22.
La plantilla del Reports Alabama
Times celebraron el éxito del reportaje sobre la violencia vicaria en una
cantina de la ciudad de Kimberly, adonde iban a tomar copas finalizada la jornada.
Antes de eso, Rachell W. Rampell pasó por casa de sus abuelos, querían
felicitarla y saber de primera mano cuánto de verdad había en aquella tremenda
historia, y cuánto de la magnífica escritora que llevaba dentro. Por eso pensó ir
con Helen Wyner para que la conocieran. ‘Cariño –dijo la mujer– ¡estamos
muy orgullosos de ti! Escribes con el corazón y llegarás muy lejos. ¡Ya te veo ganadora
del Premio Pulitzer en periodismo!’. ‘¡Quieres dejar que entren de una
vez! –gritó él desde el porche–. Siempre tienes que ser la primera, coño’.
‘No le hagáis caso, queridas, es un viejo cascarrabias que llama la atención
en cuanto me descuido, pero está loquito por mis huesos’. ‘¡Ay, abuela!,
no hay quien pueda con vosotros, ¡eh!’. Una jarra de limonada, cuatro vasos
alrededor y un plato con pastas de mantequilla y nuez esperaban sobre la
pequeña mesa de madera rústica. El hombre, sentado en la mecedora, sostenía en las
piernas un álbum de fotos abierto por la mitad. ‘Mira –dijo a la
invitada especial–, esta es de cuando se cayó del caballo. Y esta otra peleándose
con sus primos en el lago empeñada en pilotar la barca –pasaba las hojas de
cartón plastificado con absoluta devoción, como si viajar por los recuerdos trajeran
el bienestar de una época mejor–. Aquí fue en la Feria del Ganado y Rodeo de
Fort Worth, en Texas. Íbamos todos los años, lo pasábamos en grande. ¿Recuerdas
la rabieta que cogiste porque querías montar un pura sangre y al no dejarte juraste
no dirigirnos la palabra nunca más?’. ‘¡Joder, abuelo!, esas cosas no se
cuentan ni se enseñan’. ‘¡Pero si estás la mar de graciosa!’. ‘¡Qué
bobo eres! –intervino la esposa–. ¡Como le sigáis la corriente estamos
perdidas, es un peliculero. ¿Os sirvo? –señalando al refresco–. Mi
esposo estuvo toda la tarde de ayer eligiendo los limones, creí no tenerlo
listo para ahora –rieron–. Está recién hecha’. ‘No lo llene, por
favor. Así es suficiente, muchas gracias’. ‘No las merece, hija’. Helen
Wyner hablaba de su sobrina con ternura narrando la emoción que sintieron la
primera vez que Beth la trajo del hospital, y cómo, día a día, asistiendo al maravilloso
espectáculo de verla crecer, llenó sus vidas de indescriptible ilusión. Su
memoria recuperaba episodios sueltos como aquella herida que se hizo en la
rodilla y que agotada de tanto llanto aseguraba, con media lengua, que por ahí saldrían
gusanos. Los tres la miraron conmovidos, mantuvo unos segundos de silencio y… ‘Una
mañana –continuó–, leyendo juntas su cuento favorito de la ardilla que
emigró a las montañas porque huía de la camada de lobos que invadieron el
pueblo, de repente dijo que mamá y papá no se acariciaban. Aparté un poco del
pelo que cubría su frente e idiota de mí no le di importancia’. ‘No te
tortures, pequeña –intervino el hombre–, las personas no siempre percibimos
las alarmas que manifiestan los otros’. Rachell W. Rampell dio por concluida
la visita con la promesa de regresar pronto. ‘Esperad un momento –dijo
la abuela–, tengo algo para vosotras’. Y volvió con dos tarros de
mermelada de arándanos que ella misma envasaba. Ya en carretera, cada una por
separado, dirigiéndose a sus respectivos destinos, guardaron en el corazón la
velada con los ancianos, dos seres humanos convencidos de que la gente puede
alcanzar espacios de felicidad con cosas sencillas.
‘¿Cree
que por ser del FBI puede arrestar a la gente sin ton ni son? –dijo Betty
Scott entrando cuan huracán en la sala de interrogatorios–. Sepa que voy a
denunciarle’. ‘Señora, no está detenida –dijo Anthony Cohen
acomodándose en la silla frente a ella– y espero que su comportamiento no me
obligue a hacerlo. ¿Entendido? Tome asiento, voy a mostrarle una película muy
interesante’. Desbloqueó el iPad y cliqueó sobre el archivo con un
golpecito de dedo. ‘Me acojo a la Quinta Enmienda’. ‘No diga tonterías.
