangre que se diluyó poco a poco entre burbujas de espuma.
          Corría 1976 y los mellizos Garber se sentían orgullosos de que la Unesco declarase reserva de la biosfera al Parque Nacional de los Everglades y, en años posteriores, Patrimonio de la Humanidad y humedal de importancia internacional. Todavía se desconocían las consecuencias que el cambio climático tendría en este privilegiado rincón del planeta con vida propia, ni que a finales del siglo XXI gran parte del Sur de la Florida quedaría bajo el agua, o que el crecimiento de los millones de habitantes, pobladores de la zona, empeñados en ganarle espacio a la tierra, donde no lo hubo, contribuiría a gastar y deteriorar recursos naturales, como sin duda lo hizo, el desvío de las aguas del lago Okeechobee, por los abusos agrícolas en el terreno. En definitiva, cuando se desconocían los riesgos, todo en conjunto alteraría el sistema.
          Andrew y Tracy eran personas de pocas palabras, menos aún mientras navegaban. Después de varias horas habiendo picado tan sólo tres o cuatro peces, ella sacó los bocadillos y, en un santiamén, los comió con apetito. Él, además de estar desganado, también se sentía desmotivado, pero lo achacó a la potencia del Sol que proyectada sobre el oleaje engañaba como el espejismo del desierto. Detuvo la barca y se subió a la plataforma para ver dónde había más pesca, visualizó alguna tortuga marina y otras especies cuyo nombre no recordaba, pensó en el número infinito de vidas humanas que habrían perecido por allí. Cogió la caña, la lanzó, se sentó y esperó con paciencia abrazado a la vieja caja de hojalata donde guardaba los señuelos, aunque prefería usar carnada viva o muerta: sardinas, cangrejos, salmonetes o camarones. Entonces, arrugó los ojos, colocó bien sobre el puente de la nariz la gafa oscura y…
          –Tracy, ¿aquello qué es? –señaló a unas millas a estribor.
          –No sé, pero por si acaso no te acerques –cogió los prismáticos y enfocó hacia la dirección donde estaba el pedazo de lona flotante–. Parecen restos de una embarcación, pero no estoy segura.
          –Muy bien, entonces salgamos de dudas –Andrew arrancó el motor y avanzó muy lento, con la mirada fija en el objeto a identificar.
          –Despacio, más despacio, cuidado por ahí, gira un poco, un poco más –indicaba Tracy como buena marinera.
          Ernesto Acosta, doce años, huérfano, natural de Puerto Escondido, Cuba, náufrago, emigrante, desconcertado y tremendamente asustado recuperó la consciencia e intuyó que de continuar tumbado sería presa fácil para los buitres que volaban en círculo por encima de él. Palpó a ambos lados del cuerpo y recordó que ya no quedaba nadie en la balsa, notó la lengua hinchada y pegada al paladar, hormigueo en las manos, calambres en las piernas, labios agrietados, cara ardiendo, además de un dolor bastante intenso localizado en el costado izquierdo. ¡Tenía que sobrevivir!, se dijo, era una señal haber llegado con vida y no podía rendirse, por eso el cerebro envió una orden a los brazos y comenzaron a moverse, luego a los pies, a las pantorrillas, a superar la sensación de vacío en la boca del estómago y así hasta lograr incorporarse un poco, con trabajo, con la ayuda de un asa que aguantaba sin romperse. La piel enrojecida fue la prueba definitiva de la cantidad de horas que llevaría a cielo descubierto y, aunque por lo general las corrientes del Golfo de México arrastran todo hacia el Atlántico, esta vez, milagrosamente, no pasó. Agudizó el oído, algo se acercaba y lo más sensato sería volver a ocultarse por si era el Cuerpo de Marines o la Guardia Costera para deportarlo, encontró algo con lo que taparse, contuvo la respiración y recuperó de la memoria la imagen de los suyos. De repente dos rostros desconocidos le observaban curiosos, pero el agotamiento le devolvió a la cueva oscura donde la negrura de la noche eran gritos de socorro de los ahogados, manos que se elevaban hasta desaparecer, bebés flotando antes de hundirse, hombres y mujeres desesperados buscando a los hijos, a las hijas, a los compañeros, a las compañeras, a las abuelas que en el último momento decidieron acompañarlos en busca del sueño americano, a su padre sumergirse en busca de su hermano Jorge, a su madre elevando por encima de la cabeza a la pequeña Argelina… Entonces, notó el silencio abrumador, sin voces, sin llantos, sin nada... ¡Todos habían fallecido menos él!
          –¿Qué hacemos, Tracy? –preguntó Andrew levantando la manta que cubría al muchacho.
