14.
Aunque disimulo buscando la parada
del QLine, el tranvía de Detroit para regresar al vecindario donde me
siento a salvo, no me resisto a pegar la nariz en el escaparate y parpadear
varias veces hasta comprobar que el camarero, sorprendido también al verme, es
Christopher y no un espejismo producto de los rayos del sol contra el cristal.
Su aspecto relajado y saludable en nada se parece a aquel homeless que
me salvó de un linchamiento en Clark Park, uno de los parques más
antiguos de la ciudad, donde a punto estuvieron de acabar igualmente con él. Ya
no es el tipo entristecido que se vino de Alaska dejándolo todo tras la persona
que, después de tanta promesa y palabrería barata, resultó estar casado y sin
intención alguna de romper la imagen pública de macho y hombre de ley, votante
del Partido Republicano y arrepentido del desliz sin importancia que tuvieron. Apenas
han pasado unos meses desde entonces y ahora le veo sin expresar desconfianza ni
miedo a terminar asesinado en cualquier callejón oscuro y sin salida. Aunque ha
ganado peso aún conserva la complexión atlética y mucho más brillo en su piel
mestiza. Lleva la barba cuidada, el perfume suave, las uñas recortadas y se han
borrado de un plumazo los rasgos de la difícil experiencia vivida. No obstante,
como manifestó más adelante y en repetidas ocasiones, las heridas por dentro
tardan en cicatrizar y puede que alguna nunca lo haga…
–¿Ayden?
–pregunta entreabriendo la puerta del restaurante y alzando los brazos al cielo–.
Amigo, ¡eres tú!
–Si.
¡Ah! Hola, no te había visto –contesto casi avergonzado haciéndome el
despistado e interesante.
–¿Qué
tal? ¿Cómo te va?
–Bien,
gracias. A ti ya veo que de maravilla.
–No
me puedo quejar, he tenido mucha suerte. No sabía cómo localizarte, y la verdad
es que un día por otro lo vas dejando y...
–También
me ocurre –digo en voz baja–. Estoy de paso, vengo por casualidad.
–Pues
no sabes cuánto me alegro. Oye, acabo el turno en media hora. ¿Por qué no entras,
me esperas y picamos algo juntos? –le noto emocionado.
–Imposible,
tengo prisa –aseguro molesto.
–No
fastidies, tío. Hace un montón que no nos vemos, compartamos un poco de nuestro
tiempo
–Bueno,
no sé, voy con prisa, he de hacer cosas, volveré en otro momento –compruebo que
sigo siendo un profesional de la mentira.
–¡Ya
las harás, hombre! Anda, di que sí, y así te cuento lo bien que me ha tratado la
suerte. No se hable más. Venga, pasa, no te quedes ahí –anuncia entusiasmado.
–Vale,
pero sólo un rato, no quiero que la noche se me eche encima.
–De
acuerdo. Enseguida estoy contigo, siéntate allí, esa ventana da a la parte de
atrás, estaremos más tranquilos, casi nunca está ocupada. ¿Quieres beber algo
en especial? –No me da opción de responder porque como un relámpago pone sobre
la mesa un vaso con bebida de cola.
Gira
sobre los talones y me atrevo a decir que desaparece pletórico por reencontrarse
conmigo. Las jarras de cerveza vacías y los envases de papel y cartón con
restos de desperdicios los amontona en la bandeja que levanta por encima de la
gente que aguarda su pedido para llevar o simplemente comen acodados en la
barra. Al fondo, en la parte más vistosa del establecimiento, hay colgada una fotografía
en grande del puente de Brooklyn y debajo el piano de pared que ya nadie toca
desde la muerte por covid del pianista. Algunos habituales y clientes que van
de paso hacia otro condado, a veces se quedan hasta el amanecer viendo conciertos
de Simon & Garfunkel, en DVD, que el dueño del local, fan incondicional de
esos dos extraordinarios artistas, pone para deleite propio. Poco a poco, el
cielo se va cubriendo de nubes, miro hacia el otro lado y localizo un poco más
allá Canfield Street, la estación de tranvía, pero ya no tengo
escapatoria, las burbujas del refresco hormiguean por la superficie de la
lengua estallando en el paladar. Sentados más allá una pareja de ancianos
comparten medio bocadillo guardándose la otra mitad. Christopher se les acerca y,
poniéndose de espaldas al dueño, atareado con los pedidos, le deja a él un par
de cigarrillos y a ella un dulce.
