18.
Desde
que Daunte Gray quedó en libertad no volvió a ser aquel joven alegre y soñador
que quería dedicarse a la música, casarse con su novia de la escuela, comprar
una casa de tres plantas, cerca de las montañas, donde viviría toda la familia con
muchos niños alrededor, un porche lleno de mecedoras para contemplar los espectaculares
atardeceres del sur de los Estados Unidos y la tranquilidad de haber cumplido
los objetivos marcados. Sin embargo, agravada por los juicios paralelos de la opinión
pública y el reproche que percibía cada vez que se cruzaba con alguien, la amargura
le comía espacio por dentro, ya que, a pesar de haber retirado los cargos
contra él, hecha pública su inocencia tanto por parte de la policía como declaraciones
del abogado defensor a la prensa, nadie le veía sin el cartel de violador
colgado en la frente. Retomar las clases de piano se convirtieron en un
auténtico calvario de ida y vuelta por el camino donde lo detuvieron, además de
comprobar que los compañeros no querían tocar juntos, sintiéndose, en definitiva,
un apestado. Pero no le quedaban fuerzas para luchar contra esos muros, de
manera que decidió abandonar. ‘Muchacho,
¿lo has pensado detenidamente? –preguntó el profesor de solfeo–. Es una pena que lo dejes ahora que habías
avanzado tanto en los últimos meses. Pensábamos promocionarte como candidato a una
beca para financiar tus estudios en Curtis Institute of Music, de Fhiladelphia’. ‘¿Y cree que me cogerían dadas las circunstancias actuales?’. ‘Haríamos todo lo posible’.
‘El chico tiene razón –intervino
la maestra de Armonía–, quizá cuando pase
algo más de tiempo’. ‘No te marches así, hombre –dijo el otro
apenado–. Demuéstrale al mundo que no podrán
contigo’. ‘Cuídense. He aprendido mucho de ustedes’. Tendió la mano para darles un apretón,
pero ellos se fundieron en un cálido abrazo. ‘Mucha suerte, querido’.
Recogió sus cosas y salió del recinto dejando atrás el sacrificio de tantos años
de estudio, la renuncia de una infancia y adolescencia corriendo por los prados
en pro de la preparación académica, y la posibilidad de haber triunfado junto a
sus compañeros a pesar de diferenciarle la piel negra. Dándose por vencido, bajó
la cabeza consciente de que se acercaba a un precipicio sin retorno y, poniendo
el pie en el último peldaño de la escalera, sitió una punzada en el corazón.
Se descolgó la tarde por las afueras
del vecindario, sus padres y hermano leían la Biblia en voz alta, alternándose.
Colgó el abrigo en la percha de la entrada y apoyó la cartera en la pared. ‘¡Qué pronto llegas, cariño! ¿Te han traído en coche?’. ‘No, vine caminando’. ‘Ve a lavarte
las manos, la cena estará lista en pocos minutos’. ‘Tengo que
hablar con vosotros –dijo compungido–, he dejado…’. ‘Nosotros también tenemos una noticia que daros –interrumpió la
madre–. Cuéntaselo, querido’. ‘No seas impaciente, mujer. Ahora, cuando estemos todos’. El chico fue al cuarto de baño, abrió el
grifo del lavabo y se echó agua fría por la nuca. La escena distendida que
transcurría en la cocina era tan dispar con su estado de ánimo, convertido en
bacteria que muta multiplicando el miedo hasta el infinito. Ocupó su sitio,
entrelazó las manos y, antes de comunicar la determinación tomada quiso
escuchar eso tan importante que al parecer provocaba tantas risas en los suyos.
‘Me han ofrecido un empleo en Nuevo
México –informó el hombre–. Vuestra
madre y yo pensamos que es una gran oportunidad para alejarnos de aquí y construir
nuestro hogar donde nadie nos conozca’.