          –Lo primero rescatarle antes de que sea demasiado tarde y esa cosa se hunda –señaló la lona tocándola. Entre los dos lo pasaron a la barca acomodándolo en el suelo lo mejor posible.
          –¡Aguanta, enseguida estamos en casa! –exclamó él poniendo rumbo al muelle y, una vez en la rampa, trasladaron al chico a la camioneta.
          –No te distraigas, vámonos, está muy débil –expresó tajante temiendo que se les muriera ahí mismo.
          La habitación de invitados olía a naftalina, Andrew le dejó sobre la cama y buscó en los cajones un pijama que pudiera servirle, le quitó la ropa y dejó en la mesita, a la vista, junto a la lámpara de luz, la bolsa estanca donde supuestamente estaría la documentación del menor. Tracy había curado muchas quemaduras en la piel y colocado varios huesos fuera de su sitio, sabía cómo bajar la fiebre, realizar el masaje cardiaco, diferenciar un lumbago de la ciática, hacer un torniquete y asistir un parto, todo a personas adultas, rurales, fuertes, pero nunca a alguien de tan poca edad, sin embargo, procedió a desinfectar las heridas de las manos y vendarlas, le lavó la espalda, alivió con pomada los hombros y procuró mantenerle hidratado con paños de agua fría.
          –Qué, ¿cómo va? –preguntó.
          –Parece un gran luchador, no en vano ha llegado hasta donde ha llegado.
          –Desde luego, lo raro es que no desembarcarse en Cayo Hueso adonde toman tierra la mayoría de los cubanos y mira por dónde nos ha tenido que tocar a nosotros el premio.
          –¡Mira que eres bruto! Pobrecillo, con las calamidades que habrá pasado –dijo ella al borde de las lágrimas–. No creo que haya hecho el viaje solo, vendrían muchos más balseros.
          –Tenemos que informar a las autoridades, lo sabes, no puede quedarse de manera ilegal, sin papeles, nos traería problemas, podemos ir a la cárcel por esconder a un emigrante.
          –No nos precipitemos, de momento, lo importante es que salga adelante, después, ya veremos.
          –Tracy, que nos conocemos.
          –Claro que nos conocemos, estaría bueno a estas alturas.
          Y así fue cómo cambio la vida de los mellizos Garber que, de tener hábitos muy simples, ser sencillos pescadores, miembros de Chokoloskee Family Church Of God, adonde rezaban cada domingo y simpatizantes del ala más conservadora del Partido Republicano, se convirtieron en los protectores de aquel muchacho capaz de haber atravesado incluso un continente entero con tal de haberse cruzado con ellos.

domingo, 15 de septiembre de 2024

La otra Florida

1. 

A Rafa Méndez, cuya amistad de más de 43 años.
a pesar de la distancia, se mantiene firme.
Gracias brother porque sin tu ayuda documental,
este texto no habría sido posible.
 
Cuando vemos imágenes o nos hablan del estado de Florida lo primero que visualizamos son las espectaculares casas de Miami donde plantan sus posaderas los magnates y las celebritys famosas del momento, sin reparar en que ésta es una ciudad de contrastes y muy dura respecto a los record de temperaturas extremas, alcanzadas año tras año, pese a los negacionistas del clima que pregonan lo contrario. Los deportivos de infarto conducidos por ciudadanas y ciudadanos de la alta sociedad, los glamurosos yates donde se acuerdan grandes negocios, entre fiestas por todo lo alto y amplios tipos de servicios para satisfacer los caprichos de cada cliente en particular, las selectas tiendas de Coral Gables que superan a algunas de Beverly Hills o Malibú, los rascacielos de infarto donde ni siquiera desde el último piso se toca el cielo, la alocada vida nocturna en bares y discotecas o Walt Disney World, en Orlando, por citar algunos ejemplos. Pero existe un recóndito lugar llamado Chokoloskee, que es el polo opuesto, un pequeño pueblo de pescadores de menos de 400 habitantes, ubicado en el borde de las Diez Mil Islas, condado de Collier, y al que se accede desde Everglades City por Smallwood Dr., una larga carretera que cruza la bahía. A través de las compuertas entreabiertas de las casas que dan a las calles solitarias, se ven siluetas de gente que siguen con la mirada a los automóviles que pasan de largo, a poca velocidad, hasta transformarse en un punto diminuto e invisible. Una de las atractivas peculiaridades de la zona, además de los restaurantes cuya cocina es típicamente cubana, son aquellos otros que ofrecen al visitante barbacoa, gran variedad de mariscos y un espectáculo bellísimo de delfines mientras hincan el diente a un sabroso sándwich de puerco con guarnición. Los moteles de alrededor aparte de ser sin duda lugares idóneos conectados al Parque Nacional y al Golfo de México, poseen la especialidad de ofrecer a los turistas relajo, discreción y emociones inolvidables en la puesta de sol.
