A Antonio Álvarez
Bernal.
Zoe* se había quedado dormida en el sillón del
comedor, viendo la tele y con una
revista de moda abierta sobre el regazo. Encima de la mesa auxiliar descansaba
la bandeja con los restos de la cena: el corazón y la piel de una manzana roja
pelada en espiral, un vaso de agua casi lleno y una medianoche de las dos que
se puso rellenas con tomate y anchoas. La despertó sobresaltada el golpe de una puerta al cerrarse... A través del ventanal
de su octavo piso, como si fueran diminutas puntas de alfileres, veía los faros
de los coches que en esos momentos iban por la carretera de circunvalación. Era domingo, las 5.30 de la mañana
y hacía frío...
Seis
meses atrás entró a trabajar de reponedora en una gran superficie. Estaba
contenta. Acababan de renovarle el contrato por otro año y, después de varias semanas, este
festivo era el primero que libraba. Tratar con
público, informar y que pregunten, o cambiar opiniones con los compañeros
respecto a tal o cual asunto, eran cosas que realizaba con entrega y sumo
agrado, ya que conocía muy bien la sensación de
silencio y soledad en su antiguo empleo limpiando casas particulares. Se
preparaba para correr una media maratón, así que había aceptado la propuesta de ir a entrenar con unas amigas que, por medio de mensajes de WhatsApp, habían quedado a las 8.30 de la mañana en la Rivera de Curtidores
–antiguamente calle de las Tenerías–. Por nada del mundo quería llegar tarde,
así que, midiendo muy bien los tiempos, se preparó un zumo de naranja y una
taza de café con leche y miel, que se tomó con un par de magdalenas alargadas.
Treinta minutos después estaba saliendo al rellano de la escalera con ropa
deportiva. Corrieron un par de horas a buen
ritmo, e hicieron la parada reglamentaria en “El Anciano Rey de los Vinos”, en
calle Bailén, muy cerca del Palacio Real, donde gozaron de un exquisito
“Reserva” y tapearon unas de tiras de pollo al Cabrales.
Entrando
al portal se encontró con Pablo, que salía del
ascensor. Era su vecino de al lado. Iba apresurado a la farmacia porque Diana,
su mujer, había sufrido otra crisis respiratoria y, aunque esta vez no hizo
falta trasladarla al hospital, los médicos de urgencias que permanecieron en el
domicilio hasta estabilizarla decidieron, con
el fin de que ventilaran mejor los pulmones, cambiar la medicación del nebulizador.
Zoe cogió las recetas y fue ella a comprarlas. Diana, con su mirada cautivadora
y penetrante que removía la materia del corazón de todos aquellos que se le
acercaban, llevaba años en un estado altamente dependiente: controles
periódicos de Sintrom para ajustar la dosis, pruebas diarias para ver el nivel
de azúcar en sangre, retención de líquidos con todo lo que eso implica,
movilidad prácticamente nula, alimentación delicada, incontinencia intestinal… Tareas
que Pablo, desde que le prejubilaron, hacía en soledad y con ese amor
incondicional que desarrollan muchas personas.
Diana
hablaba poco y lloraba mucho. Se guardaba para sí la pena y el sentimiento,
protegiéndose de los peligros que el mundo de los demás pudiera traer a su
persona. Tampoco compartía emociones con los más allegados, prefiriendo
mostrarse borde y hostil, antes que emotiva y frágil. Esa estrategia suya de
autodefensa descolocaba al marido quien, refugiándose en las redes sociales, encontraba calor y
amparo a ratos sueltos. Eso, y Zoe, claro. Años atrás había alquilado el
apartamento situado frente al de ellos. Era la típica vecina a la que siempre
le faltaba sal, cominos, una pizca de harina o una taza de caldo cuando se
ponía a preparar un guiso. Pero compensaba con
creces esa pedigüeñería suya haciendo uso de la capacidad que tenía a la hora de
ponerse en la piel del otro y la abundante simpatía que desprendía por donde
pasaba. Pronto se hicieron amigos. A pesar de los desplantes y malas caras con que
la obsequiaba Diana, ayudaba tanto en las cosas de dentro como en las de fuera.
