7.
Aquellos años fueron para Ernesto
Acosta, el morenito, un constante aprendizaje emocional, ya que, de 1976
a 1982, se ahogó su familia y murieron los hermanos Garber, cuyas pérdidas,
tanto de unos, como de otros, le produjeron infinito dolor. Cuando regresó,
después de haber pasado tres jornadas fuera de casa, a petición de Tracy,
encontró un coche de la policía aparcado afuera y a dos agentes esperándole en
la puerta. Le indicaron que entrase, habían dado todas las luces y las cosas
estaban revueltas. No entendía nada, pero se temió lo peor: que hubiesen
derogado La Ley de Ajuste Cubano y le deportasen, sin embargo, el golpe
que iba a recibir a continuación era tremendo. Sobre la repisa que Andrew y él
atornillaron a la pared y de la que colgaban en Navidad los calcetines para
Santa Claus, había dos sobres: uno a su nombre, y el otro para la autoridad
competente, ya abierto. Estaba muy nervioso, y más aún porque le resultaba
extremadamente raro que su benefactora, a la que buscaba por todas partes, no
estuviese por allí. Dos tipos corpulentos se posicionaron delante de los
dormitorios impidiendo el paso a todos los que no estuviesen acreditados. De
repente, Ernesto recordó que siempre llevaba consigo la bolsa estanca donde
guardaba toda la documentación en regla: obtención de la ciudadanía americana,
tarjeta de seguro social, pasaporte, permiso de conducir, licencia para
pesca... En definitiva, acreditaciones de libertad. Preguntó si podía salir a
la camioneta a por sus papeles o estaba detenido. Volvió y se sometió al
interrogatorio, no sin antes querer saber.
–¿Qué
hacen aquí? –frunciendo el ceño.
–Las
preguntas las hacemos nosotros, así que responde con claridad, por favor.
¿Cuánto tiempo has estado fuera? –continuó diciendo el hombre que tenía la mano
encima de su cartuchera de cowboy.
–Mientras
que Tracy no esté conmigo, no pienso responder –afirmó nervioso.
–Muchacho,
será mejor que te tranquilices –dijo uno de los agentes que conocía bastante
bien a Andrew y estaba al corriente de la trágica historia del morenito.
–Con
hoy, cuatro días. Fui a pescar a Ingraham Lake. Aquí traigo dos hermosas
piezas de lubina negra –las sacó de la cesta.
–¿A
qué hora saliste exactamente? –intervino el sheriff.
–A
las 3:50 a.m. –retorcía un pequeño trapo manchado de grasa.
–¿Cuándo
viste por última vez a la señora Garber? –preguntó el policía.
–La
noche de antes cenamos juntos. Bueno, ella apenas, había perdido el apetito.
–¿La
notaste extraña? ¿Quizá su comportamiento? No sé, como más sensible o mirada
ausente –querían llevarle a su terreno para terminar cuanto antes.
–¿Dónde
está Tracy? ¿Qué le han hecho? –se abalanzó hacia el dormitorio.
–Tranquilízate,
mocoso, y contesta al sheriff con educación. ¿Comentó algo en especial
que llamase tu atención? –continuó.
–No
–agobiado, se echó a llorar.
–¿A
qué hora te fuiste? –no le daban respiro.
–No
le atosigue, señor –medió el agente–. Confía en nosotros, no te va a pasar
nada, sólo queremos que contestes unas cuantas preguntas. Tómate el tiempo que
necesites.
–A
las 3:50 a.m., apenas hice ruido porque Tracy roncaba y se pone de muy mal
humor si la despiertas. ¿Me pueden decir, de una vez por todas, lo que pasa?
–Será
mejor que te sientes y prestes atención –Ernesto palpó el asiento para no
perder el equilibrio, en el uniforme del sheriff, de color gris,
destacaba la placa de cinco puntas con el nombre del condado de Collier grabado
en círculo–. Lee.
