13.
En el condado de Starr, en Texas, el
rancho donde mi hermana Dakota pasó los últimos y más felices años de su vida, o
eso creo, se ha convertido en un lugar inhóspito con esqueletos de vacas devoradas
por depredadores, vegetación creciendo por doquier como pasto para el ganado salvaje
y plantas rodadoras que recuerdan escenas del Lejano Oeste temiendo que en
cualquier momento aparezcan por el desfiladero pistoleros a caballo y nos
acribillen a balazos. Los 600,000 acres de tierra ahora están desiertos y los
350 pozos petrolíferos de su propiedad abandonados. Lo primero que visualizamos
el hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company, y yo,
es la valla derribada, el tejado del establo hundido, las simientes echadas a
perder, el agua del bebedero llena de insectos y oliendo a podrido, las puertas
sin cierre, los vestidos de fiesta rasgados y esparcida por el porche ropa de
lencería, bisutería extravagante de imitación y cerámica ya irreparable. El
susto nos lo damos con los ruidos extraños que salen del interior. Entonces,
dejamos las urnas con las cenizas de mis dos hermanos sobre un mueble, agarramos
un palo y echándole valor vamos a la caza del intruso. Golpeo sobre las cajas arrinconadas
junto a la chimenea una vez, y dos, y a la tercera, acojonado, asoma el hocico
lagrimeando un viejo perro arrastrándose con las patas traseras rotas.
–No
se acerque ni le toque, puede tener la rabia –digo.
–Pero
que va, si el pobre está sufriendo muchísimo, no sé cómo aguanta.
–Bueno,
por si acaso no tiente a la suerte.
–Fíjese
cómo está, hemos de sacrificarlo, es inhumano dejarlo así.
–¿Está
sugiriendo qué…?
–¡Hombre,
si le parece le ponemos dos prótesis de madera y lo soltamos monte a través!
–Vale,
entendido. Buscaré por ahí a ver si encuentro un arma. –Al poco regreso con una
escopeta cargada y le pido que se aparte. Le enterramos en la parte trasera y
pusimos piedras encima para que el olfato de otro sabueso no le traiga hasta aquí
y escarbe.
Situado
a las afueras del pueblo, en lo alto de una ladera, el cementerio está ubicado en
un espacio recogido, sin maleza y con vistas al horizonte que los lugareños se
han acostumbrado a mirar respetuosamente. Un pequeño riachuelo cuyo nacimiento
nadie conoce, lo cruza de lado a lado dando solemnidad a las lápidas que, a pie
de suelo, lucen la bandera de las barras y las estrellas. El hijo de Joanne, mi
antigua secretaria en Motors Carson Company, apaga el motor del carro y
a mí se me remueve el cuerpo. No nos resulta difícil localizar al grupo de lugareños
aguardando contrariados nuestra molesta e inoportuna llegada. Siento la
frialdad de las miradas lanzadas de arriba abajo hacia mí y las muecas de desprecio
irrespetuoso a las dos urnas que portamos. Sin embargo, gracias a la
intervención del reverendo mediando a nuestro favor, han accedido a que las
cenizas de mi hermano Colorado Sprint descansen también ahí. El breve sermón colofón
de la ceremonia apuntalada con citas bíblicas sirve de preámbulo al fuerte desencuentro
que, fundamentado en temas materiales, se desencadena a continuación y sin ninguna
empatía por el doloroso momento que vivo.
–¿La
siguiente jugada cuál es, arrebatarnos lo que nos pertenece? –dice un hombre de
cabellos blancos vestido de granjero y complexión fuerte.
–Nuestros
antepasados trabajaron duro para que ahora venga un don nadie y se haga con
todo –señala otra de las mujeres.
–A
esa –señalando la tumba– la hemos aguantado porque era la esposa de nuestro
hermano, que si no… Ahí iba a estar. Vamos, la ponía criando malvas en el pico
más alto de la montaña.
–Pues
claro –salta otro–. Pero si era una fresca y la madre…
–Son
ustedes unos desconsiderados, ¿acaso no ven cómo sufre? ¡Coño, que es su
familia! –interviene mi acompañante.
–Vale,
pero el caballero no tiene derecho a nada.
–Ni
pretendo, tampoco vengo de rapiña. Sólo creo cumplir la voluntad de Dakota.
