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domingo, 8 de diciembre de 2024

La otra Florida

7.

Aquellos años fueron para Ernesto Acosta, el morenito, un constante aprendizaje emocional, ya que, de 1976 a 1982, se ahogó su familia y murieron los hermanos Garber, cuyas pérdidas, tanto de unos, como de otros, le produjeron infinito dolor. Cuando regresó, después de haber pasado tres jornadas fuera de casa, a petición de Tracy, encontró un coche de la policía aparcado afuera y a dos agentes esperándole en la puerta. Le indicaron que entrase, habían dado todas las luces y las cosas estaban revueltas. No entendía nada, pero se temió lo peor: que hubiesen derogado La Ley de Ajuste Cubano y le deportasen, sin embargo, el golpe que iba a recibir a continuación era tremendo. Sobre la repisa que Andrew y él atornillaron a la pared y de la que colgaban en Navidad los calcetines para Santa Claus, había dos sobres: uno a su nombre, y el otro para la autoridad competente, ya abierto. Estaba muy nervioso, y más aún porque le resultaba extremadamente raro que su benefactora, a la que buscaba por todas partes, no estuviese por allí. Dos tipos corpulentos se posicionaron delante de los dormitorios impidiendo el paso a todos los que no estuviesen acreditados. De repente, Ernesto recordó que siempre llevaba consigo la bolsa estanca donde guardaba toda la documentación en regla: obtención de la ciudadanía americana, tarjeta de seguro social, pasaporte, permiso de conducir, licencia para pesca... En definitiva, acreditaciones de libertad. Preguntó si podía salir a la camioneta a por sus papeles o estaba detenido. Volvió y se sometió al interrogatorio, no sin antes querer saber.
          –¿Qué hacen aquí? –frunciendo el ceño.
          –Las preguntas las hacemos nosotros, así que responde con claridad, por favor. ¿Cuánto tiempo has estado fuera? –continuó diciendo el hombre que tenía la mano encima de su cartuchera de cowboy.
          –Mientras que Tracy no esté conmigo, no pienso responder –afirmó nervioso.
          –Muchacho, será mejor que te tranquilices –dijo uno de los agentes que conocía bastante bien a Andrew y estaba al corriente de la trágica historia del morenito.
          –Con hoy, cuatro días. Fui a pescar a Ingraham Lake. Aquí traigo dos hermosas piezas de lubina negra –las sacó de la cesta.
          –¿A qué hora saliste exactamente? –intervino el sheriff.
          –A las 3:50 a.m. –retorcía un pequeño trapo manchado de grasa.
          –¿Cuándo viste por última vez a la señora Garber? –preguntó el policía.
          –La noche de antes cenamos juntos. Bueno, ella apenas, había perdido el apetito.
          –¿La notaste extraña? ¿Quizá su comportamiento? No sé, como más sensible o mirada ausente –querían llevarle a su terreno para terminar cuanto antes.
          –¿Dónde está Tracy? ¿Qué le han hecho? –se abalanzó hacia el dormitorio.
          –Tranquilízate, mocoso, y contesta al sheriff con educación. ¿Comentó algo en especial que llamase tu atención? –continuó.
          –No –agobiado, se echó a llorar.
          –¿A qué hora te fuiste? –no le daban respiro.
          –No le atosigue, señor –medió el agente–. Confía en nosotros, no te va a pasar nada, sólo queremos que contestes unas cuantas preguntas. Tómate el tiempo que necesites.
          –A las 3:50 a.m., apenas hice ruido porque Tracy roncaba y se pone de muy mal humor si la despiertas. ¿Me pueden decir, de una vez por todas, lo que pasa?
          –Será mejor que te sientes y prestes atención –Ernesto palpó el asiento para no perder el equilibrio, en el uniforme del sheriff, de color gris, destacaba la placa de cinco puntas con el nombre del condado de Collier grabado en círculo–. Lee.
          “Querido Ernesto. No me guardes rencor, espero que puedas perdonarme y comprendas por qué lo he hecho, no creas que ha sido fácil, ni mucho menos, todo lo contrario, me habría gustado haber estado más tiempo contigo, envejecer sabiendo que las cosas te iban bien y la vida te sonreía, pero si esta nota está en tu poder, significará que he dejado de sufrir y, por ende, también tú sin ver el deterioro al me enfrentaría de seguir con los tratamientos para el cáncer. No estés triste, bueno, de acuerdo, un poquito, pero no demasiado, ¡eh! Sé fuerte, morenito, y no te dejes pisar por nadie ¿oíste?: por nadie. Los años que hemos vivido juntos han sido los mejores de mi vida, verte crecer, superar obstáculos, alcanzar objetivos, esforzarte por aprender el oficio junto a Andrew, adaptarte a otras costumbres, a otra cultura, a otro idioma, a nuestro mal talante, a las normas de dos almas solitarias como éramos y sin oír de tu boca una sola queja, un desaire, un reproche, una mala contestación, dice mucho de ti y de la educación recibida de tu familia. Gracias por cuidarnos, por hacer fácil lo difícil y por traer paz a este humilde hogar, que ahora es sólo tuyo, y constatar aquello que siempre intuí: eres una buena persona. Estoy convencida de que saldrás adelante, como ya hiciste sobreviviendo en aquella balsa donde te encontramos; y que hallarás tu lugar en el mundo –se le nublaba la vista y le costaba mucho trabajo seguir leyendo. Mezclaba una línea con otra, la mitad de un párrafo con el principio del siguiente, la congoja le ahogaba y sentía tanto vacío dentro que se vio obligado a parar un momento para tomar aire…–. Ernesto, nunca jamás retrocedas, ve con la cabeza muy alta, lucha por lo que quieres, a lo que aspiras, se honrado y que toda la suerte del mundo te acompañe. Para terminar, gracias por haber existido. Cuídate mucho, hijo mío, y si ves que tus fuerzas flaquean en algún momento, piensa en nosotros, respira hondo y sigue adelante. Un abrazo eterno”.
