En verano, acabado el colegio, el hermano de mi
padre y su mujer, nos llevaban de vacaciones a su casa hasta que se reanudaban
las clases en septiembre −decían que así, nuestra madre, aprovechaba para hacer
arreglos de ropas y dar a las paredes una mano de pintura, pero la realidad era
que con el sueldo de porteros no podían alimentar tantas bocas. Con el tiempo
supe que aquello no era más que un chantaje emocional que mis tíos, adinerados,
les hacían a mis padres si querían que
siguieran pagándonos el comedor en la escuela. No tenían hijos, y mis hermanos y yo, temporalmente, aportábamos
bullicio a su alrededor, y rodales de orines en
aquellas sábanas ásperas que tan de mala gana cambiaba la asistenta. Después
crecimos y nos volvimos despegados e independientes. Otros invitados en la
finca de nuestros tíos eran Manuel de Falla y Johann Sebastian Bach; mejor
dicho, su música, entre la de otros. Ernestina
Granados, delicada como solo ella sabía ser, fue profesora de ballet clásico.
Amaba el arte en general y la música en particular. Ponía el sonido a todo
volumen y, gracias a ella, descubrí que El
retablo de maese Pedro correspondía a un episodio del Quijote cuyo libreto
musical escribiera Falla para títeres. Me enamoré, por supuesto, de la Suite para violín y clave de Bach, de los Conciertos
de Brandeburgo, así como de Op. 103 Brahms canciones gitanas de Johannes
Brahms. Mi tía, que era una apasionada del espectáculo y no se perdía las obras
de temporada por nada del mundo, me inició en la poesía. Así me enteré de la
conexión que hubo entre Manuel de Falla y Federico García Lorca, compartiendo
el amor por el cante jondo. Federico formaba parte de la tertulia literaria que
tenía lugar en el Rinconcillo, centro
de reunión de los artistas granadinos y a la que en 1924 se uniría el
compositor gaditano. Me viene esto a la memoria, quizá con nostalgia, porque la
figura de Ernestina y la del hombre misterioso, salvando todas las distancias y
diferencias de ambos, parecen almas gemelas acodadas en la barra de la noche
donde sirven chatos de vino y fingen besos con lengua.
Los
domingos impares, sea cual sea la estación del año, y en la franja horaria que
va de ocho a nueve de la mañana, mientras espero dentro de la cafetería Océano Occidental a que me preparen el
desayuno que le subo a la señora Aurelia, mi vecina del cuarto D –que se rompió
una pierna el lustro pasado y desde entonces no ha vuelto a pisar la calle–,
observo al hombre misterioso, quieto delante del portal que tengo enfrente, con
una carpeta bajo el brazo e intención de retroceder antes de haber entrado. Por
su porte discreto y elegante se nota que es alguien con mucho recorrido. Viste
sombrero con caída a lo Humphrey Bogart, abrigo gris de espiguilla estrecha,
zapatos relucientes, fular negro de doble vuelta, pantalón tejano y un perfume
a sándalo, abedul, cedro y pino, que tímidamente lo impregna todo a su paso.
Atento a sus movimientos, por el gusanillo de saber qué hace, no vuelvo a la
realidad de mis recados hasta que cierra la puerta tras de sí.
Después
de llevar desde los dieciséis años trabajando en la imprenta Ortega y Cosme. S.L., me pusieron de
patitas en la calle con una mano delante y otra detrás. De eso hace ya un
tiempo. Desde entonces, cuando comprobé, al ir a arreglar los papeles del
desempleo, que los muy canallas habían cotizado por mí una miseria, hago
chapuzas de todo tipo −menos de electricidad, que me acojona−, para
complementar los ingresos ridículos que percibo, primero del desempleo y ahora
de la pensión. El encargado del ciber
que hay en el barrio me diseñó a ordenador unas tarjetas, en las que me ofrezco a arreglar grifos, colgar estanterías, o subir la
compra del centro comercial, entre otras tareas, que fui repartiendo por
tiendas, farmacias y bares. Fue así que, pasada la primera quincena, un domingo
frío de febrero sonara mi teléfono a las diez de la mañana. Dígame. Disculpe, pregunto por Isidro,
¿podría ponerse, por favor? Sí, soy yo. ¿Qué desea? Verá, es que tengo un
problema con el agua, y la semana pasada me
facilitaron su número en la mercería. Claro, sin problema. Dígame la dirección
y la hora que mejor le venga para acercarme. Acordamos la visita para ese
mismo día, a las 12.45h. Faltaban quince minutos. Cogí la herramienta, un
caramelo de anís sin azúcar −que me gusta echarme a la boca mientras trabajo− y
el chaquetón, porque, aunque era cerca, el día
había refrescado mucho.
