9.
Aquel 24 de diciembre de 1982 bajo
el paraguas de una soledad entonces no elegida, con la muerte de Tracy tan
reciente y un silencio fantasmal en toda la casa, sobre la repisa que Andrew y
él atornillaron a la pared, Ernesto Acosta, el morenito, colgó solo su
calcetín para Santa Claus en el que metió una navaja de pescador para cortar
cebos y sedal. Antes del amanecer, del día siguiente, cuando la fauna más
salvaje aún no estaba de retirada a sus hábitat, arrancó la camioneta, se
dirigió al muelle y, marcha atrás, la posicionó en la rampa donde muy despacio
deslizó la barca hasta que el agua la cubrió dos o tres pulgadas. Entonces,
aflojó el winche y la cadena de seguridad para liberarla del remolque.
Una vez a flote, aunque siempre se aprendía la ruta de memoria, la consultó
trazada sobre el mapa; navegando hacia el lado occidental de The Trail
fue en busca de algunos ejemplares de sábalo y róbalo, suponiendo que habrían
salido de sus escondites en los manglares hacia espacios de mayor visibilidad.
Todos los lugares adonde los mellizos Garber le llevaron eran espectaculares
porque en mitad de la nada, rodeado de naturaleza silvestre y especies en
peligro de extinción, sintiéndose insignificante y prescindible, respetar la
libertad, los ecosistemas, el lago, la tierra y el medioambiente aportaba una
sensación de libertad absoluta que ningún otro rincón del mundo le ofrecía.
Paró el motor y lanzó el señuelo, ahora, solo cabía esperar.
–Muchacho,
cuidado con lo que tienes ahí a estribor, puedes encallar –de repente surgió la
voz de un hombre al que reconoció e iba en canoa seguido de dos más.
–Menudo
susto –dijo, era un compañero de trabajo.
–Si
te viera el viejo Andrew así de desenvuelto estaría bien orgulloso de ti –intervino
el más joven de la expedición cuya cara no le sonaba.
–Quizá
no, soy algo torpe –manifestó reflexivo.
–Tienes
que probar con embarcaciones más pequeñas, así podrás introducirte mucho mejor
en el interior, fíjate en las nuestras.
–Me
siento más seguro en esta, contemplando el paisaje sin prisa –respondió sin
mirarlos, estaba pendiente de la red para lanzarla más adelante.
–De
acuerdo, chico. Buena pesca.
–También
para vosotros.
–Mañana
nos vemos en la tienda –se despidió el primero.
–Déjanos
algún pez a los demás –bromeó el último a la vez que agitaba la mano diciéndole
adiós. El morenito sonrió y devolvió el saludo. La jornada transcurrió
demasiado tranquila en comparación a otras vividas con Andrew y Tracy, pero en
cuanto a pescar, no tuvo suerte ya que ninguno picó la oferta de carnada.
Meses
después de asistir a la charla-coloquio de Koa y Amy Dayton, volvió a
encontrarse con ellos por casualidad, esa vez, en Naples, adonde fue a hacer
algunas gestiones, por ejemplo: renovar la licencia de pesca. La ciudad estaba
realmente bonita e invitaba a disfrutarla, con gran afluencia de turistas
visitando la playa de Lowdermilk Beach, los restaurantes desde donde se
contempla el espectacular atardecer y avistamiento de delfines cuando el sol
comienza a esconderse o ir de compras a las famosas cadenas estadounidenses.
Así que, bajo un calor sofocante, a eso de las 12:00 p.m. buscó refugio de aire
acondicionado en Fast Burgers donde pidió un cuarto de libra de carne
con mucha mostaza, cebolla, salsa de tomate, pepinillos crujientes y bebida de
cola. El local mantenía una decoración bastante anticuada, pero acogedora, y el
viejo mobiliario guardaba los secreto de todas las personas que pasaron por
allí. Bien ubicado y con buena iluminación, ofrecía amplios espacios para la
privacidad y lo suficientemente cerca como para visitar a pie lo más destacado
de la zona, contrastes que chocan mucho con la austeridad de Chokoloskee y sus
habitantes, tan recelosos con los forasteros. Una pareja joven, ajenos a cuanto
pasaba a su alrededor, se regalaban caricias y muestras de ternura sin
disimulo, cuidando los detalles, midiendo los susurros y quizá, por qué no
decirlo, preparando el terreno que a posteriori desbordaría la pasión en
intimidad. Ernesto, haciendo equilibrios con la bandeja que llevaba con una
sola mano, caminó deprisa por delante de ellos para pasar inadvertido, pero
enseguida le reconocieron y a punto estuvo de derramar el vaso.