–Es
lamentable cómo la vida te trata a veces –refiriéndose a los abuelos que siguen
mirándole agradecidos.
–El
mundo está lleno de penurias –eso lo digo por mí.
–Espero
que te guste lo que he elegido –dice mientras saca un cucurucho con papas
fritas, sándwiches de pollo crujiente picante y otro de salchichas con huevo y
beicon, acompañado todo de café americano, en vaso largo–. El sitio no es
elegante, sin embargo, se come bien y al menos está limpio.
–Bueno,
estoy acostumbrado a espacios peores –y, aunque eso es verdad, me gusta comer con
servilleta, cubierto y mantel. ¡Qué coño, como Dios manda!–. En cualquier caso,
apenas tengo apetito, el almuerzo ha sido suculento.
–Te
lo puedes llevar, no hay problema, a lo mejor después tienes hambre. –intuye
que no pruebo bocado desde el día anterior, pero su prudencia es exquisita–. ¿Cómo
te va? ¿Has vuelto a encontrarte con aquellos tipos que por poco nos parten la mandíbula?
–¡Que
va! Además, he estado en Texas y, como quien dice, acabo de aterrizar –omito el
motivo del viaje.
–Entonces,
tendrás muchas cosas que contar, ¿eh? –No aguanto la confianza que se toma, no
me fío de la gente así–.Yo, ya ves, he dado un cambio radical a mi vida: de dirigir
expediciones que pasan por el pequeño pueblo pesquero de Valdez.
–Recuerdo
la ubicación –le corto–: en un fiordo que llega tierra adentro en Prince
William Sound.
–¡Vaya
memoria! Pues de ahí he terminado limpiando retretes, sirviendo mesas, preparando
aros de cebolla en abundancia y pringándome las manos con salsa barbacoa –reímos
desinhibidos.
–¿Y
los planes de reunir el dinero del pasaje y volver a Alaska?
–De
momento me quedo, he conocido a un hombre maravilloso y estamos empezando la
relación. Vamos despacio, sin precipitarnos –la expresión de mi cara debe ser
un mapa–. No, no es mi jefe por si acaso lo piensas. Me siento muy querido,
pero sobre todo muy valorado. De repente tengo opinión y comparto un proyecto enmarcado
en el presente que, mientras dure, será reconfortante y hermoso.
–Me
alegro por ti. Las personas esperamos desde la complicidad ser tratadas
dignamente, ojalá eso fuese generalizado –sin pretenderlo o si acabo de precipitarme
por el terraplén de la queja.
Se
queda callado unos instantes, asimila mis palabras y las traga envueltas en
saliva, para que pasen mejor. Después, recomponiendo los órganos vitales en su
interior, comienza a hablar sin interrupción. Primero de cómo consiguió el empleo
por casualidad y, a continuación, dónde conoció a su novio. Sin embargo, cuando
recuerda a los suyos, tan lejos, un visillo de tristeza enturbia el azul
intenso de sus pupilas. Un sábado por la tarde –sigue narrando– se fue a la
última sesión del Cinema Detroit donde ponían I Am Not Your Negro,
del novelista, dramaturgo, poeta y activista por los derechos civiles estadounidense,
James Arthur Baldwin. El documental, además de hablar de su relación amistosa
con Malcolm X, Martin Luther King y Medgar Evers, entre otros, da visibilidad
al movimiento afroamericano. Adentrarse en las presiones sociales y raciales abordada
en el ensayo escrito por él en 1976, son el mimbre perfecto para tejer las
imágenes y el mensaje inicial de “No Soy Tu Negro”. En el programa que
entregaban a la entrada, a parte de la sinopsis, y de los títulos de crédito,
añadieron un pequeño resumen de su biografía destacando las dificultades que
tuvo en la época, declarándose homosexual, para mantener abiertamente historias
con personas de su mismo sexo, así que viajó por Europa y se instaló en Francia
donde vivió con su amante hasta que murió. Jamás regresó a los Estados Unidos
salvo por trabajo o placer, evitando así el acoso y la discriminación de una
sociedad supremacista.
–Cuando
terminó la proyección salí a la calle compungido, las lágrimas resbalaban por
mis mejillas y los latidos del corazón iban acelerados. Entonces, alguien se me
acercó y, con mucha sensibilidad quiso saber si me había gustado.
–¿Y
qué respondiste?
