13.
Donna Hanks se despertó temprano y
sin dolor de rodilla. Era el supermartes y se celebraban primarias en la
mayoría de los estados para elegir al próximo inquilino que ocupará La Casa
Blanca durante los siguientes cuatro años. Segura de la victoria aplastante del
Partido Republicano, con Donald Trump tiñendo de rojo casi todo el mapa y de
que en Tennessee arrasarían sin lugar a dudas, se relajó saboreando un café,
acodada en el mostrador de la cocina. Había vivido otras elecciones muy
disputadas entre ambos partidos con candidatos fuertes batallando hasta el
final: Thomas Dewey contra Harry Truman en 1945, Nixon frente a John F. Kennedy
en 1960 o George W. Bush que en 2000 tras un reñidísimo recuento le arrebató la
presidencia a Al Gore y, en la mayoría, sobre todo en las más recientes, La
Florida tuvo la llave de la gobernanza. A mitad de mañana llegó a la escuela
donde le tocaba votar, la misma donde estudió y después los suyos. Una vez
cumplimentada la boleta la introdujo en uno de los recibidores electrónicos,
bajo la supervisión de quienes controlan que no haya ninguna incorrección o
intento de sabotaje. Después dio un largo paseo por el bosque llenando los
pulmones con aire puro, recogió flores silvestres para adornar los jarrones y
semillas de iris que más tarde plantaría en el jardín. Se sentó un instante a
la sombra sobre una piedra picuda, puesta ahí a propósito, para hacer un alto y
contemplar el paisaje. Pensó en el tercero de sus hijos, monitor en una
estación de esquí, en Wisconsin, votante del partido demócrata y en su enfado con
ella por no haber elegido a Joe Biden, nunca se entendieron, tampoco lo
intentaron, pero aprendieron a respetar sus distintas opiniones. Sin embargo,
eso era más difícil con Opal Nelson, cuya última discusión bebiendo limonada en
porche fue monumental y aún no habían hablado para aclarar las cosas.
–¿Entonces
apruebas que el Tribunal Supremo del estado de Alabama haya dicho que todos los
embriones congelados son personas y, en consecuencia, un buen número de
clínicas de fertilización in vitro se hayan echado atrás en el
procedimiento dejando frustradas a quienes sólo pueden concebir a través de
dicho método? –la interpeló Opal Nelson.
–En
algún sitio he oído el comentario de Joseph Meaney, presidente del Centro
Nacional de Bioética Católica de Estados Unidos, recordando que el primer
presidente de la Academia Pontificia para la Vida, el médico pediatra Jerôme
Lejeune, calificó los tubos de ensayo donde se guardan los embriones y estos a
su vez en tanques criogénicos, como ”latas de concentración”, haciendo un símil
con los campos donde se hacinan a los seres humanos.
–Pues
la comparación me parece sinceramente una barbaridad.
–Nosotros,
la Iglesia, consideramos un desorden moral esa fertilización.
–¿En
cambio sí os lo parece que figuren en los testamentos como herederos con
igualdad de derechos? ¿Imagináis el absurdo, determinando qué les toca de la
hacienda?
–Nunca
nos pondremos de acuerdo en temas así, tú tienes tus principios y yo los míos.
–Opal Nelson se fue de allí profundamente triste. Nada más poner en marcha el
motor de la autocaravana, conectó la radio donde decían que la policía local de
Oak Ridge había identificado al hombre de 54 años, de Knoxville, muerto en
accidente ocurrido sobre 6:13 p.m. al chocar su motocicleta contra un vehículo
cuando circulaban por South Avenue cerca del puente elevado de Bethel
Valley Road.
Enterraron
a Alvin Evan junto a su esposa e hijo en Woodlawn Cementery, en Lenoir
City, donde asistieron personas cuya estrecha relación con él era tan sólo
comercial. Es decir: le compraban pollos, verduras o conejos; también había
granjeros de la comarca y el sheriff del condado. Jordan Brady, con el
escuadrón de muchachos pegados a su trasero, y visiblemente afectado por la
pérdida o eso aparentaba, se ocupó de todo. El reverendo destacó lo generoso
que había sido con la comunidad cediéndoles la granja para el beneficio de los
fieles, noticia muy chocante para el resto de asistente esperando que todo
fuese a parar a la causa. De igual modo hicieron referencia a la fragilidad del
estado de ánimo, llevándole hasta el pozo sin fondo del suicidio con el que
cerraban el atroz atropello del pequeño de los O’Neal.