Insisto, no la vamos a meter en el calabozo a no ser que nos dé motivos para
hacerlo’. ‘Pues ya puede apagar ese cacharro –señaló amenazante al
dispositivo– porque sin la presencia de un abogado no pienso ver absolutamente
nada’. ‘¡Cállese de una vez, cojones! –exclamó de muy mal humor–
y no me haga perder tiempo’. La imagen de su esposo y ella, a cámara lenta,
esperando dentro del automóvil la llegada de su hijo quitándose la túnica
blanca del Klan y diciendo “mirad que bien arden las cruces, lástima que no lo
hagan también ellos”, la violentó todavía mucho más puesto que delataba su
presencia el día del atentado en los alrededores de la casa de Coretta Sanders.
‘¿De qué se me acusa? Sabe perfectamente que no hemos participado en ninguna
acción’. ‘Está muy bien informada, ¡eh! ¿Pero qué me dice de la parte
moral? ¿Y su conciencia? ¿Puede dormir por las noches? ¿Qué siente teniendo delante
a la compañera que acaba de enterrar al marido que no pudo superar la paliza
salvaje que le propinaron?’. ‘No sé de qué me habla’. ‘Claro que
sí’. ‘Quiero un vaso de agua’. ‘Cuando terminemos podrá beber’.
‘Es usted un dictador’. ‘¿Su chaval sigue en Irlanda?’. ‘No,
nunca ha ido. Está con unos amigos recorriendo Alabama’. ‘¿Para qué fue
al aeropuerto?’. ‘A despedir a un familiar’. ‘¿Pensaba entregarle
la importante cantidad de dinero retirada de su cuenta o quizá realizar usted
un largo viaje?’. ‘A ver la orden judicial, no me pueden investigar sin la autorización del juez’.
‘Aquí la tiene –sacó una hoja de la carpeta–. Entonces, ¿qué va a hacer
con la plata?’. ‘Eso a usted no le importa’. ‘Tiene razón, pero
al tribunal sí, y es mejor que antes nos lo cuente a nosotros’. ‘Una
obra de caridad’. ‘¡Hostia! ¡Pues sí que se ha levantado generosa!
Volviendo a lo de antes, ¿reconoce que son ustedes los que están contemplando el
destrozo que sufrió el jardín de los Sanders?’. ‘No diré nada sin la
presencia de un abogado’. ‘¿Era su chico el cabecilla del grupo?’. ‘No
contestaré’. ‘Señora Scott, cuando se cruza con Coretta ¿no se le
revuelven las tripas y necesita pedirla perdón en nombre de los suyos?’.
Anthony Cohen había encontrado la clave para provocarla, los ojos de la mujer,
echando fuego, lo corroboraban. Desvió la vista hacia el espejo espía, donde
estaban los agentes del otro lado, y asintió con la cabeza, esa era la señal para
que grabaran la conversación y poderla usar, quizá, como prueba, dado el caso. ‘Oiga,
¿pero usted con quien está? –soltó ella–. Esa gente es negra y no merece
ocupar nuestras tierras ni tener los mismos privilegios y oportunidades que
nosotros, comerse los cultivos y la carne de nuestras reses y dormir a pierna
suelta con la tranquilidad de haber construido un futuro para sus descendientes
a nuestra costa. Necesitan este tipo de escarmientos para bajarles los humos de
la igualdad, son esclavos, inferiores, animales de carga, piezas de establo a
destruir cuando ya no sirven. ¡Dios bendiga a América!’. Salió afuera
descompuesto, como también lo estaban los compañeros que lo habían escuchado. ‘Llamemos
a la oficina del fiscal del distrito –dijo una policía de color–. Tiene
que haber alguna manera de vincular a esta mujer con los actos vandálicos y el
racismo que la motiva. No debería quedar impune’. ‘No podemos –respondió
el superior de la central que entraba en ese momento–. Esto no pasa de ser
una opinión en el contexto de un interrogatorio policial. Nada más. Decidle
alguien que se marche, no podemos retenerla porque sí. Ven conmigo, Anthony’.