‘¡Pero cómo voy a dejar la escuela
a mitad de curso –dijo el hijo pequeño–
y a mis compañeros!’. ‘No te preocupes, cielo. Papá ha buscado otro
colegio para ti y enseguida harás amigos’. Daunte Gray, incapaz de expresarse, estaba atrapado en un agujero
sin salida. Aquello le sonó lejano, incomprensible, ajeno a sus circunstancias…
Apenado, imaginó la imagen de un futuro donde él ya no estaría. ‘He dejado las clases de piano, no me
interesa la música, no tiene porvenir. Buscaré trabajo para ayudar con los
gastos’. Ninguno esperaba ese
anuncio que cayó por sorpresa barriendo de golpe todo atisbo de alegría, tan
sólo la alarma del horno con el pastel de carne en su punto fue capaz de traerlos
a la realidad. ‘No digas
tonterías, ser concertista fue siempre tu deseo –dijo ella alarmada por el
deterioro del joven–. Además, lo haces
muy bien’. Permaneció callado. Con
disimulo ellos se miraron y comprendieron que a su hijo se le habían enquistado
las secuelas psicológicas. Por eso, una vez instalados era urgente buscar la
ayuda de un especialista. ‘Veremos
más adelante. Tu madre tiene razón, debes alcanzar tus metas’. ‘Silver City, donde viviremos, posee una buena universidad, la Western
New Mexico University y quizá podáis asistir a ella’. ‘¿Y también van ahí estudiantes
negros? –preguntó el pequeño–. Los
niños cuentan en el recreo que oyen decir a los mayores que siempre nos
tratarán como esclavos’. ‘La raza blanca no es superior a la nuestra –zanjó
ella–, ¿me oís bien? Por encima de todo
somos personas’. Se pasaron la
fuente de puré de patata, el bol con guisantes secos, la jarra de té dulce y la
cesta de panecillos de maíz, sirviéndose cada uno a su gusto. Después, en la
soledad del dormitorio, el hombre y la mujer, sollozaron abrazados, mientras
que un estampado de nubes ocultaba el resplandor de la Luna.
Zinerva Falzone sospechaba que en
breve habría de dar un giro a su vida. Las cosas en la escuela empezaban a ponerse
feas tras lo ocurrido en los últimos meses con el secuestro de alumnos y
alumnas, la violación a una adolescente, la entrada en prisión del director
presuntamente implicado en las agresiones cometidas contra ciudadanos afroamericanos
y un importante desinterés colectivo tanto del equipo de administración en
funciones, como de los estudiantes, lo cual determinó que algunos padres
cambiaran a sus hijos e hijas de centro educativo. Eso creó mucha incertidumbre
en el personal que se veía entrando de lleno en la espiral de la desigualdad
salarial, o aún peor: en el umbral de la pobreza. Un día salió a depositar la piel
de las patatas y cáscaras de nueces en el cubo de basura que hay detrás del
pabellón docente y aprovechó para encender un cigarrillo. ‘¿Desde cuándo fumas? –preguntó
Coretta Sanders al abrir la puerta–.
Nunca te vi’. ‘¿Y tú qué haces fuera?’. ‘Tengo un descanso y prefiero respirar aire puro a estar encerrada’. Descendientes ambas de emigrantes que
lucharon por encontrar su espacio en un país donde nada resulta fácil, excepto
para la clase alta de la sociedad, nunca olvidaron sus raíces ni los principios
fundamentales que guían a todo ser humano, y se hicieron amigas desde la
admiración y el respeto mutuo. ‘Quizá
ponga un puesto callejero y venda Panelle como hicieron mis antepasados cuando vinieron
de Italia –manifestó pensativa entre bocanadas de humo–. Al fin y al cabo es un negocio como otro cualquiera’. ‘¿Lo estás diciendo en serio? –bromeó la otra–. Oye, si necesitas un pinche de cocina me ofrezco encantada’. ‘Lo tendré en cuenta, te irá bien, puedo llegar a ser una jefa muy
transigente –rieron algo escandalosas–. ¿Crees que nos echarán?’. ‘No sé –contestó Coretta–, date cuenta de que al haber cerrado
algunas aulas porque no hay niños ni niñas suficientes, no tiene sentido mantener
a toda la plantilla’. ‘Mi sueldo es bajo, pero con él pago las facturas
y cubro las necesidades básicas. No sé si estoy preparada para empezar de nuevo
lejos de aquí –extendió la vista alrededor del recinto–, estos fogones son
mi zona de confort, hemos crecido juntos he inventado platos especiales y
divertidos para los comensales, no sabría posar el pie sin escurrirse en otro suelo
que no sea este’. ‘Todo se arreglará, ya lo verás’. ‘La
gente está super inquieta, lo noto en el comedor, hablan en voz baja y, a escondidas,
consultan las ofertas de empleo en el periódico’. ‘Cuando tienes responsabilidades
a tu cargo es normal, nosotras necesitamos poco para mantenernos a flote’. ‘Pero también contamos con una edad complicada a la hora de contratarnos.
