16.
Han pasado tres meses desde que dejé
en Texas las cenizas de mis hermanos y no he vuelto a tener noticias del hijo
de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company. Pero hoy, al
recoger la bolsa semanal de alimentos en la iglesia del reverendo Bob W. Perkins,
me han dado una nota suya con la dirección a la que debo acudir dentro de cinco
días y, aunque no me apetece en absoluto hacerlo, en el fondo me siento en
deuda con él. Seven Mile Road es uno de los barrios de Detroit con mayor
índice de criminalidad, robos y prostitución, donde el bazar de la droga mueve
la mercancía a sus anchas entre los voluntarios que prestan sus venas
agujereadas y el tabique nasal necrosado, a cambio de un rato de placer artificial
cada vez más corto. Aceras alfombradas con cartones grasientos, desperdicios
roídos, sujetadores y bragas rotas a jirones, coches de bebés sin ruedas, colchones
manchados de orín, maderas con moho y toda clase de objetos inservibles formando
parte del mobiliario urbano. A la espalda de una tienda donde venden repuestos
para automóviles de segunda mano, entre hierbas silvestres crecidas sin control
y mucha más suciedad de la anteriormente citada, hay una nave abandonada cuyo
cierre ha sido forzado. Cuatro criaturas, entre seis y diez años, con la cara
llena de churretes y tanto alboroto como si hubiese un regimiento, dan patadas
a un balón y echan a correr al verme doblar la esquina. Una joven guapísima, de
rasgos familiares, piel mestiza y brillante viene hacia mí.
–Hola,
señor Carson. Soy nieta de Joanne, papá le espera. Vayamos por aquí –señala un
sendero mal trazado.
–Eres
igual a tu abuela –¡vaya comentario ridículo!
–Eso
dicen, aunque ya me gustaría estar a su altura en generosidad, empatía y ser la
mitad de buena persona que es ella.
–Todos
tenemos nuestro lado mejorable.
–Usted
la conoce bien, ¿verdad?
–Trabajó
muchos años en nuestra empresa, primero con mi padre y después conmigo. Guardo
un grato recuerdo suyo.
–Un
buen día –continúa–, mientras me cepillaba el pelo, me dijo: “cariño, tú eres
muy inteligente y debes ayudar a nuestros hermanos, la mayoría no sabemos
defendernos ni cuáles son nuestros derechos y nuestras obligaciones. ¡Anda,
ponnos en el buen camino! Y entonces me hice abogada, según mamá de causas perdidas,
tantas que las deudas superan en mucho a los clientes. Pase por aquí –haciendo
las veces de puerta retira una cortina sujeta con dos clavos en la pared.
–¡Ayden,
amigo! Me alegro de volverle a ver.
–¿Dónde
se ha metido hasta ahora?
–Atareado
con mi mamá, cada vez necesita mayor atención, apenas sale de la habitación y casi
siempre está con los ojos cerrados. Aunque es ley de vida y en esas condiciones
no sé cuánto tiempo durará, mientras esté quiero pasarlo con ella.
–Ánimo.
–Bueno,
no le he hecho venir para esto.
–Pues
me dice, pero si es para que vuelva a visitarla a la residencia, la respuesta
sigue siendo: no.
–Tranquilo,
eso me quedó muy claro. Necesitamos de su ayuda.
–¡No
me diga! –la chica desaparece por un hueco oscuro y al poco regresa con dos personas
atemorizadas. Sus rasgos nicaragüenses, el miedo a lo desconocido reflejado en
la mirada, la huella de horas durmiendo a la intemperie y atravesando abruptos
territorios les delatan: han migrado y son carne vulnerable en un mundo de buitres.
El bebé inquieto, acunado en brazos de la muchacha, busca desesperado el pecho
de ella emitiendo nerviosos sonidos, mientras, marcando el territorio que no
está dispuesto a compartir con nadie, introduce la mano de dedos diminutos entre
dos botones de la blusa palpando el pezón.
–Mi
hija colabora con una ONG pasando gente a este lado de la frontera,
proporcionándoles refugio hasta establecerse o ubicarse en otro lugar donde
tengan conocidos o familia –explica el hijo de Joanne, mi antigua secretaria en
Motors Carson Company–. Suelen cruzar a USA por Ciudad Juárez, en el
estado de Chihuahua, México, por el puente fronterizo internacional Paso del
Norte-Santa Fe, en donde un grupo de voluntarios pertenecientes a la organización
les esperan. Sin embargo, en esta ocasión ha surgido un problema.