Entraron a uno de los despachos que estaba vacío. ‘Mira, no es justo y esta
es la parte que más me apetece dejar atrás de nuestro trabajo’. ‘¿Estás
decidido a entrenar a la nueva hornada de agentes?’. ‘Pues claro,
muchacho. La Base del Cuerpo de Marines de Quantico me espera con los brazos
abiertos, pero antes de ir a Virginia pienso disfrutar mis vacaciones
interrumpidas y acudir a la cita pendiente en el Parque Estatal Lake Lurleen
para pescar pargo rojo’. ‘¿Dónde queda?’. ‘En el condado de
Tuscoloosa, así que no se te ocurra llamarme. ¿De acuerdo?’. ‘Te echaré
de menos’. ‘No te creo’. ‘Sabes que sí’. ‘Cuídate, amigo’.
Antes de desaparecer de allí para siempre, abrazó a los compañeros y
compañeras, echó un último vistazo a las dependencias e inició una nueva etapa
que desembocaría en una temprana jubilación.
Antes
que regresar a su casa en el coche patrulla, Betty Scott prefirió viajar desde
Birmingham hasta Foley en autobús, trayecto que haría dormida para no cruzar la
mirada con ningún viajero y bajarse en la parada anterior a su domicilio. Era de
noche y ya no quedaba nadie por el vecindario, aceleró el paso y, enseguida llegó
a su terreno. Una vez dentro, respiró hondo, dejó los zapatos sobre la alfombra
y descalza recorrió las habitaciones comprobando que las persianas estuviesen
bajadas y las cortinas corridas. Subió a la planta de arriba, movió unas cajas
del armario y sacó de su escondite un celular con tarjeta de prepago imposible
de rastrear. Marcó el número que tenía memorizado y, tras el quinto tono, la
voz de su hijo contestó al otro lado del continente. ‘¿Seguiste mis instrucciones?’.
‘No pude, cariño. La policía me siguió hasta el aeropuerto y fue imposible
darle el dinero a tu amigo’. ‘¿Sabes? Eres una vieja inútil y estúpida
que para una cosa facilísima que te pido eres incapaz de hacerla’. ‘No
ha sido mía la culpa, ya te lo he dicho’. ‘Ya te lo he dicho, ya te lo
he dicho –imitó el lloriqueo en las palabras de la madre–. ¡Que se ponga
papá! ¡Vamos!’. ‘Tampoco puede ser’. ‘¿Por qué?’. ‘Esta
arrestado en el cuartel’. ‘¿Y sabes los motivos?’. ‘No me los han
dicho’. ‘¿Lo has preguntado?’. ‘No, estoy muy aturdida con todo
lo que ha pasado’. ‘Pues estamos apañados, otro que tal baila. ¡Vaya par
de torpes que me han tocado’. ‘No hables así, eres lo más importante que
tenemos. Todo lo hemos hecho por ti, incluso aquello que no aprobábamos’. ‘¡Cállate!
Y no vuelvas a llamar hasta que no te lo diga. ¿Entendido?’. ‘Sí. ¿Por
qué no vuelves? Las pruebas que tienen contra ti son tan flojas que no podrían
extraditarte en el caso de que lo intentasen’. ‘Definitivamente, eres
tonta de remate’. Cortó la comunicación y asumió que nunca más vería la
plata que por herencia le correspondería ya que hacérsela llegar era destapar
su paradero. Tal y como él ordenó, ella rompió el móvil y destruyó la tarje SIM
en la chimenea. Buscó la botella de Brandy que guardaban para las grandes
ocasiones, tomó un buen trago, cenó algo ligero y se metió en la cama porque al
día siguiente tendría una jornada intensa de trabajo, acababa el curso escolar
y daban un almuerzo especial a los alumnos y alumnas con sus maestros y
maestras. Mientras dormía exenta de remordimientos y convencida de haber hecho
siempre lo correcto, en la celda donde estaba su esposo en condiciones bastante
insalubres, el preso que compartía espacio con él, tendido en el otro camastro,
arañaba con la uña del dedo meñique la esquina de la pared.