          –¿Qué nos recomiendan hacer? –preguntaban los huéspedes en la recepción.
          –Ahí tienen toda la información disponible para vivir una aventura silvestre en el barco del Capitán Craig, gran conocedor del lugar y de las historias sucedidas aquí, con costumbres heredadas de sus antepasados –un frío empleado señalaba al montón de folletos apilados en el mostrador y repetía la misma frase a cuantos se acercaban a él.
          –¿Y podremos coger conchas, disfrutar del avistamiento de la espátula rosada, el cormorán, los pelícanos…?
          –Seguro –respondía desganado.
          Ernesto Acosta, apodado el morenito, sufre el síndrome del ahogamiento. Es un hombre tranquilo, de sesenta años, taciturno, agradecido a quienes le enseñaron con dureza el oficio de pescador pese a no ejercerlo ya de manera comercial; un ser que, aún sin plantearse grandes expectativas, es y ha sido feliz con lo que tiene. En definitiva, un ciudadano cuyo propósito es pasar desapercibido ante una población fundamentalmente de blancos ultraconservadores que son “anti todo lo que venga de fuera”. En el brazo izquierdo lleva tatuada una magistral luna llena y un nombre de mujer: Mirta. A través de la camiseta sin mangas deja visible la hidratada musculatura curtida en el mar y una fea cicatriz en el hombro derecho que a veces, en los cambios de estación, le molesta como puntas de alfileres clavadas en la carne. A 3,7 millas, unos seis minutos de Chokoloskee en coche, está la tienda de artículos y ropa de pesca EFC Everglades Fishing CO, donde trabaja algunos días en semana. Cuando cae el sol y a ras de agua apenas se oye el vuelo de las gaviotas avizoras portando en el pico su festín, revisa el material y que todo esté listo para salir navegar a la mañana siguiente: cañas, cinta métrica, carretes, anzuelos, botiquín de primeros auxilios, comprobar muy bien que el chaleco salvavidas no esté rajado, bengalas náuticas, red con mango y sedal de muy buena calidad. Una vez limpia toda la superficie del suelo, se sienta en el borde de la barca, mira el horizonte en su punto más alejado, de un solo trago bebe la mitad de una cerveza, pone cerca suyo un cubo y extrae de él un hermoso ejemplar de robalo para la cena. Con la parte posterior del cuchillo, y cogida la pieza por la cola, lo descama con golpes largos y fuertes por ambos lados, a continuación vuelve a enjuagarla para quitar lo que haya quedado pegado a la piel, corta las aletas y una vez finalizado ese proceso inicia lo más complicado que es abrir el pez desde el vientre hasta el cuello, con sumo cuidado de no perforar el intestino. Entonces se procede a retirar vísceras, tripas y separar en lomos para cocinarlo. Inmerso en dicha paz de brisa suave que acaricia y ahueca la cima de las palmeras, con la voz de Antonio Machín a veces o Frank Sinatra sonando en el viejo reproductor de cintas de cassette y apoyada en él la estampa de la Virgen de la Caridad del Cobre que su abuela le regaló, remonta la memoria cuarenta y ocho años atrás.
          El 7 de agosto de 1976, veintitrés días antes de que el huracán Liza azotase la capital de Baja California Sur, en México, y a falta de tres meses para que Jimmy Carter, candidato demócrata a la presidencia de los Estados Unidos de América derrotase al republicano Gerald Ford, el joven matrimonio Acosta de 34 y 32 años respectivamente, oriundos del poblado de Puerto Escondido, en Cuba, tomaron la decisión de emprender una peligrosa travesía cuyo destino final era alcanzar la costa estadounidense, acompañados de sus dos hijos varones, Ernesto de 12 y Jorge de 10, y Argelina, una preciosa niña de 6 añitos, alegre y con mofletes sonrosados. Ajenos a los planes de futuro que los adultos reservaban para ellos, se dejaban mimar por las abuelas y los abuelos que, haciendo un grandísimo esfuerzo, aguantaban las lágrimas, la pena, la desazón, el pánico a lo desconocido, a los monstruos y fantasmas que en mitad de la nada pueda depararles el viaje y lo que es peor: a la posibilidad de no verlos crecer. Puerto Escondido, pertenece a la provincia de Mayabeque, y se ubica en un entorno bellísimo arropado por montañas y mar, a más de 75 kilómetros al este de La Habana. Las mantas de coral disfrute de buceadores y buceadoras, los atractivos atardeceres, sus arenas blancas, el oleaje que rompe contra el acantilado y un sosegado ambiente rural colman de armonía a sus habitantes, pero cuando de adolescente dejas de contemplar cualquier paisaje la memoria lo borra de la retina, tal vez como un acto reflejo para no hacerse daño emocionalmente. Las jornadas previas a la partida fueron de despedidas sin parecerlo, uno a uno, los más allegados, les manifestaron infinito cariño, recomendaciones para que nadie les engañase, consejos de supervivencia, técnicas para no naufragar y la certeza de abrir el camino a otros compatriotas dispuestos a arriesgar la vida y seguir sus mismos pasos. El más pequeño de los tíos, por parte de padre, aunque no se daban las circunstancias adecuadas en dicho momento, se quedó con ganas de irse también, sin embargo, les arrancó la promesa de enviarle una carta de invitación para que le concediesen la visa y viajar a USA.