Nadie inserta en la maquinaria una pieza a punto de caducar’. ‘Joder, italiana, menudos ánimos. ¿Acaso la experiencia no es uno de los
mejores patrimonios que podemos dejarles a las generaciones venideras?’. ‘Mira que a veces te pones estupenda, ¡eh! ¿Almorzarás en el primer
turno? –preguntó Zinerva–. ¿Te espero?’. ‘Sí, las dos últimas horas las tengo libres, después visitaremos la
galería de arte, quiero que aprecien el valor de las cerámicas y de la bisutería
hecha a mano’. ‘Pues a mí me enamoran los objetos de madera,
que quieres que te diga, rústica que ha salido una’. ‘Tengo una cajita que
el abuelo de mi madre talló durante el tiempo que estuvieron en la plantación
de algodón, guardaban en ella los pocos centavos que ahorraban. Es una de mis
joyas más preciadas’. ‘¿Conoces la obra de Edward Hopper? Me gustan
sus retratos urbanos’. ‘Su estilo se denomina “Realismo Americano”. Es
descriptivo y juega mucho con la iluminación, es un gran experto mostrando la
verdadera esencia de los bares de noche en Nueva York’. ‘Bueno, entonces que, ¿te apetece probar el guiso de capunata que traigo
de casa?’. ‘¿Has puesto abundante apio?’. ‘Cada ingrediente guarda su justo equilibrio, querida. Pero sí, lleva
mucho en tu honor’. ‘Genial, luego voy’. ‘Que tengas una mañana tranquila’. ‘Lo mismo digo’. A
diferencia de otras conversaciones a menudo mantenidas con profundidad, filosofando
sobre los avatares de la vida, regresó cada una a lo suyo con un nudo en la
boca del estómago. Las semanas siguientes transcurrieron con normalidad, hasta
que recibieron una circular convocándoles en la Sala de Juntas, entonces, las hipótesis
más descabelladas se dispararon…
‘¿Betty Scott?’. ‘Sí’.
‘Agente Cohen. FBI –dijo mostrando su placa–. Traemos una orden de registro’.
‘¡Eh!, un momento, no pueden irrumpir así en una propiedad privada –exclamó
a la vez que ocho personas uniformadas se desplegaron en el interior con su
sofisticado equipo para hallar huellas y restos de tejido orgánico–. Oiga,
cuidado con eso, es un recuerdo muy preciado. ¡Cómo se atreven a ponerlo todo
manga por hombro!’. ‘Apártese, señora, por favor’. ‘Quítenme las
manos de encima, he de salir a recoger la correspondencia –forcejeó con el
agente que la retenía por la cintura–, espero una carta muy importante’.
‘No se preocupe, ya la cogerá’. Visiblemente incómoda, y temiendo que
encontrasen alguna postal desde Irlanda delatando el paradero de su hijo, se le
cayó de las manos la figura de porcelana arrebatada al policía. ‘Vosotros dos,
y alguien de la científica, subid al piso de arriba –ordenó a los
compañeros enviados desde la central de Birmingham–. Quiero que lo miréis todo,
milímetro a milímetro’. ‘A la orden, jefe’. ‘No saben que mi marido
es oficial del ejército, ¿verdad? –soltó amenazante–. Cuando regrese van
a tener un problema, ya lo verán’. ‘Será difícil porque ahora mismo está
arrestado en el cuartel’. El mundo se derrumbaba a sus pies y no veía escapatoria.
‘Señor, la puerta del cobertizo tiene puesto un candado, necesitamos la llave’.
‘Ya lo ha oído –Anthony procuró sonar suave–, ¿dónde la tiene?’. ‘Se
perdió’. ‘Romped la cadena –mandó, sin apartar la mirada de la mujer
observando su reacción– y todos los obstáculos que se interpongan en el camino’.
Por la ventana que da al patio trasero vio huir a las ardillas, el viento
soplaba suave agitando las ramas de los árboles contra el tejado. Cerró los ojos
y recordó la noche en la que vino su hijo con las manos ensangrentadas en busca
de la escopeta, porque decía ser uno de los elegidos a hacer justicia. Una voz
grave de hombre la trajo de vuelta a la realidad. ‘Anthony –le llamó uno
de sus agentes–, ven a ver esto’. ‘No la perdáis de vista –indicó
al ayudante del sheriff apostado en el quicio de la puerta–. ¿Qué habéis
encontrado?’. ‘Míralo tú mismo, quizá no sea relevante o sí, a saber’.