“Querido Ernesto. No me guardes rencor, espero que puedas
perdonarme y comprendas por qué lo he hecho, no creas que ha sido fácil, ni
mucho menos, todo lo contrario, me habría gustado haber estado más tiempo
contigo, envejecer sabiendo que las cosas te iban bien y la vida te sonreía,
pero si esta nota está en tu poder, significará que he dejado de sufrir y, por
ende, también tú sin ver el deterioro al me enfrentaría de seguir con los
tratamientos para el cáncer. No estés triste, bueno, de acuerdo, un poquito,
pero no demasiado, ¡eh! Sé fuerte, morenito, y no te dejes pisar por nadie
¿oíste?: por nadie. Los años que hemos vivido juntos han sido los mejores de mi
vida, verte crecer, superar obstáculos, alcanzar objetivos, esforzarte por
aprender el oficio junto a Andrew, adaptarte a otras costumbres, a otra
cultura, a otro idioma, a nuestro mal talante, a las normas de dos almas
solitarias como éramos y sin oír de tu boca una sola queja, un desaire, un
reproche, una mala contestación, dice mucho de ti y de la educación recibida de
tu familia. Gracias por cuidarnos, por hacer fácil lo difícil y por traer paz a
este humilde hogar, que ahora es sólo tuyo, y constatar aquello que siempre
intuí: eres una buena persona. Estoy convencida de que saldrás adelante, como
ya hiciste sobreviviendo en aquella balsa donde te encontramos; y que hallarás
tu lugar en el mundo –se le nublaba la vista y le costaba mucho trabajo seguir leyendo.
Mezclaba una línea con otra, la mitad de un párrafo con el principio del
siguiente, la congoja le ahogaba y sentía tanto vacío dentro que se vio
obligado a parar un momento para tomar aire…–. Ernesto, nunca jamás
retrocedas, ve con la cabeza muy alta, lucha por lo que quieres, a lo que
aspiras, se honrado y que toda la suerte del mundo te acompañe. Para terminar,
gracias por haber existido. Cuídate mucho, hijo mío, y si ves que tus fuerzas
flaquean en algún momento, piensa en nosotros, respira hondo y sigue adelante.
Un abrazo eterno”.
–¡Esto
no puede ser real! –dejó la hoja manuscrita en la mesa.
–¡Cálmate,
hombre! –aconsejó el agente.
–Es
una broma, ¿verdad? –se levantó deprisa y tiró la silla hacia atrás.
–Procura
no perder el control porque el primer culpable suele ser siempre aquel que está
más cerca de la víctima –se rascó la calva.
–¡Déjenme
pasar! ¿Dónde está Tracy? –forcejeó con los agentes y preguntó como enloquecido.
–Lo
siento, chico. Hemos de hacer nuestro trabajo, el juez no tardará en venir a
levantar el cadáver, hay que hacerle la autopsia.
–No
entiendo nada y me estoy poniendo muy nervioso. ¿Estoy detenido? –uno de
policías, saltándose el protocolo, le dejó leer la segunda carta dirigida a la
máxima autoridad del condado de Collier, en cuyo contenido daba cuenta de las
motivaciones que le han empujado a tomar las riendas de la situación antes de
que la enfermedad, ya bastante extendida, inutilizara la dignidad humana y su
sentido común, por eso eligió el momento del suicidio y planeó mantenerle lo
más lejos posible para no verse implicado.
–Toma,
bebe agua y respira hondo, esa mujer ha sido tremendamente generosa contigo
aunque no sé si Jesucristo llegará a perdonarla –el morenito estaba
pálido, le temblaba el cuerpo y deseaba que todo fuese una pesadilla.
–Por
aquí, señoría –la gafa de medialuna, casi en la punta de la nariz le daba un
aspecto intelectual, de hombre cercano, comprensivo, sin embargo, pasó por
delante del muchacho con desprecio, molesto por haberle arrancado en lo mejor
del partido de béisbol que disputaba con otros colegas. En el dormitorio, Tracy
estaba tendida en la cama, con la ropa de los domingos en misa, varios blíster
vacíos de pastillas alrededor suyo y, por la postura ladeada en la que se había
quedado y el vómito sobre la almohada, todo indicaba que quizá trató de
incorporarse un poco, pero no pudo.
–¿Cuánto
diría que lleva muerta? –preguntó al forense.
–No
lo podría asegurar, pero más de cuarenta y ocho horas, seguro –respondió este.
–¿Quién
ha encontrado el cadáver? –miró al sheriff.
–La
patrulla que hace la ronda por la zona se extrañó de ver siempre las luces
encendidas y la puerta semi abierta, entraron y, bueno, ya sabe.
–No,
no sé, dígamelo usted –dijo bastante enfadado.
–A
ver, la cosa está clara, la hallaron así –señaló hacia ella–, me llamaron por
radio, vine, a pesar de tener que estar vigilando a unos asesinos muy
peligrosos que tengo en el calabozo, y cuando vi el panorama, le llamé. Fin de
la historia.
–Buena
noche, somos de la central de Naples –mostraron sus credenciales–, ahora la
investigación la llevamos nosotros. ¿Qué han averiguado? Aquí hay demasiada
gente, despejen un poco.
