17.
Agradecimiento
a mi amiga la doctora Fuentes,
sin cuya
ayuda la explicación médica
de este capítulo
no habría sido posible.
En toda la noche ha parado de
llover. Sótanos inundados y tapas de alcantarilla saltando por los aires han
dejado un paisaje dantesco con todo tipo de objetos flotando por el asfalto,
así como tejados de uralita arrancados de cuajo, terminando su periplo en la
copa de algún árbol. Frente a los edificios más emblemáticos de la ciudad, un
amplio despliegue de medios rescata a personas atrapadas en ascensores por los
cortes de luz, mascotas desorientadas tiritando de frío, obras de arte del Detroit
Historical Museum y todo tipo de género guardado en la trastienda de los
establecimientos. Sin embargo, en las zonas más perjudicadas, y en consecuencia
las más vulnerables, donde ni siquiera ha aparecido un coche de bomberos, ambulancias
o la policía, son los vecinos quienes achican agua y trasladan a ancianos y
gente menuda a lugares secos, fuera del peligro de derrumbes o avalanchas. En las
noticias de las 6:00 a.m. la WDTK The Patriot ha realizado un amplio reportaje
informativo por los distintos puntos más afectados donde la gente apenas ha
podido salvar unos pocos enseres. Otras cadenas audiovisuales, de tinte
sensacionalista, utilizando la desgracia ajena para hacer caja, tampoco han
conseguido desviar la atención hacia otros lugares de la metrópoli. Es decir, si
quienes viven bajo el umbral de la pobreza se hubiesen ahogado o desaparecido no
habría pasado nada al estar catalogados como entes invisibles dentro del
conjunto de la sociedad. Aunque mi calle es estrecha en comparación a los amplios
bulevares y hay algunos centímetros de agua sobre las aceras, está amurallada por
altos rascacielos, de modo que, nos vamos a quedar fuera del listado de damnificados.
En cambio, pese a cualquier catástrofe actual o venidera, cuando tengo por
delante una marcha de cuatro horas a pie hasta el municipio de Redford, sólo me
preocupa realmente suavizar el dolor de juanetes.
El
reverendo Bob W. Perkins también se ha desplazado hasta aquí. Mezclado entre el
público conversa distendido sobre la difunta, el ayer y el presente, los
valores que ella inculcó a la familia y cómo ésta ha sabido dar respuesta a las
necesidades de la anciana en la recta final de sus días. El hijo y la nieta de
Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company, reciben a todas
y cada una de las personas asistentes al entierro con agradecimiento y cariño, narrando
los últimos años de la mujer que, a pesar de haber perdido completamente la memoria,
los ha vivido con sosiego y en paz. Alrededor suyo otros allegados lamentan la
pérdida y dejan sobre la mesa fuentes y platos que han traído con comida.
Quiero pasar desapercibido, situarme detrás de la atalaya del disimulo para
observar a los presentes su forma de vestir, de relacionarse, con desenvoltura
o recato, cubriendo con capas transparentes la miseria que a cada cual nos
aborda. En definitiva, antes de dar media vuelta y desaparecer intento estar sin
ser visto y lavar mi conciencia por no haber ido de visita más veces a la residencia,
pero una hermosa niña, de aproximadamente medio metro de altura, piel negra y
brillante, pose graciosa, pelo ensortijado, ojos grandes y expresivos, labios
carnosos enmarcando una dentadura blanca y desigual, me tira del pantalón, la
miro, me mira y, esbozando una pícara sonrisa, dice:
–Aquel
de allí es mi abuelito y quiere que vayas –sale corriendo y empieza a jugar con
otras amigas y amigos alrededor de un columpio que se rifan.
–Hola,
Ayden. Gracias por venir, sabía lo que haría –asegura el hijo de Joanne, mi
antigua secretaria en Motors Carson Company.
–No
las merece –respondo molesto.
–¿Qué
le parece ésta preciosidad? –acaricia la barbilla de la pequeña ahora con él–.
Es la menor de mis nietas, tengo siete y todas hembras.
–¿Son
de su hija la abogada? –ríe a carcajadas.