–Paraliza
la investigación del atropello, no tiene sentido manchar el nombre de quien ya
no se puede defender –dijo el viejo Jordan al jefe de policial.
–Tranquilo,
nadie va a escarbar en la herida, además no se encontró nada concluyente –respondió
la autoridad.
–¿No
os parece raro lo de dejárselo todo a la Iglesia Baptista bajo la
administración del reverendo? –preguntó uno de los chicos.
–Los
propietarios eran la familia de su mujer y ella murió sin haber hecho
testamento, corría el rumor de que el último superviviente, también sin
descendencia, así lo dejó escrito, por eso no tenía derecho a nada…
–Convocad
a vuestros chicos, tenemos asamblea –dijo otro de los Brady.
–¿Asunto
a tratar? –preguntó alguien.
–Los
negritos de Orlinda… –Susurraron. Semanas después se olvidaron de Alvin Evans y
jamás nadie llevó flores a su tumba.
Medio
techo de la cabaña estaba caído y por la otra mitad tímidos rayos de sol se
colaban a través de los agujeros que el paso del tiempo fue dejando en el
tejado. La madre de Opal Nelson, más circunspecta que nunca, pasó los dedos por
encima de la antigua mesa rememorando episodios, ocurridos quizá sobre esa
misma madera, formando parte de la parcela íntima y particular, reservada
dentro de cada uno e imposible de verbalizar. A la izquierda, debajo de
estanterías vacías hallaron la cama con las sábanas arrugadas, una jarra de
porcelana blanca con el borde descascarillado, dos platos con idénticos desperfectos
y unas hojas de periódico fechadas setenta años atrás. Brotándole la emoción
por las mejillas, tomó asiento, recorrió con la mirada cada rincón,
deteniéndose en puntos invisibles que sólo ella conocía, sujetó la mano
temblorosa entre las piernas, sacó del bolso una cajita de plástico y de ésta
una pastilla muy pequeña que colocó debajo de la lengua. Pasados algunos
minutos y consciente de que había llegado el momento de la verdad, se repuso,
normalizó la respiración, alisó la tela del abrigo, lio un cigarrillo, lo
encendió, retiró de la lengua alguna hebra de tabaco adherida a la saliva –fumaba
siempre a escondidas– y empezó a hablar.
–Enséñame
otra vez la fotografía, hija –Opal Nelson se la dio.
–Creía
que habías dejado el tabaco.
–A
veces lo necesito –dijo con sonrisa forzada.
–¿Qué
hacemos aquí? ¿Acaso era el refugio de la abuela Tillie? Nunca me habló de este
lugar.
–No,
se lo oculté, fue mejor así.
–¿Por
qué? –preguntó exaltada.
–¿Cuántas
cosas más te ha contado esa mujer? –tenía los ojos enrojecidos.
–Se
llama Topanga Sizemore, y no, nada más. Eres tú, madre, quién ha de hacerlo,
¿no crees? En casa encontré una copia del Tratado de Nueva Echota, y
ella también lo tiene, ¿lo puedes explicar o se trata de otro secreto?
–Mi
abuela era una guapa campesina de Alabama, recién casada con un hombre veinte
años mayor, borracho, agresivo, mujeriego y dictador. Acorralado por las deudas
recibía brutales palizas de los acreedores que después sufría ella en propia
carne al volver a casa, además de violarla salvajemente dejando restos de
sangre con semen en las sábanas y pariendo cada nueve meses bebé muerto. Un
día, harto de esa vida y de la persecución in extremis, pisándole los
talones desapareció sin más –Opal prestó muchísima atención a la que oía, pero
no se resistió y la interrumpió.
–¿Adónde
quieres llegar, madre? –pero la mujer obvió la pregunta y continuó hablando.
–Todos
los atardeceres, con un vaso de vino y un mendrugo de pan, lo único que tenía,
le esperó con el corazón en un puño, preparada para los golpes y posteriores
hematomas, concienciada del destino gris y turbio que la había tocado en
desgracia, junto a la frustración y desamparo rodeando toda su existencia. Sin
embargo, pasaron las horas, las semanas, los meses y el hombre nunca regresó.