–¿Cuál?
–El
negocio de las migraciones mueve muchos intereses alrededor. Verdaderos
expertos en el arte del engaño prometen el paraíso a quienes se endeudan por
conseguir un futuro mejor para los suyos. Como sabe, anexo al tráfico de seres humanos
existen mafias especializadas en redes de prostitución que se dedican captar a
hombres y mujeres y, con el engaño de protegerles contra la xenofobia y la supremacía
blanca, les ponen la única condición de trabajar para ellos en los clubs de
alterne hasta saldar la deuda, porque de lo contrario la familia que ha quedado
atrás sufrirá las consecuencias. Este no es el caso.
–Pues
como no sea más explícito todavía no me aclaro.
–Viajaban
con otros compatriotas –refiriéndose a
la pareja–cuando fueron asaltados por unos bandoleros con el firme propósito de
robarles las pocas pertenencias y violar a las mujeres. Un tipo baboso y ebrio la
atacó –la chica empieza a llorar–, la bajó el pantalón y cuando lo tenía entre las
piernas, el muchacho, con la criatura en el portabebe a espalda, le abrió la
cabeza dándole un golpe contundente con un palo.
–¿Y
por qué me cuenta esto?
–Si
no fuese de vital importancia jamás me habría atrevido a recurrir a usted. Verá,
durante nuestra aventura a Texas dijo tener conocidos en el país vecino y he
pensado que quizá podríamos solicitar su complicidad y sacarlos de aquí.
–¿Quiere
llevar hasta Canadá a una persona en busca y captura?
–Sí,
y para eso necesitamos a alguien allí, para encontrarles una casa, un empleo,
una salida. El accidente ocurrido fue en defensa propia, no hay testigos ni
rastro de cámaras de seguridad. Nada de nada, así que, estamos en condiciones
de decir que está limpio.
–Joder,
se ha vuelto rematadamente loco. Oiga, ¿se está oyendo?
–Por
supuesto. Ayden, le considero un hombre de mundo y puede echarnos una mano.
–Hace
mucho tiempo perdí el contacto y quizá ni siquiera me recuerden o tal vez no
estén vivos.
–Inténtelo.
De la parte económica nos encargamos nosotros, corremos con los gastos.
–Estaba
seguro, aunque la plata no siempre lo arregla todo. –Pese a estar pendientes de
la niña nos miran como se mira a un ser de otro planeta que usa otro lenguaje.
Me acerco a la abogada y pregunto–: ¿Cuál es tu plan?
–Realizar
un viaje turístico en coche.
–¿Y
qué serían cuatro adultos y una criatura a bordo?
–No,
voy sola, papá tiene compromisos laborales y no puede. Con un poco de suerte en
la aduana no habrá vigilancia y podremos adentrarnos en el túnel sin problema.
–Es
peligroso –digo–, la frontera canadiense es una de las más vigiladas y la
travesía puede ser dura, precisamente en estas fechas los campos están
cubiertos de nieve y surgirá toda clase de inclemencias meteorológicas, así como
asaltadores, si a eso le añadimos que llevan una niña tan pequeña pues… No sé,
no lo veo. Insisto: una locura.
–Correremos
ese riesgo, no quieren quedarse, tienen miedo y merecen vivir tranquilos y en
paz.
–¿Desde
dónde puedo realizar una llamada? –pregunto.
El
hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company me cede
su celular y marco el número telefónico de la Stewart Electric Automotriz,
perteneciente a dos empresarios de la provincia de Quebec que aún me deben
algunos favores. Expongo el caso y se comprometen a hacer las diligencias
correspondientes y acogerlos en sus casas de Montreal como parientes lejanos
llegados de Estados Unidos. Una semana después, con los detalles del itinerario
a seguir bien detallados, parten hacia el condado de Essex donde alguien les
espera para trasladarlos a los territorios del noroeste, ahí habrán de acostumbrarse
a los veranos muy frescos y a los duros
y largos inviernos. Nunca pregunté si todo salió bien, si la joven pareja había
logrado rehacer su vida, tampoco volví a contactar con nadie del mundo del
automóvil, esa es una etapa cerrada para mí y no estoy dispuesto a reabrir
viejas heridas sin cicatrizar.
