6.
Días después de Acción de Gracias,
Ernesto Acosta cogió la vieja camioneta y puso rumbo a Naples, donde compró
regalos, adornos y un juego de luces para decorar el exterior de la casa en
Navidad. Aprovechando el viaje disfrutó de una sabrosa hamburguesa con
abundantes patatas y un vaso gigante de Coca-Cola, en Harold’s Place
Chickee Bar And Grill, ubicada en el 3350 de Tamiami Trail N. Pasó por
delante del muelle y vio cómo una familia de delfines realizaba simpáticas
acrobacias; la arena blanca y fina de la playa y el agua sosegada le recordó a
sus días de infancia, en Puerto Escondido, donde todo era alegría. Por
equivocación se metió en una lujosa zona residencial, con sus amplios bulevares
arbolados, personal de servicio con uniforme llevando a los niños y niñas hasta
el bus escolar, grandes automóviles aparcados fuera de los garajes y jardines
cuidados por manos expertas, sin cubos de basura a la vista, ni trastos por
medio, solamente desconocidos leyendo la prensa a la sombra de una palmera. En
la oficina de correos, apenas una decena de personas aguardaban turno para ser
atendidas por las dos únicas empleadas que desempeñaban el cargo sin prisa
ninguna y visiblemente malhumoradas. Ojeó la propaganda del mostrador, cogió
algunos folletos sin mucho interés y tomó asiento. Había donde elegir, desde
excursiones a los Everglades con guía incluido, propuestas para visitar los
mejores restaurantes de la ciudad, el Zoológico, la Quinta Avenida Sur o el
Parque Estatal Delnor, con espléndidas fotografías de diversas aventuras. A
punto de dejar los papeles le llamó la atención el último de ellos, un sencillo
diseño en el que resaltaba lo importante, el texto: Charla-Coloquio a cargo de
Koa y Amy Dayton, en el polideportivo náutico de la ciudad, el 20 de diciembre
de 1982, a las 5:00 p.m. “Razones que empujan a una persona a quedarse o
abandonar el país de origen”. Lo guardó en el bolsillo del pantalón, miró la
hora y no quiso demorarse más, Tracy estaba algo revuelta y se había quedado en
cama. Llevaba tiempo rara, siempre ausente y con gesto de dolor, ella, que era
de buen comer, perdió el apetito adelgazando por momentos, o eso parecía, pero
como de costumbre la mujer no le dio importancia, alegando que cumplir años
traía consigo muchos achaques. Cuando el morenito regresó la encontró
tirada en el baño, soltó los paquetes que traía y se arrodilló a su lado
sintiéndose culpable por haberse ido.
–¿Te
has mareado? –preguntó mientras la ayudaba a levantarse con sumo cuidado.
–No,
he tropezado –mintió. Hacía más de una hora que se desvaneció y cayó al suelo,
pero quiso ser convincente para tranquilizarlo.
–¡Tenía
que haberme quedado contigo! ¡Tenía que haberme quedado contigo! –exclamó muy
afligido y al borde de las lágrimas.
–No
digas tonterías, soy vieja y averías así voy a tener a menudo, así que ya
puedes ir acostumbrándote.
–Ahora
mismo vamos al Hospital Comunitario.
–¡Ni
hablar! –se negó, sospechaba malas noticias dentro de su organismo, males
irreversibles llegados para quedarse, no se sentía bien, pero quería aguantar
hasta celebrar con el muchacho la comida del 1 de enero, quizá con la esperanza
de que la ocurriese como a los cipreses, que durante el invierno parecen faltos
de vida para rejuvenecer en primavera.
–Deja
que te miren. ¡Anda, vamos! –suplicó.
–¡Yo
decido cuándo! –no le dio opción a la réplica.
–Andrew
tenía razón: eres muy testaruda.
–Hablabais
a mis espaldas, ¡eh! –hizo de tripas corazón y bromeó un poco más.
–Algo,
sí –dijo a la vez que enseñó parte de la compra–. Más adelante iremos a por el
abeto natural, tengo muchas ganas de colgar en él todas estas bolas. ¿A que son
bonitas?
–¡Vaya
que si lo son! –respondió pese a ni siquiera apreciarlas.
–Tal
vez te apetezca mañana salir a navegar.
–Tal
vez –repitió ella.
–Voy
a cerrar la camioneta –Ernesto estaba realmente alarmado porque nunca la había
notado así, tan fuera de lugar. Sacó las llaves del bolsillo y con ellas el
folleto que cogió en United States Postal Service, como aparecía en el
reverso.