Sobre todo ahora en esta última etapa en la que la salud de la mujer empeoraba
cada día. Es decir, de alguna manera se había convertido en un apoyo
imprescindible para Pablo.
Por
las noches, cuando terminaban de asear y acostar a Diana, ellos dos se quedaban
hasta las tantas conversando en el comedor. La chica, curtida en la cultura de
la calle, poseía además la del sentido común, y la que, alimentando la pasión
por la lectura, se había procurado ella misma. El hombre venía de la enseñanza. Había sido maestro de colegio y la
materia que más le gustaba era la Historia. Contaba
a sus espaldas con una larga experiencia
en relaciones humanas. Cuando comprendió que le necesitaban en casa más que sus
alumnos, se fue con la cabeza bien alta, y dejando huella en los compañeros, que lamentaron y añoraron la pérdida de aquel ser
excepcional.
Cuidar
de su mujer, en las actuales circunstancias tan
complicadas que tenía, era sin duda la prueba más dura
que hasta el momento le había puesto la vida. Vivir con el miedo metido
en el cuerpo a que la siguiente recaída pudiera ser definitiva y que las pocas
fuerzas de ella la obligaran a entregar
la cuchara, como se dice en Andalucía, dejaban a Pablo haciendo equilibrio
en el precipicio de la amargura, ausente y entristecido cuando no le veía
nadie. No obstante, enseguida reaccionaba de forma positiva y se decía, en tono
bajo pero optimista: “de ésta también salimos, cariño”. Entonces, canturreando
melodías de los maestros Quintero, León y Quiroga, se ponía a rellenar
pastilleros, colocar compresas, preparar sondas y seleccionar la película que
después de la siesta verían en el DVD.
A
través de la ventana de la cocina que da al patio de luces y manteniendo la luz
apagada, Zoe observaba la generosidad de aquel hombre, cargado de hombros, que,
sin reparar en límites, proporcionaba confort a su compañera. Hacía tiempo
que, contrario a la opinión tanto de la
doctora de cabecera como de otros familiares, había descartado la posibilidad
de llevarla a una residencia. Sabía que ella, sin su complicidad y sus mimos,
se moriría allí de pena. Además existía otra cuestión que pocos entendían, y es que, sin Diana en
casa, el hogar construido entre ambos, con
esfuerzo y sólidos cimientos de cariño, quedaría sepultado junto a él, bajo el
asfalto…
Muchas
veces el insomnio le impedía dormir y, por no despertarla, salía de puntillas
de la habitación buscando su espacio. Entornaba la puerta de la cocina para
fumar el cigarrillo prohibido, se servía una copa de brandy y abría el cuaderno donde
estaba escribiendo la biografía de su mujer para no olvidarla. Llevaba meses
haciendo ese ejercicio. Quizá era la manera que
tenía para no dejarla marchar y volver así al noviazgo, al primer parto, las
primeras vacaciones, el primer enfado… Las lágrimas y la memoria eran dos
protagonistas invitadas a esa fiesta particular, la suya, la que alimentaba su
existencia. Diana dependía de él y lo llevaba bastante mal, pero la verdad es
que nadie comprendía que, ella era su razón de vivir y la motivación que cada
día le hacía arrancar con entusiasmo.
Cuando
volvió a mirar por la ventana, la luz del vecino ya estaba apagada. Bajó la
vista hasta la encimera donde tenía puesto el tablero con las fichas de ajedrez,
y en el que su vecino y ella habían iniciado una partida la noche anterior. A
pesar de que una torre, un alfil y dos peones custodiaban al rey, movió hacia
el lado equivocado y se dio cuenta que acababa de perder y que a la mañana
siguiente, cuando regresara del trabajo, traería los langostinos y el vino
blanco que siempre se apostaban, ya que el siguiente movimiento que haría Pablo,
con su dama,
apuntaba directamente al jaque mate.
*Nombre de origen griego que significa “vida”.