La
hija de Megan Aniston, ya con su madre en planta, pasa casi todo el día en el
hospital. Cuidarla a lo largo de este tiempo ha sido para ella una terapia
personal obligándose a salir fuera de la burbuja donde ha permanecido escondida
e irritable durante años, convirtiendo la existencia en un verdadero infierno.
Ahora, fuerte y satisfecha de haber encontrado las piezas exactas para arrancar
el motor de lo cotidiano, le gusta mirarse por dentro y, reconfortada, con la
silueta del suave oleaje por la playa de la autoestima, a la caída del sol, dar
plácidos paseos por la orilla de las cosas importantes. Finalizada la jornada,
agotada y orgullosa, exhausta y pletórica, tumbada junto al marido que ya ni la
toca, piensa en cómo se ha ido deteriorando su relación. A la mañana siguiente,
como todas las mañanas de los últimos meses, ajena a la delicada situación
económica que atraviesan, cuando suena el despertador se levanta a preparar el desayuno
y los bocadillos para el almuerzo. Él, evitando preguntas comprometidas se mete
a la ducha y después, mordisqueando una tostada rompe el silencio.
–¿Cómo
está tu madre? –esquiva la mirada.
–Mejor.
Te extraña.
–He
de ir a verla –le suben los colores–. ¿Sabes cuándo le darán el alta?
–La
verdad, no lo sé.
–Hemos
de hablar y lamento hacerlo en estos momentos, pero no puedo esperar.
–Hay
otra, ¿verdad?
–No.
Ven, siéntate. –Traga saliva y sin rodeos dice que la empresa le envía una
larga temporada fuera de Detroit –miente.
–¿Ha
pasado algo?
–Necesitan
cubrir un puesto en Wisconsin –miente– y han pensado en mí. Además, ganaré más
dinero y eso nos viene muy bien.
–Si,
no te lo voy a negar, pero tan lejos.
–Vendré
a en vacaciones –miente.
–¿Cuándo
partes? –la invade la nostalgia.
–Hoy.
–¿Lo
saben los niños?
–Se
lo dije anoche un poco antes de volver tú. Se portarán bien y van a ayudarte.
–¿Cuánto
estarás?
–No
lo sé. Meses, quizá un año.
–Bueno,
cariño, por nosotros no te preocupes, estaremos bien.
Abrazados
prolongan la despedida, mezclando el sudor de cada uno en las mismas gotas,
uniendo los labios tímidos y atrevidos, temblando de reproches y de agradecimientos,
buscando la postura más delicada y menos dañina para separar sus cuerpos. Se
despiden así, rodeados de un halo de ternura y pareciendo que haya pasado una
eternidad entre ellos. Cobarde, engordando la mentira, gira sobre los talones y
cierra la puerta tras de sí.
La
sala de médicos en el Detroit Medical Center está recién limpia y con
algunos trozos del suelo aún mojados. Ordenados por materias, libros y revistas
científicas decoran las muchas estanterías de la habitación. Nathan Trembley,
jefe de Medicina Interna, enciende las luces, toma asiento en un extremo de la
mesa ovalada, saca el portátil, un cuaderno con notas y la taza térmica con
café americano. Suele aprovechar esa primera hora, antes de que comiencen a
llegar los compañeros, para estudiar minuciosamente la evolución y respuesta a
los tratamientos aplicados a cada paciente. Dos semanas atrás ingresó un chico joven,
le trajo la novia, doblado de dolor. En principio el diagnostico fue
inflamación de hígado por posible hepatitis, sin embargo, lo descartó un simple
análisis de sangre. Sin embargo, el dolor abdominal, la ictericia, el reflujo
gástrico y demás síntomas, lejos de desaparecer, se han agravado. Todavía no ha
expuesto el caso entre los colegas y estudiantes a su cargo, teme que todas las
opiniones concluyan en cáncer, pero su intuición le dice que no. En cualquiera
de los casos, no puede demorarlo mucho más. Respecto a Megan Aniston, pese a
tener las ideas bastante claras, ha preparado a conciencia una reunión con su
equipo cercano.
–Perdona
–irrumpe Violeta Reyes, directora de la Unidad de Cuidados Intensivos–, no
quiero molestar.
–Entra,
estoy acabando, además hay sitio para los dos.
–¿Mucho
trabajo? –pregunta Violeta
–Bastante,
la enfermedad no nos da tregua.
–Ya
lo creo, a veces no damos abasto, faltan camas en UCI, empezamos a habilitar
otros espacios para los menos graves, como hicimos en plena pandemia.