–Ve
–algo contundente oprimía su cerebro, como si dos planchas de hierro a cada
lado se cerrasen al punto de hacer saltar en mil pedazos todos los huesos de la
cara.
–He
traído Key Lime Pie, sé que te gusta mucho.
–Sí.
¿Sabes por qué la tarta tiene ese nombre? –parece que eso la animó.
–No,
y estoy deseando saberlo –la guiñó el ojo.
–Es
única en el mundo porque está elaborada con la lima de los Cayos de la Florida.
–¿Me
enseñarás la receta? –preguntó todo entusiasmado.
–Claro,
en algún sitio la tengo anotada –nunca se lo dijo, pero él la encontró…
Las
siguientes semanas en el hospital fueron una montaña rusa a base de pruebas
invasivas y dolorosas que Tracy soportó a regañadientes, aunque con absoluta
dignidad. Quizá lo más duro de aceptar fue tener que afeitarse la cabeza, para
que introdujeran, por uno de los laterales, la cámara y mirarle por dentro del
cráneo aún a riesgo de tocar alguna terminación delicada y dejarla tonta.
Enganchada a montones de cables y un par de monitores cuyas constantes vitales
cambiaban continuamente, la subieron a planta hasta tener los resultados. Bajo
los efectos de la anestesia soñó que hacía realidad el deseo de alistarse en el
Ejército de los Estados Unidos de América y combatir en la Segunda Guerra
Mundial, se vio en la Base Militar de Pearl Harbor cuando la Armada del Imperio
Japonés les atacó, pero ella estaba ahí, era la heroína que salvaría a la
patria, curaría a los heridos y recibiría todas las medallas conmemorativas en
su nombre y en el de los caídos. Sin embargo, retrocedió aún más en el tiempo,
a la edad de 6 años, en 1912, cuando supieron que un barco grandísimo, llamado Titanic,
con miles de pasajeros a bordo, se hundió en el norte del océano atlántico,
falleciendo alrededor de 1496 personas, entonces sufrió episodios de pánico
negándose a navegar con la familia y pasar alguna de aquellas divertidas
jornadas en los Everglades. Ernesto Acosta no dejó de observarla ni un solo
momento.
–Señora
Garber, ya tenemos los resultados y, tal como nos pidió no nos andaremos con
rodeos, hemos encontrado un Glioma.
–¿Un
qué? –interrumpió.
–Un
tumor en el cerebro bastante agresivo –el morenito se echó a llorar,
pero Tracy mantuvo mucha frialdad, aunque estaba muy asustada.
–¿Hay
tratamiento?
–Si
claro, cirugía, se extirpa y ya está. A veces no es posible hacerlo en su
totalidad, pero normalmente suele tener éxito salvo que el paciente presente
complicaciones adversas. Después alguien de mi equipo vendrá a proporcionarles
toda la información al respecto –dijo el neurocirujano casi a punto de irse.
–Y,
suponiendo que la operación vaya bien, ¿cuánto tiempo de más viviré? –cerró
tanto los puños que se clavó las uñas.
–Esto
no es una ciencia exacta –divagaba, se sentía acorralado por esa mujer de
fortaleza hermética y admirable.
–¿Cuánto?
–ella insistió.
–En
el mejor de los casos, superados los cinco primeros años, por las estadísticas
que manejamos, más de cinco, diez tal vez…
–¿Y
en el peor? Responda sin miedo, yo no lo tengo, puedo enfrentarme a esto
perfectamente –mintió, daría la vida por un abrazo, Ernesto se giró y caminó
hacia ella.
–Depende
de varios factores. Bueno, no sé, meses –de los estudiantes que le acompañaban,
una joven promesa de la medicina no aguantó y salió corriendo de la habitación
a pesar de que dicha reacción le costaría, además de una bronca monumental, el
único suspenso hasta el momento de toda la carrera.
–Conteste,
por favor –empezaba a angustiarse.
–El
suyo es de grado 4.
–Hábleme
para que le entienda –cogió la mano temblorosa del muchacho para
tranquilizarle.
–Muy
avanzado –dijo, muy serio.
–Entonces,
poco, ¿verdad? –intentó esbozar una sonrisa que se resistió a salir.
–Me
temo que sí, pero el pronóstico puede cambiar cuando abramos.
–¿Qué
posibilidades hay de rozar alguna zona delicada y quedar hecha un vegetal? –en
realidad esa era su máxima preocupación, convertirse en un estorbo.
–Es
difícil de prever, sin embargo, nosotros somos pioneros en este campo.
–¿Y
si no me opero? –todos la miraron sorprendidísimos.
–¡De
eso nada! –saltó el morenito limpiándose la nariz–. Harás lo que ellos
digan, para eso son los entendidos.