          –Escúchame bien, mi hijito –le dijo al sobrino–, ustedes, en cuantito estén instalados me mandan aviso y voy para allá. Búsquenme el trabajo que sea, ¿oíste?, el que sea.
          –No te apures mi hermano –respondió el abuelo Acosta–, son de ley y así lo harán.
          –¡Esperen! ¡Esperen! ¡No se vayan! –gritó una conocida subiendo la cuesta corriendo–. Tomen esta carta y busquen a mi hijo, por favor, hace meses que no sé nada de él.
          –Florida es muy grande, mujer, y hay muchos cubanos, a saber dónde estará –respondió el papá de Ernesto.
          –Háganlo, por favor –insistió con lágrimas en los ojos, ellos asintieron.
          –Prométanme cuidarse y no discutir –dijo la mamá de Ernesto a los cuatro viejitos que les despedían arropados por la desolación y a la vez por la alegría de que por fin iban a alcanzar el sueño americano, coronándose como los primeros miembros de la familia en conseguirlo.
          –Niños, guardad estas estampas –se las dieron las ancianas– y acordaos que nosotros, el pueblo cubano, desde los campesinos a los estudiosos, adoramos a la virgen que eligió un lugar cerca de Santiago de Cuba llamado El Cobre. Cuentan que, en una mina de allí, estaban maltratando a los esclavos que extraían el cobre y quiso quedarse para proteger a los mineros.
          –Sí, abuela –Ernesto la abrazó–, Nuestra Señora de la Caridad del Cobre. –Con el paso de los años Ernesto comprendió que aquella historia era leyenda en vez de realidad.
          –No se olviden de nuestras costumbres, nuestra gente, nuestra cultura, nuestra idiosincrasia. No nos olviden que las consecuencias políticas las paga siempre el pueblo, las personas humildes y sencillas, y caminen con la cabeza bien alta llevando el estandarte del sentir de la isla allá por donde vayan. –Entre sus recuerdos de entonces, absolutamente nítidos, permanece la sensación de tristeza viendo la vulnerabilidad de los que se quedaban en Puerto Escondido, a la vez que ejercían el carácter extrovertido predominante en la isla y, sobre todo, la misión de pasar el testigo de amor que ha ido, de generación en generación, a la patria de uno. Muchos años después, rememorando ese último día, cayó en la cuenta de que la carta entregada por aquella madre desesperada nunca llegó a su destino.
          –Muchachos, aunque echen raíces en otro lugar, las que están arraigadas a la tierra de aquí os acompañarán hasta el final de la vida –dijeron los hombres. Recordadlo.
          –Lo haremos –respondió el padre de Ernesto con los ojos llenos de lágrimas fundiéndose en un abrazo interminable con sus progenitores.
          Unas cuadras más allá, en un almacén abandonado y sin tabiques, un número incalculable de personas terminaron de construir en secreto una balsa con hierros, espuma de poliestireno, cuerda, lona, tablones de madera, piezas de viejos motores aún en buen uso y, aunque para la mayoría supuso invertir todo el dinero conseguido vendiendo sus pertenencias, lo hicieron entusiasmados con la esperanza de embarcar hacia la tierra prometida. Durante dos interminables meses en casa de los Acosta se acumularon cajitas con pastillas para el mareo, tranquilizantes infantiles, dos galones de agua natural que no sabían si podrían llevarse, algunas galletas y tres bolsas estancas, una por cada niño, con su documentación correspondiente y algunos dólares. En esa época Cuba era dependiente del Campo Socialista, pertenecía al Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), había muchas cosas en las bodegas y el pueblo estaba mantenido por la Unión Soviética. Pero, de alguna manera, la antesala del bloqueo internacional afectando de lleno a la economía y al comercio, se vislumbraba con dureza por lo que muchas familias, en su afán de prosperar y darles mayores oportunidades a los suyos, optaron por emigrar de la manera que fuese. A pesar de haber discutido bastante cuál sería la mejor hora de partida para no ser interceptados por la Guardia Costera, finalmente, entre nervios y empujones, partieron de noche.