          –¡Esto no puede ser real! –dejó la hoja manuscrita en la mesa.
          –¡Cálmate, hombre! –aconsejó el agente.
          –Es una broma, ¿verdad? –se levantó deprisa y tiró la silla hacia atrás.
          –Procura no perder el control porque el primer culpable suele ser siempre aquel que está más cerca de la víctima –se rascó la calva.
          –¡Déjenme pasar! ¿Dónde está Tracy? –forcejeó con los agentes y preguntó como enloquecido.
          –Lo siento, chico. Hemos de hacer nuestro trabajo, el juez no tardará en venir a levantar el cadáver, hay que hacerle la autopsia.
          –No entiendo nada y me estoy poniendo muy nervioso. ¿Estoy detenido? –uno de policías, saltándose el protocolo, le dejó leer la segunda carta dirigida a la máxima autoridad del condado de Collier, en cuyo contenido daba cuenta de las motivaciones que le han empujado a tomar las riendas de la situación antes de que la enfermedad, ya bastante extendida, inutilizara la dignidad humana y su sentido común, por eso eligió el momento del suicidio y planeó mantenerle lo más lejos posible para no verse implicado.
          –Toma, bebe agua y respira hondo, esa mujer ha sido tremendamente generosa contigo aunque no sé si Jesucristo llegará a perdonarla –el morenito estaba pálido, le temblaba el cuerpo y deseaba que todo fuese una pesadilla.
          –Por aquí, señoría –la gafa de medialuna, casi en la punta de la nariz le daba un aspecto intelectual, de hombre cercano, comprensivo, sin embargo, pasó por delante del muchacho con desprecio, molesto por haberle arrancado en lo mejor del partido de béisbol que disputaba con otros colegas. En el dormitorio, Tracy estaba tendida en la cama, con la ropa de los domingos en misa, varios blíster vacíos de pastillas alrededor suyo y, por la postura ladeada en la que se había quedado y el vómito sobre la almohada, todo indicaba que quizá trató de incorporarse un poco, pero no pudo.
          –¿Cuánto diría que lleva muerta? –preguntó al forense.
          –No lo podría asegurar, pero más de cuarenta y ocho horas, seguro –respondió este.
          –¿Quién ha encontrado el cadáver? –miró al sheriff.
          –La patrulla que hace la ronda por la zona se extrañó de ver siempre las luces encendidas y la puerta semi abierta, entraron y, bueno, ya sabe.
          –No, no sé, dígamelo usted –dijo bastante enfadado.
          –A ver, la cosa está clara, la hallaron así –señaló hacia ella–, me llamaron por radio, vine, a pesar de tener que estar vigilando a unos asesinos muy peligrosos que tengo en el calabozo, y cuando vi el panorama, le llamé. Fin de la historia.
          –Buena noche, somos de la central de Naples –mostraron sus credenciales–, ahora la investigación la llevamos nosotros. ¿Qué han averiguado? Aquí hay demasiada gente, despejen un poco.
          –Yo me encargo –soltó el sheriff, molesto al ver que le restaban protagonismo–. Una cosa, inspectores, ¿ven a ase joven de ahí? –asintieron–, vivía con la señora Garber y su hermano también fallecido. ¿Permitimos que entre a verla? Esta desconcertado y tiene coartada, la mujer le organizó una salida en barca para tenerlo lejos y con gente que podrá corroborarlo, en este papel, escrito por ella, lo explica detalladamente.
          –No hay inconveniente, pero tendrá que responder a unas preguntas –dijeron, a la vez que leían el escrito de Tracy.
          –Pues yo he terminado, pueden llevarse el cuerpo –el juez, que además de aplicar el peso de la Ley contra aquellos que la infringen, ejecutaba también las sentencias basándose en la doctrina de la Biblia y no estaba seguro de si aquella relación que mantenía la difunta con el mulato fuera pecado a los ojos de Dios, así que, escandalizado, salió de allí echando sapos por la boca.
          –Vamos dentro, chico, pero no toques nada, ¿me oyes? ¡Nada! –dijo el agente. Ernesto Acosta, el morenito, se arrodilló y posó su mano sobre las de Tracy, notó el enfriamiento en ellas y ese color pálido de la piel sin vida. Frenó el impulso de colocarla mejor el cabello desparramado y el bajo arrugado del pantalón; corregir el brillo labial corrido en la comisura, guardar todas las cosas que habían sacado de los cajones y apagar las luces que tanto le molestaban, sin embargo, se quedó quieto, con la mirada perdida y el corazón hecho pedazos. El murmullo de fuera, cada vez más amortiguado, indicaba que ya quedaban pocas personas.
          –¿Adónde la llevarán? –finalmente pudo articular palabra en inglés con acento cubano.
          –A la Oficina del Médico Forense, hay que determinar las causas de la muerte: qué sustancias ha tomado, la hora exacta, en fin, un montón de datos necesarios y legales –indicó.
          –¿No es suficiente con lo que explica en la nota que me han enseñado?
          –Eso lo tendrán que decir ellos –señaló a los inspectores–, a veces lo que parece claro no lo es tanto.