‘¿Son estatutos?’. ‘Más bien un conjunto de normas a seguir contra todo
aquel que no comulgue con la supremacía blanca y dé cobijo al diferente
proporcionándole herramientas sencillas para prosperar’. ‘¿Dónde estaba?’.
‘En la habitación del chico, detrás de la cama se movía una tabla, la hemos
levantado y, además de esto, tenía también una pistola y munición de sobra como
para tumbar a un rinoceronte’. ‘¿Algo más?’. ‘Sí, va a resultar
casi imposible detenerle’. ‘¿Ha huido?’. ‘Creemos que anda por Irlanda,
en el cajón del escritorio hay cartas cuyo matasellos es actual’. ‘Buen
trabajo, compañeros. Si lo tenéis todo, nos volvemos a Birmingham’. ‘Prácticamente,
sólo faltan un par de estanterías y el armario del dormitorio principal.
Calculo que en una hora habremos terminado’. ‘De acuerdo, haré unas
llamadas’. ‘Jefe –irrumpió otra de las personas que los acompañaban–,
esta bolsa de deporte está llena de pornografía infantil’. ‘¡Vaya! ¡Vaya!’.
‘La mujer está histérica y dice que eso no es suyo –continuó–, que lo
habremos traído nosotros para fastidiarlos’. ‘Acabad, por favor’. Betty
Scott, fuera de sí, les increpaba. ‘¿Es que no se piensan ir?’. ‘Señora
–intervino Anthony Cohen–, tendrá que acompañarnos, necesitamos hacerle
algunas preguntas’. ‘Pues hágalas, adelante, ¿a qué espera?’. ‘Ha
de ser en la central del FBI’. Los últimos en abandonar la casa fueron
ellos dos, el coche patrulla esperaba tres cuadras más allá. Ella sintió la
mirada del vecindario que la lapidaba con humillación y desprecio. Reconoció la
camioneta de Paul Cox estacionada en un saliente de la carretera. Todo estaba
perdido, no merecía la pena seguir remando contra corriente en el océano de la soledad.
Las chispas de los neumáticos al tocar con el asfalto prendieron la mecha de un
destino que se le antojaba irrevocable. ‘¿Se encuentra bien?’. No
contestó.
Aunque
Helen Wyner y Rachell W. Rampell, del Reports Alabama Times, se citaban
con frecuencia en el restaurante The taco mexican cantina, un escenario
perfecto para charlar distendidamente, la segunda vez que se vieron lo hicieron
en el pueblo de Elberta. ‘Bonito jardín –afirmó la periodista–.
¿Puedo tomar fotos?’. ‘Claro. Aquí empezó todo –señaló el recinto–.
Beth y yo volvíamos de pasar el día en Montgomery, era una gran restauradora de
muebles antiguos y fuimos a recoger unos materiales que tenía encargados. Mamá nos
esperaba en el porche y, con palabras atropelladas, como pudo, nos dijo que la
policía anduvo preguntando allí por nosotras, por la niña, por el padre’. ‘Continua,
por favor’. ‘No sabes lo doloroso que es asistir al desmoronamiento de
toda la familia. Ninguna hemos vuelto a ser las mismas de entonces, mucho menos
mi hermana que lo ha perdido todo’. ‘Vayamos al principio’. ‘¿Te
apetece una cerveza?’. ‘Mucho’. ‘A mí también, eso me ayudará a
empezar por el principio…’.
Cada entrega más atrapadora que la anterior.
ResponderEliminarHaces que mis emociones fluyan con algunas de las historias que confluyen en el relato.
Muchas gracias y no me importa la reiteración.
Encontrar cada dos domingo esta ventana abierta es como sentirse viva.
ResponderEliminarAunque he aprendido mucho de tu técnica, no dejas de sorprenderme con tu destreza a la hora de manejar los interrogatorios
ResponderEliminarPues yo lo único que puedo decir es que sus narraciones me llegan muy hondo
ResponderEliminarPrecioso el "abanico" que forma tu relato, son muchas y hermosas sus "varillas"... Tal es su resplandor que no podrán ocultarse por muchos y densos 'estampados de nubes' que aparezcan. Eres una gran escritora, amiga. Besos.
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