domingo, 24 de noviembre de 2024

La otra Florida

6.

Días después de Acción de Gracias, Ernesto Acosta cogió la vieja camioneta y puso rumbo a Naples, donde compró regalos, adornos y un juego de luces para decorar el exterior de la casa en Navidad. Aprovechando el viaje disfrutó de una sabrosa hamburguesa con abundantes patatas y un vaso gigante de Coca-Cola, en Harold’s Place Chickee Bar And Grill, ubicada en el 3350 de Tamiami Trail N. Pasó por delante del muelle y vio cómo una familia de delfines realizaba simpáticas acrobacias; la arena blanca y fina de la playa y el agua sosegada le recordó a sus días de infancia, en Puerto Escondido, donde todo era alegría. Por equivocación se metió en una lujosa zona residencial, con sus amplios bulevares arbolados, personal de servicio con uniforme llevando a los niños y niñas hasta el bus escolar, grandes automóviles aparcados fuera de los garajes y jardines cuidados por manos expertas, sin cubos de basura a la vista, ni trastos por medio, solamente desconocidos leyendo la prensa a la sombra de una palmera. En la oficina de correos, apenas una decena de personas aguardaban turno para ser atendidas por las dos únicas empleadas que desempeñaban el cargo sin prisa ninguna y visiblemente malhumoradas. Ojeó la propaganda del mostrador, cogió algunos folletos sin mucho interés y tomó asiento. Había donde elegir, desde excursiones a los Everglades con guía incluido, propuestas para visitar los mejores restaurantes de la ciudad, el Zoológico, la Quinta Avenida Sur o el Parque Estatal Delnor, con espléndidas fotografías de diversas aventuras. A punto de dejar los papeles le llamó la atención el último de ellos, un sencillo diseño en el que resaltaba lo importante, el texto: Charla-Coloquio a cargo de Koa y Amy Dayton, en el polideportivo náutico de la ciudad, el 20 de diciembre de 1982, a las 5:00 p.m. “Razones que empujan a una persona a quedarse o abandonar el país de origen”. Lo guardó en el bolsillo del pantalón, miró la hora y no quiso demorarse más, Tracy estaba algo revuelta y se había quedado en cama. Llevaba tiempo rara, siempre ausente y con gesto de dolor, ella, que era de buen comer, perdió el apetito adelgazando por momentos, o eso parecía, pero como de costumbre la mujer no le dio importancia, alegando que cumplir años traía consigo muchos achaques. Cuando el morenito regresó la encontró tirada en el baño, soltó los paquetes que traía y se arrodilló a su lado sintiéndose culpable por haberse ido.
          –¿Te has mareado? –preguntó mientras la ayudaba a levantarse con sumo cuidado.
          –No, he tropezado –mintió. Hacía más de una hora que se desvaneció y cayó al suelo, pero quiso ser convincente para tranquilizarlo.
          –¡Tenía que haberme quedado contigo! ¡Tenía que haberme quedado contigo! –exclamó muy afligido y al borde de las lágrimas.
          –No digas tonterías, soy vieja y averías así voy a tener a menudo, así que ya puedes ir acostumbrándote.
          –Ahora mismo vamos al Hospital Comunitario.
          –¡Ni hablar! –se negó, sospechaba malas noticias dentro de su organismo, males irreversibles llegados para quedarse, no se sentía bien, pero quería aguantar hasta celebrar con el muchacho la comida del 1 de enero, quizá con la esperanza de que la ocurriese como a los cipreses, que durante el invierno parecen faltos de vida para rejuvenecer en primavera.
          –Deja que te miren. ¡Anda, vamos! –suplicó.
          –¡Yo decido cuándo! –no le dio opción a la réplica.
          –Andrew tenía razón: eres muy testaruda.
          –Hablabais a mis espaldas, ¡eh! –hizo de tripas corazón y bromeó un poco más.
          –Algo, sí –dijo a la vez que enseñó parte de la compra–. Más adelante iremos a por el abeto natural, tengo muchas ganas de colgar en él todas estas bolas. ¿A que son bonitas?
          –¡Vaya que si lo son! –respondió pese a ni siquiera apreciarlas.
          –Tal vez te apetezca mañana salir a navegar.
          –Tal vez –repitió ella.
          –Voy a cerrar la camioneta –Ernesto estaba realmente alarmado porque nunca la había notado así, tan fuera de lugar. Sacó las llaves del bolsillo y con ellas el folleto que cogió en United States Postal Service, como aparecía en el reverso.
          –Ve –algo contundente oprimía su cerebro, como si dos planchas de hierro a cada lado se cerrasen al punto de hacer saltar en mil pedazos todos los huesos de la cara.