–No,
esa va por libre, no quiere compromisos sentimentales, tengo tres más.
–La
comprendo, atarse a una persona debilita la propia libertad –corroboro.
–¿Cómo
ha venido? ¿Le apetece tomar algo?
–Caminando.
–¿Desde Detroit? –junta las manos en oración.
–Sí.
–¡Madre
mía! Pues no se hable más, le serviré unos bocadillos y refrescos, estará usted
desfallecido –sin opción a negarme le sigo y devoro un sándwich de pollo con
lechuga y una bebida gaseosa.
Bajo
la dirección del reverendo Bob W. Perkins, en ausencia de su esposa, el coro,
vistiendo túnicas amarillas, tras ensayar aquellas estrofas más complicadas que
no entonaban bien, está preparado para dar comienzo a la emotiva ceremonia con
un legendario tema, al más puro estilo góspel. La voz solista, de timbre
potente y aterciopelado, con quien creo haber coincidido más de una vez recogiendo
la bolsa semanal de alimentos en Pope Francis Center, entona las
primeras notas marcando el ritmo con el cuerpo. Poco a poco, según crece la
melodía y los demás componentes de la coral se vienen arriba, me percato de que
estoy fuera de lugar: no respondo con alabanzas ni aleluyas, no sigo el compás
con la punta de los pies, no invoco a Jesús de Nazaret ni traigo conmigo una
Biblia para seguir los textos, por eso, cuando dan paso al ritual de tirar cada
uno un puñado de tierra sobre el féretro, intento desaparecer, pero me veo
acorralado y comprometido…
–¿Quiere
hacer los honores a mamá Joanne? –pregunta el esposo de una de sus hijas.
–Claro,
por supuesto. –La fila avanza lentamente y me coloco al final, cuando llega mi
turno imito al resto. Después consigo escabullirme entre la gente y, antes de acabar
el acto, llevo ya recorrido la mitad de camino de vuelta a Detroit en transporte
público. Sentado en ventanilla, con los rojizos del cielo a la caída de la
tarde, tengo la sensación de haber cerrado otra etapa más de la vida, una página
de mi biografía personal escrita con la caligrafía de Joanne, mi antigua
secretaria en Motors Carson Company.
Nathan
Trembley, jefe de Medicina Interna en el Detroit Medical Center, lleva
reunido más de cinco horas con su equipo en el despacho. Su técnica de trabajo
consiste en compartir opiniones respecto a los ingresados en planta diferenciando
dos grupos: los muy graves y aquellos que han remontado. En esta ocasión es
Megan Aniston quien ocupa prácticamente todo el tiempo. Tiene unas ganas infinitas
de vivir y ese es el mejor pronóstico. A pesar de haber superado el covid todavía
anda lejos de recibir el alta médica. Su historial clínico, completísimo,
configurado casi por completo mientras ha permanecido en la Unidad de Cuidados
Intensivos, va a servir, a posteriori, de apoyo para el estudio de determinadas
asignaturas. Seis estudiantes en prácticas se sientan alrededor de la mesa
redonda del despacho, están desfallecidos y les falla la concentración, pero han
de continuar.
–¿Cómo
lo veis? ¿Os parece bien mandar a la paciente a casa? –pregunta Nathan.
–Habiendo
tenido tromboembolismo pulmonar es de recibo hacer un ecocardiograma –responde
un chico que se inclina por la radiología.
–Correcto.
¿Y por qué?
–Pues
para descartar que existan sobrecargas de cavidades derechas del corazón –interviene
una futura urgencióloga.
–¿Y?
–Nathan motiva al más tímido.
–También
descartaremos que exista afectación miocárdica.
–Perdón
–pide la palabra el primero en hablar–: ¿agrava eso el problema?
–Por
supuesto que sí, modificaría el pronóstico –afirma tajante el internista–. ¿Y qué
decís respecto de los pólipos sangrantes? –los estudiantes consultan sus notas.
–Diagnosticados
mediante colonoscopia el siguiente paso es realizar una polipectomía para quitarlos.