–Pues
que sí, claro. En mitad de la conversación los pies nos condujeron hasta el
final de W Willis St, esquina casi con Cass Ave donde vivía. Me
invitó a su apartamento, ambos somos cinéfilos y, casualmente, también coincidimos
en gustos muy parecidos. Estuvimos sin dormir toda la noche, terminamos una
botella entera de whisky pero no nos emborrachamos y fue la claridad de la
mañana siguiente la que despertó el cansancio y la boca pastosa. Después han
ido surgiendo las cosas desde el respeto. Y aquí estoy, enamorado hasta los huesos.
–Eres
un romántico empedernido –digo sonriente y poniéndome en pie.
–¿Volverás?
–pregunta sincero y me da una bolsa con más comida que no rechazo.
–¡A
lo mejor! El destino es impredecible, hoy estamos aquí y mañana quien sabe –nos
despedimos con un abrazo.
–Tengo
moto, si te atreves, puedo llevarte.
–Gracias,
pero los viejos preferimos tomar el aire y pisar suelo firme.
Voy
por la acera con cuidado de no caerme mientras crece en mí la envidia y también
la admiración hacia él por el valor de empezar desde cero, y hacerlo sin reproches,
sin victimismo, dándole a las cosas la justa importancia, arriesgándose a ser
rechazado, malherido, desplumado de las pocas pertenencias que tenía en aquel
momento, sin embargo, apostó por la vida, por el amor, por la convivencia, por
cubrir los huecos y rellenar los del otro, en definitiva: por respirar.
Mirándole, sé que mi fracaso como persona radica en haber recibido una herencia
envenenada y no haber peleado jamás por cambiar el rumbo y el destino.
Christopher ha podido hacerlo gracias a un matiz fundamental: se quiere y cree
en sí mismo, en el tesón para vencer la lucha interna que a veces conlleva no
seguir adelante, en la posibilidad de levantar un espacio propio estableciendo
la sede en el cariño y en la oportunidad de estar sano, lo cual hace todo más
fácil. Pero también hay que saber ser agradecido y él goza de esa cualidad, en
cambio yo no. Hasta llegar a casa cruzo el Distrito Financiero, de extremo a
extremo, y ya no me impactan ni sus gentes, ni los altos edificios, ni los
hoteles con portero en la puerta, cuan centinela quitándose la gorra a la
entrada y salida de clientes, ni los restaurantes con aparcacoches, ni el lujo
ficticio brotando desde las alcantarillas, ahora tan solo me preocupa tener
comida para el día siguiente, calmar el dolor de huesos con antiinflamatorios y
que me sobren unos dólares del retiro después de pagarle la mensualidad al
casero. Hiervo leche y la enriquezco con una cucharada sopera de cacao, doy un
sorbo y la garganta responde agradecida, con la mano izquierda palpo dentro del
cajón y saco un habanos que atesoro, enciende la radio, la noticia de un nuevo
tiroteo en Los Ángeles, cerca de Beverly Hills, abre todos los informativos, lo
escucho con mucha atención y el espejo del baño me devuelve a la realidad: el agua
caliente de la ducha sigue sin salir. Afuera maúllan los gatos reclamando algo
de sustento y echan a correr con el rabo entre las patas cuando un felino, más
grande que ellos, va a la caza. Entonces, paseo la vista por el cuchitril donde
habito y reconozco la suerte de tener un techo y un refugio de paz.
Tras
dos meses peleando la vida para vencer a la muerte, poco a poco Megan Aniston
va recuperándose, gracias también a la perseverancia de la doctora Violeta
Reyes que desde un principio apostó por sacarla adelante desoyendo la contraria
opinión de los colegas. Las secuelas del Sars-Cov-2 y la larga estancia en la
UCI han barrido la masa muscular de un plumazo, dejando muy dañado el órgano cuya
función es facilitarnos la estabilidad estructural, por eso, entre otras tareas
de rehabilitación física y psicológica, habrá de aprender a andar, hablar, masticar,
tragar, controlar los esfínteres, la vejiga, expandir la capacidad pulmonar y realizar
ejercicios de memoria, rescatando así del olvido los recuerdos perdidos dentro de
un bucle casi sin salida. El yerno acude a diario a la hora de visita para
hablar con los médicos, ya que la hija, delicadísima de salud, sólo va si hay cambios
o debe tomar alguna decisión. Una mañana, al parecer tranquila, más bien monótona,
quizá insustancial, suena el teléfono cuando acababan de irse los niños a la
escuela y el marido a recoger la bolsa de alimentos semanal a la iglesia del
reverendo Bob W. Perkins. Nerviosa, conteniendo la esperanza, vislumbrando por
fin la luz al final del túnel, busca los zapatos planos, se abotona el abrigo,
escribe una nota sujetándola en la nevera con el único imán libre y,
desorientada, como si fuese nueva en la ciudad, dudando hacia dónde ha de ir, llega
a la estación de metro Michigan Avenue, donde, con el estómago algo
revuelto, se sube al penúltimo de los vagones. Una vez fuera, el frío intenso
de la zona norte golpea contra ella tambaleándose.