          –He traído Key Lime Pie, sé que te gusta mucho.
          –Sí. ¿Sabes por qué la tarta tiene ese nombre? –parece que eso la animó.
          –No, y estoy deseando saberlo –la guiñó el ojo.
          –Es única en el mundo porque está elaborada con la lima de los Cayos de la Florida.
          –¿Me enseñarás la receta? –preguntó todo entusiasmado.
          –Claro, en algún sitio la tengo anotada –nunca se lo dijo, pero él la encontró…
          Las siguientes semanas en el hospital fueron una montaña rusa a base de pruebas invasivas y dolorosas que Tracy soportó a regañadientes, aunque con absoluta dignidad. Quizá lo más duro de aceptar fue tener que afeitarse la cabeza, para que introdujeran, por uno de los laterales, la cámara y mirarle por dentro del cráneo aún a riesgo de tocar alguna terminación delicada y dejarla tonta. Enganchada a montones de cables y un par de monitores cuyas constantes vitales cambiaban continuamente, la subieron a planta hasta tener los resultados. Bajo los efectos de la anestesia soñó que hacía realidad el deseo de alistarse en el Ejército de los Estados Unidos de América y combatir en la Segunda Guerra Mundial, se vio en la Base Militar de Pearl Harbor cuando la Armada del Imperio Japonés les atacó, pero ella estaba ahí, era la heroína que salvaría a la patria, curaría a los heridos y recibiría todas las medallas conmemorativas en su nombre y en el de los caídos. Sin embargo, retrocedió aún más en el tiempo, a la edad de 6 años, en 1912, cuando supieron que un barco grandísimo, llamado Titanic, con miles de pasajeros a bordo, se hundió en el norte del océano atlántico, falleciendo alrededor de 1496 personas, entonces sufrió episodios de pánico negándose a navegar con la familia y pasar alguna de aquellas divertidas jornadas en los Everglades. Ernesto Acosta no dejó de observarla ni un solo momento.
          –Señora Garber, ya tenemos los resultados y, tal como nos pidió no nos andaremos con rodeos, hemos encontrado un Glioma.
          –¿Un qué? –interrumpió.
          –Un tumor en el cerebro bastante agresivo –el morenito se echó a llorar, pero Tracy mantuvo mucha frialdad, aunque estaba muy asustada.
          –¿Hay tratamiento?
          –Si claro, cirugía, se extirpa y ya está. A veces no es posible hacerlo en su totalidad, pero normalmente suele tener éxito salvo que el paciente presente complicaciones adversas. Después alguien de mi equipo vendrá a proporcionarles toda la información al respecto –dijo el neurocirujano casi a punto de irse.
          –Y, suponiendo que la operación vaya bien, ¿cuánto tiempo de más viviré? –cerró tanto los puños que se clavó las uñas.
          –Esto no es una ciencia exacta –divagaba, se sentía acorralado por esa mujer de fortaleza hermética y admirable.
          –¿Cuánto? –ella insistió.
          –En el mejor de los casos, superados los cinco primeros años, por las estadísticas que manejamos, más de cinco, diez tal vez…
          –¿Y en el peor? Responda sin miedo, yo no lo tengo, puedo enfrentarme a esto perfectamente –mintió, daría la vida por un abrazo, Ernesto se giró y caminó hacia ella.
          –Depende de varios factores. Bueno, no sé, meses –de los estudiantes que le acompañaban, una joven promesa de la medicina no aguantó y salió corriendo de la habitación a pesar de que dicha reacción le costaría, además de una bronca monumental, el único suspenso hasta el momento de toda la carrera.
          –Conteste, por favor –empezaba a angustiarse.
          –El suyo es de grado 4.
          –Hábleme para que le entienda –cogió la mano temblorosa del muchacho para tranquilizarle.
          –Muy avanzado –dijo, muy serio.
          –Entonces, poco, ¿verdad? –intentó esbozar una sonrisa que se resistió a salir.
          –Me temo que sí, pero el pronóstico puede cambiar cuando abramos.
          –¿Qué posibilidades hay de rozar alguna zona delicada y quedar hecha un vegetal? –en realidad esa era su máxima preocupación, convertirse en un estorbo.
          –Es difícil de prever, sin embargo, nosotros somos pioneros en este campo.
          –¿Y si no me opero? –todos la miraron sorprendidísimos.
          –¡De eso nada! –saltó el morenito limpiándose la nariz–. Harás lo que ellos digan, para eso son los entendidos.
          –Sea sincero –ninguneo al muchacho.
          –Puede que un poco más.