–Hola
–saludó Amy, haciéndole retroceder.
–¿Qué
tal? –preguntó Koa.
–Bien,
gracias –respondió cortésmente.
–¿Quieres
sentarte con nosotros? –le ofrecieron.
–No
quiero molestar –dijo con timidez.
–Ninguna
molestia, así hablamos contigo –expresaron ambos.
–Espera,
no me lo digas, te llamas Ernesto Acosta, ¿verdad? –continuó ella.
–Sí.
–Y
eres de Puerto Escondido, Cuba, ¿no?
–Exacto.
–Pero
tu nacionalidad es ya americana, ¿cierto?
–Caray,
vaya memoria –le habían impresionado.
–Nos
impactó mucho tu historia, además de haber sido atrevido contándolo cuando
nadie rompía el hielo.
–Bueno,
si se está susceptible no meditas ni mides los impulsos y yo ese día tenía
necesidad de desfogar todo cuanto llevaba dentro.
–Así
lo entendimos. ¿Y ahora cómo estás? –eligieron muy bien las palabras para no
meter la pata ya que el muchacho daba el perfil perfecto para el activismo.
–Quejarme
no sería justo, tengo techo, comida, salud y me gano la vida con lo que me
gusta hacer –dijo, sin añadir el vacío, la pena y la soledad de haber perdido a
los seres queridos.
–¿Mantienes
contacto con familiares o conocidos cubanos? –quiso saber Koa.
–Antes
de que Tracy enfermase, la mujer que junto a su hermano me salvó la vida,
sugirió hacerlo, aunque nunca me atreví por miedo a la expulsión.
–Pero
no tenían por qué, tus papeles estaban en regla y nadie podía deportarte –apuntó
Amy.
–Ya,
no obstante, el miedo es un elemento que siempre va por libre. Ellos
hipotecaron la casa para conseguirme la ciudadanía.
–Entonces,
¿por qué tanta preocupación? –insistió Koa.
–Cuando
vienes de Cuba el pánico lo traes incorporado en el ADN –desvió la mirada y
sintió que de repente se esfumaba el apetito y se veía de nuevo tendido en la
balsa, a la deriva, junto a un cadáver que hacía la travesía con él. ¡Jorge!
¡Argelina! ¡Papi! ¡Aquí, aquí! ¡Ayuda! ¡Aquí…! Por debajo de la manga de la
camiseta tocó suavemente el tatuaje de la luna llena con el nombre de Mirta en
el centro.
–¿Así
se llama tu novia? –preguntó Amy, siempre tan curiosa.
–No,
mi madre. Era una mujer muy hermosa y fuerte, pero el mar lo fue más y se la
llevó, tampoco pudo salvar a mi hermana pequeña –Koa se levantó a por más café.
–¡Qué
duro y doloroso tuvo que ser! –exclamó Amy.
–Sí,
ya lo creo, pero más aún, si cabe, seguir vivo y hacerlo sin ellos.
–Podríamos
ayudarte a contactar con gente de Puerto Escondido –comenzó ella–, el activismo
se extiende por todos los confines de la tierra, aunque en determinados sitios
parezca que no.
–De
hecho, por seguridad, algunos deben mantenerse al margen y ocultos –continuó el
esposo–, pero entre nosotros la mayoría nos conocemos y tenemos herramientas
para llegar a casi cualquier lugar.
–Lo
voy a pensar con calma. Mis abuelas y abuelos puede que hayan muerto y encajar
más defunciones emocionalmente no es fácil para mí, sin embargo, allá tengo
primos y tíos. Voy a pensarlo. En cualquier caso, hay una idea que me ronda la
cabeza y es echar un cable a aquellos compatriotas que, ciegos y desprotegidos deciden
cruzar el estrecho de Florida, para que una vez aquí, y con mi experiencia, las
cosas les sean un poco más fáciles, aunque no sé cómo hacerlo.
–Bueno,
ya sabes que estaríamos encantados de poderte orientar –sugirió Amy–. ¿Te
gustaría venir a Nueva York y conocer de cerca cómo trabajamos?
–¡Uy!,
ese lujo no puedo permitírmelo, además dejar la casa sola, la barca y… No, no,
ni hablar.