Examiné
minuciosamente el sifón del inodoro, las piezas de cola y desagüe del plato de
ducha, así como las abrazaderas en las tuberías
visibles del fregadero. Tenía más que localizada
la avería, pero hice toda esa exploración para estar más tiempo; hasta que,
frotándome la barbilla, me dirigí hacia el grifo del lavabo, saqué la manilla,
solté el vástago con la llave inglesa y extraje la goma dañada que cambié por
otra nueva. Mientras lo hacía, le dije al caballero que, no tardando mucho,
tendría que llamar a un fontanero −yo no estoy acreditado− para que sustituyera
la válvula de cuña por las actuales que hay de bola. Es
decir, la llave de paso. Esperé a que me pagara en el comedor, que mantenía a
media luz con las persianas medio subidas. Sobre una de las sillas, colocado,
creo yo, con suma delicadeza, reconocí el abrigo y el sombrero del hombre
misterioso. En la mesa, llena de documentos que parecían oficiales, había
además un cuaderno de cuadrícula, de hojas amarillas escritas a mano, y algunos
pósit cuya cinta adhesiva solapaba otras notas.
A punto de soltar las riendas de la curiosidad y descifrar parte de la diminuta
caligrafía, su voz me sobresaltó. Aquí
tiene su dinero. De acuerdo, muchas gracias. Trabajando en domingo ¿eh?
−dije, señalando a los papeles −: la vida
no para ¿verdad? Pues no, no para. ¿Cuánto hace que vive usted en el barrio,
Isidro? Rascándome la cabeza le conté que llevaba aquí desde chico, que mis
padres se instalaron cuando yo tenía tres años y que nunca me había movido del
universo de nuestras calles, por diversos motivos, pero ante todo por la
familiaridad entre vecinos, nada habitual en los barrios dormitorio que pueblan
la periferia de la cuidad. Entonces,
conocería a la dueña de este piso, ¿me equivoco? ¿A la señora Felicia? ¡Pues
claro que sí! Una gran persona, solitaria y como escondida casi siempre tras
una cortina tupida con tristeza, pero muy buena gente. Me ofreció tomar
asiento. De fondo sonaba la voz inconfundible de Carmen McRae, cantante de jazz
con la que siempre que la escucho, y sin saber el porqué de esta asociación,
pienso que, de un momento a otro, aparecerá Rita Hayworth, sacándose el guante
sensual, al tiempo que agita la melena pelirroja−. Desconocía sus motivos para
saber de la mujer, pero me rogó que le hablara de ella. Hombre, mucho, lo que se dice mucho, no le puedo contar, salvo las
cuatro palabras que se cruzan si coincides en la tienda, o lo enternecedora que
parecía, siempre en silencio, en la reunión de la Asociación de Vecinos.
Me parecía frágil, y a la vez fuerte, pero jamás profundicé con ella. Murió
hará unos cinco o seis años, lo recuerdo perfectamente porque era el día de mi
cumpleaños. Volvía de tomar unas copas con unos
amigos y encontré a media vecindad en la calle. Por lo visto, la señora Felicia abrió la puerta sin preguntar, confiada que sería la
vecina. Trataron de robarle el poco dinero que tenía la mujer y dijeron que, del mismo susto, le dio un infarto
delante de los atacantes, quienes huyeron sin
otro botín más que el de su cargo de
conciencia. Desde entonces, este piso ha permanecido cerrado hasta la llegada
de usted.
Miré
el reloj. Se había hecho muy tarde, estaba hambriento y quería irme a casa,
pero Félix, cuyos rasgos, así de cerca, no me eran desconocidos, insistió en
compartir un guisado de albóndigas que estaba para chuparse los dedos. Felicia era mi madre biológica −dijo, de
sopetón−, nunca supe de su existencia,
hasta hace unos meses que recibí la citación para la lectura de un testamento,
donde me nombraban heredero universal de quien aseguraba que me había parido.
Dicha noticia, como supondrá, demolió la construcción de toda una vida sobre
unos débiles cimientos que hoy se tambalean. Mis padres adoptivos me lo dieron
todo: cariño, estudios, seguridad, educación, templanza, valores −sus
palabras de agradecimiento no podían ser más
claras−, sin embargo, obviaron contarme
la verdad de mis orígenes −por miedo a perderle, pensé. O sencillamente
porque a veces las personas preferimos no remover las cosas y dejarlas como
están−. Me crié lejos
de aquí, en otro país, con otras costumbres, otro idioma y otra cultura. Puedo asegurar que fui un niño feliz, con una
infancia tranquila y sin notar lagunas en lo afectivo. Supongo que mis padres
adoptivos y mi madre biológica mantuvieron contacto −más aún al cabo de los años que volvimos aquí− ya que, Felicia, dejó instrucciones
muy claras de cómo localizarme. Es tremendo lo que me cuenta, señor Félix. Si
le soy sincero, nunca imaginé cuando le observaba con curiosidad, cada domingo,
desde la cafetería Océano Continental, indeciso de entrar o no al portal, que
fuera usted el hijo de Felicia, y por eso ahora comprendo
la tristeza de ella, la languidez con la que hablaba y esa mirada de envidia
sana a los críos que jugaban en el parque.