          –¿Hasta primeros de año?
          –Supongo, lo que ya no garantizo es en qué condiciones.
          –Bien, llegaré bien, lo prometo, y quizá, quién sabe… –Se quedaron solos, el silencio era una punta de navaja afilada volando por encima de ellos.
          –Es una locura –estalló el chico.
          –Ve a dormir, necesitas descansar, darte una ducha y cambiarte de ropa, ¿o quieres que nos echen por indigentes? –le acarició la mano–. Todo irá bien, no temas, confía en mí.
          Ernesto Acosta, el morenito, encendió todas las luces de la casa y puso leche a calentar, cogió un panecillo, lo abrió y le untó mantequilla y azúcar, como hacían las madres y abuelas en Puerto Escondido. Se desplomó en el sillón, cerró los ojos y se cubrió la cara con las manos. El motor de las barcas pescadoras cruzando la Bahía de Chokoloskee le sobresaltaron aquella madrugada enmarcada en incertidumbre. Sin haber dormido apenas buscó la bolsa estanca y comprobó que todo lo importante siguiera guardado ahí, del cajón de la mesita de noche sacó, envueltos en un pañuelo con la bandera de Cuba, algunos dólares ahorrados y, aunque nunca supo muy bien el porqué de tal reacción, metió también el folleto de la oficina de correos: “Koa y Amy Dayton, Charla-Coloquio, 20 de diciembre de 1982. 5:00 p.m.”. Cuando entró en la habitación oliendo a colonia y repeinado, Tracy esperaba sentada en el borde de la cama, vestida y con gesto de pocos amigos.
          –Vámonos –dijo levantándose con vigor.
          –Pero, ¿qué ha pasado? ¡Cómo te vas a ir así, aún tienes tapada la herida! ¡Anda, vuelve a ponerte el pijama, por favor!
          –¡Que nos vamos he dicho! –se oyó fuerte, alto y claro, incluso en el pasillo.
          –Aquí tiene el alta, voluntaria –matizó la enfermera vocalizando con gesto amargado.
          –Estoy en mi derecho –puntualizó ella.
          –Vale, pero después, si hay complicaciones, no venga echándole la culpa a los médicos, ustedes siempre hacen igual.
          –¿Me puedes explicar de qué va esto? –el morenito estaba desconcertado.
          –Nada, que me opongo a ser presa de laboratorio.
          Despertar cada mañana y seguir juntos se convirtió en un privilegio que apuraban al máximo. Veinticuatro horas nuevas, únicas, irrepetibles, un tiempo cómplice que llegó a ser su mejor aliado. A pesar de no haberse dicho nunca cuánto se admiraban, ni expresar con palabras el afecto que se tenían, simplemente con mirarse y convivir era más que suficiente, todo un intenso aprendizaje de vida. Muy atrás quedó la enfermedad, el atontamiento producido por la medicación, las entradas nocturnas del personal sanitario en la habitación a deshoras de la noche, interrumpiendo lo mejor del sueño, el desagradable olor a cloroformo, los paseos sin rumbo por la galería de las malas noticias, el ruido de camillas, algunas trasladando cadáveres cubiertos con sábanas. En definitiva, era consciente de la tregua extra que su naturaleza tuvo a bien regalarle. Arrancaba diciembre y tenían muchos proyectos para poner en práctica, el morenito se desenvolvía estupendamente ayudando a los pescadores en el muelle a posicionar las barcas en las rampas y corrían de su cuenta las tareas más duras de la casa, Tracy, poco a poco, iba empeorando sin mostrar la más mínima preocupación. Una mañana, mientras que Ernesto limpiaba los utensilios de pesca, cogió las llaves de la camioneta y sin decir a dónde iba, desapareció, el muchacho corrió detrás de ella, pero no consiguió alcanzarla. Horas después regresó pálida y demacrada, con una bolsa que guardó en su dormitorio bajo llave.
          –Estaba preocupado, ¿dónde has estado? –preguntó temiéndose una mala contestación.
          –Sacando el pasaje a mi libertad –respondió rápidamente.
          –¿Cómo? –no entendía nada.
          –A los huevos revueltos hay que ponerles más sal –evitó dar cualquier tipo de explicación al planteamiento anterior. Cuando Ernesto se dio cuenta de que ella apenas había probado la cena, él terminaba de rebañar el plato–. ¿Al poco de morir Andrew recuerdas el lugar secreto que te enseñé de pesca?
          –Si, cerca de Alligator Bay, ¿verdad?
          –Y Lostmans River. Quiero que vayas, esta vez solo, ya va siendo hora de que tomemos un poco de distancia y tengamos cada uno nuestro espacio –se esforzó para no resultar grosera.