–No
creas, aquí estamos por el estilo –cuenta Nathan–. Priorizar es un cargo de
conciencia. ¡A ver cómo le dices a los familiares que no apostamos por su ser
querido a consecuencia de otras patologías!
–En
urgencias, me cuenta un compañero, hay personas hacinadas en los pasillos –Violeta
se entristece–. De repente el número de gente malita supera al de médicos.
–Situación
difícil, sí. ¿Estás preparando algún informe?
–Tenemos
ingresado a un niño de ocho años con leucemia, no ha respondido a la
quimioterapia.
–Si
puedo colaborar cuenta conmigo –se ofrece Violeta.
–Gracias,
lo tendré en cuenta. He solicitado la opinión de uno de los mejores oncólogos
pediátricos a nivel nacional, su llegada desde Nueva York es inminente.
–¡Ah!,
fantástico. En Cuba parte de las prácticas las hice en oncología y vi de cerca
algunos casos complicados.
–¿No
te gustó la especialidad? –pregunta Nathan relajado, estaba viniéndole muy bien
hablar con esa mujer.
–Sufrí
mucho, te sientes bastante impotente, absurda, sin recursos ni ideas. Donde
estoy ahora también es complicado, pero…
–Para
que luego digan que somos insensibles –el internista chasca la lengua.
–Esa
es la imagen –ella se aparta el pelo hacia atrás–, pero lo realmente jodido es
cuando te llevas el diagnóstico a casa y te roba horas de sueño, de
concentración, espacios privados sin poder compartir nada con nadie porque
tienes la mente en otro sitio y eres incapaz de entregarte. Entonces pareces
fría, austera y empollona porque te tiras estudiando hasta la madrugada,
leyendo trabajos de investigación compartidos en Internet por otros colegas,
cualquier salida que aporte un mínimo de esperanza es poco y cuando lo
encuentras es emocionante.
–No
podría haberlo explicado mejor. ¿Echas de menos tu patria?
–Echo
de menos a los míos. Mi mamá y mi suegro, longevo ambos, no quisieron salir de
allí y a mí no me resulta fácil ir. Puedes imaginar si suena el teléfono a
altas horas y la llamada es de sobrinos o allegados más jóvenes, te pones en lo
peor.
–Comprendo,
soy canadiense y conozco la angustia de haber dejado lejos a los más ancianos.
–Ahora
mismo, por el puesto que ocupo aquí, no debo viajar a la isla. La política es
importante para entender a dónde estamos y hacia dónde nos dirigimos, todo se
mueve alrededor de ella, sin embargo, debería haber más libertad para decidir.
–En
fin, se me está haciendo tarde y es la hora de visita. Por cierto, tengo en mi
zona a una paciente que lo fue tuya: Megan Aniston.
–Sí,
sí, es verdad. Ves, es uno de esos casos a pelear, merece la pena sacarla
adelante.
–En
esas estamos.
–Suerte.
–Lo
mismo digo.
Un
día más, los ascensores empiezan su carrera frenética y el techo de las galerías
por donde transitan médicos y enfermeras amortiguan las risas cotidianas que se
escapan. Dos plantas por debajo, el automóvil del hijo de Joanne, mi antigua
secretaria en Motors Carson Company frena a pie de urgencias, detrás de
la ambulancia que transporta a su madre. El hombre, compungido y sobresaltado,
sale del vehículo y la coge de la mano…
Siempre con la actualidad, en este caso la inmigración. La engarzas en el relato denunciando la dura realidad y no desentona.
ResponderEliminarGracias por tu implicación y por ser el altavoz de muchas personas que pensamos como tú.
Corren malos tiempos para denunciar verdades como templos, pero tú lo haces. Enhorabuena
ResponderEliminarMe sorprende mucho la soltura con la que reflejas a la sociedad estadounidense, siempre con ese toque documentalista que le pones a todo.
ResponderEliminarDesde una playa espectacular de Huelva, tu narración me recuerda a mis abuelos cuando desembarcaron aquí buscando un futuro mejor para la familia. Gracias por dar visibilidad al denostado mundo de la migración.
ResponderEliminarUna vez más esa habilidad para describir y ese compromiso e implicación con los débiles. Decía Simone de Beauvoir: "Escribir es un oficio que se aprende escribiendo". Contigo toma sentido la frase. Gracias escritora. Besos.
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