          –Quizá sería mejor que los niños fuesen dormidos, pueden asustarse y cundir el pánico poniéndonos al resto en peligro –se oyó decir al fondo por alguien del grupo.
          –No estoy de acuerdo, prefiero que vayan despiertos por si hay una emergencia –respondió una de las madres.
          –Como queráis, pero después no digáis que no os lo advertimos –contestó malhumorado–. ¿Queda alguien por pagar? –unas tímidas manos sacaron unos billetes enrollados en cilindro y los entregaron.
          –¿Cuántos somos en total? –preguntaron sospechando que al final irían más de los que tal vez aguantaría la balsa.
          –Eso no importa. En menos de una hora los quiero en la playa, quien se retrase se queda aquí –soltó, dando media vuelta.
          Treinta y siete adultos y ocho menores se hacinaron en un espacio estrecho e incómodo, las primeras millas fueron un manojo de minutos apacibles con el gusanillo de la novedad carcomiendo las tripas, los más pequeños no se soltaban del cuello de las madres o los padres, los adolescentes gestionaban su autonomía sujetos a las débiles asas que al primer tirón fuerte se partirían. El llanto del único bebé a bordo, demandando su toma de  leche, se esparcía por el universo, la joven lactante iniciaba el protocolo sacándose el pecho cuando, de repente, el bote fue golpeado por una ola de más de 6 metros de altura, viró y por un instante enmudecieron los gritos de socorro, las voces, los manotazos de unos a otros, el instinto de salvación saltando por encima de quien sea, la angustia de encontrar flotando un trozo de lo que fuera donde agarrarse, la impotencia de los mayores, rezando unos, maldiciendo otros, al percatarse de que iban sin chaleco por falta de presupuesto, un ruido ensordecedor los elevó a las alturas y, antes de tragárselos el mar…
          –¿Dónde está mi esposo? ¡Raúl! –voceaba una mujer entrada en cólera.
          –¿Y mi niño? Estaba aquí. ¿Quién lo tiene? –se oyó decir a otra persona angustiada.
          –¡Mami, mami, mami…! –zarandearon a ese chaval hasta sacarlo fuera de la balsa.
          –¡Qué Dios nos proteja! –succionados hacia el fondo del mar desaparecieron rápidamente. La oscuridad aterradora y el silencio infinito detuvieron el tiempo para los dos únicos tripulantes que quedaron a la deriva durante varios días, una mujer embarazada que llevaría fallecida desde el principio y Ernesto Acosta de 12 años, el morenito. El espejismo de la luz de la mañana causando el efecto óptico de “tierra a la vista”, la lengua como lija, el sol apretando los pliegues la piel ya muy tostada, la inmensidad del horizonte sin fin y la lucha para liberar uno de sus pies de un peso insoportable, le devolvieron la conciencia. A pesar de tener todos los huesos doloridos se incorporó como pudo, trató de enfocar la vista turbia, apartó el cuerpo inerte empujándolo con la pierna libre y, cuando fue consciente de la tragedia giró la cabeza de lado a lado buscando a su hermano y hermana.
          –¡Jorge! –Le dolía el pecho de llamarle.
          –¡Argelina! –Se le partió el alma pensando en el susto de la pequeña.
          –¡Mami! ¡Contesta, por favor! –pero lo último que recuerda haberla escuchado decir fue: “Átate con la cuerda por la cintura, hijo mío”.
          –¡Papi! –no estaba ninguno, tampoco había enseres probablemente porque la balsa debió ser arrastrada lejos de donde se produjo el siniestro. Se sintió a punto de desfallecer, aunque también se obligó a pensar con frialdad entendiendo que no sobreviviría al ataque de los buitres o los tiburones que huelen la sangre llevando un cadáver consigo. Puesto de rodillas, pasó los brazos por debajo de las axilas e intentó levantarla un poco del suelo, una, dos, tres, cuatro veces, hasta que, en vista de la imposibilidad de hacerlo, sacó fuerzas de donde no las tenía y, ayudándose con un estruendoso alarido, consiguió arrojarla al Atlántico. Recostó la cabeza encima de la bolsa de estanca, cerro los ojos, cruzó las manos sobre el pecho y dejó que la corriente decidiese por él…