          –¿Quieres librarte de mí? –lo dijo con sarcasmo y muy molesto.
          –Prepáralo todo.
          –¿Y cuándo se supone que he de hacerlo?
          –Mañana mismo.
          –No me siento capacitado, además tengo que organizar algunas cosas aquí.
          –No se hable más. Ocúpate de tener lista tu ropa y que suene el despertador, la mejor hora es entre las 2:00 y las 4:00 a.m.
          –¿Por qué no vienes conmigo? –suplicó
          –Pues, porque ya eres mayorcito y conoces muy bien los manglares, aprendiste rápido y vas a disfrutar mucho –en la actualidad, utilizando el GPS, adentrarse en ese territorio es mucho más fácil, pero en 1982 la ruta la aprendías de memoria. A las 3:50 a.m., Ernesto Acosta, el morenito, con el tanque del depósito lleno, comida suficiente y bastantes botellas de agua, emprendió la larga travesía de 111 millas hasta Ingraham Lake, ubicado más al sur de la Florida, dentro del límite del Parque Nacional de los Everglades, donde, sin saberlo, estarían pescando algunas personas que le conocían de ir con los Garber y, por tanto, de necesitarlo, le situarían ahí. Navegando por el Golfo de México sintió una paz infinita, esa primera noche la pasó frente a las playas de Cape Sable, un lugar bellísimo en la parte más meridional. Saldría temprano para el lugar de destino.
          Como a la mayoría de los mortales, a Tracy le horrorizaba perder el control del cuerpo y convertirse en una carga inerte, razón por la que tomó la decisión más difícil de toda su existencia, aunque para llevarla a cabo, era imprescindible alejar al muchacho del escenario donde se desencadenaría el final, además de proporcionarle una coartada firme, tal y como había planeado. Pasó la jornada contemplando la Bahía de Chokoloskee, recuperando viejos recuerdos, dejando que transcurriesen las horas, relajando el pensamiento y el espíritu, oyendo el piar de algunos pájaros y el vaivén del viento. Empezaba a ocultarse el sol en el horizonte, el cáncer que padecía rozaba el estadio de poder empeorar de repente, había llegado el momento. Recogió la taza y la cuchara del fregadero, encendió la televisión, un documental de Mississippi saltó en la pantalla; redactó una nota escueta dirigida a Ernesto y otra, por si la cosa se complicaba, al Sheriff del condado de Collier explicando por qué ponía fin a su vida. En el dormitorio, esparció sobre la cama, las cajas de barbitúricos guardadas bajo llave, pastilla a pastilla las fue tragando con pequeños sorbos de agua, hasta que la mirada turbia apagó todas las luces. Mientras tanto, el morenito, ajeno a todo, desde lo alto de la plataforma, junto a otros pescadores, lanzaba la caña en busca de la presa de la temporada. Entonces, un escalofrío recorrió su espalda, pensó en Tracy, cuánta razón tenía al decir que iba a disfrutar esa aventura como ninguna otra, sin embargo, jamás podría haber imaginado, que quien ejerció de madre con él en los últimos seis años, se había suicidado la noche anterior. Cuarenta y dos años después de aquello, Ernesto Acosta, todavía siente un profundo dolor.

6 comentarios:

  1. Contar la preparación al suicidio, y contarlo con tanta delicadeza, solo lo hacen las grandes narradoras

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  2. María Doloresnoviembre 24, 2024

    Cuando he llegado al punto final, me han entrado ganas de abrazar a Tracy.

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  3. Hace mucho que te sigo y empleas mucha sensibilidad describiendo situaciones que, al común de los mortales, nos producen nudos en la garganta. Gracias por hacérmelo más llevadero.

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  4. He necesitado tiempo para poder comentar.
    Aunque la sutileza empleada para describir un tema tan duro lo hace más liviano, el ambiente que vas creando me hace participe del relato y duele el fin de una buena persona en soledad.

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  5. Me quedo sin palabras ante este final. Qué valentía la de Tracy al decidir sobre su final y cómo afrontarlo.
    De nuevo, darte las gracias por este nuevo hito en el camino de esta historia.

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  6. Que sensibilidad empleaste en la narración del suicidio de Tracy, pobrecilla cuanta entereza ha empleado, Tracy.
    Buen relato eres buena, muy buena

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