–Muy
bien, colegas. ¿Lo zanjáis así?
–No,
puede haber varios pólipos milimétricos que se envían a analizar.
–Y
serán benignos –salta una de las chicas–. ¿Y el tema de la anemia?
–Una
vez resuelto el tema de los pólipos sangrantes remitirá.
–Claro,
es una de las consecuencias.
–¿Tenemos
el informe y la valoración del servicio de Rehabilitación? –pregunta Nathan–. Ya
sabéis que los pacientes de UCI sufren de enfermedad neuromuscular del enfermo crítico,
es decir: pérdida de masa muscular.
–Sí,
aunque lento, pero va mejor.
Salen
de la reunión de trabajo y tras tomar un ligero almuerzo en frío empiezan a pasar
visita. La hija de Megan Aniston está en el control de enfermería pidiendo otra
almohada para su madre, se la ve cansada, con ojeras, todavía más delgada si
cabe y con las arrugas de la preocupación dibujadas en la frente. Otros acompañantes
acuden al mismo lugar a por servilletas de papel o esos pañales que tardan en
llegar. A través de la puerta entreabierta de una habitación se ven a dos mujeres
abrazadas, sollozando casi en silencio, consolándose con el mensaje de la vida
eterna. Nathan Trembley, con las alumnas y alumnos que le acompañan, acaba de firmar
algunas altas satisfecho con la mejoría de quienes regresan a sus casas en
proceso de curación muy avanzada, en cambio, crece la preocupación por un hombre
cuyo virus hospitalario no consiguen combatir, a pesar de haber probado con
tres antibióticos distintos. La jefa de enfermeras hace el recorrido con ellos
y toma nota de los nuevos ajustes en las dosis de diversos pacientes.
–Perdone
que insista doctor, es que no me quedan claras las medicaciones para la 4025 –dice
concentrada en su cuaderno. Él lo repite y ella asiente–. ¿El joven en
aislamiento sigue con lo mismo?
–Eso
le corresponde decidir al servicio de oncología, tiene las defensas muy bajas y,
sino tenemos cuidado puedes empeorar.
–¿Y
por qué no está en esa unidad? –pregunta una estudiante que se decanta por la
cirugía plástica.
–Llevan
meses modernizando las instalaciones de la planta y el espacio disponible es
reducido, por eso cada médico tiene cargos periféricos. Es decir: pacientes distribuidos
en otras áreas del hospital.
–Entonces
continuaremos así hasta nueva orden.
Megan
Aniston está en el sillón junto al gran ventanal contemplando la tímida
aparición por la cima de las montañas, de las nubes bien formadas y a punto de
descargar. La hija, muy cerca de ella y pendiente de cualquier necesidad que la
madre requiera, coge un recipiente de plástico fresas cortadas a gajos, a la
vez que lee en voz alta una novela policiaca en la que, aun poniendo todo en
énfasis en la narración de la intrigante historia, no consigue despertar el
interés de la madre. La cuadrilla de médicos irrumpe en la habitación sobresaltándolas.
–Hola
Megan –dicen sonando cordiales–. ¿Cómo se encuentra?
–Con
ganas de irme a casa.
–Ya
falta menos. Vamos a hacer una placa del costado izquierdo a ver si averiguamos
de dónde viene ese dolor que no la impide descansar de noche.
–No
hace falta, apenas molesta.
–¿Durante
el día no aparece o es menos frecuente?
–Muy
poco, excepto cuando toso.
–Mamá,
diles la verdad, ayer no podías estar de ninguna postura.
–No
hagan caso, es una exagerada –Nathan Trembley escribe en un papel y se dirige a
la enfermera.
–Mañana
empezaremos la preparación colónica especial para la polipectomía.
–De
acuerdo, doctor.
–Megan
–habla Nathan–, en dos días quitamos los pólipos sangrantes del colon, por eso van
a darle dieta líquida y la toma de laxantes. Es una intervención muy sencilla, se
realiza a través de un endoscopio, después se envía a analizar y listo. Ya verá
como todo sale bien.
–Eso
espero.