–Yo
me encargo –soltó el sheriff, molesto al ver que le restaban
protagonismo–. Una cosa, inspectores, ¿ven a ase joven de ahí? –asintieron–,
vivía con la señora Garber y su hermano también fallecido. ¿Permitimos que
entre a verla? Esta desconcertado y tiene coartada, la mujer le organizó una
salida en barca para tenerlo lejos y con gente que podrá corroborarlo, en este
papel, escrito por ella, lo explica detalladamente.
–No
hay inconveniente, pero tendrá que responder a unas preguntas –dijeron, a la
vez que leían el escrito de Tracy.
–Pues
yo he terminado, pueden llevarse el cuerpo –el juez, que además de aplicar el
peso de la Ley contra aquellos que la infringen, ejecutaba también las
sentencias basándose en la doctrina de la Biblia y no estaba seguro de si
aquella relación que mantenía la difunta con el mulato fuera pecado a los ojos
de Dios, así que, escandalizado, salió de allí echando sapos por la boca.
–Vamos
dentro, chico, pero no toques nada, ¿me oyes? ¡Nada! –dijo el agente. Ernesto
Acosta, el morenito, se arrodilló y posó su mano sobre las de Tracy,
notó el enfriamiento en ellas y ese color pálido de la piel sin vida. Frenó el
impulso de colocarla mejor el cabello desparramado y el bajo arrugado del
pantalón; corregir el brillo labial corrido en la comisura, guardar todas las
cosas que habían sacado de los cajones y apagar las luces que tanto le
molestaban, sin embargo, se quedó quieto, con la mirada perdida y el corazón
hecho pedazos. El murmullo de fuera, cada vez más amortiguado, indicaba que ya
quedaban pocas personas.
–¿Adónde
la llevarán? –finalmente pudo articular palabra en inglés con acento cubano.
–A
la Oficina del Médico Forense, hay que determinar las causas de la muerte: qué
sustancias ha tomado, la hora exacta, en fin, un montón de datos necesarios y
legales –indicó.
–¿No
es suficiente con lo que explica en la nota que me han enseñado?
–Eso
lo tendrán que decir ellos –señaló a los inspectores–, a veces lo que parece
claro no lo es tanto.
–Jefe
–al sheriff–, ¿retiramos ya las bolsas con las pruebas recogidas?
–Ahora
no estoy al mando, preguntad a los enchufados de ahí –con un gesto le indicó a
Ernesto que debían abandonar la habitación–. Vamos, que te van a hacer algunas
preguntas.
–¿Cuál
es tu nombre? –comenzó el interrogatorio.
–Ernesto
Acosta –respondió nervioso.
–¿De
dónde eres? –entonaron fríamente.
–De
Puerto Escondido, Cuba –un débil temblor recorrió su columna.
–¿Qué
parentesco tienes con la difunta? –preguntaron indiferentes.
–Bueno…
Ellos…
–¿Quiénes
son ellos? –empezaban a perder los nervios con el titubeo del muchacho.
–Andrew
y Tracy –pronunció con timidez
–Busquen
al hombre y lo traen inmediatamente –ordenaron a los oficiales.
–Andrew
murió hará dos años. Me ayudaron cuando…
–Habla
alto y claro, que aquí no nos comemos a nadie.
–Caballeros,
si me permiten, yo puedo aclararlo –intervino el policía que conocía toda la
historia–. Como ven, los Garber tuvieron un acto de generosidad con el chico.
Yo salía a menudo a pescar con Andrew y se le llenaba la boca de elogios hacia el
morenito, como le apodaron. Una vez que los hermanos salieron a pescar, se
desviaron hacia el Golfo de México y, de repente, ahí estaba él, salvando el
pellejo en una balsa precaria tras haberse ahogado el resto de las personas que
le acompañaron en la travesía y sin haberle empujado las corrientes hacia el Atlántico.
Tracy y Andrew le rescataron, legalizaron su situación y el muchacho se
convirtió para ellos en una alegría. Lástima que los dos hayan desaparecido tan
pronto.
–Vale,
pero no te muevas de Chokoloskee, ni salgas del país, ¿entendido?
–Sí
–dijo con rotundidad propia de la persona adulta en la que, de golpe, se había
convertido. Uno a uno, fueron yéndose, dejando tras de sí un avispero de
colillas mojadas con saliva y el barro de las suelas esparcido por el suelo.
Una vez solo, abatido, derrotado y sin necesidad de demostrar la fortaleza de
la que en ese instante carecía, terminó de tejer la red que la mujer había
dejado a medias.
El
silencio era aterrador y las sombras dibujadas en la oscuridad parecían propias
de Halloween. Ernesto Acosta convulsionaba en el sillón poseído por el
miedo, cerró los ojos y finalmente concilió el peor de los sueños: ¡Argelina!