–Sea
sincero –ninguneo al muchacho.
–Puede
que un poco más.
–¿Hasta
primeros de año?
–Supongo,
lo que ya no garantizo es en qué condiciones.
–Bien,
llegaré bien, lo prometo, y quizá, quién sabe… –Se quedaron solos, el silencio
era una punta de navaja afilada volando por encima de ellos.
–Es
una locura –estalló el chico.
–Ve
a dormir, necesitas descansar, darte una ducha y cambiarte de ropa, ¿o quieres
que nos echen por indigentes? –le acarició la mano–. Todo irá bien, no temas,
confía en mí.
Ernesto
Acosta, el morenito, encendió todas las luces de la casa y puso leche a
calentar, cogió un panecillo, lo abrió y le untó mantequilla y azúcar, como
hacían las madres y abuelas en Puerto Escondido. Se desplomó en el sillón,
cerró los ojos y se cubrió la cara con las manos. El motor de las barcas
pescadoras cruzando la Bahía de Chokoloskee le sobresaltaron aquella madrugada
enmarcada en incertidumbre. Sin haber dormido apenas buscó la bolsa estanca y
comprobó que todo lo importante siguiera guardado ahí, del cajón de la mesita
de noche sacó, envueltos en un pañuelo con la bandera de Cuba, algunos dólares
ahorrados y, aunque nunca supo muy bien el porqué de tal reacción, metió
también el folleto de la oficina de correos: “Koa y Amy Dayton,
Charla-Coloquio, 20 de diciembre de 1982. 5:00 p.m.”. Cuando entró en la
habitación oliendo a colonia y repeinado, Tracy esperaba sentada en el borde de
la cama, vestida y con gesto de pocos amigos.
–Vámonos
–dijo levantándose con vigor.
–Pero,
¿qué ha pasado? ¡Cómo te vas a ir así, aún tienes tapada la herida! ¡Anda,
vuelve a ponerte el pijama, por favor!
–¡Que
nos vamos he dicho! –se oyó fuerte, alto y claro, incluso en el pasillo.
–Aquí
tiene el alta, voluntaria –matizó la enfermera vocalizando con gesto amargado.
–Estoy
en mi derecho –puntualizó ella.
–Vale,
pero después, si hay complicaciones, no venga echándole la culpa a los médicos,
ustedes siempre hacen igual.
–¿Me
puedes explicar de qué va esto? –el morenito estaba desconcertado.
–Nada,
que me opongo a ser presa de laboratorio.
Despertar
cada mañana y seguir juntos se convirtió en un privilegio que apuraban al
máximo. Veinticuatro horas nuevas, únicas, irrepetibles, un tiempo cómplice que
llegó a ser su mejor aliado. A pesar de no haberse dicho nunca cuánto se
admiraban, ni expresar con palabras el afecto que se tenían, simplemente con
mirarse y convivir era más que suficiente, todo un intenso aprendizaje de vida.
Muy atrás quedó la enfermedad, el atontamiento producido por la medicación, las
entradas nocturnas del personal sanitario en la habitación a deshoras de la
noche, interrumpiendo lo mejor del sueño, el desagradable olor a cloroformo,
los paseos sin rumbo por la galería de las malas noticias, el ruido de
camillas, algunas trasladando cadáveres cubiertos con sábanas. En definitiva,
era consciente de la tregua extra que su naturaleza tuvo a bien regalarle.
Arrancaba diciembre y tenían muchos proyectos para poner en práctica, el
morenito se desenvolvía estupendamente ayudando a los pescadores en el
muelle a posicionar las barcas en las rampas y corrían de su cuenta las tareas
más duras de la casa, Tracy, poco a poco, iba empeorando sin mostrar la más
mínima preocupación. Una mañana, mientras que Ernesto limpiaba los utensilios
de pesca, cogió las llaves de la camioneta y sin decir a dónde iba,
desapareció, el muchacho corrió detrás de ella, pero no consiguió alcanzarla.
Horas después regresó pálida y demacrada, con una bolsa que guardó en su
dormitorio bajo llave.
–Estaba
preocupado, ¿dónde has estado? –preguntó temiéndose una mala contestación.
–Sacando
el pasaje a mi libertad –respondió rápidamente.
–¿Cómo?
–no entendía nada.
–A
los huevos revueltos hay que ponerles más sal –evitó dar cualquier tipo de
explicación al planteamiento anterior. Cuando Ernesto se dio cuenta de que ella
apenas había probado la cena, él terminaba de rebañar el plato–. ¿Al poco de
morir Andrew recuerdas el lugar secreto que te enseñé de pesca?