El
representante de la Iglesia Baptista quiso apaciguar las aguas y concluye el
acto invitándonos a la reconciliación pero ninguno damos el brazo a torcer y, como
es de suponer, ni siquiera me dejan recoger aquellos objetos que pertenecieron
a los míos. Montados en tres camionetas que al acelerar levantan el polvo del
camino, se pierden a lo lejos con los rifles visibles, el rictus amargado, rechazando
al forastero obligado a abandonar el territorio y un imán con el escudo confederado
pegado en la guantera. Me pregunto cuántos desplantes de ese tipo o peores
habrá soportado mi hermana con tal de no quedarse fuera de lo más selecto de la
sociedad texana. De repente nos hemos quedado solos y, a excepción de un viento
muy fino que cala los huesos, todo atisbo de vida ha desaparecido de nuestro
alrededor. Rumbo al aeropuerto permanezco callado, más bien ausente, yo diría
que vencido, interiorizando cada etapa realizada desde la partida en Detroit.
Calculando si ha merecido la pena el esfuerzo, el desembolso económico ocasionado
al hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company, las
horas de sueño perdidas, tragarme el orgullo y rebajarme delante de una panda
de impresentables y expertos en humillación. La duda de haber hecho lo correcto,
el pesar de situarme siempre en el sitio y en el lugar equivocado y juro por
Dios que no tengo respuesta.
–¿Y
ahora qué hará, Ayden? –a pesar de cómo se ha portado conmigo, no contesto y eso
me apena.
En
el avión me hago el dormido, noto que la desidia muta en cada rincón de mi
organismo provocando un desplome de energía y quizá no esté preparado para
hacerle frente. El vuelo, con escala en Dallas y pequeños pormenores, no está
siendo tan pesado como el de ida, sin embargo, ahora mismo soy incapaz de centrarme
en las recomendaciones que da el Tripulante de Cabina de Pasajeros anunciando
que vamos a atravesar una zona de turbulencias, así como discernir entre la realidad
y el espejismo, el dolor y la felicidad, la luz y la sombra, la vida y la
muerte, el revés y el anverso me resulta complicado cuando todo parece ir en mi
contra. Recogemos las maletas de la cinta transportadora y nos mezclamos en el
vestíbulo con gente a punto de embarcar.
–Gracias
–digo mientras le estrecho la mano y me voy de la terminal.
Un
homeless sale y entra tranquilamente anunciando la pronta llegada de
Jesucristo sin que el guardia de la puerta haga nada por impedirle el paso. Le miro
y casi tropiezo con su carrito donde guarda en bolsas de plástico unas pocas
pertenencias. Entonces, sabiéndome superior, digo para mis adentros: “Vale, tío.
Estamos jodidos, pero un dato fundamental nos diferencia: nunca acabaré como tú…”.
Se
acerca la fecha en que Violeta Reyes celebra con un grupo de gente de lo más variopinta,
el aniversario de su incorporación a la plantilla del Detroit Medical Center
convirtiéndose meses después en directora de la Unidad de Cuidados Intensivos.
Cada año sorprende a los comensales con una amplia variedad de la gastronomía
cubana rindiendo así tributo a la añorada patria. Recibe a los invitados en el
jardín de la casa donde vive con el hijo mayor recién divorciado a consecuencia
de problemas con la bebida y que ahora trata de superar asistiendo a las
reuniones de Alcohólicos Anónimos en St Gabriel Group. Un total de
veinte comensales antes de sentarse a la mesa disfrutan de un buen vaso de Guarapo
traído expresamente desde Miami por una compatriota que fue de visita. Conversan
distendidos a pesar de observar preocupación en la anfitriona pendiente del
teléfono por si suena.
–¿Qué
ocurre, Violeta? –pregunta la enfermera jefe de su sección mientras ayuda a
colocar algunas cosas en los platos.
–Megan
Aniston ha empeorado y la adjunta no quiere apostar más por ella.
–¿Y
tú opinión?
–Estoy
hecha un lío, pero debo quemar el último cartucho antes de desahuciarla, me tiene
cogida por los ovarios y temo que actúe por su cuenta bajo el beneplácito del director
general con quien, como sabemos, se acuesta.
–¿Suspendamos
el evento? Todos lo entenderán.
–No,
ni hablar, en cuanto terminemos salgo para el hospital, así me quedaré más
tranquila. Sirvamos el arroz congrí con frijoles negros de la marca Goya –dice
guiñando el ojo.
–Mis
favoritos.
–¡A
ver! ¡Venga, sentaos, ya venimos! –esboza una sonrisa, aunque el ceño fruncido
continua marcando el grado de preocupación.
–Delicioso,
mamá –dice el muchacho con las ojeras cada vez más pronunciadas y oscurecidas.
–¡Cuánta
razón tiene tu hijo, doctora! –apunta la esposa del técnico de ambulancia.
–¿Alguna
noticia nueva de la isla? –pregunta el anestesista a punto de cogerse el retiro
y cuya ciudad natal es La Habana.