Así
nacieron los primeros cimientos imaginarios de Garber House, sobre
aquella conversación, con la complicidad de esa pareja que, apostando por el
morenito le dieron una segunda oportunidad de vida cuando más susceptible
estaba, en el momento propicio y, aunque la iniciativa no la pondría en marcha
hasta unos años después, a partir de entonces mantuvieron continuas reuniones
aprovechando cualquier acontecimiento que los llevara a Florida. Ernesto Acosta
siguió llevando a cabo sus rutinas diarias sin destacar en nada, trabajando
duro en la tienda para no recibir quejas del jefe o clientes, además de
mantener a punto el motor de la camioneta, la limpieza de la barca y el
depósito del generador lleno de gasolina por si cortaban la luz. Otra de las
cosas en las que ocupaba el tiempo era en conocer la situación real de los
compatriotas y cuanto acontecía en su patria, porque si algo aprendió de su
familia, y lo ha repetido o repetirá varias veces a lo largo de esta historia,
es que el lugar donde se nace queda ensamblado en el corazón. Sabía que en la
mayoría de las parroquias de Miami sus feligreses eran latinos, ganando en
número los cubanos, pero no quería fundamentar su lucha en el resentimiento de
exiliados políticos, su objetivo se basaba en algo mucho más sencillo: ser el
último eslabón del puente que necesitan los balseros para cruzar y pisar suelo
americano. Corría la década de los noventa y en Estados Unidos empezaba con la
proclamación de Douglas Wilder como primer gobernador negro por el estado de
Virginia, y concluía devolviendo el control del Canal de Panamá a dicho país. Una
tarde, recién llegado de trabajar en la tienda, habiendo tenido una jornada
complicada con muchos excursionistas, a punto de preparar la cena, sonó el
teléfono que descolgó al cuarto tono.
–¿Ernesto?
–preguntó con solemnidad.
–Sí
–respondió desganado.
–¿Qué
tal, brother? –expresó con cariño.
–Hola,
Koa –demostró rápidamente alegría.
–¿Tienes
algo que hacer el sábado por la tarde? –entonó con júbilo.
–No,
nada. ¿Por?
–Hemos
organizado manifestaciones por todo el país en contra de la guerra del Golfo,
nosotros encabezamos la de Naples, pero es casi seguro que haya disturbios, si
la cosa se pone fea necesitamos un sitio donde pasar desapercibidos.
–Sabéis
que éste es vuestro hogar, por aquí nunca viene nadie, soy un ermitaño
solitario al que miran con recelo. Además, quiero contaros y proponeros algo.
–¡Uy!,
qué bien suena eso, por fin vas a entrar en el nuevo milenio echándote novia.
–No,
que va, es otra cosa. Pero, ya os contaré, os espero, pues.
–Gracias,
amigo, me dejas intrigado. Te paso a Amy.
–¡Morenito!,
vamos a abusar de tu hospitalidad. Por cierto, ¿saldremos a navegar? –intervino
la mujer.
–Esta
vez nos quedaremos en tierra firme, ya os contaré.
–¿Pasa
algo? ¿Estás bien? –con tono de preocupación.
–Sí,
muy bien. ¿Cuándo llegáis?
–No
lo sabemos, mejor cogerte por sorpresa. ¿Quieres acompañarnos en la protesta?
–No,
prefiero no significarme, al menos, de momento…
–¡Vaya,
vaya!, que misterioso está nuestro pescador favorito –gritó Koa que se
encontraba algo más alejado.
–¿Por
fin vas a entrar a la acción?
–Vosotros
venid cuanto antes. Por cierto, tengo unas truchas fresquísimas guardadas en el
congelador, las asaremos.
–¡Uf!,
empieza a hacérseme la boca agua –dijeron ambos a la vez.
–Lo
del Golfo es cosa fea, ¿verdad?
–Digamos
que es un cúmulo de diversas circunstancias, pero el epicentro del conflicto es
el petróleo. En el Alto Manhattan, donde tenemos la oficina, hay mucho
movimiento, y por todo Nueva York, sin embargo, dichas movilizaciones son
difíciles de hacer en el Cinturón Bíblico.
–Eso
no lo entiendo.
–¿No
sabes lo que es?
–Nunca
lo había escuchado.
–El
Cinturón de la Biblia es una amplia extensión geográfica de Estados Unidos
caracterizada por ser ultraconservadora y con profundo arraigo
religioso-cristiano-evangélico. Son supremacistas y cualquier tipo de protesta
social que consideran ir contra la voluntad de Dios puede tener una bala como
respuesta.
–¿Comprende
también Florida?
–En
su totalidad, no. Por ejemplo, donde tú estás, en el condado de Collier, que es
la parte sudoeste, queda fuera.
–¿Y
Miami?
–Tampoco,
suele ser por el centro y en el norte.
–¿Orlando
y Jacksonville, sí?
–Correcto.
–Bueno,
tened sumo cuidado.
–Nos
vemos pronto, morenito –gritó Koa.