Se
levantó, desapareció y regresó antes de darme la ocasión para pensar que me
sentía incómodo, cansado, con ganas de estirar las piernas y prepararme, lata
de cerveza a mano y cuenco con aceitunas, para ver el partido de fútbol, un
derbi de los clásicos. En una bandeja, Félix traía varias bolsas de manzanilla,
una jarra de medio litro con agua hirviendo y dos tazas de las grandes. Como anfitrión dirá que dejo mucho que
desear al no ofrecerle algo caliente tras la comida. Perdóneme, es que... No se
apure, en realidad ya me iba, es tarde y no tengo costumbre de tomar café o
infusiones a estas horas. Claro, lo entiendo, soy un egoísta por haberle
entretenido, me pongo a hablar de mis cosas y pierdo la noción del tiempo. Si
le parece, le espero el próximo domingo que coincida impar. A lo mejor arreglo
el piso y me traslado, ya no me queda nadie y la verdad es que entre estas
cuatro paredes encuentro mucho sosiego. Si decido hacerlo y le interesa, parte
de la obra que esté a su alcance, es suya. Perfecto, llámeme cuando sea y lo
vemos. Apenas bajé cinco escalones del primer tramo de escaleras cuando reconocí la música de Verdi. Entonces pensé en Ernestina, en los poemas que
aprendí de pequeño y no he olvidado, en la delicadeza que sentí en la piel
cuando, aprobado el Bachillerato, la tía me
ofreció ir con ella a Nueva York y visitamos el MoMA.
Creo
que en las palabras de Félix no había rencor, tan solo la necesidad de
encontrar una explicación, ya no a sus orígenes, sino a
las razones que empujaron a Felicia para tomar la decisión de poner a su hijo
en manos de unos desconocidos y perderse la oportunidad de verle crecer a su
lado. Sus padres adoptivos, cuando supieron de la existencia de la carta, se
negaron en rotundo a hablar del tema, hasta el extremo de darle este ultimátum:
Si remueves la mierda, y algo nos dice que lo vas a hacer −dijeron−, prepárate a rebozarte tú solito en el fango,
porque de seguir adelante con el despropósito de lo que para nosotros es una
traición y viajar a Madrid, olvídate de lo que has significado en nuestras
vidas. Ten, léelo atentamente y después, valoras y decides. Dijeron unos
padres −el hombre más que la mujer− despechados. Junto con la partida de
nacimiento, le dieron un documento oficial donde se especificaba que, en caso
de reclamo por parte de la madre biológica o elección del hijo a buscarla,
quedaba desheredado de todos los bienes que tuvieran las personas que le habían
criado. Ahí descubrió que su identidad era falsa, que no se llamaba Casto de la Vera , sino Félix López; que
no nació en una clínica privada sino en la Maternidad del Hospital
Universitario La Paz ,
recién inaugurado en 1964 −tenía cuatro años más de los que pensaba−; que Felicia y el cuñado de su abuelo −adoptivo−
fueron amantes, y que toda su vida era como un espejo al revés. La mujer que le
había criado como suyo confesó, ante los ojos
atónitos del marido, que había sido ella quien mantuvo contacto con la madre
del chico a la que informaba puntualmente de todo.
Desde que vive aquí la vida de ambos es menos solitaria:
paseamos, intercambiamos lecturas, compramos en el supermercado, arreglamos
grifos y asistimos a conciertos. Pasado el invierno, con los colores de la
primavera matizados, un domingo impar a finales de abril, saboreando el
riquísimo café con crema del Océano
Continental, aguardaba a que viniera Félix. Esa tarde teníamos entradas
para ver a un tipo que decía que canta como John Lennon. Cuando la noche se
echó encima −no me atreví a llamar por teléfono ni a su puerta− y supuse que
Félix, por la razón que fuera, no vendría, cogí un par de cervezas, abrí una
bolsa de patatas fritas y conecté el televisor. A la mañana siguiente
comentaban en el barrio que vieron de madrugada salir al hijo de la señora
Felicia con maletas. Regresé a mi casa cabizbajo. En el buzón encontré una hoja
de cuaderno amarilla. Reconocí la letra de Félix. En ella me decía que
regresaba a su vida de ficción, a su antiguo nombre, su entorno y al abrigo de
la única familia que conocía. También que me ha dejado
un vinilo de Bessie Smith −cantante de blues que fue muy popular en los
años 20 y 30− y que imaginara que caminábamos
juntos por Broadway, enfundados en un abrigo gris de espiguilla estrecha y un
sombrero con caída a lo Humphrey Bogart.