–Nada,
las cosas siguen bien mal –responde Violeta–. ¡Es una pena!
–Mis
sobrinos –continúa el hombre–, se declaran “balseros profesionales”, en nueve ocasiones
han tratado de alcanzar la costa de Florida, pero la mala suerte les retorna
continuamente al punto de partida y vuelven a verse en el malecón concretando el
nuevo intento.
–Imagínate,
la situación del pueblo cubano es desesperante, extrema y delicada –sigue ella–.
Quienes tenemos todavía allí a los nuestros lo sabemos bien.
–Pronto
prenderá una gran revolución –murmura su paisana.
–No
lo creo, al menos de momento –opina el técnico de ambulancia.
–Fundamentalmente
sólo se piensa en emigrar –interviene de nuevo el anestesista–. Vender todas
las propiedades y construir un futuro en otro lugar aunque los cimientos estén
hechos de dolor y desgarro.
–Las
dificultades económicas se dispararon cuando en mitad de la covid –prosigue
Violeta– se puso en marcha un reordenamiento económico que, si por un lado sirvió
para subir los salarios, por otro hizo que se disparase la inflación de manera
exponencial. Total, dicha solución no ha solucionado la vida a los ciudadanos,
más bien ha aumentado la pobreza.
–Mi
cuñada vive en Santa Clara –interrumpe uno de los urgenciólogos asiduo al
evento– y tienen carencia de alimentos básicos, de higiene y falta de medicamentos.
Conocemos a una persona de aquí que no tiene trabajo y se dedica a llevar paquetes
allá tanto para sus familiares como para quienes se lo encargamos.
–Las
llamadas “mulas”. A cambio de pagarles el pasaje, se ofrecen a llevar
encargos.
–Así
es –participa la mujer del técnico de ambulancia–, nosotros también lo hacemos para
nuestros padres, deseamos traerlos acá cuanto antes, pero cada vez las oficinas
de pasaportes y legalización de documentos están desbordadas, la burocracia para
la gente mayor es complicada y muchos abandonan antes de intentarlo si no
tienen quien les ayude con el papeleo.
–También
se puede enviar dinero a tarjetas MLC –continua el urgenciólogo.
–¿Cómo
funciona? Perdonad mi ignorancia –pregunta alguien que, obviamente, no es de
Cuba.
–Las
tarjetas MLC te permiten hacer transferencias directas a la persona concreta.
Imagínate que yo estoy en La Habana y tú aquí, somos parientes y quieres
ayudarme, te das de alta en una de las muchas páginas web que recogen este
servicio y yo con mi tarjeta puedo usarla en toda la red comercial –explica el
hijo de Violeta.
–No
olvidéis también lo complicado de mantener la vivienda en propiedad –dice otro.
–Por
no hablar de la libreta de abastecimiento, apenas alcanza para una semana y de la
insalubridad corrompiendo las calles –el rostro de Violeta Reyes se entristece todavía
más.
–Tampoco
hay materias primas por lo que han de importarlas de otros países y ahí se
topan con el bloqueo –su hijo rompe su propio silencio.
–Pensad
en el desánimo, la desilusión y la apatía creciendo a raudales en cada rincón
de nuestra bella patria –concluye el invitado de mayor edad.
–Y,
pese a la calidad de vida y prosperidad que se tenga fuera, la tierra de uno
nunca se olvida –todos asienten refugiándose detrás de un velo tupido de melancolía.
Media
hora antes de que en el Detroit Medical Center terminase el turno de
tarde y tomase el relevo en el de noche, Violeta Reyes se pone al corriente de
los cambios reseñados en los informes de los pacientes. La estudiante
colombiana en prácticas al borde de las lágrimas teme perder el control en
cualquier momento. Mientras se saben vigiladas por la adjunta pendiente por si cometen
algún fallo que le sirva de argumento para quejarse a los de arriba, Megan
Aniston entra en parada.
–¡Desfibrilador!
–pide Violeta segura de lo que hace.
–Doctora
no lo va a aguantar.
–¡Carga
palas! ¡Gel! ¡Vamos, coño, rápido!
–Ten
cuidado –dice una voz muy suave por detrás.
–Carga
a 200. ¡Fuera! Inyéctala 1 miligramo de adrenalina cada 3-5 minutos –ordena
Violeta.
–Está
muy débil –dice la enfermera.
–Carga
otra vez a 200 –insiste.
–Confío
en que sepas muy bien lo que haces –la adjunta escupe cada palabra con mucho
retintín.
–Pues
claro que lo sé.