          –Jefe –al sheriff–, ¿retiramos ya las bolsas con las pruebas recogidas?
          –Ahora no estoy al mando, preguntad a los enchufados de ahí –con un gesto le indicó a Ernesto que debían abandonar la habitación–. Vamos, que te van a hacer algunas preguntas.
          –¿Cuál es tu nombre? –comenzó el interrogatorio.
          –Ernesto Acosta –respondió nervioso.
          –¿De dónde eres? –entonaron fríamente.
          –De Puerto Escondido, Cuba –un débil temblor recorrió su columna.
          –¿Qué parentesco tienes con la difunta? –preguntaron indiferentes.
          –Bueno… Ellos…
          –¿Quiénes son ellos? –empezaban a perder los nervios con el titubeo del muchacho.
          –Andrew y Tracy –pronunció con timidez
          –Busquen al hombre y lo traen inmediatamente –ordenaron a los oficiales.
          –Andrew murió hará dos años. Me ayudaron cuando…
          –Habla alto y claro, que aquí no nos comemos a nadie.
          –Caballeros, si me permiten, yo puedo aclararlo –intervino el policía que conocía toda la historia–. Como ven, los Garber tuvieron un acto de generosidad con el chico. Yo salía a menudo a pescar con Andrew y se le llenaba la boca de elogios hacia el morenito, como le apodaron. Una vez que los hermanos salieron a pescar, se desviaron hacia el Golfo de México y, de repente, ahí estaba él, salvando el pellejo en una balsa precaria tras haberse ahogado el resto de las personas que le acompañaron en la travesía y sin haberle empujado las corrientes hacia el Atlántico. Tracy y Andrew le rescataron, legalizaron su situación y el muchacho se convirtió para ellos en una alegría. Lástima que los dos hayan desaparecido tan pronto.
          –Vale, pero no te muevas de Chokoloskee, ni salgas del país, ¿entendido?
          –Sí –dijo con rotundidad propia de la persona adulta en la que, de golpe, se había convertido. Uno a uno, fueron yéndose, dejando tras de sí un avispero de colillas mojadas con saliva y el barro de las suelas esparcido por el suelo. Una vez solo, abatido, derrotado y sin necesidad de demostrar la fortaleza de la que en ese instante carecía, terminó de tejer la red que la mujer había dejado a medias.
          El silencio era aterrador y las sombras dibujadas en la oscuridad parecían propias de Halloween. Ernesto Acosta convulsionaba en el sillón poseído por el miedo, cerró los ojos y finalmente concilió el peor de los sueños: ¡Argelina! ¡Papá! ¡Jorge! ¡Tracy! ¡Andrew! ¡Mami! ¿Dónde estáis? ¿Por qué huis de mí? ¡Salid del escondite! ¡Socorro! No me gustan estas bromas tan pesadas. ¡Socorro! ¡Me ahogo! ¡Socorro! ¡Dadme la mano, dadme la mano…! La bocina de un barco estalló en mitad de la noche devolviéndole a la realidad, con un pañuelo secó el empedrado de sudor que le cubría la frente, trató de recapitular lo que había pasado, pero la fuerte presión que tenía en la cabeza anuló toda posibilidad de pensamiento. Entonces, cogió al azar un disco de vinilo del cantautor country Hank Williams y comenzaron a sonar temas como “Move it on over”, “Lovesick blues” y, por supuesto, su preferida: “I’m so lonesome I could cry”, cuya letra habla de la soledad de un hombre que tan sólo tiene ganas de llorar. Cerró los párpados, se echó algo de abrigo por encima y dejó caer las botas, minutos después el relajo le acunaba llevándole el subconsciente al tiempo de infancia, al aroma a limpio que tenían los pechos de su madre cuando ponía la cara sobre ellos, a los ratos de ocio en la escuela, a las salidas a navegar sintiéndose diminuto en medio del océano. En fin… A la mañana siguiente, totalmente despejado, un agente de policía le llamó por teléfono para comunicarle que habían acabado la investigación y podía disponer del cuerpo de la fallecida cuando quisiese. Se puso unas gotas de colonia y al meter la mano en el bolsillo tropezaron sus dedos con la publicidad que cogió en la oficina de correos.
          A diferencia de Andrew, Tracy quiso ser enterrada en el Cementerio de Chokoloskee. Corrió la voz del fallecimiento entre la comunidad de pescadores acudiendo al sepelio alguno de ellos por deferencia a lo importante que habían sido los hermanos Garber. El pastor de la Iglesia pronunció unas bonitas palabras, leyeron un capítulo del Antiguo Testamento que a ella tanto le gustaba y fueron yéndose, uno a uno, hasta quedar solo el morenito, ahí, de pie derecho, delante de su pasado, vacío por dentro y tembloroso por fuera, tropezando siempre contra el obstáculo de tener que empezar de nuevo. Durante doce largos días, se abandonó de tal manera que apenas salía de la cama, las hojas secas de los árboles se acumulaban en el camino de entrada a la casa, así como la suciedad en el garaje. Tenía restos de comida por la cocina, paquetes a medio abrir y echados a perder fuera del refrigerador, vasos y platos apilados en el fregadero y la ropa tirada de cualquier manera, además de las cosas de la barca sin limpiar. Todo carecía de importancia y nada merecía la pena, salvo revolverse en el lodazal de su propia mierda. Nadie le negaría que el dolor de las pérdidas era infinito, pero de seguir paralizado defraudaría a quienes depositaron la confianza en él y su poder de superación. Cuando llegó hasta el teléfono para descolgarlo, había dejado de sonar. Entonces, consciente del desorden en el que vivía, se metió debajo de la ducha.