–¿Y
su familia? –la chica estaba fascinada con la historia.
–Nunca
supe –Opal Nelson sirvió dos buenas tazas de café del termo que guardó en la
mochila.
–Sigue,
por favor. Estoy intrigada.
–El
lugar donde residía era inhóspito, permanecer allí una persona sola se
complicaba bastante ya que los duros inviernos venían acompañados de animales
salvajes. A lo lejos, los primeros inicios de la primavera asomaron con la
posición cambiante del Sol. Cargó a la espalda una bolsa de piel de buey cosida
por ella con agua para el viaje, algo de comida y una Biblia desgastada. Echó
un vistazo al espacio donde se había sentido tan infeliz y, sin mirar atrás,
inició una travesía hacia Oklahoma, adonde jamás llegaría. Si dormir al raso
resultó duro, también lo fue esconderse de forajidos a plena luz del día. La
migración de los Cherokee estaba en pleno auge, así que, se cruzaron sus
caminos –mantuvo silencio un par de minutos.
–¿Reconocerás,
de una vez por todas, nuestros rasgos y a nuestra tribu? ¿Qué no habría dado
Tillie por oírtelo decir? ¿El cargo de conciencia podrá reparar el dolor
causado a la pobre vieja, tachada de loca y llena de pájaros en la cabeza,
según vosotros? –pero la madre, como ausente, retomó la narración.
–Pero
mi abuela en Alabama tuvo sentimientos contrapuestos: por un lado, fue
desdichada y por otro, encontró al amor de su vida, aunque le duró muy poco.
–¿Quieres
decir al padrastro del padre de Topanga Sizemore?
–Supongo.
–¿Estuvo
pues en Stevenson, de donde acabo de venir?
–Sí
–dijo temblándole el labio inferior.
–¿Entonces
qué demonios hacemos en esta cabaña ruinosa?
–Avanzadas
200 millas se unió a la caravana de indios migrantes rumbo al medio oeste, una
de las familias le ofreció asiento en la carreta donde iban niñas, niños,
ancianos y ancianas, pero lo rechazó y siguió caminando. El hombre apuesto que
iba en la parte de atrás se fijó en ella, y ella en él, fue una atracción
física incontrolable, una pasión desmedida prendiendo fuego en las venas. Se
amaron en silencio, se cuidaron a distancia, se protegieron de enfermedades sin
estar juntos, hasta que, no pudieron más y, cuando a todos les venció el
cansancio, huyeron. Lo siguiente puedes imaginarlo.
–¿Y
vinieron aquí? –cada vez entendía menos tanto misterio.
–No.
–La
abuela Tillie desconocía lo que cuentas, ¿verdad?
–Sí.
–¿Y
por qué tú sí…?
El
rubio, como se conocía a uno de los forasteros primo de los Brady y hooligans
del Nashville Soccer Club, era un joven apuesto, negacionista, un
patriota cuyo claro objetivo se fundamentaba en preservar la raza blanca,
siguiendo la doctrina del Klan. De perfil xenófobo, fiel a Dios, al país, a la
bandera confederada, a su rifle y a la pena de muerte, se identificaba con los
compañeros más radicales tanto en actos como en pensamientos. Sin embargo, todo
lo solapaba dentro del papel que mejor sabía interpretar: el de seductor, por
eso lo eligieron para la delicada misión llevada a cabo en Orlinda. Aretha
perdió la inocencia el mismo día que empezó a consumir nitazenos en
pastillas azules. La desesperación, la hambruna, la falta de creencias
religiosas, ateas o circunstanciales, la especie humana en ruinas y la certeza
de que lo daban todo por perdido, empujó a los jóvenes O’Neal a agarrarse a un
clavo ardiendo. Sin observar que hacía tiempo estaban siendo vigilados, una
mañana, cuando los gallos todavía no habían cantado, los dos hermanos mayores y
ella emprendieron rumbo al solar donde se suponía necesitaban mano de obra.
Aunque el rubio se hizo el despistado, por el rabillo del ojo, los vio
acercarse mientras daba patadas a los cascotes amontonados en mitad de la
explanada.
–¿Es
verdad que contratáis obreros? –preguntó Aretha.
–Sí,
pero vosotros todavía sois unos críos –responde el forastero con tono desinteresado.