¡Papá! ¡Jorge! ¡Tracy! ¡Andrew! ¡Mami! ¿Dónde estáis? ¿Por qué huis de mí?
¡Salid del escondite! ¡Socorro! No me gustan estas bromas tan pesadas.
¡Socorro! ¡Me ahogo! ¡Socorro! ¡Dadme la mano, dadme la mano…! La bocina de un
barco estalló en mitad de la noche devolviéndole a la realidad, con un pañuelo
secó el empedrado de sudor que le cubría la frente, trató de recapitular lo que
había pasado, pero la fuerte presión que tenía en la cabeza anuló toda
posibilidad de pensamiento. Entonces, cogió al azar un disco de vinilo del
cantautor country Hank Williams y comenzaron a sonar temas como “Move
it on over”, “Lovesick blues” y, por supuesto, su preferida: “I’m so
lonesome I could cry”, cuya letra habla de la soledad de un hombre que tan
sólo tiene ganas de llorar. Cerró los párpados, se echó algo de abrigo por
encima y dejó caer las botas, minutos después el relajo le acunaba llevándole
el subconsciente al tiempo de infancia, al aroma a limpio que tenían los pechos
de su madre cuando ponía la cara sobre ellos, a los ratos de ocio en la
escuela, a las salidas a navegar sintiéndose diminuto en medio del océano. En
fin… A la mañana siguiente, totalmente despejado, un agente de policía le llamó
por teléfono para comunicarle que habían acabado la investigación y podía
disponer del cuerpo de la fallecida cuando quisiese. Se puso unas gotas de
colonia y al meter la mano en el bolsillo tropezaron sus dedos con la
publicidad que cogió en la oficina de correos.
A
diferencia de Andrew, Tracy quiso ser enterrada en el Cementerio de
Chokoloskee. Corrió la voz del fallecimiento entre la comunidad de pescadores
acudiendo al sepelio alguno de ellos por deferencia a lo importante que habían
sido los hermanos Garber. El pastor de la Iglesia pronunció unas bonitas
palabras, leyeron un capítulo del Antiguo Testamento que a ella tanto le
gustaba y fueron yéndose, uno a uno, hasta quedar solo el morenito, ahí,
de pie derecho, delante de su pasado, vacío por dentro y tembloroso por fuera,
tropezando siempre contra el obstáculo de tener que empezar de nuevo. Durante
doce largos días, se abandonó de tal manera que apenas salía de la cama, las
hojas secas de los árboles se acumulaban en el camino de entrada a la casa, así
como la suciedad en el garaje. Tenía restos de comida por la cocina, paquetes a
medio abrir y echados a perder fuera del refrigerador, vasos y platos apilados
en el fregadero y la ropa tirada de cualquier manera, además de las cosas de la
barca sin limpiar. Todo carecía de importancia y nada merecía la pena, salvo
revolverse en el lodazal de su propia mierda. Nadie le negaría que el dolor de
las pérdidas era infinito, pero de seguir paralizado defraudaría a quienes
depositaron la confianza en él y su poder de superación. Cuando llegó hasta el
teléfono para descolgarlo, había dejado de sonar. Entonces, consciente del
desorden en el que vivía, se metió debajo de la ducha.
Gracias Mayte 🌹🌹🌹
ResponderEliminarEs admirable el poder de superación que tiene Ernesto: cae y se levanta, y lo hace con la cabeza alta, mirando de frente, encajando lo que venga.
ResponderEliminarLa carta despedida de Tracy es de esas cosas que te pellizcan el corazón.
ResponderEliminarLa escena gráfica de Ernesto tejiendo la red, todo el entorno tan bien descrito y lo emocionante de la carta despedida de Tracy elevan este texto a las alturas.
ResponderEliminarPor si no hubiese quedado claro con la acogida, la generosidad que nos falta a la mayoría descrita en la carta de despedida de Tracy,
ResponderEliminarQue bien sabes tocar la fibra de las emociones.
La conmovedora carta de Tracy, la desolación ante pérdida... Todo contado con esa sensibilidad que llega al corazón y me deja verdaderamente emocionada. Gracias. Besos
ResponderEliminarMe ha conmovido especialmente la carta de Tracy. Por lo que veo, coincido totalmente con los comentarios que te han hecho. Es asombroso cómo sabes tocar los sentimientos con tus palabras. Como siempre, muchas gracias por regalarnos estos momentos tan especiales con tus palabras.
ResponderEliminarHasta la próxima
Pobre (morenito) que vida más dura le toca sufrir, espero llegue un buen tiempo para el. Sigue que nos tienes en ascuas
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