8 comentarios:

  1. Gracias Mayte 🌹🌹🌹

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  2. Es admirable el poder de superación que tiene Ernesto: cae y se levanta, y lo hace con la cabeza alta, mirando de frente, encajando lo que venga.

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  3. La carta despedida de Tracy es de esas cosas que te pellizcan el corazón.

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  4. María Doloresdiciembre 08, 2024

    La escena gráfica de Ernesto tejiendo la red, todo el entorno tan bien descrito y lo emocionante de la carta despedida de Tracy elevan este texto a las alturas.

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  5. Por si no hubiese quedado claro con la acogida, la generosidad que nos falta a la mayoría descrita en la carta de despedida de Tracy,
    Que bien sabes tocar la fibra de las emociones.

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  6. La conmovedora carta de Tracy, la desolación ante pérdida... Todo contado con esa sensibilidad que llega al corazón y me deja verdaderamente emocionada. Gracias. Besos

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  7. Me ha conmovido especialmente la carta de Tracy. Por lo que veo, coincido totalmente con los comentarios que te han hecho. Es asombroso cómo sabes tocar los sentimientos con tus palabras. Como siempre, muchas gracias por regalarnos estos momentos tan especiales con tus palabras.
    Hasta la próxima

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  8. Pobre (morenito) que vida más dura le toca sufrir, espero llegue un buen tiempo para el. Sigue que nos tienes en ascuas

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