Aquel
encuentro con Koa y Amy Dayton dio muchos frutos. Los recogió en el Parque
Nacional de los Everglades, en una zona muy pantanosa y, por ende, poco
transitada, y si cabe, peligrosa. Llegaron en lancha y una vez pasaron a la
barca de Ernesto la otra se fue con las otras personas que llevaba a bordo
hacia destino desconocido. Ya en casa, con ropa seca y limpia, el estómago
alimentado, un licor para brindar por la amistad y por la vida, el timbre mezzosoprano
de Bette Midler de fondo, y la Bahía de Chokoloskee enfrente, como testigo,
visibilizó con palabras su proyecto.
–A
ver si lo he entendido –Amy le cortó–: ¿lo que quieres es navegar cerca de Cayo
Hueso, rescatar a balseros, traerlos aquí, darle alojamiento y los primeros
pasos para quedarse legalmente en el país?
–Bueno,
más o menos como os he recogido a vosotros, pero en mar abierto.
–Explícate
–pidió Koa, vuelto de espaldas en la ventana.
–Lo
más seguro para ellos sería hacer el trato desde Cuba, ponerse al habla con
grupos que se dedican a eso, pero existen muchas mafias y que saber diferenciarlas.
–Fácil
no va a ser, pero tampoco imposible. Se necesita logística organizativa de
alguien con experiencia –pensaba Amy en voz alta–, hay que andar con pies de
plomo, las relaciones entre ambas naciones son las que son y lo que menos
queremos es crear un conflicto internacional que complique tu propuesta. Deja
que nosotros hagamos algunas llamadas, sé de una persona que quizá esté
dispuesta a ayudarte.
–¿En
quién piensas, Amy? –Koa sospechaba la respuesta.
–En
mamá Regina, nadie como ella mueve los hilos de la inmigración
clandestina.
–Me
parece bien –se dirigió al muchacho–. Es una mujer de origen africano, vive en
Harlem, tiene un puesto ambulante de hot dog y su abanico de contactos
es inmenso, además se implica personalmente en casi todo.
–¿Os
parezco un inmaduro que camina sobre un campo minado de utopías e irrealidades?
–¡Qué
va! Eres un tipo con mucho arrojo, nobles sentimientos y gran capacidad de
superación. Eso te honra. Haremos cuanto esté en nuestra mano, no te vamos a
dejar solo, confía en nosotros.
–¿Por
qué la llamáis mamá Regina? –preguntó intrigado.
–Porque
comparte lo poco que tiene con los más vulnerables. Su apartamento es un
continuo ir y venir de gente y, a pesar de haber sufrido algunos robos, nunca
le cierra la puerta a ningún homeless que quiera guarecerse del frío y
la lluvia. –Poco tiempo después, en un recuadrito del periódico Nuevo Herald,
vio la fotografía de Koa y Amy Dayton, en blanco y negro, con una breve nota a
pie: “Detenidos por alborotadores públicos y desacato a la autoridad”. Pasarían
varios años hasta volverse a encontrar. Pero, le habían dejado un regalito…
Al
caer la tarde, como cada día desde que decidió escribir la historia de su vida,
cerró el cuaderno y lo guardó en el cajón de las cosas importantes, junto a los
lápices que pertenecieron a Andrew. La televisión, sin sonido, mostraba
tristeza y desolación en el campus de la Universidad de Howard, en Washington,
tras la derrota de Kamala Harris, a la presidencia de los Estados Unidos de
América, y su decisión de no comparecer ante sus seguidores que aguardaban
fieles. Ernesto Acosta, el morenito, se sirvió un trago de ron, mejor
dicho, tres; sacó la ropa de la secadora y seleccionó las camisetas que no
necesitaban plancha, bien por viejas, bien por rotas. Una lancha de motor rugía
a lo lejos, iría de retirada o huyendo. Escuchó algo extraño en el límite de la
casa, lo más cercano al muelle, salió a echar un vistazo y comprobó que no
había nadie. Entonces, tendido en la cama, cerró los ojos, y deseó un amanecer
muy diferente para los ciudadanos del mundo…
Queda claro que el activismo juega un papel fundamental en la vida de Ernesto lo cual choca con el carácter cerrado del sureño estadounidense, sin embargo, pones a funcionar esa cualidad tuya innata de hacernos reflexionar.
ResponderEliminar¿Cuántas Garber House se necesitan en el mundo? ¡Ay!, cuántos valores perdidos
ResponderEliminarCierro los ojos, paseo por los parques y visualizo a Mamá Regina con su carrito de venta ambulante de perritos calientes.
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