–Es
inútil, para ya –ruega otro del equipo
–Sigue
administran adrenalina.
–No
te empeñes –parece escuchar.
–¡Vaya
que sí! 2,5 miligramos. ¡Venga!
–Es
una locura.
–¡Carga
a 250! ¡Fuera! –la mitad del cuerpo de Megan salta y vuelve a caer sobre el
colchón.
–Sube
a 300 –aconseja uno de los compañeros y además amigo.
–¡Hacedlo!¡Otra
vez! ¡Fuera!
–Por
lo que más quieras, para ya.
–¡Vamos,
otra vez! Adrenalina, vamos a ir bajando a intervalos de 3 minutos.
–No
sigas, no remonta, es inútil, reconoce que has fracasado –dice la adjunta empleando
un tono exageradamente sarcástico.
–Venga,
a 300. ¡Fuera! –Las gotas de sudor empañan la frente que apenas se ve, sin embargo,
a un paso de desistir y anunciar la hora de la muerte, lo vuelve a intentar y para
sorpresa de los más incrédulos…
–¡La
tenemos! ¡Ahí está! Tiene pulso –anuncia la enfermera desbordando alegría.
–Magnífico
trabajo, compañeros –dice al equipo que la ha asistido y a la estudiante en
prácticas colombiana cuyo objetivo es consolidarse como cirujana–: no te muevas
de su lado y avísame si pasa cualquier cosa.
–No
se preocupe, no me moveré.
Recuperado
del viaje exprés a Texas que me ha tenido encamado dos días seguidos y superada
la nostalgia que ha supuesto para mí dejar allí los últimos dos vínculos directos
que me quedaban de los Carson, salgo de casa reconociendo la rutina que
mantiene el vecindario y giro hacia Larned St empujado por la necesidad
de perderme entre los altos edificios aparentando ser otra persona, un elemento
más del mundo empresarial, el activo, el que siempre creí importante y no la
clase baja tan aburrida, desnutrida y con anorexia en la base de los proyectos.
Pasar por delante de Coleman A. Young Municipal Center, que además de
acoger las oficinas gubernamentales también ubica un palacio de justicia,
invade en mi memoria las veces que, en otra época más atractiva, me llevaron a
resolver asuntos en su interior. Camino despacio, empapándome de cada
estructura, de cada rayo de sol, de cada estampa que me regala esos metidos
donde la comunidad afroamericana transita a salvo del supremacismo blanco. Un grupo
de turistas entrando en Guardian Building, el histórico rascacielos
estilo art déco, con exclusivas tiendas de regalos, se me quedan mirando
quizá porque piensan que tipos como yo afeamos la ciudad. Atravieso de puntillas
el Distrito Financiero sin más. Todavía no sé cómo ni por qué he terminado en
el QLine, el tranvía de Detroit del que me bajo en Woodward Ave
donde empiezan a rugirme las tripas. Siempre he presumido de tener un olfato
conectado al paladar, un don especial para diferenciar el olor a pepinillos del
de los aros de cebolla que, ambos condimentados, podrían parecer lo mismo, pero
no. Un poco más allá pego la frente en el cristal del restaurante de comida rápida
más luminoso en tres millas a la redonda. Entonces, allí, ataviado con el uniforme
y portando una bandeja llena de comandas, Christopher se mueve por el salón
como pez en el agua…
El viaje a Texas y la narrativa médica refuerzan un texto muy buen trabajado y rebosante de sensibilidad. No tengo palabras…
ResponderEliminarSe nota el interés que tienes en agradar a tus lectores.
ResponderEliminarLa documentación que tienes que buscar hacer para desgranar hasta el mínimo detalle hace que sigamos el relato queriendo más.
Eres muy generosa. Gracias
¡Vaya, justo lo que pensaba decir ya lo han dicho Elvira y Nortxu! Así que: mil veces gracias.
ResponderEliminarSuperarse con cada texto es tan complicado como enganchar al lector, tienes ambas habilidades.
ResponderEliminarGracias. He disfrutado de una agradable tarde de domingo, leyendo esta historia desde el principio al final (hasta el día de hoy). Tenía ganas de una lectura completa para no perderme ningún detalle.
ResponderEliminarTe felicito por este trabajo. Valoro enormemente ese esfuerzo por documentar fielmente los escenarios y los contextos y por describir a los personajes.
Sigo pendiente de saber qué acontecerá a Ayden en siguientes capítulos.
Hasta la próxima.
Se entra con facilidad en el relato y qué difícil se hace dejarlo... Historia con giros inesperados, altamente cinematográfica. No puedo evitar repetirme, escritora. Gracias por tu generosidad. Besos.
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