–¿Quieren
hacernos alguna pregunta? –ofrece el doctor Trembley.
–Pues
si me lo permiten, sí –salta la hija–: ¿La intervención es peligrosa?
–No,
en absoluto. Sin embargo, todo aquello que sea una invasión para el organismo
con un objeto extraño, lo tiene, aunque en este caso, al ser algo muy sencillo,
minimiza el riesgo.
–Tranquila,
cariño, estoy en las mejores manos –y eso emociona a una de las estudiantes en
prácticas rozando el hombro de la anciana con mucha ternura.
–Ahora
vengo a ponerla un calmante –dice la enfermera jefe.
–Gracias.
–Ya a solas la madre cambia de conversación–: ¿Sabes algo de tu esposo?
–Todavía
no habrá podido llamar, pero no tardará –ambas lo dudan.
–Sí,
seguramente. A los niños no les falta de nada, ¿verdad?
–No
te preocupes, lo tengo todo bajo control.
–Perfecto,
no esperaba menos de ti.
Los
depredadores de la noche hacen la ronda de los desahucios sacando en pijama a abuelas
y abuelos sin dentadura, niñas y niños agarrados al chupete y al muñeco de
trapo, mujeres y hombres con los recuerdos hacinados en una caja de hojalata y adolescentes
exentos de futuro preparándose para sobrevivir en la jungla adonde serán
empujados. En definitiva, familias enteras, huérfanas de empatía a quienes les
han arrebatado los cimientos del hogar amputando cualquier posibilidad de salir
adelante. Ya no hay escapatoria para mí, cierro los ojos y me veo a bordo de la
balsa agujereada por el hambre, por la sed, por la mala acción, por la
injusticia, por las lágrimas secas y las entrañas vacías. Estoy jodido y
destrozado. Por puro despiste he acumulado la deuda de tres meses de alquiler y
ahora el casero, sin delicadeza y muy malos modales, acaba de ponerme de
patitas en la calle. Mientras estuve al frente de la empresa y fui un tipo
respetable, miembro de lo más granado de la alta sociedad y haciendo de este
país un lugar próspero y envidiable para el resto del mundo, se rumoreaba por
el vecindario que a negros, pobres y prostitutas, los echaban de las viviendas
por impago. Nunca imaginé para mí una situación similar. Sin embargo, con las
orejas agachadas y el reproche entre cuero y carne, empujando un carrito de
supermercado con cuatro tonterías inservibles, peregrino hasta el distrito
financiero de Detroit, donde en un callejón lleno de basuras, escondido y
humillado, sin un solo rayo de sol para calentar los huesos, pernocto con el espejismo
en el paladar de antiguas chocolatinas. Entonces sueño con despertar bajo techo
y que todo siga en su sitio, pero el cuchillo de la madrugada, con su hoja cortante
y fría, me roza la garganta. Ya no hay escapatoria, el fracaso viene a por mí…
Como siempre dándonos lo mejor de ti, con ayuda o sin, que nos abre la mente a situaciones que no entenderíamos sin los detalles precisos.
ResponderEliminarEn ascuas me quedo con la nueva situación de Ayden, las vueltas que da la vida.
...Y de repente lo pierdes todo...
ResponderEliminarEste capítulo me lleva a muchas escenas de cine donde salen "homeless" dando vueltas alrededor de cualquier estación de metro, sin un destino a dónde ir. Felicidades, haces que el lector se replantee muchas cosas.
ResponderEliminarMayte, domingo tras domingo nos haces viajar a Detroit y acompañar a los personajes de tu historia.
ResponderEliminarMe resulta fascinante cómo cuidas los detalles. Se nota que te has preocupado mucho de informarte bien antes de describir. Te has apoyado en buenas fuentes.
Sigo con interés esta historia y nos dejas con la incertidumbre de qué le seguirá ocurriendo a nuestro protagonista.
Gracias por tu cita de los domingos.
Elena
Concluida la lectura, me ha venido a la cabeza la idea de colocar una pancarta en el balcón que diga: "Háganme caso, lean a Mayte Mejía". Te camelo, amiga. Besos.
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