–Estamos
dispuestos a realizar cualquier tipo de trabajo por duro que sea. Mire, toque,
toque –presumen de bíceps.
–Vosotros
dos, de momento, id con ellos –señala al grupo que disimulaba utilizando
algunas herramientas– y descargad aquellos sacos –giró sobre los talones para
alejarse, pero la chica le interpela.
–Señor,
¿Y yo?, también soy fuerte y nada me asusta –dijo temiendo el rechazo.
–No
sé… Esas tierras de ahí son de cultivo –pasea el tentador anzuelo invisible y
lo lanza–, vamos a labrarlas, y en aquella parte –señala el establo–
construiremos habitaciones con zonas comunes para el personal que no tengan
dónde vivir, quizá podrías encargarte de la limpieza cuando empiecen a
funcionar.
–Sí,
claro –aceptó algo decepcionada.
–Oye,
¿Y la escuela? Tendríais que estar en ella, ¿no? ¿Algún problema?
–Es
una larga historia –pero él se la sabía, habían picado y sólo faltaba encontrar
la manera de engancharlos al consumo de la droga sin levantar sospechas. Pasó
el tiempo y, a pesar de que todo estaba igual y la faena en el terreno no
avanzaban, a la semana justa de estar yendo a diario con aquellos muchachos tan
divertidos, los tres hermanos O’Neal llevaron un puñado de dólares a casa.
Entraron de puntillas, el pequeño jugueteaba con el camión de su hermano
gemelo, la madre organizaba el temario para las clases particulares que
empezaría a dar. Aretha carraspeó y la miraron.
–Madre
–dijo emocionada–, ya podemos comprar cosas ricas para la cena.
–¿De
dónde habéis sacado ese dinero? –preguntó el padre…
En
la Reserva India, encerrada dentro de la barrera Qualla, cuando aún no
había turistas ni curiosos, la vida transcurría pegada al lado espiritual del
ser humano, con otro ritmo. Tayen McDaniel, trueno veloz, bajaba dos
veces al mes con un ungüento medicinal preparado por él mismo, en envase de
barro, para el dueño de una tienda de souvenirs aquejado de problemas
respiratorios y que sólo encontraba alivio aplicando con suave masaje esa
pomada en el pecho. También le llevaba carne de ardilla, alimento muy saludable
por su escaso contenido en grasa y buena para fortalecer el diafragma. En
agradecimiento le vendía, a bajo precio, tabaco de pipa y whisky. Un raro
vertido químico en el río Oconaluftee enturbió las aguas quedando prohibida de
momento la pesca de truchas, sustento fundamental en la dieta de los Cherokee,
razón por la que quienes habitaban esa zona se alimentaran de gallinas,
conejos, maíz, calabazas o frijoles, pero arriba en el monte todo era más
complicado y rara vez caían ciervos en las trampas, sin embargo, trueno
veloz se las ingeniaba elaborando sabrosos guisos. Con la pluma de águila,
símbolo de equilibrio, y desde la cúspide más alta desde donde realizadas las
oraciones al Gran Espíritu, recordó a Opal Nelson, la tenesiana que buscaba
respuestas a su existencia entre aquellas montañas humeantes.
Conjugar actualidad con literatura es un ejercicio de generosidad. Gracias por hacerlo y llevarnos a escenarios lejanos
ResponderEliminarLo que más me impresiona de tus relatos es la conexión entre sus diferentes personajes y que al principio no se vislumbra. Denota un trabajo de preparación y ensamblaje que no podremos agradecerte en su justa medida que generosidad.
ResponderEliminarCorren tiempo convulsos empeñados en estacionar la historia en su lado más oscuro, por eso la literatura es refugio y tú uno de los míos.
ResponderEliminarEsta vez se me ha hecho más largo, te he echado de menos. Cuentas las cosas tan visual que me siento parte de la trama.
ResponderEliminarGran trabajo, se nota el esmero en la preparación y documentación, además de tu particular manera de relatar y meternos en la historia . Gracias. Besos
ResponderEliminarComo siempre, admiro la forma de describir paisajes, personas, sentimientos. Muchas gracias por la nueva entrega. Hasta la próxima
ResponderEliminarMe gusta tu forma de describir los personajes los paisajes y las historias que nos cuentas y que tanto gustan. Eres genial
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