Una
semana después de que la madre de Helen Wyner se fuera a Montana para recorrer
con el grupo de senderismo con el que salía habitualmente, el Parque Nacional
de los Glaciares, desapareció sin más del Many Glacier Hotel donde se
hospedaban siendo vista por última vez a la hora del desayuno. El día anterior,
según contaron quienes la acompañaban, estuvo hablando con un hombre en el Park
Café. El responsable de la excursión no lo denunció tras comprobar que ella
misma había pagado la cuenta de la estancia hasta ese momento, deduciendo, por
tanto, que la ausencia fue voluntaria. Quizá volvió a Alabama o puede que
hiciera por su cuenta la ruta hasta la frontera con Canadá. Esto tampoco supuso
para Helen ninguna alarma ya que la cobertura allí era tan mala que no hablaban
hacía tiempo. Sin embargo, todo saltó por los aires cuando días antes de la
fecha de llegada apareció del brazo de un tipo astuto con percha de dandi. ‘Hola,
mamá. ¿No volvías el fin de semana?’. ‘Hola, cariño. ¡Yo también me
alegro de verte –rio nerviosa–. Sí, bueno, pero nos hemos adelantado’.
‘¿Ha pasado algo?’. ‘En realidad algo maravilloso’. ‘Pues tú
dirás –dijo, vislumbrando el despertar de una tormenta–. ¿No nos
presentas?’. Unos minutos de silencio que para la mujer fueron angustiosos,
los rompió el timbre del teléfono. Era la doctora García avisando del
empeoramiento de Beth y citándolas en el despacho a la mayor brevedad posible para
decidir si la sedaban completamente liberándola así del sufrimiento. Se citaron
al día siguiente. ‘Hija –empezó así la explicación–, te presento a mi
marido, nos hemos casado en Las Vegas. Ha sido un flechazo a primera vista y me
gustaría que te alegrases por mí porque soy realmente feliz’. ‘Uf, no me
lo esperaba. Perdóneme –se dirigió al tipo que contemplaba la escena algo
distante–, no es nada personal, pero comprenderá que me ha cogido por
sorpresa y, la verdad, no sé qué decir’. ‘Pues que te alegras –interrumpió
la mujer–. Oye, vimos por televisión el éxito del reportaje. Estoy orgullosa
de ti y tu hermana si pudiera también lo estaría’. Aún sin reaccionar, dejó
a los recién casados que se instalasen, ya habría oportunidad de hablar las dos
a solas.
Desde
el pueblo de Elberta donde Helen Wyner despertaba inquieta tras el notición de
su madre, a la que trataría de no juzgar y sí comprender, hasta la ciudad de Bay
Minette, sede del condado de Baldwin, pasando por Foley con Coretta Sanders empezando
sus oraciones, Zinerva Falzone redactando el menú despedida de curso para aprobarlo
en la Sala de Juntas, Betty Scott recogiéndose el pelo en un moño bajo y Paul
Cox saliendo hacia la escuela pese a ser todavía las 5:00 a.m., el turbio azul del
cielo presagiaba alguna catástrofe al despedir extraños capos de niebla que flotaban
en el aire tan sólo unos segundos, evaporándose inmediatamente después. A mucha
distancia de allí, en Ecorse, Michigan, un joven de veintidós años se levantó
de la cama con una idea estructurada en la cabeza. Cogió su rifle de asalto, pistola
automática, municiones, pasamontañas, chaleco multibolsillos, tienda de campaña,
alimentos en conserva para varios días, café, galletas, cerillas… Lo cargó todo
en la parte trasera de la camioneta e inició una ruta de más de 800 millas hasta
la capital de Alabama. Montgomery se vestía de fiesta para recibir el evento
del Partido Demócrata que tendría lugar en un rancho de las afueras. Taraji
Evans, aclamada mayoritariamente por mujeres progresistas, intervendría con un
discurso esperanzador, lleno de guiños hacia el diferente. Fiel a sus
principios rechazó también el coche oficial por el suyo propio para ir junto a
sus colaboradores más cercanos. Lo tenían todo cronometrado al milímetro, nada quedaba
a la improvisación, excepto…
Después de tanta turbulencia es un verdadero placer leerte, aunque entiendo que se acerca el final. Un beso, nena.
ResponderEliminarQué bueno el párrafo entre Anthony y Betty. Eres grande y brava, compañera
ResponderEliminarUn gusto no tener que esperar dos semanas para leer su historia.
ResponderEliminarQue bien descritos los comportamientos humanos de cualquier sesgo, aunque creo que la mascletá está por llegar, miedo me dan los puntos suspensivos y el joven super armado.
ResponderEliminarSiempre agradecida a tu buena escritura.
No tengo palabras para expresar lo que me haces sentir. Gracias por tu generosidad , gran escritora. Besos.
ResponderEliminar..."dos seres humanos convencidos de que la gente puede alcanzar espacios de felicidad con cosas sencillas"... Estás en todo, amiga. Gracias, muchas gracias. Hasta el domingo. Besos.
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