–Si,
cerca de Alligator Bay, ¿verdad?
–Y
Lostmans River. Quiero que vayas, esta vez solo, ya va siendo hora de
que tomemos un poco de distancia y tengamos cada uno nuestro espacio –se
esforzó para no resultar grosera.
–¿Quieres
librarte de mí? –lo dijo con sarcasmo y muy molesto.
–Prepáralo
todo.
–¿Y
cuándo se supone que he de hacerlo?
–Mañana
mismo.
–No
me siento capacitado, además tengo que organizar algunas cosas aquí.
–No
se hable más. Ocúpate de tener lista tu ropa y que suene el despertador, la
mejor hora es entre las 2:00 y las 4:00 a.m.
–¿Por
qué no vienes conmigo? –suplicó
–Pues,
porque ya eres mayorcito y conoces muy bien los manglares, aprendiste rápido y
vas a disfrutar mucho –en la actualidad, utilizando el GPS, adentrarse en ese
territorio es mucho más fácil, pero en 1982 la ruta la aprendías de memoria. A
las 3:50 a.m., Ernesto Acosta, el morenito, con el tanque del depósito
lleno, comida suficiente y bastantes botellas de agua, emprendió la larga
travesía de 111 millas hasta Ingraham Lake, ubicado más al sur de la
Florida, dentro del límite del Parque Nacional de los Everglades, donde, sin
saberlo, estarían pescando algunas personas que le conocían de ir con los
Garber y, por tanto, de necesitarlo, le situarían ahí. Navegando por el Golfo
de México sintió una paz infinita, esa primera noche la pasó frente a las
playas de Cape Sable, un lugar bellísimo en la parte más meridional.
Saldría temprano para el lugar de destino.
Como
a la mayoría de los mortales, a Tracy le horrorizaba perder el control del
cuerpo y convertirse en una carga inerte, razón por la que tomó la decisión más
difícil de toda su existencia, aunque para llevarla a cabo, era imprescindible
alejar al muchacho del escenario donde se desencadenaría el final, además de
proporcionarle una coartada firme, tal y como había planeado. Pasó la jornada
contemplando la Bahía de Chokoloskee, recuperando viejos recuerdos, dejando que
transcurriesen las horas, relajando el pensamiento y el espíritu, oyendo el
piar de algunos pájaros y el vaivén del viento. Empezaba a ocultarse el sol en
el horizonte, el cáncer que padecía rozaba el estadio de poder empeorar de
repente, había llegado el momento. Recogió la taza y la cuchara del fregadero,
encendió la televisión, un documental de Mississippi saltó en la pantalla;
redactó una nota escueta dirigida a Ernesto y otra, por si la cosa se
complicaba, al Sheriff del condado de Collier explicando por qué ponía
fin a su vida. En el dormitorio, esparció sobre la cama, las cajas de
barbitúricos guardadas bajo llave, pastilla a pastilla las fue tragando con
pequeños sorbos de agua, hasta que la mirada turbia apagó todas las luces.
Mientras tanto, el morenito, ajeno a todo, desde lo alto de la plataforma,
junto a otros pescadores, lanzaba la caña en busca de la presa de la temporada.
Entonces, un escalofrío recorrió su espalda, pensó en Tracy, cuánta razón tenía
al decir que iba a disfrutar esa aventura como ninguna otra, sin embargo, jamás
podría haber imaginado, que quien ejerció de madre con él en los últimos seis
años, se había suicidado la noche anterior. Cuarenta y dos años después de
aquello, Ernesto Acosta, todavía siente un profundo dolor.
Contar la preparación al suicidio, y contarlo con tanta delicadeza, solo lo hacen las grandes narradoras
ResponderEliminarCuando he llegado al punto final, me han entrado ganas de abrazar a Tracy.
ResponderEliminarHace mucho que te sigo y empleas mucha sensibilidad describiendo situaciones que, al común de los mortales, nos producen nudos en la garganta. Gracias por hacérmelo más llevadero.
ResponderEliminarHe necesitado tiempo para poder comentar.
ResponderEliminarAunque la sutileza empleada para describir un tema tan duro lo hace más liviano, el ambiente que vas creando me hace participe del relato y duele el fin de una buena persona en soledad.
Me quedo sin palabras ante este final. Qué valentía la de Tracy al decidir sobre su final y cómo afrontarlo.
ResponderEliminarDe nuevo, darte las gracias por este nuevo hito en el camino de esta historia.
Que sensibilidad empleaste en la narración del suicidio de Tracy, pobrecilla cuanta entereza ha empleado, Tracy.
ResponderEliminarBuen relato eres buena, muy buena