–Espere
ahí –dice la estudiante en prácticas colombiana–, enseguida vienen.
–¿Ha
empeorado mi madre? Dígame, por favor.
–No
se alarme. No tardarán. –Los minutos se le hacen horas y las horas siglos,
hasta que, alguien de pasos cortos, rápidos, diría acelerados, se dirige a ella
muy sonriente.
–Venga
conmigo –indica el enfermero oriental, aumentando así, todavía más, la angustia
y la incertidumbre.
Violeta
Reyes, directora de la Unidad de Cuidados Intensivos, en el Detroit Medical
Center, espera dentro del despacho. El reflejo de la pantalla del ordenador
sobre su tarjeta identificadora resalta la fotografía en la que aparece con
unos años menos.
–Relájese
y no se alarme –la tranquiliza–. ¿Ha venido sola? ¿Y su esposo?
–Quizá
más tarde, está ocupado. Pero dígame: ¿está peor? ¿Todavía tiene covid?
–No,
todo lo contrario. Ha superado lo peor de la crisis, si evoluciona tal y como
imagino, en breve la subiremos a planta –la hija se echa a llorar.
–¿Está
recuperada del todo? –formula la pregunta con el corazón en un puño.
–El
proceso va a ser muy lento, depende de cómo responda al tratamiento. No obstante,
aunque todavía es pronto para aventurarse, he querido informarla cuanto antes.
–Y
yo se lo agradezco, doctora. ¿Permanecerá mucho ingresada?
–Eso
no lo sé. Además, mis compañeros internistas habrán de valorar, junto al equipo
médico del aparato digestivo, aquello que les comenté sobre los pólipos
sangrantes. También han bajado de cardiología a examinarla, porque el problema
de las válvulas es de vital importancia, pero todavía está muy débil. Más
adelante, verán. Nosotros, por nuestra parte, con el inicio de la dieta oral,
empezamos a ponerla en el meta de salida, pero sólo somos un tránsito, ellos
son, realmente, quienes completan el trabajo de recuperación, acompañando al
paciente hasta la meta de llegada. Es una mujer muy fuerte y admirable, todo un
ejemplo a seguir, puede estar bien orgullosa de la madre que tiene.
–Lo
estoy. No sé qué decir, le estoy tan agradecida, si no llega a ser por usted
ahora mismo quizá estaría muerta.
–Bueno,
pero no ha sido así.
Megan
Aniston está adormilada con la cabeza vuelta hacia el lado izquierdo y, a parte
de la sábana, tiene también una manta por encima. Continúa con oxígeno y vías
que han dejado huellas moradas en las muñecas. Aparentemente, los números y las
curvas en los monitores se manifiestan sin alteraciones, todo parece indicar
normalidad. Violeta Reyes, enfundada en un EPI, se sitúa a su lado y la toma el
pulso. La paciente abre los ojos despacio, mira a la doctora, la regala un
gesto cariñoso y, al ver a su hija al otro lado del cristal, toda la química
metida en el cuerpo empieza a hacer un efecto positivo…
Un domingo más abrir el correo y encontrarte es todo un acontecimiento, una reconciliación con la vida y con la literatura. Gracias, nena.
ResponderEliminarPues a mí lo que me tiene realmente alucinado es la parte médica, vamos que si me pongo malo ya sé a quien acudir. Buen trabajo.
ResponderEliminarContigo hay que ser redundante en los buenos adjetivos, no queda otra.
ResponderEliminarCada post es una entrega generosa de tu tiempo para documentarte y tenernos expectantes.
Gracias.
Como siempre, contenta y agradecida por tener la oportunidad de disfrutar de tu gran trabajo . Gracias. Besos
ResponderEliminarNo dejas de sorprendernos con un lenguaje lleno de creatividad e imaginación y un con un buen dominio de la sintaxis y la gramática. Gracias escritora. Besos
ResponderEliminar